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Las muñecas a la espalda, amarradas con alambres de púas apretados con alicates hasta la sangre. El cuerpo desnudo, desvalido. La sonriente indolencia del verdugo, el alfiler centelleando entre sus dedos bajo el mismo foco que te ciega a ti. Sudor y pánico, inutilidad del grito o de la súplica. La mano izquierda del verdugo te agarra con firmeza la cabeza y la inmoviliza. Tratas de liberarte pero es imposible. Ambos lo sabéis, y ello aumenta tu desesperación y su calma. Entonces el alfiler avanza sin prisa alguna hacia tu globo ocular. Lo ves venir, y sabes la devastación física y psicológica que trae consigo. Recurres al refugio ingenuo del párpado cerrado, pero la diminuta punta del alfiler penetra en él sin problema, lo atraviesa y se hunde en el ojo, y avanza y avanza y avanza. Sientes que el alfiler es de fuego o de líquido helado, y se solidifica dentro de tu ojo. No sirve de nada gritar, pero gritas. ¿Cómo no vas a gritar? Es inevitable hacerlo, y Bastian lo hace.
Grita en mitad de la noche, o cree haber gritado. La pesadilla del alfiler llevaba semanas sin comparecer, pero hoy, rebasado un razonable número de meses de esta nueva vida suya que según todos los indicios debería considerar feliz, ha regresado. Tiritando más allá de lo físico, intenta controlar primero la respiración y luego la realidad. Está en su casa y no hay monstruos en la habitación, no a primera vista. Intranquilo, aunque al menos el desasosiego ha topado con el obstáculo leve del filtro de la razón, mira a su izquierda y verifica que el cuerpo a su lado no se ha inquietado por las agitaciones de la pesadilla. Pepa duerme apaciblemente, acompasada su suave respiración silenciosa a las esencias de bondad e inocencia que la definen más que cualquier otra cualidad. Bastian, aun así, apoya con atemorizada delicadeza la mano sobre el hombro femenino, y se relaja del todo cuando Pepa no se inmuta. Está dormida, venturosamente dormida. Bastian se desvela todo el tiempo para que la ingenuidad de la mujer que desde hace bastante duerme cada noche a su lado permanezca intacta. Siente que ella es su escudo más seguro y también, se repite cada mañana, su tesoro más venerado, un patrimonio mucho mayor que los cientos de miles de euros que por fin se hallan convencionalmente guardados en la caja de seguridad de un banco que contrataron a nombre de ella, igual que hicieron con el piso que habitan o con el coche nuevo que, para sorpresa del concesionario, abonó en efectivo argumentando, con su consolidado desparpajo de maestro en la mentira, que le había tocado la lotería y ambos, él y su flamante novia, habían decidido invertir ese dinero en el vehículo que a ella le hacía ilusión. Fue un renacimiento, otro más, casi un lúgubre rito de melancolía extraer del congelador los plateados rollos de dinero, desempaquetarlos uno por uno y alisar los billetes a fin de que estuvieran presentables para su nueva morada, una caja de seguridad convencional de un banco convencional que una pareja convencional alquilaba convencionalmente: la normalidad, a temperatura normal. Pepa, con su bondad y sobre todo con su carné de identidad a salvo de cualquier sospecha, es y lleva tiempo siendo la máscara de rutinaria mediocridad que Bastian necesitaba para huir de los sicarios invisibles de Humberto, quienes, sin embargo, han logrado controlar la imprevisible puerta de las pesadillas para venir a perforarle los ojos. Vera, una tarde de sexo ya no tan relajada como las primeras porque insistía en explicarle los pormenores del plan criminal en el que quería involucrarle, le había contado los pasos del terrible suplicio del alfiler, que le daba más miedo que cualquier otra cosa del mundo. «Humberto pincha el primer ojo y luego, al cabo de las horas, cuando la víctima está agotada por el dolor o se ha desmayado, le pincha el segundo. Le encanta. Dice que es limpio y terrorífico, que no se suda al hacerlo». Paternal con el descanso de Pepa, Bastian sale de la cama sin hacer ruido, camina descalzo por el parqué del pasillo hasta su cuarto de trabajo, entra y cierra la puerta detrás de sí. Enciende la luz. Sobre la mesa reposan en desorden facturas y correspondencia a nombre de Pepa, titular también del negocio que regentan en el barrio, un videoclub de