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El coche sale de la última curva cerrada y tras atravesar la verja desvencijada desemboca en la explanada frente al caserón. Bastian y Julián han realizado el trayecto desde Padrós en silencio, como viejos camaradas entristecidos tras el funeral de un amigo común, y con el mismo mutismo grave se apean del coche y van hacia la entrada principal. Arden de temor e impaciencia por verse cara a cara con el cadáver que podría llevar cuatro años abandonado en algún lugar de la casa, pero es la cojera de Julián la que impone el ritmo parsimonioso de los pasos de ambos. Bastian se fuerza a caminar despacio. Sabe que el ex policía tiene en mente recuperar el dinero que considera suyo, y no quiere adelantarse y darle la espalda. Esa desconfianza le vuelve a recordar que lleva consigo el revólver que no sabe disparar, aunque la intuición le repita una y otra vez que el arma ha viajado con él para ser utilizada en este lugar. El arma le da más miedo que valor. El sol de noviembre, que va y viene entre nubes veloces, tiñe intermitentemente de amarillo o gris la fachada del caserón, que parece una irreal fotografía coloreada por ordenador. Las ráfagas de aire frío sugieren a los dos hombres un pensamiento siniestro que ninguno de los dos comparte con el otro: la baja temperatura de cuatro años sin calefacción puede haber convertido la casa, a pesar de los intermedios veraniegos, en una especie de cámara frigorífica. ¿En qué estado se encontrará el cadáver, caso de efectivamente seguir ahí, si es que alguna vez lo estuvo? Bastian siente que esas paredes contienen un laberíntico cuestionario sobre su vida, lo que pudo haber sido y nunca fue y lo que llegó a ser sin tener que haber sido jamás. Es como un muerto retornado de la nada para visitar el lugar de la niñez. Abrumado por tantas casillas en blanco, casi agradece que sea Julián quien escupa a bocajarro la primera pregunta, tosca y obscena:
– ¿Es aquí donde follabais Vera y tú?
Bastian tiene la sensación de que el ex policía está perdiendo peso en el breve trayecto por el jardín embarrado, cincuenta gramos por cada paso vacilante. La idea de toparse con el cadáver le come masa muscular, debe de ser eso. Julián se detiene a recuperar el resuello, y semeja un palo largo y enteco al que hubieran clavado en tierra y echado por encima una gabardina usada. Parece insensible al frío, como si fuera carne muerta bajo los faldones de tela sacudidos por el viento, pero sus ojos brillan consumidos por una llamarada de ira súbita, palpitante. Su más poderoso fantasma interior, que habita en él desde hace quién sabe cuánto, es quien ha elegido esta pregunta y no otra, tal vez porque le consta que resucitará dentro de sí adormecidas rabias. Podría ser precisamente eso lo que busca: echar leña al fuego de su propio infierno, arder todavía más, incendiar cuanto le rodea, morir entre las llamas a cambio de quemar vivo, por fin, al espectro cuyo corazón late con el suyo. Bastian, intimidado ante esas turbulencias presentidas, desvía instintivamente la vista, y en el acto es consciente de que su mutismo constituye una respuesta afirmativa. Pero también, y esto no puede sospecharlo Julián, es una respuesta literal. Aquí mismo follábamos, sí. Donde estás parado, puede que justo donde has clavado el bastón. Y viene como empujada por un golpe repentino de viento la noche de bochorno veraniego en que Vera y Sebastián contemplaron desnudos sobre la hierba las nítidas estrellas parpadeantes en el cielo negro. No, Julián no puede figurarse hasta qué punto es insuficiente su primitiva y dañina pregunta para definir aquella poderosa relación, ni concebir la intimidad irreversible, emocionante, que surgió, o así lo sintió Sebastián, durante aquella larga conversación que sólo languideció hacia el amanecer. En ese lugar, justo en ese lugar, metro arriba o metro abajo, mientras Vera y él permanecían acostados sobre la fresca hierba verde frente a la serena oscuridad, recuerda Bastian cómo estremeció a Sebastián una revelación repentina: podría vivir siempre junto a esa mujer, quería hacerlo, nada cambiaría esa convicción. Y ciertamente, nada la ha cambiado. Si el amor es una obsesión, él sigue enamorado; si es un sentimiento limpio y puro, está patológicamente enganchado a él. Se le ocurre que tal vez Julián sintió en algún momento algo parecido. ¿Está celoso? ¿Él también te amaba, Vera? No, no puede ser tan simple. Hay algo más. No puede ser tan simple.
