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– ¡Eh, tú, hijoputa! ¡Héroe cabrón…! -Las palabras resuenan con claridad, nítidas sobre el rumor del mar apaciguado, que presagiaba una jornada tranquila.
– ¿Dónde vas, hijo de puta? -Los insultos rebotan contra las formaciones rocosas del acantilado y, al retornar confundidos entre sí, parecen uno solo, más soez y agresivo.
Gabriel está acostumbrado a ser el blanco de maridos celosos a los que no explica, para qué si no le creerían, que desde su regreso de Cuba le atemorizan los lances amorosos en alcobas y cobertizos, y los rehúye en vez de buscarlos. Pero esta vez las voces son varias, aguardentosas y obscenas, las de un grupo tan seguro de su propia impunidad que se permite asaltarlo a plena luz del día.
Van a matarme.
Si esta amenaza se hubiese producido sólo una semana antes lo habría agradecido… La muerte, ¿por qué no? Pero ahora necesita a Leonor, y quiere luchar con uñas y dientes por estar junto a ella.
Inspira, se vuelve. Lo que haya de venir, mejor enfrentarlo cara a cara. Los atacantes son tres, todavía distantes unas decenas de metros. Y en uno de ellos reconoce, vestido ahora de paisano, al guardia civil que no hace mucho les avisó a Rufino Matamoros y a él de que los indeseables no son bienvenidos en Padrós.
– Eres un hijo de la gran puta, poeta, ¿lo sabías? -dice el guardia disfrazado de civil. Es el que lleva la voz cantante. Hace un gesto de cabeza hacia los otros dos, que se despliegan y forman alrededor de Gabriel un arco que no llega a rodearlo por completo, pero lo encajona en un área limitada cuya única salida es el acantilado. Calculando sus posibilidades, vislumbra por encima del hombro la serena estampa de la bahía de Padrós, la playa desierta y el mar sin nubes de un día de verano tan malo como cualquier otro para irse de la vida, precisamente ahora que tiene una razón para no hacerlo. ¿Qué pensará Leonor cuando vea que no acude a su cita? Creerá que le mentí… Y Gabriel decide no consentirlo. Saldrá de ésta y volverá a reunirse con Leonor. Verás que no miento. Verás que te dije la verdad.
– Mira lo que tengo aquí, poeta -anuncia el guardia, socarrón desde su posición central en el arco; y echa mano a su espalda, a la altura del cinturón. ¿Va a sacar un arma? Una navaja, una fusta, una pistola…, cualquiera de esas opciones habría alarmado más al poeta, acostumbrado a enfrentarse con la palabra a los maridos injustificadamente iracundos, o a lo sumo, alguna vez, con las manos desnudas. Pero lo que aparece en la recia mano velluda es un libro, un ejemplar de Todo el amor y toda la muerte, uno de esos que él mismo reimprime a medida que las mujeres lo van adquiriendo. Lleva seis o siete más como ese en el zurrón. El guardia lo eleva en el aire como un sacerdote a punto de citar a cualquier apóstol-. ¿Te suena, mariconazo? ¿Lo reconoces, verdad?