inesperado éxito gracias a los conocimientos cinéfilos de él y la simpatía y belleza de ella, que muchas veces cuenta a los clientes de confianza cómo ambos se conocieron en una sala de cine. Una foto enorme de la hermana actriz dedicada adorna el local y ayuda a extender su popularidad. En ocasiones, Bastian, cuando recomienda a sus clientes alguna película, piensa con melancolía masoquista por fortuna enseguida evaporada que, de alguna manera, al final ha logrado vivir en Madrid dedicado al mundo del espectáculo. Otras veces la melancolía se resiste a morir, se atrinchera y se hace fuerte, deriva en reflexiones sobre patetismo y fracaso. Bastian se protege de ella mirando a Pepa. Y piensa, y se dice, y se repite una y otra vez, que es un hombre con suerte. Pepa es espiritual y físicamente nítida, limpia de alma y piel, un corazón que nació vacunado contra oscuridades y turbulencias, o es genéticamente inmune a ellas. Todavía hoy, cuando la mira en esos amagos de crisis que le asaltan tras el mostrador del videoclub, o cuando hace el amor con ella sin furor ni locura, bien sin más en el mejor de los casos y añorando fantasmas en el peor, o cuando ambos comentan las noticias de la tele, como cualquier pareja de convivencia rutinaria razonablemente feliz o razonablemente infeliz, se pregunta cómo pudo derivar aquel encuentro del cine en esta relación de gelatina que acaba de entrar en su segundo año de convivencia. ¿De verdad han pasado casi cuatro años desde el tiroteo de Padrós? En menos de dos meses será el cuarto aniversario del día en que Amir o Amin apareció ensangrentado en la plaza, del día en que desapareció Vera, del momento en que empezó él a huir hasta hoy. A veces se recrimina su cinismo, su repulsiva inmoralidad: en Pepa buscó sólo un refugio seguro. Y ciertamente no pudo hallar otro mejor que esta mujer sencilla, alegre y de voluntad transparente, tan perfecta en sus medianas cualidades como en la ausencia de notorios agujeros negros, que se sintió atraída por él y hoy lo quiere de verdad. Eso es lo peor de todo, lo más cruel y desgarrador. No le hacen competencia en la cima del odioso escalafón de su normalidad impostada ni el día que le pidió él que llevaran más allá sus relaciones y comenzaran a vivir juntos, ni la tarde en que fue a tomar café a la casa familiar para conocer a los padres de Pepa, a la hermana actriz y a su hermano adolescente, y desde ese día comía con ellos cada dos domingos mientras iban desgranando planes de futuro, ni el aparte cariñoso, infame instante, en que la madre de Pepa, íntimamente conmovida, le dio las gracias por haber hecho feliz a su hija y también, lo que no era menor, por haberle dado una magnífica situación económica. No. Lo realmente atroz es que Pepa lo quiere de verdad. Lo quiere por ser él y no otro. Lo quiere por entender la vida como la entiende. Lo quiere por actuar como actúa. Lo quiere por quererla como la quiere. Te quiero, Juan, dice a veces, y abre más la herida de su culpa, por hacerla tan feliz… Todo eso podía ser verdad o llegar a serlo, había pensado honestamente él durante los días que siguieron a su encuentro fortuito en el cine, e incluso fantaseó con la idea del enamoramiento auténtico y recíproco, el más que merecido pasaporte a un futuro de amor verdadero. Pero la ilusión duró como un beso extremadamente largo. Pronto faltó el aire. Si Pepa supiera que hoy él alcanza apenas a tenerle cariño tibio, que su devoción, la verdadera, no va más allá de una valoración positiva de esas cualidades suyas que la convierten, sin duda, en la mujer ideal para cualquier hombre sin filos en el alma, si llegara a intuir que tan sólo exhibió entusiasmo amoroso por ella para agilizar los trámites de la convivencia, que sólo ansiaba levantar a su alrededor una fortificación segura, construida con aires de cotidianeidad y cocido los domingos en vez de sacos terreros y alambradas de alto voltaje… En ese búnker de indignidad se encerró y sigue encerrado. Bastian, renacido tres años y diez meses atrás de las cenizas de otro hombre condenado a muerte, se ha convertido a sí mismo en una sucia mentira viviente que duerme a diario con una mujer buena para quien él es el hombre más leal del mundo. La única decencia que le queda, piensa, es el tesón con que se obceca en evitar que Pepa conozca esa verdad