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– Sí, te vi matar gente en esta plaza -repite Julián apenas se han acomodado en una de las mesas junto a la ventana del café.
Llueve otra vez, y el aire gris parece vibrar levemente por el viento humedecido. Al otro lado de la cristalera esmerilada, en el ángulo opuesto de la plaza, puede verse, desnuda y sin cobijo, la esquina al aire libre donde estuvo la mesa en la que Vera le habló de Humberto y pidió su colaboración en el robo. Hoy, piensa Bastian, no brilla como entonces el sol ni tiene él frente a sí a la mujer deseada. Vera, difusa y sostenida sólo por su recuerdo, podría ser un espectro aterido que busca refugio de la lluvia y el viento bajo los soportales. A pesar de la calefacción del café, a Bastian le desasosiega el frío. Tal vez es que desde la calle otro fantasma a la intemperie, el de Sebastián Díaz, le envía las vibraciones de su tiritona. Pero ahora la atención de Bastian pende de un hilo que sostiene Julián, cuya frase ha evocado escenas de muerte en la plaza sin citar a Amir o Amin, como quiera que finalmente se llamase el hombre ensangrentado de cuatro años atrás.
El ex policía le sostiene la mirada, inquisitivo pero a la vez con un punto mordaz, y su expresión resulta todavía más áspera cuando se esfuerza por agregarle una mueca cordial, la intentona de sonrisa de alguien que olvidó hace mucho cómo sonreír o nunca supo cómo hacerlo. El silencio se estira entre ambos, justificado por la discreción mantenida ante el camarero que acaba de llegar con las consumiciones: un café para Bastian y un vino para Julián. Luego, el ex policía parece buscar el lugar donde acomodar el bastón, que sostiene aún entre los dedos. Bastian piensa que podría agarrarlo sorpresivamente por la punta y descargarlo contra él, un golpe mortal de la empuñadura metálica contra la sien. Sólo se enteraría el camarero. Y los fantasmas que espían bajo la lluvia. Pero él no se encuentra indefenso, sigue llevando entre las ropas el revólver que nunca ha utilizado y sigue sin saber manejar, ese revólver que, según intuye sombríamente, ha viajado con él como un copiloto con ideas propias, tal vez para ser por fin utilizado aquí, en el escenario del siguiente capítulo de su vida. Bastian cree que llegado el momento no podrá disparar, pero le estremece la ocurrencia repentina de que será el propio destino quien apriete el gatillo. ¿Es Julián la víctima en la que está pensando el revólver?
– Jugabais a policías y ladrones -continúa el anciano.
La frase puede parecer una broma, pero Bastian, aunque desconcertado, sabe muy bien que Julián no ha venido a bromear.
– Tú disparabas con una metralleta. Rat-ta-ta-ta-tá… -el ex policía toma el bastón y lo mueve a derecha e izquierda, como un cadavérico niño viejo-. Erais seis o siete chicos, ¿recuerdas? Imitabais con la garganta el ruido de las ráfagas. Yo os veía desde este bar, puede que desde esta misma mesa, cuando salía del ayuntamiento, aquí al lado. Qué suerte, pensaba, se permiten jugar con esa alegría a cosas tan serias en el mundo adulto: disparos, muerte… venganza.
– ¿Me veías de niño? ¿Sabías quién era? -se atreve a preguntar Bastian. La imagen evocada por Julián surge con facilidad de su memoria. Se ve tiroteándose con otros chavales infinito tiempo atrás, cuando era inmortal como cualquier niño y como a todos los niños le parecía ajena, inconcebible, la idea de la muerte. Le resulta imposible emparejar aquellos tiroteos inocentes con la imagen de Amir o Amin ensangrentado. La muerte auténtica, solemne, tan irreversible y tan seria, no es compatible con la evocación de aquellos niños que morían ametrallados pero se levantaban en el acto para seguir matándose entre chillidos eufóricos. Rat-ta-ta-ta-tá… No, no han nacido la realidad y la fantasía para casarse y permanecer unidas y felices. ¿Y el joven y poderoso policía Julián nos miraba tras el cristal? Bastian siente una breve corriente de simpatía hacia el viejo. Los fantasmas son solidarios con otros fantasmas, igual que los alcohólicos no pueden evitar ponerse del lado de otros alcohólicos en su pugna contra el universo.
