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A lomos del penco de color desvaído que considera símbolo de su reciente prosperidad, Rufino Matamoros escruta la noche sin estrellas mientras deja atrás Padrós, de regreso a la ciudad en la que hace semanas vive. Barrunta que acecha una tormenta oculta tras el cielo negro, tanto huelen a lluvia inminente la tierra del camino y las hojas de los árboles que lo bordean. Pero al nuevo Matamoros no le irritan las inclemencias del tiempo, casi podría decirse que siente alegría ante ellas. Y es que están definitivamente enterrados los tiempos vagabundos en que maldecía cuando comenzaba el aguacero y no tenía otro remedio que refugiarse bajo el árbol más cercano. Ahora, la proximidad de la lluvia casi lo llena de orgullo, como si las nubes hinchadas de agua fueran una más de las humildes propiedades que está atesorando gracias al periodismo, ese hermoso oficio nuevo que tanto le está dando. Se arrebuja ante las primeras gotas en el gabán de segunda mano que adquirió pagando sin trapacerías, con dinero contante y sonante, y desenrolla de la silla la gran manta que lleva siempre consigo desde que viaja por las localidades próximas en busca de noticias. Con presteza ya muchas veces ensayada, coloca una de las puntas de la manta sobre su cabeza, la ciñe encajándose el sombrero con las dos manos y despliega el resto sobre sus hombros, cruzándola luego sobre las piernas de forma que algo abrigue también los lomos y cuello de su querido penco. Ciertamente, se dice, qué hermosos pueden llegar a ser el bienestar y la buena vida. Y piensa, como siempre en las noches desapacibles, en su antiguo amigo Gabriel, tan misteriosamente desaparecido sin dejar rastro semanas atrás. Matamoros, poeta al fin además de supersticioso sin remedio, se pregunta a veces si no será cierta la historia relatada en Todo el amor y toda la muerte, el manuscrito que su amigo le legó y que él espera editar algún día a modo de homenaje. ¿Se lo habrán tragado el mar o esa amante invisible que él creía bajo las aguas? ¿O vagará su alma en pena por estos parajes de acantilados y tormentas? Varias veces lo ha buscado para agasajarle con una buena comida, o para decirle que en cuanto quiera podría tener trabajo en el periódico, pero Gabriel no debe de estar ya por la comarca. Levemente desazonado por el recuerdo del amigo desaparecido, a cuya evocación contribuye esta noche que parece hecha para que se animen a danzar en ella los difuntos, Matamoros comienza a canturrear una cancioncilla picante de cosecha propia, recuerdo de sus tiempos de trovador, con la que espera entonar el espíritu. Entonces, al enfilar la siguiente curva, la voz se le hiela dentro de la garganta.
Plantada en mitad del camino, una alta y recia silueta masculina le da el alto. ¿El fantasma de Gabriel, al que ha convocado con sus imprudentes pensamientos? Pero no, este intruso es más alto que Gabriel. ¿Será un simple salteador? Aunque avaro, Matamoros es poco amigo de codearse con los muertos, aunque fueran en vida buenos amigos, y reza en silencio para que se trate de la segunda opción. El aparecido, cubierto de negro de pies a cabeza y tocado por un sombrero de ala ancha que lo protege de la lluvia, extiende su brazo derecho con la palma extendida, en un gesto que tiene menos de amistoso que de hostil, y cuando Matamoros, y a su orden el penco, se detienen mansamente, habla con voz rasposa que muy bien podría salir del nicho más oscuro del infierno:
– Eres Matamoros, el escritor… -y la evidencia de que no es pregunta, sino afirmación, desata los temblores en el cuerpo del jinete cubierto por la manta-. Desmonta. He de hablarte.
El embozado, abriendo en arco la diestra, hace un gesto en dirección a un claro junto al camino donde, a resguardo bajo los árboles, aguarda una carroza negra a la que están enganchados dos corceles también negros extrañamente estáticos y silenciosos, como si hubieran sido aleccionados por su dueño para no alertar a la víctima de la emboscada. No hay mayoral a la vista, y Matamoros deduce que ha debido de ser el propio diablo quien ha guiado el carruaje hasta aquí.
Sin otra opción, el periodista obedece y desciende del penco. Al quedar frente al embozado resulta patente que éste lo duplica en tamaño a lo alto y casi también a lo ancho, y comprende el enclenque Matamoros que, si fuera la intención del otro matarlo con sus propias manos, ya puede irse dando por estrangulado y descuartizado. Se ve, exangüe pero todavía vivo, a merced de los lobos que un rato antes aullaban en la oscuridad. En su época de miseria temía morirse solo, pero nunca llegó a verse entre fauces voraces que se disputasen sus trozos.
– Tú eras amigo del tal Ortueño Gil, ¿verdad? Se os vio juntos más de una vez y más de dos…
– Amigo es mucho decir… -recula el atemorizado periodista, sintiéndose hermano gemelo de Judas.