La mera evocación de aquellas horas felices, entrelazados los cuerpos en la caliente noche parada bajo las estrellas, ha suavizado sin que pueda evitarlo la tensión en su rostro, incluso dibujado lo que podría parecer una remota sonrisa. Así lo interpreta Julián, que para no ceder la superioridad conquistada a lo largo del rato que llevan juntos transforma su burda actitud airada en la arrogancia cínica que tan bien le ha funcionado hasta ahora. Suelta una malévola risita que, a ciegas, pretende ensuciar los recuerdos de Bastian, sean cuales sean, y echa a andar otra vez hacia la casa. Pero los celos le han delatado. Su aparente seguridad es el escudo tras el que se oculta. ¿De qué? ¿También es víctima de tu fantasma?
– ¿Y Humberto? -contraataca de repente Bastian. También el hombre del alfiler estuvo íntimamente unido a Vera. El hecho de que cuatro años atrás la torturara y la asesinara luego, como parece más que posible, no significa que hubiera estado a salvo de desearla, de amarla.
– ¿Qué pasa con Humberto? -Julián, enfadado o repentinamente impaciente, acelera el ritmo de sus pasos sin esperar respuesta. En la parsimonia de movimientos el ex policía mantiene la dignidad e infunde respeto, hasta da miedo; pero cuando se mueve aprisa parece un insecto humano, bamboleándose lastimosamente sobre patas quebradas-. ¿También te contó mentiras sobre él? Qué te contó, dime. ¿Que lo odiaba y quería vengarse? ¿O que seguía con él aunque el muy cabrón llevara un año en silla de ruedas?
Bastian frena en seco. ¿Silla de ruedas? El ex policía, tan experimentado en estos menesteres, ha cometido un desliz crucial, igual que cuando años atrás él, sin darse cuenta, picó el anzuelo y le dijo que estaba en Madrid. Un año en silla de ruedas. ¿Enfermedad, accidente? Así que Humberto, el hombre tan temido, era un inválido… ¿Cuántas cosas cambian ante este inesperado dato? ¿Tal vez por eso parecía tan fácil robarle? Pero no, debería ser justo al revés: lo lógico es que un inválido que transporte dinero lleve refuerzos, hombres armados, tal vez alguien más que Amir o Amin. Cada mentira de Vera provoca en Bastian dolor físico y ansiedad por saber más. Su enfermedad sólo tiene una cura: la verdad desnuda.
– Venga, vamos a entrar -reclama Julián, parado por fin ante la puerta principal de la casa-. Este frío me está poniendo malo.
Bastian introduce la llave en la cerradura y abre. Acceden al silencio interior. Contagiados de él, callan respetuosos con la densa atmósfera de soledad vieja y quieta que parece vibrar en el aire. Palpitan y se revuelven nerviosos los viejos espectros, desacostumbrados a la visita de seres vivos. El ex policía no tendría que estar aquí, se recrimina Bastian. Haberlo traído es violar el espacio que era tuyo y mío. Cerrarlo para siempre. Volverlo pasado.
– ¿Dónde follabais? -repite Julián. Pero ahora no es el hombre celoso quien habla, sino el investigador experimentado que sabe bien lo que pregunta y por qué. Bastian lo capta y, en vez de irritarse, se limita a contestar con frialdad, como si le hubieran requerido una estadística, aunque no pueda imaginar qué relación puede haber entre el disparo que cambió su vida y los lugares del pasado perdido donde follaban Vera y Sebastián.
– Por todas partes -responde serio, aunque también con cierto regodeo orgulloso por esta significativa victoria, la única hasta ahora sobre el ex policía-. En los dormitorios. En todos. En los que estaban abiertos y en los clausurados. En la cocina, en el baño, en la bodega de piedra… Vera insistía. Quería follar conmigo en cada rincón de la casa.