– No es que me fijara en ti por nada especial, entiéndeme, pero te situaba, sabía quién eras. Conocía de vista a tus padres, que en paz descansen. Es lo que tienen los pueblos pequeños, conoces a todo el mundo… En el fondo, todos los niños son muertos aplazados, ¿no crees? Cadáveres esperando turno… Dime una cosa -la mirada de Julián retorna de su leve ensimismamiento. Ha terminado la tregua-. Te fuiste con mucha precipitación de Padrós, ¿no? Hace cuatro años, me refiero.
Con un golpe seco de las comisuras de los labios, Julián estira el tajo que en su cara quiere parecer sonrisa afable sin lograrlo. Bastian lleva todo el tiempo removiendo el café sin parar, frágilmente escudado tras el leve susurro de la cucharilla al rozar la loza, mientras se pregunta cuándo va a irrumpir el viejo de lleno, sin circunloquios, en los sucesos del pasado, cuándo comenzará a hablar de Vera y si lo hará con la misma angustia que trató sin éxito de disimular en las viejas llamadas telefónicas que le hizo al comienzo de su huida. Aquella extraña angustia que a Bastian le pareció de hombre enamorado. Pero la otra presencia masculina en la pareja que formaban Vera y Sebastián, el nunca probado tercer vértice del tal vez inexistente triángulo, había sido siempre el fantasmal Humberto, con sus maquiavelismos planificados al milímetro y sus alfileres relucientes.
¿Dónde encaja Julián en mi pasado?
– Así que sabes con exactitud qué día me fui… -opta Bastian por plantear también directo a los ojos, repentinamente envalentonado por la conciencia de que no hay marcha atrás.
– A las doce de la mañana del día 13 de junio de hace cuatro años -precisa Julián, milimétrico como una estocada mortal-. Te vi aquí, en esta plaza, conduciendo tu coche camino de la salida del pueblo. No es difícil saber la fecha exacta. Dos días antes, el 11 de junio, pasaron unos hechos violentos difíciles de olvidar. Parte de ellos ahí afuera, en la plaza. Y aquel día, cuando te fuiste, ya no jugabas a policías y ladrones, ya la cosa iba en muy serio. Fue la última vez que te vi. Sin embargo, no fue la última vez que hablé contigo. -Julián, parsimonioso, aproxima sus dedos a la taza de café humeante que Bastian sigue removiendo, toma del platito el sobre de azúcar que por los nervios olvidó echar al café, lo abre y lo vuelca en el interior de la taza. Bastian detiene el movimiento de la cucharilla, como un colegial sorprendido en falta. Su inseguridad ha quedado en evidencia, mientras el gesto simple del ex policía acaba de demostrar quién lleva las riendas de la situación. Julián acerca el cuerpo a la mesa, clava los codos sobre la superficie de mármol y apoya la barbilla sobre las manos cruzadas. Sus ojos llamean y Bastian se pregunta si comenzarán a arder o van a echarse a llorar-. ¿Recuerdas que hablamos por teléfono, cuando estabas ya en Madrid? Por cierto, un inciso. Otra vez que huyas de alguien, deja que hable él, y tú ten cuidado de no dar ningún dato. ¿Sabes que yo no tenía ni puta idea de que estabas en Madrid?
Bastian, pasmado, tiene que hacer un esfuerzo para que la boca no se le abra estúpidamente por el asombro. Julián lo capta, y se encoge de hombros, casi cariñoso con su ingenuidad.
– Te pregunté dónde querías que nos citáramos, ¿recuerdas? Y tú sentiste que llevabas la voz cantante al elegir el sitio, el hotel Palace. Pensaste que eso te daba ventaja sobre mí. Pero en realidad, lo que hiciste fue informarme de que estabas en Madrid. Querías que quedáramos en ese momento, pero yo te cité tres días más tarde. Necesitaba ese tiempo para organizarme y llegar a Madrid. Fue la única razón. Si no, habría ido a verte en el acto. Pero no tenía ni puta idea de dónde estabas. Gracioso, ¿no?