que la destruiría. ¿O lo hace para que su refugio no se desmorone y quede él otra vez a merced de los asesinos de Humberto, que aunque parece haber perdido su pista tiene todavía la capacidad de colársele en los sueños? Se pregunta si hay algo más triste que amar de verdad a quien sólo siente por ti indiferencia cariñosa. Y resuelve que sí: es aún peor sentir indiferencia cariñosa hacia quien te ama de verdad. Saca del libro de cuentas del año anterior la llavecita que oculta sujeta a la tapa interior por una tira de cinta adhesiva y abre el cajón de su escritorio. En el interior hay tres objetos impecables, sin mota de polvo sobre ellos a pesar del tiempo que permanecen quietos sin que nadie altere su encierro. Puede decirse que son tres objetos vivos: el revólver, del que no se atreve a deshacerse aunque siga sin saber manejarlo; su antiguo teléfono móvil, el de su amor con Vera, y, por supuesto, el papelito doblado en cuatro y sucio de semen seco que él eyaculó años atrás. ¿Acaso no es cierto que todo es nada, que todo es a lo sumo tiempo que fluye? Conecta el móvil con mimo paternal. Siempre espera que no se encienda, al fin y al cabo lleva años sin ser usado, pero justo ahí, en su antigüedad, radica el secreto del buen funcionamiento de este aparato obsoleto pero recio, que él cuida de mantener con la batería cargada y los pagos al día. Por eso, por sus cuidados, el aparato se enciende sin incidencias, vuelve de su tumba como un obediente no muerto convocado por rituales digitales, y durante los primeros instantes le permite vivir unos segundos de expectación crispada, infantilmente mística, con la mirada atenta a la pantalla. ¿Y si entra un mensaje tuyo, Vera? Una vez, súbitamente, le golpeó un martillazo seco en el corazón cuando al encender el aparato aleteó por la pantalla la cantarina animación que anunciaba los mensajes entrantes. Había uno, y no lo leyó en el acto como le pedía todo su ser. Esperó a que Pepa hubiera salido para encerrarse a solas con el teléfono, y aun entonces se regodeó en mantenerlo sobre la mesa, frente a sí, durante largos minutos en los que, obviamente, hubo también protagonismo para el miedo a Humberto. ¿Y si es él, que me ha encontrado? Tragó saliva, cerró los ojos, se decidió. ¿Qué haré si has vuelto? Pulsó la tecla, aguantó la respiración. En la pantalla apareció un simple y maldito mensaje publicitario de la empresa de telefonía móvil. Sintió odio, rabia, dolor y luego, por último, una incatalogable tristeza infinita que no fue capaz de disimular más que a medias ante Pepa. Esa noche no durmió, entregado en la cama a la renovada aflicción, mientras Pepa amorosamente lo abrazaba, de que Vera ya no estaba ni estaría, de que Vera ya no era ni sería, de que Vera ya no existía ni existiría. Y aun a riesgo de que ese desgarro se abra de nuevo, él, cada vez, también ésta, se queda unos segundos ante la pantalla del móvil recién encendido, apresado en el éxtasis del náufrago ante la línea del horizonte, hasta que de nuevo se hace evidente que ni hay ni habrá signo de vida en el teléfono. Lo apaga, lo deposita junto al revólver y centra su atención en el tercer objeto que habita en el cajón. Desde que vive con Pepa mantiene un duelo a muerte con el papelito, vestigio último de la mujer muerta que no ha sido capaz de dejar de desear, con intensidad intermitente, en todo este tiempo. Se propuso romperlo en mil pedazos y arrojarlo a la primera papelera, sin concederle siquiera la misericordia de una mirada, pero nunca tuvo coraje para hacerlo, y ahora, asumida hace mucho esa derrota, los términos del nuevo duelo se refieren tan sólo al tiempo que es capaz de dejar pasar entre visita y visita a los indelebles recuerdos que el papelito lleva adheridos, vivos y ciertos como los rastros del viejo semen muerto. Su récord es algo menos de mes y medio, y hoy está muy lejos de acercarse a él. Han transcurrido dos semanas desde la última vez que lo visitó, cinco desde la anterior… ¿Qué adversidad inminente quiere indicar esta cadencia que disminuye como las horas del reo al que espera la horca? ¿Dónde se refugia un alcohólico en rehabilitación cuando la sed ataca sin avisar? Logra cerrar el cajón sin engancharse unos minutos, como suele hacer siempre, a la veneración que sabe patológica e irrenunciable, y sin embargo en