– ¿Como si buscara algo, eh? -replica Julián con bien medida indiferencia.
Bastian se encoge de hombros. ¿Buscar algo? ¿Quién sabe? A él, ese afán de ir probando la casa entera como escenario de encuentros sexuales que Vera, como una maga dedicada a reinventar el sexo, siempre se apañaba para volver imaginativos y gratificantes, le excitó lo suficiente para bastarle en sí mismo, sin necesidad de ensuciarlo con sospechas o elucubraciones. Incluso una de esas ocasiones adquirió trascendencia en su vida posterior, el día que hallaron el cofre con la máxima sobre el tiempo en su interior que Vera copió en el papelito que luego le dejaría junto al dinero. Medita sobre si debe contarle este detalle al policía, y cuando decide no hacerlo se catapulta de pronto hacia la luz una idea que debía de llevar cuatro años agazapada en su cerebro. ¡Pusiste el papelito en la bolsa para que yo supiera que seguías viva! Ésa era, resuelve de pronto, la principal razón de dejarlo entre el dinero, un mensaje lanzado por Vera al mar incierto del futuro. Un mensaje que sólo él podía entender: «Sigo viva». El dinero, aun cuando se tratara efectivamente de un pago por servicios, como Julián insiste en repetir, era en realidad y era sobre todo el envoltorio con que Vera ocultó a las miradas ajenas las palabras secretas de amor encriptadas para él. Bastian inspira con fuerza nueva, eufórico por el súbito hallazgo. ¡Por eso nunca pude deshacerme de él! ¡Mi corazón lo sabía!
– ¿Dónde está esa bodega de piedra que dices? -Julián parece muy interesado en la gran chimenea del salón, que examina agachado hasta donde le permite la rodilla, torciendo el cuello para mirar por el hueco.
– En el sótano, al otro lado de la casa.
– ¿Hay otras chimeneas en el edificio?
– Una en cada dormitorio principal, arriba. Y una más pequeña en la bodega. Mis padres la construyeron con idea de hacer un pequeño comedor, pero no llegó a terminarse.
– Bien. El cadáver está ahí, en la bodega -resuelve Julián con seguridad desconcertante. Bastian, incapaz de oponer argumentos a su dictamen de experto, sólo sabe escalofriarse ante la perspectiva de encontrar un cuerpo muerto y descompuesto que podría ser el de Vera.
– Se me ocurre -improvisa para retrasar la macabra perspectiva a la que, por otro lado, ansia enfrentarse- que podría ser el cadáver de Amir o Amin, ¿no crees? Pudo escapar de la plaza aunque estuviera herido, ¿no? Y vino a refugiarse en mi casa. No sé por qué ni cómo, digo que podría haberlo hecho.
El disparo lo hizo él, tal vez se suicidó -teoriza con lógica ilógica-. Ése fue el disparo que oí, ¿crees que puede ser?
– Amir, o Amin, o como coño se llamara, murió en la plaza, no te quepa duda. Con tres tiros en el pecho. Lo sé muy bien porque se los disparé yo, uno detrás de otro -suelta Julián con inesperada naturalidad, sin volver siquiera la cara hacia Bastian.
– ¿Tú? -se asombra Bastian por la repentina confesión-. ¿Y por qué ibas a hacer eso?
Julián se planta ante él y lo mira en silencio, alargando la pausa. De repente, su expresión resulta grave pero sobre todo entristecida, como si sus pensamientos le resultaran físicamente dolorosos o estuviera sopesando si merece la pena confesar la verdad ante el hombre que tiene enfrente, un perfecto desconocido al que además desprecia. Su verdad hiere y quema, se le ve en los ojos. Nunca la ha contado antes y necesita hacerlo. Los secretos retenidos a la fuerza pueden rebelarse, crecer dentro de quien se empeña en ocultarlos, oprimir los pulmones y reventar el corazón. Llega un momento en que es imposible contenerlos. Explotan desde dentro, como un vómito o un estornudo, como una eyaculación. Antes o después, la verdad encadenada sólo deja dos opciones: o se expulsa o mata a quien la custodia. La mirada del ex policía busca el suelo como si quisiera hundirse en él, desaparecer y fugarse bajo tierra, no tener enfrente a ser vivo alguno cuando se decida a hablar. Por fin lo hace, pronunciando muy despacio las sílabas, y Bastian intuye que el hondo desgarro que se percibe tras su respiración trabajosa es auténtico.
