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TODO ES NADA, TODO ES A LO SUMO TIEMPO QUE FLUYE
Juan Bastian siente que estas once palabras, garabateadas en mayúsculas rojas sobre un papel ajado con la firma de Vera al pie, dirigen su viaje hacia el pasado igual que en los cuatro últimos años han simbolizado su terror por el presente y por el futuro, esa exclusiva mazmorra intangible de incertidumbre sin horizontes de remisión entre cuyos muros ha sobrevivido acongojado e impotente, resignado al castigo como un mártir de sí mismo. Las once palabras han sido sus compañeras fieles, perennes, durante cada uno de los días de cada una de las semanas de cada uno de los meses de cada uno de los años que ya han rebasado la cifra de cuatro. Respiran con él, laten en él, se nutren de él. Incluso podrían ser ellas las que lo han mantenido con vida, si puede llamarse así a su fuga sin fin de los hombres de Humberto, esos sicarios del serrucho y el alfiler aterradoramente invisibles que nunca han dejado de perseguir su rastro.
Números, números, números.
Once. Cuatro.
Palabras. Años.
También horas, ciento ochenta y siete consumidas junto a Vera. Arrebatado, traicionado y muerto por Vera en el pasado. Y hoy, cuatro años más tarde, resucitado por causa de ella.
Mientras conduce junto al borde del acantilado se figura que la sentencia de once palabras flota en el aire como un cometa de sangre seca, iluminado de tanto en tanto por los relámpagos que desgarran desde la lejanía el cielo matinal de la carretera sobre el mar, y en cada curva sobre el abismo siente que las diecisiete sílabas que la componen, otro número, borbotean jubilosas y lacerantes por sus venas como malvados niños felices, recordándole que han despertado y no piensan regresar al pozo de olvido donde tal vez habría logrado llegar a enterrarlas, de no ser porque unos días atrás chocó de frente con la imagen en apariencia trivial e inocente, aunque para él demoledora, de una solitaria mujer ciega que tomaba el menú del día en el restaurante económico donde entró por fatídico azar. Aniquilación y resurrección en el mismo latido. Juan Bastian casi se había acostumbrado a sobrevivir acomodado en el interior de su propia muerte. Y de pronto, aquella ciega…
Las olas espumean contra las rocas, mucho más abajo. A lo lejos yacen ocasionales bancos aislados de arena, diminutos como playitas de juguete olvidadas a merced de la lluvia. Cada color se difumina y desvanece, empastado por los tonos opacos de la atmósfera. Todo es gris o casi gris. Bastian podría creerse dentro de una película en blanco y negro de no ser por la intensidad luminosa del GPS que, parpadeando como un corazón digital de amarillos y azules saturados, lo guía sin error ni remedio hacia el destino tantas veces eludido. Ha conectado el aparato por simple capricho, pues conoce de sobra el camino. Quedan veintitrés kilómetros hasta el punto de su pasado en que todo cambió: el tiroteo, dos cadáveres. El de Vera, uno de ellos. El de Vera, el principal.
Números. Más números. Veintitrés. Dos. Uno. Kilómetros y cadáveres que amontonar sobre las palabras y los años, sobre las sílabas. Tentáculos de las ciento ochenta y siete horas debatiéndose en el aire debilitados e inofensivos, pero todavía dolorosos y cargados de peligros.
¿Hace cuánto no pronuncio tu nombre?
Y osa entonces susurrarlo muy quedo entre los labios, como si temiera que ella, aunque esté muerta, pudiera escucharlo y acudir a él:
– Vera…
Una curva cerrada surge inesperada, y Bastian piensa que tal vez las dos sílabas, mágicamente, han convocado ante el morro del coche al súbito recodo de piedra cubierta de musgo. Roza el freno, rebasa con limpieza la curva, vuelve a acelerar embrujado por la profusión de números que lo envuelven en cábala azarosa, imposible de interpretar: veintidós kilómetros para el lugar donde ella cayó, veintiuno, veinte kilómetros para el instante en que comenzó su exilio en el desierto de los no vivos… Se pregunta cómo señalaría el GPS una repentina resolución suicida, un volantazo brusco de su voluntad hacia el acantilado. ¿Enloquecerían los microchips durante la caída al mar, quedaría registrado su pánico a la profundidad submarina? Hace un esfuerzo por imaginar el coche sumergido, se visualiza muerto dentro de él. Silencio y quietud en el fondo, excepto por el parpadeo agónico amarillo y azul del número último, el único que de verdad importa: cero kilómetros hasta el propio final. Y después, ¿cuánto sobreviviría el GPS al impacto contra el mar? Tiempo que fluye, todo es nada. No obstante, su biografía congelada durante cuatro años exige ya el desenlace que legítimamente le corresponde, y no es éste el suicidio. Al menos de momento. Porque es aquí, Bastian sabe que sólo puede ser aquí, en este escenario de aire varado sobre sí mismo bajo la tormenta hacia el que se aproxima, donde por fuerza han de habitar los espectros de los dos viejos cadáveres que decidieron su salto al abismo. Por supuesto, el de Vera el más importante. Tu fantasma, amado amor odiado. Va a enfrentarse con muertos, únicamente con muertos. Entonces, ¿por qué ha traído consigo el revólver? Aunque nunca ha llegado a usarlo, lo lleva consigo desde aquel día de cuatro años atrás como si fuera el antídoto contra todo mal. Echa un rápido vistazo a la guantera y se tranquiliza al verificar que el arma, como ya ha comprobado supersticiosamente varias veces a lo largo del viaje, sigue allí, inmóvil y en cierto modo viva. Una vez leyó en un artículo especializado que cuando un arma aparece dentro de cualquier forma de ficción, una novela o una película, el lector o el espectador saben que antes o después va a ser disparada. ¿Cuándo dispararé la mía? ¿O la regla sólo vale para el cine? Los dedos se aferran al volante, la voluntad acata sumisa las indicaciones del GPS: «Continúe en línea recta, faltan dieciséis kilómetros para su destino». Once palabras escritas por una mujer muerta años atrás, caligrafía frágil nacida para solidificarse alrededor de él como una mortaja con memoria propia y obcecación inquisidora.