– Sí, se os vio juntos -reitera el otro, tajante, como si no hubiera captado su cobarde requiebro-. Dime, ¿sospechaste en tus meses de convivencia con él que pudiera ser un asesino?
– ¡Oh, no, señor! Gabriel era un pedazo de pan, incapaz de hacer daño a nadie. Estaba un poco loco, por algo era poeta, pero fuera de eso…
– ¿Sabes que hace unos días mi hijo fue secuestrado? Fue raptado de mi casa, sobre el acantilado, en mitad de la noche. Un bebé de poco más de un año… Mi esposa está destrozada, y yo…
Matamoros identifica entonces al diablo. Es Tomás Montaña, el todopoderoso señor de Padrós. Y entonces, recordando los rumores que lo representan como un hombre tiránico, acostumbrado a ser obedecido sin rechistar, se pone en guardia, incapaz de imaginar si este encuentro tendrá final feliz o desdichado.
Montaña hace una pausa, repentinamente emocionado, y rebusca un pañuelo por los bolsillos interiores de su atuendo. Al abrir el abrigo ha quedado al aire la culata de un revólver encajado en su cintura, y Matamoros se pregunta si no será mostrarle el arma su verdadero objetivo al hacer el gesto de extraer el pañuelo como un padre compungido, cuando carece de sentido y lógica secarse la cara bajo el chaparrón. ¿Por qué no se protegen de la lluvia en el interior del carruaje? ¿Es que piensa matarlo en mitad del camino?
– Me consta -continúa el hombre-, óyeme bien, he dicho que me consta, que Ortueño lo secuestró. Y también que lo ha asesinado.
– Señor, eso es imposible -salta esta vez Matamoros-. Gabriel…
Pero el otro le corta, posándole sobre el hombro una manaza que vuelve a poner de manifiesto la desigualdad de fuerzas.
– Dime una cosa, Matamoros. ¿Estás interesado en el dinero?
El brusco cambio sorprende felizmente al periodista. Un asesino no ofrece dinero a su víctima, y por ello, a pesar del miedo, la avaricia de Matamoros se apresura, casi antes que él mismo, a asentir con la cabeza.
– Magnífico, Matamoros, no esperaba menos. Y dime otra cosa. ¿En la justicia estás también interesado? La justicia con mayúsculas, me refiero.
– ¡Por eso me hice periodista! -osa mentir el antiguo trovador. El hambre le acostumbró a ser rápido en sus respuestas, y aquí ha visto el resquicio para colarse en el aprecio de quien ya comienza a ver como un posible nuevo amigo.
– Bien, Matamoros, bien… -Montaña sonríe por primera vez, pero ante la frialdad cruel que sugiere esa rendija alargada abierta entre sus labios, casi habría preferido el periodista que no lo hiciera-. Porque no es posible vivir sin la justicia, la justicia con mayúsculas, esa que debe imponerse por encima de la voluntad de los hombres. Verás, hace años viví en América.
– Lo sé, señor.
– ¿Es que me conoces?
– Todo el mundo conoce al señor de Padrós.
– Tanto mejor, amigo, tanto mejor. Pues en América la justicia está más cerca de la justicia con mayúsculas que la justicia que tenemos aquí.
Y entonces, repentinamente aunque muy despacio, seguro de la fuerza que detenta, Montaña saca el revólver. Es plateado, de caño largo, y brilla en la oscuridad como si fuera más poderoso que la noche.
– Si tú y yo riñéramos, Matamoros, yo podría matarte.
– ¡Pero por qué habríamos de reñir, señor!
– Y si te matase, tú quedarías aquí muerto, sin más. Éste sería tu final. ¿Habría sido justo matarte? ¿Habría sido injusto? ¡Sólo Dios y nosotros lo sabríamos! Pero tú aquí te quedarías. Muerto. Muerto sin reparación posible. ¿Es así?
– Así es, señor -musita Matamoros con alguna serenidad, como si la evidencia de que está en manos del otro fuera, en vez de inquietante, placentera.
– ¡Los actos malvados deben ser reparados! Fíjate en esto, Matamoros.
Y entonces, ahora sí veloz, levanta el revólver y lo amartilla ante la misma cara de Matamoros. El infeliz apenas tiene tiempo de sentir pavor cuando Montaña aprieta el gatillo y el mismísimo infierno estalla en la cara de Matamoros. Grita por el espanto de la muerte.
Grita y sigue gritando hasta que entiende que, si está muerto, no puede gritar, y entonces, poco a poco, se atreve a abrir los ojos que instintivamente había protegido con las dos manos.
La sonrisa muerta del rostro de Montaña es lo primero que ve el periodista, luego los ojos brillantes, enloquecidos, del señor de Padrós, luego el caño humeante del revólver… Montaña ha disparado junto a su cara, pero apuntando a algún punto situado a su espalda. Se gira Matamoros, estremecido por un presentimiento súbito, y ve al penco en el suelo, su penco querido, su compañero de fatigas, convertido en un bulto oscuro todavía palpitante que parece infinitamente desvalido bajo la lluvia.