esta ocasión no puede evitar un desasosiego nunca experimentado antes. Algo inesperado y extraordinario ocurrirá al día siguiente. Se restriega los ojos para ahuyentar el espejismo, pero la revelación surge de nuevo: algo inesperado y extraordinario ocurrirá al día siguiente. Se acuesta de nuevo. La respiración de Pepa sigue siendo la de una mujer feliz, ajena a los peligros que podrían acecharla por culpa de él. Al menos tiene a su nombre, aunque ni remotamente podría llegar a sospechar su verdadero origen, la fortuna arrebatada a la mafia. Pero ¿y si Humberto llegara a saberlo? ¿Y si la torturaran a ella, o a sus padres? ¿Qué sentiría esta familia ejemplar si un grupo de energúmenos irrumpiera un día en su casa y bajara las persianas tras maniatarlos? ¿Dónde se refugiaría él de la culpa si Humberto, aristocrático y sonriente como siempre lo ha imaginado, se aproximara a Pepa con un alfiler en la mano? La intensidad de esos temores ha ido remitiendo con el paso de los meses, pero esta noche vuelven a hacerle sudar en la cama. Poco importa que el tiempo haya corrido y corra a su favor. Tres años desde el tiroteo, casi cuatro. Tres años desde que te fuiste para siempre, casi cuatro…
El día siguiente comienza como todos: desayuno en pareja, zumo de naranja y tostadas, algún plan esbozado para el fin de semana con unos amigos, el mar muerto de la felicidad rutinaria que han creado para sí: Pepa, plena; él, fingiendo plenitud. Pero en su segundo café se dispara la alarma. Una anomalía mínima de la intendencia familiar, carente de la menor importancia, le recuerda la premonición de la víspera, y no puede evitar excitarse. La moto del hermano de Pepa se ha estropeado, y ella le pregunta si le importaría llevarlo al trabajo y recogerlo luego, a mediodía. Es un trabajo que ha encontrado hace dos semanas, y le interesa cuidarlo… Su negativa sería una sorpresa para Pepa, pero en este día que se anuncia agitado por probables pesadumbres piensa que no le vendrá mal desaparecer del hogar perfecto, y cariñosamente pide a su novia que, a cambio, abra ella el negocio ese día. A él, miente, le apetece pasear y meditar.
Recoge al chaval y lo deja ante la puerta del almacén de embalaje sin que a lo largo del trayecto se hayan producido señales del suceso extraordinario. Tal vez la peculiaridad del día, piensa cuando se ve a las diez y media de la mañana en un polígono industrial de las afueras, consiste en que por primera vez en bastante tiempo tiene ante sí unas horas sin actividad programada de antemano. Mantenerse ocupado, febrilmente ocupado, es uno de sus antídotos contra la enfermedad de la melancolía desatada, y no pasa ni media hora cuando comienzan a manifestarse los síntomas, que tal vez él mismo convoca cuando aparca el coche y vagabundea por las calles rigurosamente desconocidas. Es un día frío de primavera, mire a donde mire ve personas normales y escaparates que no le interesan. Se pregunta si el resto de su vida será así, anodina, fingida y fea, y de pronto le asalta un miedo nuevo. En vez de intentar ahuyentarlo, se lanza a explorarlo con curiosidad inaudita y valentía insospechada. Es miedo a la muerte, pero no miedo a la muerte temida en los últimos tiempos, no miedo a la muerte a manos de Humberto, sino miedo a una muerte distinta, miedo a la muerte natural… La muerte también puede ser normal… Un frío de hielo parece concentrarse en el asfalto a sus pies, y subirle como una serpiente carne arriba, hasta agarrarle las tripas y el corazón. Se ve reflejado en un escaparate que anuncia viajes baratos a París y el Caribe. Dentro de veinticinco años, fantasea, le duele de pronto el estómago y acude al médico. Es cáncer y le quedan pocos meses de vida. Pepa le aferra la mano. Está a su lado hasta el final. Le llega la muerte sin poder decirle que no es quien ella cree, sin confesar que sólo fue feliz durante ciento ochenta y siete horas en las que primero fue engañado y luego arrojado a la sucia realidad. El miedo le marea, le debilita las rodillas, tiene que sentarse en la acera, contra la fachada de la agencia de viajes. Tan obsesionado ha estado con su muerte atroz, diseñada a medida con serruchos y alfileres por criminales invisibles, que no ha previsto la muerte mediocre que podría venir a cerrar su vida de mentira. Y entonces, ¿quién habré sido?