Tiempo que fluye. Nada más.
El GPS enfila el tramo recto previo a la entrada del pueblo. Al pisar instintivamente el acelerador, Bastian desata también el bombeo de su corazón. Nunca, lo comprende de repente y la revelación tiene un matiz de alivio inexplicable, ha existido forma de evitar este encuentro, a lo sumo cabía aplazarlo. Pero es ahora cuando deja por fin de huir, éste el instante en que repta hacia la guarida de sus alimañas interiores, incorpóreas e invisibles, pero al acecho.
Los pueblos de veraneo suelen ser cadáveres en noviembre, y Padrós no es una excepción. El aire fantasmal de la calle ancha escenifica el recibimiento idóneo para un visitante que, como Bastian, no se siente vivo. A causa de la lluvia las calles se encuentran desiertas, aunque podría interpretarse que los lugareños, percatados del duelo entre espectros que va a tener lugar, se han ocultado temerosos. Un niño cruza con una barra de pan bajo el brazo y corre acera arriba, hacia la casa donde su madre, en el zaguán, le urge a refugiarse del aguacero. Apenas el niño lo atraviesa, la mujer cierra la puerta con un golpe seco tras mirar de reojo hacia el coche de Bastian, eso le ha parecido a él. Siente que la población entera de Padrós lo rechaza, que son sus tres mil y pico habitantes quienes pegan este portazo.
Desconecta el GPS para que los recuerdos propios tomen el relevo de las gélidas indicaciones digitales. Lo traía conectado para no confundirse en los nuevos tramos de carretera, para concentrar toda su atención en evocar el pasado, pero no imaginó que se inquietaría al apagarlo. Es desconectar la realidad. Su memoria sale a escena para protagonizar el siguiente acto, y lo encamina en línea recta hacia la plaza del pueblo. Por esta misma calle, cuatro años atrás, Bastian, que entonces aún no era Bastian ni imaginaba que llegaría a serlo, condujo el coche, también un coche distinto, hacia la plaza donde tenía su parada el autobús que desde la ciudad traía a Vera, amparada entre turistas y viajeros, clandestina tras sus gafas oscuras. Era la víspera del tiroteo. El corazón de Bastian, entonces feliz, galopaba excitado ante el reencuentro tras casi día y medio sin verla, con el enamoramiento y el deseo entrechocando sus respectivas intensidades y rebotando de pura felicidad bruta contra las paredes de carne y sangre de su cuerpo. Los latidos de hoy son igualmente vigorosos, pero crueles y desolados, desdichados por el pánico al hueco infinito que para Bastian sigue entrañando el mundo de los vivos. Brincan en su pecho al borde de la nada, sin afectos reales a los que aferrarse, abandonados a la deriva sobre el abismo sin fondo de su ser vaciado.
Aparca ante la estación de autobuses y busca elementos que distingan este escenario auténtico del que custodian sus recuerdos, como en aquel viejo pasatiempo consistente en encontrar diferencias mínimas entre dos dibujos aparentemente idénticos. La primera que salta a la vista es la lluvia gris de hoy, tan distinta a la luminosidad veraniega de cuatro años atrás, que parecía convocada para resaltar el oro de la piel de Vera. Llevaba aquel vestido azul celeste con el que él la veía infinitamente desnuda. Puede que entonces aparcara él en este mismo lugar, puede que unos metros más allá. En los pueblos, los autobuses no suelen cumplir los horarios con exactitud, pero aquel día el retraso de varios minutos, lejos de irritarlo, fue un acicate para la excitación del deseo. Era, como es hoy, la hora del mediodía, porque hoy Bastian ha querido llegar a la misma hora del mediodía que entonces.