– Para impedir que lo matara Vera. No podía consentir que cargara con un muerto a la espalda -calla un instante, y luego, tal vez para asegurarse de que su última frase es cierta, la repite en tono casi inaudible-. No, no podía consentir que matara a un hombre. Preferí cargar yo con ello.
Julián es de pronto un viejo desvalido, y parece consternado como un apacible amnésico que al recuperar de pronto la memoria se enfrenta al recuerdo de las inimaginables atrocidades que cometió. El ex policía suspira largamente. Parece haber concluido la liberación de secretos, pero a medio camino carraspea como si se atragantase o le hubiera sido arrebatado el aliento. Se ahoga por causa de los restos de verdad desnuda que todavía le quedan dentro, enganchados a las vísceras. Es su verdad, lanzándole un ultimátum: o me dejas libre en este instante o te reviento las tripas. Muy cerca, frente a él, Bastian intuye que Julián se dispone a contar algo importante, a juzgar por el temblor que de pronto le agita las flácidas mejillas, y se apoya sobre el respaldo del sofá para escuchar con toda atención. Sabe que, entreverada en el discurso de Julián, ha de hallarse necesariamente parte de su propia verdad desnuda, que acaso es sólo una gran mentira, y siente que Vera, la Vera espectral tantas veces convocada por su obsesión, comparece también para escuchar la confesión inminente, descendiendo etéreamente desde la nada para posarse sobre los cojines del sofá donde las tardes de verano gustaba de desperezarse antes de abordar, de nuevo febril, los planes de felicidad que muy pronto surgirían del dinero robado a Humberto. Dos días estuve en este mismo sofá esperándote. Ahora me apoyo en él para oír por qué no viniste.
– Vera estaba dispuesta a cualquier cosa por ese dinero -empieza Julián-. Matar a quien hiciera falta. Me lo dijo ella misma cuando apareció en Padrós. Vino a pedirme que la ayudara. Sí, no me mires así. A mí también me lo pidió. Sólo que a cambio no follaba conmigo, en eso tuviste tú más suerte. Pero si te sedujo fue sólo porque yo me negué a ayudarla, más vale que lo sepas. Por eso y también porque necesitaba esta casa para sus planes de venganza contra Humberto -concluye misteriosamente.
– Desde el jardín, sobre el borde del acantilado, se ven las torres de apartamentos donde estaban Humberto y el dinero. Por eso necesitaba la casa -explica Bastian con aire profesional. Exhibe datos que Julián ignora porque siente que se coloca a su nivel y recupera un poco de la dignidad que el ex policía continuamente vapulea con su versión de los hechos.
– Me asombras, chico. ¿De verdad has creído todo este tiempo que Vera montó la que montó, te lío y te enamoró como a un burro en celo sólo para mirar el paisaje con prismáticos? -Julián calla, observando con curiosidad y casi con cariño el expresivo silencio boquiabierto de Bastian-. Vaya, vaya, ya veo que sí… Eso es lo que has creído estos cuatro años… Pues muy mal. La verdadera razón era otra, y de ella no has tenido nunca, ni tienes ahora, la más remota idea. Ahora lo entenderás. En la bodega. Si no me equivoco, ahí está la razón de por qué te folló tanto y tan bien. Te estaba diciendo que me pidió ayuda para el robo, y me negué a ayudarla. Me jodió mucho que después de tantos años de ausencia apareciera con una propuesta…
– ¿Tantos años de ausencia? ¿Es que estuvo aquí antes? -interrumpe Bastian, repentinamente aturdido. Vera siempre mantuvo que estaba en Padrós por primera vez. Otra falsedad, otra cuchillada de dolor.
– Pero, chico… Si Vera nació aquí.
Las uñas de Bastian buscan clavarse en el respaldo, y un sentimiento de pudor tan hondo como incongruente y ridículo le impide girar la vista hacia el sofá, como si efectivamente Vera estuviera ahí y no quisiera él ver su expresión tras haber sido pillada en la explícita mentira.