Gabriel rota discretamente la cabeza para no perder de vista los movimientos de ninguno de los tres hombres y lanza miradas al suelo en busca de algún arma. Ya vivió una situación mucho peor en Cuba, también encajonado contra el mar, como si los acantilados estuviesen obcecados en su perdición, y el paralelismo temporal y espacial, lejos de aumentar su angustia, le templa los nervios como si aquella celada que derivó en la tragedia que sigue viva hoy adquiriese de repente su condición de ensayo general de este momento. Gabriel fue soldado, luchó y mató, y los tres hombres parecen ignorarlo, como demuestra el hecho de que se hayan mofado de su condición de héroe. Probablemente piensan que es un poeta afeminado, incapaz de defenderse, y ello constituye una ventaja, la única junto a la evidencia de que el hombre de la derecha del guardia civil, un gañán de unos treinta años, muy corpulento pero fondón, torpe, parece bebido, y de hecho agarra por el cuello una botella de vino abierta mientras mira fijamente a su presa, hipando de tanto en tanto. Si está borracho de verdad, se dice Gabriel, él es el punto débil. Por la zona que cubre el gañán se toma la carretera del pueblo. Si soy rápido… Podría también pedir ayuda a la muchacha transparente, que al contrario de lo que hace ante sus amores, sí podría estar dispuesta a prestarle ayuda para preservar esa vida que considera de su propiedad. Pero Gabriel se ha jurado por Leonor que intentará apartarse de la muchacha transparente o sucumbirá en el intento. Esta pelea la hará solo. El tercer hombre, el de la izquierda del guardia, resulta una incógnita. Es pequeño y enclenque, de rostro moreno, muy mal encarado, debe de tener cincuenta años, puede que cincuenta y cinco, y lleva las manos extrañamente unidas delante del cuerpo, como un párroco que reprende a un feligrés. Algo parecido a una gruesa cadena brilla alrededor de sus muñecas. En sus manos, en las de cualquiera, esa cadena puede ser un alma mortal. Y sin embargo resulta el menos peligroso de los tres, incluso parece tener más miedo que el propio Gabriel. Tal vez quien sea que esté detrás de esta celada ha encargado al guardia que contrate a dos rufianes para atacarle, y el otro no encontró nada mejor por las tabernas de Padrós. Porque tiene que haber alguien detrás de todo esto, no van a atacarle estos tres palurdos porque sí. El marido de Leonor. Él será, él es mi asesino.
– Poeta… -retoma el hilo el guardia, ya mucho más cerca-. ¿Sabes a qué hemos venido, por qué llevamos toda la puta mañana esperándote? Alguien muy importante nos ha encargado que te llevemos hasta él. Quiere que le recites tu poesía de mierda, cabrón, a ver si con él tienes cojones. ¿Qué te parece? A solas tú y él. Bueno, nosotros estaremos cerca… No vaya a ser que te quieras escapar, ¿eh, maricón?
El borracho, al reír absurdamente el exabrupto último del guardia, confirma su embriaguez. Por ahí, echar a correr por ahí cuando menos lo esperen… Gabriel tensa los músculos de las piernas y asienta los pies en el suelo. Lo separan ocho o diez metros del borracho y, tras sortearlo, si lo logra, hay treinta más hasta el camino del pueblo. Todo dependerá luego de su resistencia y de la de los otros. Dos de ellos son más viejos que él, y el borracho, corriendo, no cuenta.
– Así que venga, vente para la playa. Y sin darnos sustos -termina el guardia, y Gabriel lo ve inspirar y erguirse, tal vez tensar como él los músculos al intuir que la presa puede intentar la fuga.
Gabriel flexiona las piernas, agachándose hasta recoger con la diestra un pedrusco al que ha echado el ojo. Es un gesto premeditadamente ostentoso, para que no quede duda a los otros de que está dispuesto a presentar batalla. El guardia y el malencarado de la cadena mueven sus pies sobre la tierra, inquietos. Al borracho ya ni siquiera le dedica otra mirada. Ha llegado el momento. Gabriel echa el brazo hacia atrás para tomar impulso. Lo hace muy despacio, para que los demás crean que le dominan los nervios, a la vista del amago absurdo de lanzar un pedrusco que se podrá esquivar con facilidad. No imaginan que su plan es correr hacia el borracho apenas lance la piedra.
Ahora, después de coger aire, cuento tres.
Entonces, un impacto brutal contra su sien izquierda le cercena el pensamiento en dos. Llamaradas blancas le nublan la vista, sus rodillas se vuelven líquidas, escucha en alguna parte un sonido amortiguado de vidrio roto. Mi cabeza… Era de cristal y se ha hecho pedazos.
Alguien, inesperadamente, le socorre sosteniéndolo por los sobacos, y poco a poco vuelven desde remotos confines el aire y la luz, el cielo y la tierra, y puede poner rostro difuso a los brazos de quienes tiran de él: el guardia y el hombre malencarado, que como un camillero esforzado se afana por impedir que su cuerpo se desplome.
– ¡Mi botella, mi botella…! -se queja entre hipidos una voz gangosa y desconocida, compungida hasta lo ridículo-. ¡El hijoputa me ha roto la botella!