Saca de la guantera la carpeta que reposa bajo el revólver, rebusca entre los papeles del interior y extrae el croquis de la plaza que hace poco, cuando supo que no tenía otro remedio que enfrentarse a su pasado, se obligó a dibujar lo más detalladamente que pudo, como un calentamiento de las funciones de la memoria: la forma rectangular de la plaza, el área de la estación y las dos calles principales, una a la izquierda y otra, por la que acaba de acceder al pueblo, a la derecha. Reflejó únicamente lo principal, descartando detalles como la panadería del extremo, el quiosco de prensa, la heladería ahora cerrada porque es otoño, el estanco de toda la vida, la callejuela empinada que sube hacia la iglesia y el ayuntamiento, los dos restaurantes de servicio familiar, el hostal o las escalinatas de piedra que conducen hacia la carretera del único escenario que merece el nombre de protagonista en su vida: el viejo caserón del acantilado. Por alguno de estos accesos, ignora cuál, irrumpió agonizante en la plaza Amir o Amin y desbarató con su profusión de sangre la paz del aperitivo estival. Nunca llegó a saber el nombre exacto del pistolero. ¿Lo mataste tú, Vera? ¿O cuando ocurrió estabas muerta porque Amir o Amin te había matado antes a ti? Esa pregunta sin respuesta, que se ha repetido hasta el delirio, le suena flamante y recién inventada cuando se la formula en el lugar de los hechos.
Saca de la carpeta el recorte de periódico provincial que narra lo que pasó aquel día. Lo ha leído y releído docenas de veces, hasta memorizarlo, y sin embargo ahora vuelve a estudiarlo como si, al encontrarse donde todo aconteció, el texto impreso pudiera alterarse milagrosamente para contar una versión distinta: una versión, por ejemplo, en la que Vera hubiera sobrevivido; entonces él, se lo ha repetido siempre con tesón masoquista, no habría sido destruido por la carcoma de la culpa ni por el pánico físico; sobre todo, por el puro pánico físico. Pero las letras y las palabras son las mismas, inalterables como la realidad que aconteció: «Ajuste de cuentas entre delincuentes en pueblo turístico de la costa», dice, como siempre ha dicho, el titular impreso en papel amarillento. Salta la vista hasta el párrafo noveno donde, también como siempre, se lee lo que siempre se ha leído: «… A. G. R., de veintiséis años, sembró el pánico entre los viandantes al aparecer, cubierto de sangre, en mitad de la plaza». Tampoco el periódico ha aclarado nunca si era Amir o Amin. Por el transcurso perverso del tiempo que fluye, los hechos acontecidos en el pasado permanecen difusos, y ello sólo en el caso de que alguien se empeñe en recordarlos, como Bastian ahora. De lo contrario se deshilachan y desintegran, dejan de existir. Y como primera y más clara prueba de su decadencia inevitable, de su importancia esencialmente desprovista de importancia, se desordenan. ¿Quién podría saber ahora si en el orden real de los hechos tuvo lugar primero la llegada en autobús de Vera a esta plaza donde él la esperaba enamorado o la irrupción de Amir o Amin bañado en sangre? Aparte de Bastian y de su obsesión, nadie sabe ni puede saber que la llegada de Vera fue primero, un jueves de junio, y la irrupción de Amir o Amin tuvo lugar al día siguiente, viernes. Tampoco sabrá nadie dentro de unos años, o dentro de unos meses, o dentro de unas semanas, acaso tampoco sabe nadie hoy el lugar que ocupa en ese orden impreciso él mismo: un hombre que un día de noviembre espía su propio pasado, escondido tras los cristales de un coche desdibujados por la lluvia.
¿Por dónde empezar su pesquisa?, se pregunta. ¿Y cuál es con exactitud esa pesquisa? No hay respuestas, pero sí sabe que únicamente aquí puede llegar a resolver la cuestión que lo ha martirizado durante estos cuatro años que lleva muerto a su manera, y que el impacto de la ciega en el restaurante ha reactivado con tanto apremio:
¿Me traicionaste, me abandonaste a mi suerte? ¿Nada fue verdad? ¿Ni una sola de tus palabras y tus actos de amor?