– Y aquí vivió hasta el día que se largó. Estuvo por ahí casi una década. Algo más de nueve años fuera de casa.
– Nueve años… nueve años… -recita Bastian, incrédulo. Cualquier dato temporal sobre Vera le fascina, porque nunca llegó a saber su edad. Le calculó treinta, o treinta y dos, pero ella no lo precisó ni él se lo preguntó, tampoco vio su carné u otro documento-. ¿Cuántos años tenía cuando el atraco?
– Treinta y tres.
– Treinta y tres años… Treinta y tres… -sigue repitiendo Bastian. El fantasma que ha regido su vida tiene de pronto edad concreta, lo que de alguna manera lo desconfigura en su recuerdo, lo descabalga del mito, lo hace real y puede que vulgar-. Entonces ahora tendría…
– Treinta y siete para cumplir treinta y ocho en noviembre. El 6 de noviembre. Pasado mañana.
– Sí, el 6 -Bastian siente ahora un alivio casi eufórico. Una vez que bromearon sobre sus respectivos signos del zodiaco, Vera dijo que nació ese día, el 6 de noviembre. Eso, al menos, es un punto a su favor en el marcador de su verdad-. Pasado mañana…
– Así que no sabías que había nacido aquí -aventura, socarrón, Julián-. Pues sí, ya ves. Ella también jugó de niña en esa plaza, como tú y los otros chavales. Quién te lo iba a decir, ¿eh? Cuando tú disparabas de broma entre los coches aparcados, a ella la paseaban en el cochecito de bebé. A lo mejor lo usaste alguna vez para parapetarte detrás, mientras apuntabas la metralleta.
– Su padre era aparejador, ¿no? -interrumpe Bastian, impaciente. Una mitad de su cerebro pide calma para escuchar todo cuanto el ex policía tenga que decir; la otra mitad trata desesperadamente de hallar pruebas de que Vera no le mintió.
– ¿Aparejador? -la sorpresa de Julián parece auténtica, y surge matizada por cierta irritación.
– Me dijo que era aparejador, que trabajaba para Humberto, que por su padre conoció ella a Humberto.
– Qué hija de puta… Aparejador… ¿Eso te dijo? ¿Aparejador?
– Sí, un hombre muy serio, muy trabajador. También poco brillante, esa sensación me quedó. Murió hace años, eso me dijo.
– Pedazo de cabrona… -la sonrisa más generosa que han dado los labios de Julián asoma ahora, pero es una risa nerviosa, colérica, de dignidad herida que no encuentra otra forma de manifestarse.
– ¿Por qué se fue de Padrós? -pregunta cautelosamente Bastian, atemorizado ante los trallazos que en la esquina más inesperada puedan descargar contra él las mentiras agazapadas.
– Quería conocer mundo, llegar lejos en todos los aspectos. La amamantaron con ambición en vez de con leche. Se fue por eso y también para escapar de mí.
Hace Julián una pausa. Es el punto crucial de su confesión, puede que de su vida. Y, sin embargo, a pesar de las ramificaciones trágicas que poco a poco se van perfilando, surgen en la mirada del ex policía brillos de energía que se concentran en las pupilas y parecen bullir. Es ahora cuando me va a decir que fuisteis amantes, ¿no, Vera? Bastian siente que es patética la pugna en la que está enredado: dos hombres maltrechos por el fracaso, exhibiendo sus logros en la posesión extinta mucho tiempo atrás de una mujer que casi con seguridad está muerta.
– Hubo un tiempo -dice muy despacio Julián- en que fui el padre de Vera. Supongo que por mucho que me joda lo sigo siendo.
Julián parece de pronto muy cansado, como si los recuerdos hubieran tomado al asalto, rebasándolas, las defensas de su frialdad, dejándole a la intemperie y sin energía. Busca dónde sentarse, y el asiento que elige lo define: una austera silla de madera recia y seca, sin cojines para recostarse, en la que se planta con la espalda muy derecha y ambas manos sobre la empuñadura del bastón asentado entre los pies, como un rey asmático camino del destierro.
– ¿Su padre? ¿Tú?