Una jovencísima empleada de la agencia sale a la calle para exigirle, parapetada tras la puerta entreabierta y con cierta desmesura de alarma en los ojos, que se apoye en otra fachada o llamará a la policía. Bastian se apresura a ponerse en pie, obediente como un malhechor verdadero, y se aleja impelido por el vicio aprehendido tras años de huida: nunca permitir que la policía le pida el carné. Podría derrumbarse toda su existencia falsa.
Poseído por la repentina conciencia de su mentira sin límites ni redención, vaga sin rumbo sintiendo que la acera es de agua y sus pisadas se hunden sin dejar huella. ¿Debo huir otra vez, ahora mismo? Busca refugio en un bar, se acoda en la barra y pide un café, necesita algo caliente en el estómago. Huir otra vez, dejar atrás todo cuanto tiene. Se ve subir al coche como hace cuatro años, enfilar la primera carretera pero esta vez sin revólver ni bolsa de dinero, esta vez solo, como siempre debió estar al emprender la fuga o, tal vez, al haber buscado el valor para hacer lo que no hizo: enfrentarse a lo sucedido. No huir. El disparo que en la soledad del caserón constituyó su pistoletazo de salida resuena con renovado protagonismo, pero esta vez se le antoja el cierre de una etapa, y haya lo que haya al otro lado será mejor que la ciénaga actual. Pero ¿cómo sobrevivirá? Si parte ahora, sin mirar atrás, no tendrá más que el efectivo del bolsillo y la tarjeta de crédito. Se acabó la sucia comodidad, fin al terror financiado. Todo está a nombre de Pepa. ¿Le buscará tras unos días? ¿Me olvidará? ¿En cuánto tiempo? El calor del café le escalofría, decide respirar hondo, reflexionar con un poco de calma, pedir otro café. Hace un gesto al camarero y cuando le atiende observa el anodino local, uno de esos lugares desangeladamente grandes donde resulta inconcebible que alguien se sienta a gusto, y sin embargo hay mesas con comensales, grupos, parejas, incluso dos o tres personas solas. Bastian termina la panorámica del local y sus ocupantes y posa la vista sobre su segundo café, que el camarero acaba de ponerle delante. Abre el sobre de azúcar, lo vuelca dentro de la taza y comienza a remover.
Y entonces ocurre. En ese instante, no en ningún otro, justo en ese instante en que comienza a remover, la información que los ojos acaban de captar sube hasta el cerebro, que la procesa. La piel se le eriza en la nuca. El presagio de la noche anterior se ha materializado y está a su espalda, en algún punto del local. Escucha al instinto que le ordena volverse, iniciar en sentido contrario la panorámica sobre el establecimiento que acaba de realizar, pasar de largo sobre los grupos, las parejas y casi todas las personas solitarias que toman el menú del día hasta fijar la vista en una mujer solitaria que almuerza junto al ventanal. Lo hace, se pone en pie, se acerca con disimulo hacia ella, que no puede verlo porque se halla de perfil, aparentemente enfrascada en la lectura de una revista que tiene junto al plato. Va hacia ella muy despacio. Su vida y su muerte, ambas a punto de desmoronarse dentro de él, anima cada uno de sus pasos. Todos los sentidos se concentran en los ojos que miran incrédulos. Piensa que va a sobrevenirle un desmayo, pero no se lo puede permitir. Si se desvanece, la mujer podría escabullirse. Y eso es lo último que piensa permitir, ya que los dioses inescrutables del azar lo han traído hasta aquí. Hasta ella.
¿Vera…?
Está seguro de la respuesta, lo ha estado desde el primer instante del escalofrío, pero aun así le lleva otra eternidad hallar el valor suficiente para responderse:
Vera…