Ya no hay suposiciones, sólo cartas boca arriba. Todas, excepto las que Julián haya, de momento, decidido ocultar bajo la manga.
– Estuve horas esperándote. ¿Puedo saber por qué no apareciste? Me lo he preguntado todos estos años. -Y un alivio inmenso le inunda, es una náusea de felicidad pura imponiéndose incluso sobre el mismísimo miedo: han sido cuatro años con esa pregunta mordiéndole las tripas, como una tenia insaciable que acaba por fin de expulsar.
Julián respira hondo. Hay en su inhalación furibunda agresividad contra Bastian, aunque tal vez no sólo contra él. Crispa la diestra alrededor del bastón, tal vez dispuesto ahora al ataque mortal, pero por último se limita a alzarlo por encima de la cabeza, mirándolo como si fuera el trofeo de alguna competición con inimaginables reglas siniestras.
– Por este bastón no fui al Palace -masculla con rabia digna, extrañamente teñida de inesperada solemnidad-. Y también por culpa vuestra. De Vera y tuya. Sí, en realidad por vuestra culpa. ¿Por qué echarle la culpa al pobre bastón? Ha sido muy buen compañero estos cuatro años… Gracias a él pude volver a caminar. Gracias a él y también a mis ganas de pillaros algún día. Mientras tú estabas en el Palace, supongo que cómodamente instalado delante de un café, yo me encontraba encadenado en un garaje de las afueras de Padrós, en manos de un tipo con un serrucho. Él me destrozó la rodilla. No hace falta decir que no estaba allí por mi voluntad, supongo. Yo habría querido estar en el Palace, manteniendo la conversación que vamos a tener ahora. Pero me interceptaron antes de que saliera hacia Madrid. Conocían de sobra mi relación con Vera, por supuesto, y vinieron directos a por mí. Querían que les dijera lo mismo que quería yo que tú me dijeras a mí: dónde estaba Vera y dónde estaba el dinero. A ellos les importaba más lo segundo. A mí, lo primero.
– Yo no lo sé… Yo…
– No me jodas, chico -dice con lentitud aplastante el viejo. La utilización de la palabra «chico» ha desbaratado la imagen de dos adultos hablando que Bastian había logrado componerse, trayendo otra versión más ajustada a la realidad: el viejo experimentado en la vida y en la violencia que todavía no quiere abofetear al niñato cobarde que tiene enfrente-. Te llevaste el diez por ciento del dinero. Como pago a tus servicios. No pretendas negarlo, porque entonces sí me voy a cabrear. Vera, antes de desaparecer, me dijo que te lo iba a dar, así que no me jodas. Yo protesté, le dije que darle tanta pasta a un gilipollas al que se follaba era un exceso.
Pero en realidad no era asunto mío. Entonces todavía no. Pero ella insistió, le caías bien. Y además, decía que habías sido esencial para que pudiera vengarse de Humberto. Te estaba muy agradecida por eso. ¡Cómo odiaba a ese cabrón! Creo que lo odiaba todavía más que yo.
– ¿Yo, ayudarla a vengarse? -Bastian traga saliva, desvalido, ante el alud de realidad insospechada provocado por la convicción de Julián.
– Por partes, chico. Te llevaste la pasta, ¿verdad? El diez por ciento. Unos seiscientos mil euros. Reconócelo, vamos a hacer las cosas bien. Quiero oírtelo decir.
– Cogí la bolsa del suelo -balbucea Bastian-. La habían dejado allí, en mi casa…
– Así me gusta, oírtelo a ti. ¿Y qué pasaría si ahora yo te exijo que me lo devuelvas? Si no lo traes en veinticuatro horas, hasta el último céntimo, te ato a una cama y te corto en trozos con un serrucho por donde tú me vayas diciendo, te dejo elegir los sitios. ¿Sabes que un tío al que torturan se vuelve loco antes de morir? De dolor, pero también de ira, de pavor, de desesperación. De alguna de esas cosas. O de todas a la vez. Yo me salvé porque supe negociar, pero casi me vuelvo loco. No sabes lo que es que te corten la carne y el hueso con un serrucho, no tienes ni idea. Pero volviendo a lo nuestro, ¿qué pasaría si te diera veinticuatro horas para que me lo devuelvas?
