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«Un día de pronto han pasado los años y ya no eres el que eras y además sabes que nunca podrás volver a serlo», dice el personaje protagonista de la película, un anciano que brilló en su juventud y ahora, estupefacto ante la vida y temeroso de ella, mira desde los bancos del parque el paso de los otoños.
Bastian, trémulo en la sala oscura y casi vacía de la sesión nocturna, siente que la pantalla es un espejo.
Vislumbra en el sentido del monólogo su propio fin, su decadencia tal vez lejana pero silueteada ya en el horizonte, inexorable como una bruma calmosa que viene hacia él devorando tiempo a pequeños bocados.
Hoy es el segundo aniversario del tiroteo en Padrós. Por la mañana, sobre las once, cuando se debían de estar cumpliendo aproximadamente los dos años justos del momento en que Amir o Amin apareció en la plaza del pueblo chorreando sangre, estaba él comprando conservas de calidad en una tienda de alta gastronomía. Se ha acostumbrado a las latas selectas, al marisco fresco y al caviar, a los vinos buenos… Todo ello constituye su exquisita última voluntad de condenado a muerte, su carísimo e interminable cigarrillo ante el invisible pelotón de fusilamiento. A las tres de la tarde, más o menos a la misma hora en que hace dos años llevaba ya un buen rato sentado en el sofá del caserón y empezaba a devorarle la inquietud por la ausencia de Vera, ha comido solo en un restaurante de diseño recién inaugurado y después ha paseado por el centro de Madrid retando con la mirada a los transeúntes. ¿Será alguno de ellos uno de los sicarios de Humberto, que tenían que haberlo capturado, torturado y asesinado veinticuatro meses atrás, abortando así antes de que naciera esta congoja permanente de soledad sin remedio? ¡Ojalá lo fueran! Ojalá lo fuera, ha pensado, ese ejecutivo lechuguino que se sube muy nervioso a un taxi, como si en la oficina donde trabaja no fueran a renovarle el permiso de seguir viviendo; o esos maestros joviales que dirigen a un grupo de niños hacia algún museo cercano; o incluso ese jubilado sentado en un banco, o el adolescente sobre patines… Porque si dos años atrás, cuando había caído el anochecer, la angustia por la ya flagrante incomparecencia de Vera llevaba un rato largo royéndole el corazón y la moral, hoy, al rememorarlo, sólo ha podido sentir la enorme tristeza de esa soledad que existe en exclusiva para él, modelo único en el mundo, y que se extiende a su alrededor, cualquiera que sea la dirección hacia la que dirige la vista, como un mar muerto sin horizontes. A media tarde ha ido al casino y, como siempre, ha jugado con las reglas que inventó para perder pase lo que pase, duplicando o triplicando las apuestas cuando lamentablemente gana, hasta volver a perder el beneficio. Hace ya meses que decidió emprender una febril lucha a muerte contra el interminable caudal de liquidez que todavía oculta en el congelador como si fuera el diario de un obispo aficionado a las fotos de niños desnudos. Sin razón alguna, creyó intuir una noche de insomnio que su vida habría de cambiar el día en que se librase del último de los euros que el azar maldito le había deparado, y desde entonces dilapida y dilapida y dilapida. Pero a veces, como esta tarde, el destino se mofa de él con la complicidad de la ruleta. Los jugadores de la mesa han visto atónitos cómo apostaba con temeridad suicida al veintitrés rojo cantidades más altas cada vez, y se han desconcertado al verle maldecir en voz baja, mascullando como sólo lo hace un perdedor al que la fortuna vuelve la espalda, cuando, insólitamente, ese número ha salido seis veces seguidas y ha tenido que recoger un odioso beneficio de dieciocho mil euros que, sumados al tesoro oculto tras los langostinos y los polos de chocolate, retrasarán otro poco más su permanentemente pospuesto reencuentro con la esperanza de felicidad recuperada. La peculiar adversidad en la ruleta, sumada a la frase que el personaje del cine al que luego ha entrado a medianoche, al filo del comienzo de su tercer año de fuga de sí mismo, acaba de recitar en la pantalla como si hubiera sido escrita para él, le han señalado que el camino elegido es el equivocado, o al menos insuficiente. La normalidad de vecino de barrio mediocre y solitario en la que durante meses se ha camuflado no le ha reportado otro fruto que el de ser durante meses, ya demasiados, un vecino de barrio mediocre y solitario. ¿Será ésta la pena que le ha impuesto el sádico Humberto, abandonarlo a la incertidumbre de una condena nunca materializada que cada día lo aproxima más a la locura? A veces se dice que los asesinos del serrucho y el alfiler no existen ni han existido nunca, pero no encuentra valor para creérselo del todo y por tanto no puede bajar la guardia, ni exorcizar al insomnio, ni culminar en paz una simple sonrisa. Los sicarios pueden aparecer mañana, esta noche, ahora mismo. Pueden estar en el cine, una butaca detrás de él.