– Matar a tu caballo sería un acto injusto, ¿no es así, Matamoros?
– Sí, señor, lo sería -responde el periodista, sumiso y acobardado. El miedo físico le ha guiado siempre, y se odia a sí mismo por no haber corrido a socorrer al penco, por no estar junto a él, dándole cariño en sus últimos segundos. Pero el miedo lo tiene clavado ante Montaña, y su único duelo por la bestia herida son las lágrimas sinceras, también rabiosas, que le anegan los ojos.
– Pero yo soy un hombre justo. Todo el mundo te lo dirá en Padrós. Por eso, si yo matara a tu caballo, y no quiera Dios que tal cosa ocurra, te recompensaría dándote otro caballo, y además una buena suma por tus lágrimas. Yo sé muy bien lo que valen las lágrimas, me encoleriza que la gente no les dé valor. Yo te las pagaría a precio de oro. Una onza por cada lágrima. ¿Qué te parecería? ¡Una onza de oro por lágrima!
– No sé qué decir, señor, no entiendo, estoy aturdido.
– ¡Tu amigo ha matado a mi hijo! -grita Montaña, ahora fuera de sí. Matamoros opta por callar-. ¡Lo ha matado y se ha deshecho del cadáver! ¡Nadie ha vuelto a ver al bebé! ¿Entiendes? Y desde entonces, mi amada esposa llora desconsoladamente cada día, todos los días y todas las noches, cada minuto. Si tuviera que dar una onza de oro por cada lágrima suya, estaría arruinado, endeudado de por vida. ¿Crees que es justo? Si mi hijo apareciera, Leonor podría volver a vivir. Y es aquí donde entras tú.
– ¿Yo, señor?
– Tú, sí. Eres periodista, ¿no? Y fuiste amigo de Ortueño Gil, no me digas que no, sé que os vieron juntos. Y por eso, porque eres periodista, vas a hacer justicia. ¡Justicia con mayúsculas! Vas a escribir en tu periódico quién era Ortueño Gil. Un artículo diario.
– Pero, señor, eso lo decide el director, yo no puedo…
– El director es un buen amigo mío. Le he sacado de algún apuro. Pero sobre todo, es un hombre justo. No dudes que sacará tus artículos. En primera plana, Matamoros. Contarás quién era Gabriel y luego, óyeme bien, contarás cómo secuestró y mató a mi hijo. Investigarás testimonios, el sargento de la guardia civil te ayudará, él es también un hombre justo. Quiero que todo el mundo sepa que Gabriel Ortueño Gil fue un secuestrador y un asesino. Quiero que nadie tenga duda de ello en los próximos cien años, ¿comprendes? Mi esposa podrá descansar. Es mejor la muerte de un hijo que su desaparición de por vida. Y a cambio yo, abre bien los oídos, te convertiré en un hombre rico. Sólo tienes que contar la verdad.
El horror deja mudo a Matamoros.
– Un hombre rico… -logra susurrar entre dientes. Es lo que ha soñado siempre. Pero mentir de esta forma, y publicarlo… ¡Difamar a su amigo! ¿Y si Gabriel viene un día a reclamárselo?-. ¿Y qué pasará si Gabriel está vivo, y lo lee, y viene un día a reclamármelo?
Montaña se acerca tanto a él que Matamoros piensa que va a engullirlo de un bocado.
– Gabriel no vendrá jamás, te lo aseguro.
Entonces Matamoros, ante esa mirada colérica de Montaña, ve como si los ojos fueran ventanas al pasado. Y entiende. Entiende que Montaña mató a su propio hijo y luego mató a Gabriel. ¿Qué importan el por qué y el cómo? ¿No es acaso un loco peligroso?
– Dios… -musita, vencido, Matamoros. ¿Es que acaso le queda alguna duda de que si no obedece lo matará a él también?
– Dios, por supuesto. Dios estará también con nosotros. El cura también te ayudará en tu investigación, declarará que ese cabrón de Gabriel era un ladrón de mujeres, el peor canalla imaginable. Sí, amigo mío, Dios también está con nosotros.
Y Montaña rodea a Matamoros por el cuello y tira de él hacia el carruaje.
– Ven conmigo, amigo Matamoros, hablaremos de los detalles en el carruaje, al calor.
Matamoros se deja llevar mansamente. Su única resistencia a la justicia con mayúsculas y a Dios, su única resistencia al señor de Padrós, es volver un poco la mirada, apenas lo justo para contemplar por última vez, con la tristeza del corazón roto y el desánimo por el futuro podrido, a su penco querido, todavía agonizante.
Va a morir de la forma que siempre temió él, solo y desnudo bajo la lluvia, en una desapacible noche solitaria.
Y luego, al amanecer, vendrán los lobos.