Bastian siente que su cuerpo ha encogido, reducido por las caras nuevas de la realidad que mira ahora por primera vez. Pero la realidad es ésta, y está aquí en este instante, justo enfrente de él: un tipo amargado y violento dispuesto a todo para saciar su odio. ¿Le explica que una parte importante del dinero está a nombre de su novia Pepa, distribuido entre la entrada de un piso, un coche y el traspaso de un videoclub? ¿Cómo le dice que se gastó el dinero de la mafia adquiriendo una vida infeliz para esconderse en ella?
– ¿Otro café? -cambia Julián de tercio inesperadamente, con una actitud que casi podría parecer simpática. Bastian niega con la cabeza gacha. El ex policía se vuelve hacia el camarero y mediante un gesto le indica que le rellene el vaso de vino. Desde que llegó a Padrós, siempre ha visto al viejo con un vaso delante-. Bueno, ya hablaremos luego de los seiscientos mil euros, ahora háblame de ti y de Vera, cuéntame qué te contó.
– ¿Qué me contó sobre qué?
– Creí que estábamos yendo al grano, no me toques los cojones, chico. ¡Sobre qué va a ser! Qué te contó del botín, qué te contó de su plan para robarlo, qué te contó de Humberto. También, ya que estás, qué te contó de mí.
– De ti, nada -dice Bastian, resuelto de repente a la verdad completa. Se sabe un delincuente novato ante un policía veterano, y su intuición le recomienda no mentir.
– ¡Nada…! -Julián titubea, inesperadamente desarmado por la precisión de la respuesta-. ¡Qué pedazo de cabrona…! Nada, ¿eh? A mí en cambio sí que me habló de ti.
Por cuatro frases cruzadas con Julián se ha solidificado en Bastian la sensación de que Vera ha regresado de la nada y se encuentra sentada entre ellos, escuchando y lista para intervenir. Pero es una Vera distinta a la que bajo el sol de verano acarició él la pierna bronceada en la mesa de afuera, aquella Vera, luminosa amante, que le mostró la vida desconocida y lo arrebató para acabar por traerlo hasta el punto en que se encuentra ahora. Vera, la que recuerdo y añoro. Vera, la oscura que dice Julián. ¿Cuántas eres, Vera? ¿Cuál es la verdadera? ¿Y la que odiaba a Humberto, quién es? Las preguntas surgen espontáneamente en tiempo verbal presente. Para él Vera siempre ha estado viva como obsesión, y desde que vio a la ciega podría estar también viva como realidad. Por todo ello, sólo una de las preguntas reclama el tiempo verbal pretérito: ¿cuál fue la relación de Vera con Julián?
– ¿Y qué te dijo de mí? -se atreve a formular.
– Cosas que yo ya sabía, como que eras el dueño del caserón y que desde allí se veía perfectamente la torre de apartamentos. Y cosas que ignoraba, como que te volviste loco follando con ella y estabas dispuesto a cualquier cosa para que siguiera contigo. Con Vera suele pasar, en eso era una experta. Pero me estabas contando tú. Por ejemplo de Humberto, ¿qué te contó?
Parece una traición hacia la mujer que lo traicionó confesar a Julián sus conversaciones íntimas, y Bastian cambia de asiento para obtener un mayor ángulo de visión de la plaza. Tal vez busca también la complicidad del fantasma que aguarda fuera, bajo la lluvia. Su desplazamiento dispara un chispazo de alarma en Julián, que casi imperceptiblemente se yergue y extiende la diestra hacia el bastón, pero Bastian sólo quiere observar bien el lugar donde estuvo la mesa del pasado, rastrear su silueta en la cortina de lluvia, verse junto a Vera, escuchar su voz: «He venido para devolverle a Humberto todas las putadas que me hizo. Voy a robarle. Va a traer a Padrós una cantidad importante en los próximos días. Y yo voy a robársela».
– Me dijo que planeaba robar a Humberto.
– ¿Te contó su plan?