Bastian también se sienta ahora en el sofá, fulminado por las palabras del ex policía. Son extrañas las fuerzas que se debaten en él: por una parte, la desoladora ristra de mentiras de Vera, unas explícitas y otras por omisión. ¿Hasta dónde habrán llegado las segundas? Pero por la otra, y frente al triste panorama, una certeza electrificada de excitación: hasta el momento nada demuestra que fuera falso el amor que Vera aseguraba sentir por él.
– En el sentido convencional en que uno es hijo de alguien, sí. Conocí a su madre, me uní a ella, nos casamos, quedó embarazada, tuvimos una hija, le pusimos el nombre de Vera y fuimos una familia. Hay fotos que lo prueban. Los tres en una cena de Navidad, su madre y yo en un crucero, haciendo el gilipollas. Vera de niña con la madre, en el cochecito. También alguna mía con Vera en brazos. En ese sentido convencional, fui el padre de Vera. Lo soy aún.
– ¿Y en los demás sentidos? -demanda Bastian, un poco airado por la premeditada ambigüedad del ex policía.
– En ésos no. En esos sentidos que dices, los demás, fui muchas cosas más que sólo su padre. -Julián habla cada vez en tono más bajo y más pausado, estupefacto como si los pensamientos que llevaban años ocultos, minándole poco a poco la conciencia y tal vez la razón, estuvieran adquiriendo sentido nuevo, real e irreversible, al concretarse en las palabras pronunciadas por su voz al límite del aliento, repentinamente envejecida-. Muy benévolo habría que ser para seguir considerándome únicamente el padre de Vera después de lo que pasó.
– ¿Vera era una niña feliz? -pregunta Bastian al azar, muy deprisa, más que nada para impedir que se alargue el silencio, para acallarlo. Este silencio se le antoja un narrador procaz que cuenta sin necesidad de palabras repulsivas detalles sobre la relación entre Vera y Julián que él no quiere oír.
– No sé lo suficiente de niños para responder -explica el ex policía-. A veces se reía mucho, lo pasaba bien con sus amigas. Otras, estaba muy callada, a lo suyo, o ensimismada delante de la tele. ¿Quién coño puede saber lo que piensa un niño callado? Tampoco me preocupaba mucho, si soy sincero. En ningún momento he dicho que yo fuera el padre modelo, ¿verdad? Podía ser muy simpática, encantadora, igual que de mayor. Y caprichosa, voluble, irritante. Igual que de mayor. Con su madre se llevaba mejor, aunque también tenían sus broncas.
– ¿Qué pasa con la madre? ¿No tenía nombre? -Bastian sale al paso con una ligera afectación ofendida, como si considerara un desprecio inaceptable que el ex policía no llame a la madre de Vera por su nombre.
Julián suelta una risita sarcástica, y paladea un instante las dos sílabas con que se dispone a responder. Sabe que cerrarán la boca de Bastian.
– Vera -dice. Y como Bastian, confundido como si no hubiese entendido, no responde nada, lo repite de nuevo-: Se llamaba Vera, chico. Vera, igual que la hija, ¿entiendes? Y como en esta historia sólo hay para mí una Vera, y no puede haber otra, por eso digo «la madre». ¿Tú no harías igual en mi lugar?
El mutismo de Bastian es de nuevo una respuesta afirmativa. Cierto: él, como al parecer también Julián, no podría llamar Vera a ninguna otra mujer de su mundo pasado, presente o futuro. Ambos lo saben de sí mismos desde hace mucho. Ambos lo han intuido del otro con nitidez irreversible desde hace un rato.