Las ideas se desordenan y luego se desordenan otro poco más. ¿Botella? ¿No era mi cabeza? La única verdad es que el aire regresa a sus pulmones, y ante sus ojos adquieren consistencia cromática las cosas: el cielo es verde, y el mar está plagado de nubes blancas que lo surcan a gran velocidad. El mar y el cielo han intercambiado sus colores.
– Mira que te dije que no lo intentaras. ¿Te lo dije o no te lo dije? -es la voz del guardia, ahora en socarrona caricatura cariñosa a un centímetro de su oreja aturdida por el botellazo. Gabriel siente que alguien ha puesto su sien al fuego, y su corazón y su sangre corren hacia la cabeza rota para sofocar con sus latidos el incendio. De pronto, su cuerpo alza literalmente el vuelo, y los pensamientos vuelven a caerse rodando por las paredes de la mente volteada.
– ¡Te voy a matar por romperme la botella! ¡Lo mato, Sixto, yo lo mato!
– Calla, coño, luego te compras todo el vino que quieras. Has estado muy atento, chaval, muy bien. Le has dado de lleno, el cabrón no lo esperaba.
Gabriel prueba de nuevo a abrir los ojos. El suelo corre frenético, un metro por delante de sus ojos. Todo él levita, paralelo a la tierra sobre la que galopa. ¿Es la muchacha transparente, que ha salido a tierra para rescatarlo y como tantas veces lo lleva en volandas? Pero no, eso fue siempre bajo las aguas. A ambos lados de él, trotan sobre la tierra y las rocas las botas de los hombres que lo llevan por el aire. La consciencia, al volver, resulta físicamente dolorosa. Me llevan hacia la muerte. Corro hacia mi fin. Inspira otra vez, intentándolo con furia y fuerza, pero una náusea lo devora y le devuelve al limbo del desmayo. Hay de pronto intenso olor a mar, y siente que choca contra una pared más dura que la piedra: toda su carne sufre aplastada por una gigantesca manaza invisible que tiene que ser el suelo, sobre el que sus alas lo han dejado caer de repente. Se atreve a mirar. Arena. Desliza la mano sobre el suelo de la playa. Arena húmeda. Repta hacia la fuente de humedad, que un interminable metro más allá resulta ser la orilla del mar sobre la que lo han arrojado. Por algún insólito mecanismo defensivo de la mente, el mar no huele a mar sino a Leonor y a las horas que se abrazaron. Leonor ha venido volando hasta su mente. Es ella la que, posando la mano sobre su brazo, le sugiere que sumerja la cabeza entre las olas. Obedece y, en efecto, el agua lo trae de vuelta a la vida. Tiene que seguir luchando, recuperar las fuerzas. Un salvaje puntapié contra su costado desmantela otra vez la voluntad que reunía. Leonor de repente ya no está.
– Venga, arriba, que ya has remoloneado bastante y ahora viene lo bueno.
Lo agarran por la camisa y tiran hacia arriba de su cuerpo, puro peso muerto, hasta dejarlo arrodillado, indefenso y roto, incapaz apenas de sostener sobre los hombros el peso de la ropa empapada en agua salada.
– Allí está el que te espera… -dice una voz, cree que la del guardia. ¿Alguien lo ha llamado Sixto?-. ¡Mira, coño!
Y una bofetada se estrella contra su rostro, y luego otra y otra, hasta que prueba a protegerse manoteando y ese esfuerzo le concede el control suficiente para lograr alzar la vista y ver, veinte metros más allá, a la muerte que le aguarda.
Es una figura alta y corpulenta vestida con traje claro de lino y sombrero de ala ancha a juego. Sostiene a la altura del pecho un bulto también blanco del tamaño de un cuerpo infantil. Parece acunarlo, o cantarle una nana.
La paliza no ha sido suficiente para anular la intuición de Gabriel.
La muerte ha raptado al hijo de Leonor y ahora lo va a devorar.
Gabriel comprende que no sólo él está a punto de morir. También corre peligro la vida del bebé, lo que ella más ama en este mundo.
No puede permitirlo. Por ella y para ella debe evitarlo. Y es entonces, al verificar su absoluta inferioridad de condiciones, su desvalidez e indefensión, cuando comprende que no tiene otro remedio: pedirá ayuda a la muchacha transparente.