Un sonido de motor irrumpe en sus pensamientos. Al mirar, su estómago no puede reprimir el alboroto del vértigo: el autobús llega como entonces, y Bastian, igual que un niño perdido, se aferra por un instante a la idea de que Vera se apeará de él, volverá a apearse, luminosa de vida, en el vestido azul celeste que hacía más infinita su desnudez. Ese latido, tan ínfimo que casi carece de duración, resulta sin embargo suficiente para evocar la vieja intensidad perdida del deseo y hacerle añorar sus garras arañando las paredes del estómago. ¿Es posible desear a una mujer muerta? Bastian traga saliva al aceptar que la respuesta podría ser positiva. Vera todavía existe, Vera todavía es. Muerta, odiada y maldita. Pero ¿y deseada? Al principio él, con toda ingenuidad, llamó amor eterno a su ansiedad febril. Dentro de Vera se sentía a salvo de todo mal, y eyacular en ella lo convertía en amo y señor del universo durante unos pocos segundos que lo sostenían sobrevolando la eternidad. ¿Cómo renunciar a ello? Creía muerto ese deseo cruel, pero permanecía agazapado en la tumba de profundidad insuficiente que cavó él en su propia memoria. Deseo vivo e imposible de matar… Bastó la mujer ciega para resucitarlo.
Del autobús se apea, sorpresivamente, otra inesperada fiera de la jungla del pasado: Julián, muy envejecido y todavía más delgado que entonces, desciende parsimonioso, mirando hacia un lado y hacia otro con el ceño fruncido por el tesón irreversible de quienes ya no pueden volver a ser inocentes, airado o temeroso como si su olfato de viejo policía le hiciera sospechar que alguna presencia amenazadora acecha en cualquiera de los coches estacionados en la plaza. Bastian se encoge por instinto en el asiento, y piensa que tal vez no es el único a merced de los propios recuerdos. Julián, para ayudarse a descender, se agarra al soporte del gran espejo retrovisor de la puerta del autobús. Lleva en la diestra un bastón sobre el que reposa el peso del cuerpo al caminar. La cojera resulta un elemento nuevo, Julián no la tenía cuando cuatro años atrás era un oficial de la policía municipal a punto de jubilarse. Cojera nueva en hombre viejo: la vida no escatima sorpresas negras ni cuchilladas imprevistas. Julián enfila renqueando la empinada callejuela, solitario y probablemente próximo a su propio final, y, al alejarse, su silueta logra parecer la de un anciano bondadoso y entrañable. Es un impulso, y no la razón, quien dicta a Bastian sacar el revólver de la guantera y echárselo al bolsillo de la gabardina. Aquí nadie lo amenaza, pero lo mueve la costumbre de cuatro años de clandestinidad, un vicio adquirido al saberse en el punto de mira de los sicarios de Humberto, armados con el serrucho y el alfiler.
Se apea y cierra el coche. Acaba de apoyar el pie sobre las calles de Padrós, e intenta, como si fuera un juego, ubicar con exactitud cuándo pisó estas piedras por última vez. Sí, tuvo que ser en la mañana del domingo siguiente al viernes mortal, cuando tras dos días en estado de ansiedad extrema esperando noticias de Vera que nunca llegaron, sonó en la casa el disparo preciso, uno solo, que lo aterrorizó, lanzándolo a su fuga interminable. De un salto abandonó el sofá donde permanecía hundido a merced de negros pensamientos y sin mirar atrás subió a su coche de entonces, acomodó a los pies del asiento del conductor la bolsa con el botín, seis millones largos de euros en efectivo que abultaban poco y pesaban menos, y condujo hacia el pueblo tratando de mantener la calma, repitiéndose en voz baja, como una cinta sin fin, que todavía era, y por tanto podía parecer, un apacible vecino camino de la panadería un domingo por la mañana. El eco del disparo revivía una y otra vez en su cabeza, instándole a huir. Ya en la plaza, y antes de enfilar la carretera de Madrid, se apeó y corrió hacia el quiosco de prensa aprovechando un semáforo para comprar el periódico y buscar entre los resultados del fútbol y la actualidad política alguna referencia a la muerte de Amir o Amin acontecida en ese mismo lugar dos días antes. Pero no la encontró. Sí, ésa fue la última vez que pisó Padrós. Luego inició la fuga, en compañía del regalo del diablo: todo el botín para él debido a la muerte de Vera, la verdadera ladrona. Seis millones de euros con pasado de sangre y futuro de muerte, el número de la bestia reducido de tríada a individualidad: la de su desvalida persona.
Suspira antes de tirar tras Julián calle arriba. No es el frío otoñal ni el viento inhóspito cargado de lluvia lo que le obliga a alzar el cuello de la gabardina y encoger los hombros, sino los recuerdos, que parecen caer sobre él como dardos líquidos desprendidos acusadoramente desde las nubes. Sigue deseando a la mujer que murió cuatro años atrás, no tiene otro remedio que admitirlo.
Si no, ¿por qué estoy aquí?
Todo es nada, todo es a lo sumo tiempo que fluye. Y en trazos rojos al pie de las once palabras, como un relámpago de sangre congelado en el cielo del espacio geográfico que llamamos pasado, la firma de quien escribió la sentencia.
Vera.