Y ante la pregunta, Bastian, al igual que ha hecho en múltiples ocasiones a lo largo de estos años, constata que, así como siguen vivos todos y cada uno de los detalles de sexo y supuesto amor de las ciento ochenta y siete horas, el golpe contra Humberto que Vera le explicó se ha desdibujado como los entresijos argumentales de una película vista con desgana mucho tiempo atrás. Recuerda difusamente que se iba a realizar una entrega de dinero negro en los apartamentos que sólo desde el caserón se podían vigilar con precisión. Amir o Amin, porque ella lo llamaba cada vez de una manera distinta, era el encargado de custodiar el dinero. Y Vera lo iba a robar, eso era todo. Él no juzgó el plan. No le pareció osado, ni inverosímil, ni imposible, ni posible. Su desconocimiento del mundo del hampa era absoluto, ignoraba cómo se movía el dinero negro o qué tipo de escolta se asignaba a tales operaciones. «En realidad, yo me basto para llevarlo a cabo. Una mujer sola puede ser más efectiva que un grupo de hombres armados», zanjó ella la narración, sobre la que sin embargo pronto volvería a insistir, y se levantó tomando de la mano a Sebastián. «Vamos a la cama», pidió en voz baja. Y aunque no supo él si Vera sugería que fueran a dormir un rato tras la noche en vela o reclamaba empezar de nuevo la ronda de sexo, él se levantó y la siguió. Fueron caminando hacia el coche con las manos entrelazadas, mirándose sonrientes, felices y enamorados, al menos él. Bastian, desde el bar, casi ve sus siluetas alejarse, desaparecer tras la esquina, disolverse un poco más en su memoria desencantada.
– ¿Te contó su plan sí o no? -lo trae de nuevo a la realidad Julián.
– Del todo no, nunca. Tampoco insistí mucho. No me tomé muy en serio todo aquello del robo.
– Pero sí te pidió que la ayudaras.
– Sí. Yo le dije que lo haría, pero no era del todo cierto.
– ¿Ah, no…?
– No. Robar a la mafia, vengarse de Humberto, el monstruo sin entrañas… Me sonaba un poco a escena barata de gángsters. No lo tomé en serio, la verdad. Soy un hombre normal -alega para defenderse. La utilización de la palabra «normal» referida a sí mismo le estremece de pronto como nunca antes-, también cobarde. Pensé que todo era una fantasía, que Vera hablaba de eso pero nunca lo llevaría a cabo.
– En otras palabras, a ti mientras siguiese follando contigo te daba igual. ¿No?
Bastian no dice nada. Su silencio es un sí nunca admitido ni verbalizado antes, tampoco ahora.
– No lo tomé en serio hasta que supe que había muerto tiroteado un hombre aquí mismo, en la plaza.
– Amin, sí.
– Ella decía Amir.
– Amir, Amin, qué más da. El tío que murió en la plaza. Era el que custodiaba el dinero. Y entonces, con tiros y muerto de por medio, sí la creíste.
– Sí, claro. Y también cuando vi el dinero en aquella bolsa. Al principio pensé que estaban los seis millones de euros. Pero sobre todo…
– No -interrumpe Julián-. Sólo el diez por ciento. Lo que ella quería pagarte. Tus honorarios por ayudarla a vengarse de Humberto, recuérdalo.