Entonces, justo entonces, llega hasta él un sonido humano proveniente de la fila de atrás. Se crispa en el acto, trasladando desde la pantalla a ese punto la atención de sus sentidos en carne viva. ¿Y si lo matan ahí mismo, con una cuchillada a través de la butaca, o un corte seco en la garganta, o un disparo con silenciador en la nuca? La náusea del miedo a morir viene a recordarle que pese a todo quiere, contradictoriamente, seguir pegado con uñas y dientes a su odiada existencia.
Pero nada ocurre, y en ese nuevo aplazamiento de la ejecución que su paranoia imagina halla valor para poner el oído, con toda cautela, en lo que acontece a su espalda. Es un sollozo mínimo, un sollozo femenino que trata pudorosamente de contenerse, aunque lo derrotan ocasionales recaídas que la nariz trata de atajar mediante respingos rotundos, Bastian escucha con todos los músculos del cuerpo en tensión. Pero poco a poco se relaja, embrujado por el lloro de la mujer a la que sin embargo no puede ver, porque siente que si se volviese a mirarla se azoraría ante su intrusión, intentaba recuperar el control, reacomodaría el cuerpo en la butaca, y entonces se habría roto el instante mágico. Sí, magia, magia, magia… Bastian apoya la nuca en el respaldo, resuelto a abandonarse a ella. Cierra los ojos, desinteresado de repente del diálogo final que enfrenta cara a cara al viejo depresivo con su hija despreciada durante veinte años, y se centra en la otra película que la vida le ha regalado por razones que no se detiene a elucubrar: la hermosa y sencilla historia, narrada sólo con sonidos, de una mujer que llora de emoción en el cine. Se deja arrastrar, y ruega para que se alargue, y se alargue, y se alargue el largo monólogo en que el viejo explica por qué huyó del hogar y dejó a la deriva a su hija. ¿Cómo será la mujer que solloza? Intenta darle edad con la imaginación, intenta precisar su edad, corporeidad, rostro, el peinado determinado que pueda llevar, pero no lo logra, y es al no lograrlo cuando alcanza a entender que una mujer solitaria que solloza emocionada en el cine se define a sí misma, es completa, no precisa de adorno alguno sobre la desnudez, también conmovedora, de su esencia de mujer solitaria que solloza emocionada en el cine. En la pantalla toma entonces el testigo la hija, una muchacha de veintitantos años, puede que treinta, que al ir aceptando poco a poco las razones del viejo logra con sus diálogos y silencios que la mujer que solloza intensifique su sollozo, lo haga más hondo, permitiendo a Bastian deducir que, como la chica de la película, debe de ser ella una mujer joven que ha vivido o está viviendo una crisis en la relación con su padre similar a la que propone la ficción cinematográfica. El fin de la película se acerca, tras el abrazo de reconciliación, y sólo queda ya un breve epílogo que mediante un rótulo explica que nos hallamos un año después. Siempre que ve en el cine un rótulo similar, Bastian piensa que le gustaría aplicarlo a su propia vida, saltar de pronto cinco años, o tres, o aunque fuera uno, para hallarse en otro lugar sin mediar esfuerzo, simple y llanamente por la materialización de ese prodigio puro. Sin embargo, esta vez sólo piensa que la mujer va a dejar de sollozar cuando se enciendan las luces, y saldrá del cine, y luego saldrá de su vida para siempre. ¿Y si no ha venido sola? La repentina duda lo llena de espanto incomprensible, también odio hacia el posible acompañante, sea quien sea. Romperá con su presencia maldita el único vínculo con la mujer sollozante que Bastian pensaba permitirse cuando se enciendan las luces: mirarla un instante, memorizarla para siempre, comenzar a añorarla. Mirarla un instante… ¿Tan intensa es mi sed de sentimiento? ¿Tanto se me está secando la vida? Pero los títulos de crédito finalizan ya. De un momento a otro las luces van a encenderse, y el corazón le arde en el pecho, desbocado por los nervios hasta el punto de que le estallará si no se levanta en el acto. Y así, espoleado por tantos y tan opuestos miedos, se agarra a la tabla de salvación de ponerse en pie. Y mira a la mujer solitaria que sollozaba, a la mujer que solloza aún con los ojos tan fijos en la pantalla ya blanca que ni siquiera ve a Bastian, a la mujer que venturosamente sigue sollozando sola. ¿Qué hago, quedarme aquí parado mirándola? Sus titubeos no le impiden estudiarla con apresuramiento que podría parecer de perturbado mental. Es joven, más o menos como la chica de la pantalla, e incluso se le parece. Por un instante le horroriza que pueda ser la actriz de la película, que hubiera venido a regodearse vanidosamente en su interpretación, lo que destruiría todo el encanto previo. Pero no, no es ella, sólo tiene un aire. La mujer solitaria que sollozaba y solloza aún lo hace ahora sin pudor, extrañamente orgullosa de proclamar su llanto, como si las lágrimas le provocaran un placer físico que quisiera alargar retrasando al máximo el retorno a la realidad. Sentada en la butaca como continúa estando, Bastian apenas puede aventurar la noción de que es delgada, que viste vaqueros y camiseta blanca y que lleva el pelo recogido en un moño muy discreto. Sus rasgos son hermosos, mucho, pero es la valentía de su lloro alargado con premeditación la que los convierte en estremecedoramente bellos, únicos. Bastian siempre sale del cine antes de que se enciendan las luces, amparado en la oscuridad y con la cabeza cautelosamente baja por si los asesinos lo hubieran seguido hasta el cine, pero esta vez se mantiene en pie, firme, encarando al público de la sala iluminada con inusitada temeridad, y aunque nadie repara en él, se trata de una frontera de valentía que nada hasta hoy, hasta este momento, hasta la mujer solitaria que aún solloza, le había decidido a traspasar.