– La madre -sonríe Julián, y subraya las dos palabras como si fueran una victoria sobre el otro. Tal vez complacido por ello, concede unas explicaciones someras que luego no admitirán preguntas- era una mujer hermosa de verdad, más que la hija. La magia de Vera nunca estuvo en la belleza física, supongo que estás de acuerdo. La madre me quería más a mí que yo a ella. Yo también la quería bastante, no vayas a creer que soy un monstruo. Nos llevábamos bien, era cómoda la relación. Eso sí, solía venirme con planes de futuro, irnos del pueblo con los ahorros que teníamos, empezar en otro sitio. Empezar qué, me preguntaba yo. Aunque por supuesto no se lo decía así. Cuando me salía con esas miraba al techo, o le daba largas, o la besaba para cambiar de tema. Yo estaba bien aquí, además en el trabajo me iba bien, me hablaban de ascensos, distinciones y esas cosas. La madre quería irse de Padrós, hacer más cosas en la vida. Puede que yo la forzara a quedarse. Sin mí se habría ido, estoy seguro. Luego fue su hija la que se largó. Tal vez el ansia de escapar de la mediocridad es hereditaria. Pero lo cierto es que ella, la madre, aquí se quedó. Aquí nació y aquí murió. Cuarenta años de vida, poquísimo, una mierda de años. Un cáncer fulminante, nadie se lo podía creer. Yo luego he pensado que si no hubiera muerto, si no le hubiera tocado esa lotería negra, no habría pasado nada de lo que pasó. Pero cuando nos dejó en 1989, alrededor de veinte años ya, Vera tenía diecisiete para cumplir dieciocho, la mayoría de edad. Y yo cincuenta. ¿Por qué le daré tantas vueltas a las fechas concretas? Se me meten en la cabeza y no paran, venga ir y venir. Pues aquellos meses, hasta que cumplió dieciocho, se desató entre nosotros la guerra que llevaba años preparándose. Su madre era el muro de contención, y desaparecida ella…
– ¿Me vas a contar de una vez lo que pasó entre vosotros? se atreve por fin Bastian a querer saber.
Julián alza la vista y surge en su rostro un lento y lejano amago de sonrisa, algo parecido a una mueca sinceramente esforzada en expresar ternura sin lograrlo. Su rostro es la versión siniestra del rostro de un anciano afable que evocase el día que conoció a la chica sana y bondadosa que habría de hacerle feliz toda la vida. La misma cara, supongo, que se me pone a mí al pensar en aquellos días.
– Eso -dice Julián, otra vez de regreso desde su viaje infinitesimal a la vieja felicidad perdida- queda para mí y para ella, donde quiera que esté. La agredí, creo que la agredí. No, estoy seguro. La agredí brutalmente, aunque de forma extraña. Pero en ningún momento dejé de amarla. Tampoco hoy. La plaza de Padrós, cuánto pienso en ella… A lo mejor hemos coincidido todos alguna vez: tú de niño con la metralleta y la madre de Vera y yo paseando con nuestra hija. ¿Quién me iba a decir que en el cochecito, dormida como un ángel, iba mi perdición en forma de bebé? -Julián inspira vigorosamente para abortar el asalto de la melancolía y se pone en pie-. Y ahora, llévame a la bodega.
– Un momento -Bastian se planta ante él, impidiéndole el paso con tal determinación que el ex policía piensa por un instante que va a atacarle. Pero su única, amilanada intención es retrasar otro poco la visita al cadáver. Sabe que es absurdo, pero no puede evitarlo-. A mí me contó que se casó con Humberto, que Humberto le hizo muchas putadas y que vino a Padrós para vengarse de él robándole. ¿Todo eso es cierto?
– Todo no -Julián capta las vibraciones acobardadas de Bastian, y sonríe con arrogancia que puede ser superioridad o defensa contra los mismos miedos-. Es verdad que se casó con Humberto a los dos años y pico de morir su madre. Fue su pasaporte al mundo exterior. Y también es verdad que Humberto le hizo muchas putadas, menudo hijo de puta resultó. Pero lo que no es verdad es que Vera viniera a Padrós para robarle a él. El dinero no era de Humberto. Vino a por el dinero, por supuesto. Pero los planes respecto a su ex marido eran otros, y bastante siniestros -Julián alza el bastón sosteniéndolo por su mitad y apoya con suavidad casi paternal la empuñadura sobre el pecho de Bastian-. Venganza contra él. Y en esos planes entrabas tú. Por eso te contó que a quien iba a robar era a Humberto. Le interesaba que lo creyeras. Eran planes muy sucios, muy cabrones, dignos de nuestra Vera querida. Venga, chico, vamos ya a la bodega. A mí también me da miedo, seguramente más que a ti. Pero hay que ir. Allí está la verdad. Lleva cuatro años muerta, esperándonos a los dos.