A Bastian vuelve a dolerle por dentro esa palabra. Julián lo está machacando con sus frases cortas e inmisericordes, veloces como hachazos de leñador sobre el tronco de sus recuerdos. Él ha convivido siempre con la idea de la decepción, y luego, además, vino el odio contra la mujer que lo traicionó y abandonó a su suerte, una obsesión espesa a la que sin embargo su inconsciente de víctima dotaba de algún lirismo masoquista, como si a pesar de todo fuese una hermosa historia de amor la que él, sintiéndose de paso por primera vez un gran amante, había vivido y perdido. Pero Julián está desarmándolo todo con su versión sucia y seca, en la que una mujer sin escrúpulos, manipuladora y malvada, se aprovechó de un palurdo de pueblo para robar una fortuna en dinero negro y emprender lejos de todo una nueva vida. A la devastación de Julián, sin embargo, opone la razón de Bastian dos barreras tal vez insuficientes, pero firmemente asentados en su percepción. Una es antigua, y la ha pensado siempre a lo largo de estos cuatro años: revisados los hechos, resulta obvio que Vera no lo necesitaba para nada. ¿Habría pagado, como dice ofensivamente el ex policía, un diez por ciento del botín, nada menos que medio millón largo de euros, sólo por tener una atalaya desde la que mirar con los prismáticos hacia la torre de apartamentos? ¡Con ese dinero podría haber comprado el caserón! ¿Sólo por eso habría venido a dormir con él todas las noches salteadas que fue alargándose su idilio? No. Estaba enamorada, seguro. Un poco enamorada. Y la segunda, mucho más reciente, ha surgido tras su encuentro con la mujer ciega, en la que ha visto indicios de ternura que lo mueven a revisar, al menos una vez más, toda la vida de Vera que él conoce. Su pasado lo merece. El de ambos.
– ¿Pero sobre todo qué? -ataca, otra vez sin tregua, el viejo.
– Sobre todo me lo tomé en serio al oír el disparo dos días después del tiroteo, el domingo por la mañana.
– ¿El disparo? -el hacha se congela, alzada en el aire-. ¿Qué disparo?
Bastian percibe claramente que Julián desconocía este dato.
– Dos días después, cuando yo estaba todavía en casa, esperando a Vera…
– Claro, te habría prometido que se iba a fugar contigo… -lanza, socarrón, el ex policía. Bastian ignora el comentario.
– Entonces sonó el disparo. Pensé que tiraban contra mí y salí corriendo con el dinero. No he vuelto hasta ahora.
– ¿Un disparo? ¿Dentro de tu casa?
– En alguna parte de la casa, no sé cuál. Es muy grande.
– ¿Y después de lo que había pasado no fuiste a mirar quién había disparado? ¿Te largaste sin más, sin saberlo?
– Sin más. Sin saberlo. Tuve un ataque de pánico. Vera me había hablado de Humberto, de su crueldad. Pensé que venía a por mí un grupo de torturadores. Es lo que he pensado todo este tiempo.
– Un solo disparo, ¿eh?
– Uno solo.
Julián inspira con todas sus fuerzas, pensativo. Se acaricia la mejilla derecha con la yema del índice como si buscara despellejarse la cara, llegar hasta la calavera. Su repentino desconcierto denota que no tiene la menor idea de quién hizo ese disparo. Pero si este dato le ha sorprendido tanto, piensa Bastian, quiere decir que sabe perfectamente quién realizó los demás, los que mataron a Amir o Amin, los que pudieron dar muerte a Vera.
Una intuición atraviesa a Bastian como un estilete. Fue Julián quien disparó contra Vera. Y entonces, como un trazo rápido de dibujante experto, toma cuerpo ese pensamiento anterior según el cuál el revólver que nunca ha usado pero lleva encima podría haber viajado hasta Padrós para ser disparado, finalmente, contra Julián.
– Tienes las llaves del caserón, supongo… -pregunta el ex policía, repentinamente agitado. Bastian asiente-. Pues venga, vamos. ¿Tienes coche?
– Sí, aquí cerca. ¿Quieres decir ir a mi casa?
– El cadáver tiene que seguir allí donde quedó. ¿O crees que aquel tiro se disparó él solo, porque sí, y no iba dirigido contra nadie?
– ¿El cadáver…? -musita Bastian pálido, enfrentado de repente a la idea de que el cadáver de Vera lleve cuatro años en la casa.
Quiere preguntar al ex policía a qué cadáver se refiere para que desmienta el desenlace terrible que su mente acaba de imaginar, pero Julián ya se ha puesto en pie y va hacia la puerta, inesperadamente ágil sobre su viejo compañero, el bastón que va con él desde que los sicarios de Humberto le destrozaron la rodilla con un serrucho.
La idea de la muerte de Vera resulta espeluznante, pero Bastian no puede evitar que su fijación patológica se adelante para apropiarse de ella en su mente.
Si es así, si está muerta en la casa, quiere decir que la mataron cuando venía a buscarme. Sí, venía a buscarme… Entonces, era verdad que me amaba.