Entonces ella cobra vida. Suspira de repente, de retorno en la realidad, y por simple ubicación física lo primero que le dicta el instinto es volver los ojos enrojecidos hacia el hombre que la mira con atención tan torpemente disimulada. Bastian, impotente, sólo acierta a encogerse de hombros y dibujar en la boca un rictus que supone grotesco. Pero, por alguna cábala inescrutable del destino, la mujer, tras ponerse en pie, se encoge también de hombros e intenta una sonrisa igualmente desbaratada con la que trata de dar explicación a su eclosión de lágrimas.
– Es que la actriz es mi hermana -dice con una dulzura que noquea a Bastian-. Es su primer papel importante. Consiguió su sueño.
Y entonces, incapaz de contener la emoción de sus propias palabras, rompe a llorar otra vez. Son lágrimas incontroladas de alegría pura, de felicidad, no de envidia por el éxito de la hermana. Son lágrimas limpias, lágrimas sin oscuridades adheridas. Bastian nota cómo por el milagro de la contemplación de esa ternura simple, sencilla, auténtica, a él también se le humedecen los ojos. Súbitamente, le brotan dos lágrimas nítidas, densas e interminables como si contuvieran las lágrimas no lloradas en los dos últimos años. El sentimiento fraternal de la mujer le ha emocionado con intensidad inexplicable. De pronto, no puede parar de llorar. Podría parecer desconsolado, pero en realidad se siente irracionalmente contento, casi feliz.
– ¿Qué pasa? -pregunta la joven, desconcertada.
Pero él no puede hablar. Sólo llora, de repente con abundancia desbordante, y tiene que sentarse sobre el respaldo de la butaca más próxima, como si temiera desmayarse. Ella, entre la preocupación y la curiosidad, le toma la mano y empieza a sorber sus propias lágrimas para intentar recuperar el control de la absurda situación. El contacto tibio de la mano femenina contiene para Bastian nutritiva sustancia emocional, es como la primera respiración calmosa y plena tras la opresión de la náusea acuciante.
– Perdona, que la hermana es mía… -La salida de la joven le divierte a ella misma, y las lágrimas remiten para ceder espacio a la risa.
Él sonríe a medias, y ella, para animarlo, repite su gracia mientras le aprieta la mano.
– Que llevo treinta años aguantándola. Aquí la única que llora soy yo. Venga, vámonos, que esos dos de ahí nos miran con muy mala cara.
Bastian alza la vista, con las lágrimas paralizadas repentinamente por el retorno del miedo. Al fondo de la sala hay dos figuras quietas, estáticas, mudas: los acomodadores, que esperan impacientes a que ellos, los últimos espectadores, abandonen la sala.
Es en la calle donde, caminando juntos sin rumbo, surgen de forma espontánea las presentaciones.
– Me llamo Juan. Juan Bastian.
– Yo Pepa.
– ¡Qué nombre tan bonito! Tiene algo especial, único -exclama él, incapaz de controlar su alegría.
– ¿Estás de broma? A mí me gusta, claro, pero hay miles de Pepas.
Pero Bastian habla muy en serio. Pepa es el nombre de la primera persona en los últimos dos años que le ha permitido sentir que no está muerto, o que no lo está del todo. Por eso se atreve a decirle:
– ¿Te apetece tomar un café?