40279.fb2
– Me topé de repente con Tomás Montaña. Yo era niña, debía de tener catorce años o quince. O sea, que sería más o menos 1950 o 51 -calcula Emilia.
– Cincuenta años después de la muerte del bebé y de la desaparición de Gabriel -precisa Clara. Cada vez que pronuncia el nombre del poeta le asalta una indignación que sabe absurda, pero no puede evitar pensar que sin la existencia de aquel personaje por siempre maldito Eloy nunca habría venido al encuentro de su propia muerte.
– Ahora, además, había que sumar otra desaparición. La de Leonor la de la Eñe, la esposa de Montaña.
Emilia, que se había detenido a recuperar el aliento, reanuda otra vez la senda que conduce hacia el acantilado. Clara va detrás, respetando pacientemente cada una de las paradas que han tenido que efectuar desde el punto donde el taxi ha quedado aguardando su regreso. Emilia y Clara podrían parecer madre e hija, dos mujeres que hubieran vivido toda su vida en el pueblo, sin sobresaltos en sus días ni dramas en sus vidas, y se regalaran esta tarde otoñal un apacible paseo por el paisaje costero donde ambas nacieron.
– Montaña me pareció el hombre más viejo del mundo. Yo recogía esas hierbas que probaste ayer. Para la infusión de mi padre. De él heredé la afición a tomarla. Iba sola, tranquilamente, feliz en aquel día precioso, con el cielo azul, los colores de la primavera por todas partes. Y entonces me pegué el susto de mi vida. ¿Ves? Aquí, en esta misma roca estaba.
Han llegado a la frontera del abismo sobre el mar. Emilia señala una roca grande y redonda que parece clavada allí por el destino desde tiempo inmemorial para servir de atalaya a los viajeros, reposo de caminantes o plataforma para que los suicidas se lancen al vacío. La estanquera se sienta con un bufido e invita a Clara a imitarla, golpeando suavemente con la palma sobre la zona plana de roca a su lado.
– De pie. Con un pie apoyado aquí, en la piedra, todo vestido de negro. Llevaba un sombrero de ala ancha, lo recuerdo porque el viento lo sacudía y pensé que se lo iba a arrancar de la cabeza de un momento a otro. Supe que era él por la barba blanca muy larga, que le tapaba hasta debajo del cuello. Tomás Montaña era muy conocido en Padrós, toda una leyenda viva, aunque jamás se dejaba ver. A lo mejor por eso era una leyenda. Había hecho fortuna en América, y la verdad es que favorecía mucho al pueblo. Y ahí estaba, mirando al mar como si pensara saltar.
Clara permanece en pie, hipnotizada por las palabras de Emilia. La estanquera, calcula con fascinación, era una niña cuando se encontró con Montaña alrededor de 1950, cinco décadas después de la tragedia de principios de siglo. Y hoy, transcurridos cincuenta años más, que sumados a los otros forman un siglo, es una anciana que lo recuerda y lo relata. Emilia es el eje de este círculo de tiempo. Y a mí me va a tocar cerrarlo. Como si fuera parte de ese protocolo que su imaginación va improvisando, Clara apoya el pie sobre la roca y observa la zapatilla deportiva que protege su pie mientras lo desplaza sobre la superficie plana hasta encontrar acomodo. ¿Pondría aquí, justo aquí, Tomás Montaña su bota?
– El indiano vivía en un caserón alejado del pueblo. Se llega por ahí, a media hora caminando. Eloy fue a visitarlo cuando le conté todo esto. Pero lo encontró cerrado, no pudo pasar del jardín.
Clara procesa la información a medida que, trabajosamente, la va asimilando. Le asombra verificar que la víspera, apenas unas pocas horas antes, menos que una gota en el mar centenario de esta tragedia, el azar la llevó hasta el caserón que había pertenecido a Tomás Montaña. Eloy había llegado hasta ahí, hasta esa puerta que después acabaría por traspasar ella. La cama con dosel donde se recuperó de su desmayo puede ser la misma, se dice, en la que la esposa de Montaña se encontraba con Gabriel, si es cierto que llegaron a ser amantes. Dormí en la cama donde cien años antes durmió el asesino de mi hijo. Sus actos sexuales engendraron la muerte de Eloy un siglo después.
– Llegaba corriendo, con el capazo de las hierbas al hombro, y me encontré de pronto a dos metros de Montaña. Si pensé en salir corriendo, no fui capaz de hacerlo. Él se giró muy despacio, clavándome aquellos ojos terribles de loco. Pensé que podía ser Dios, que había bajado a mirar el mar. Pero también pensé que a Dios el viento no le agitaría el sombrero, y eso me tranquilizó, fíjate qué tontería.
– ¿Te dijo algo?
Emilia tarda un instante en responder, tal vez ensimismada en el recuerdo de su propia juventud perdida, y cuando habla lo hace con infinita dulzura y sonrisa suave, como si quisiera amortiguar con cariño las sacudidas que sus palabras podrían provocar en el despellejado corazón de Clara.
– Siempre he pensado que si Montaña hubiera dicho muchas cosas se me habrían borrado la mayoría. Pero dijo sólo una. Y naturalmente, nunca se me ha olvidado. Sigo recordándola como si fuera hoy. Tuve muchas pesadillas. A veces me vienen todavía Me miró un rato muy largo sin hablar, como preguntándose si la niña que tenía delante iba a ser capaz de entender lo que le afligía. Porque debo decir que parecía muy apenado, triste, a punto de echarse a llorar como un niño desconsolado. O quién sabe, a lo mejor le daba igual que yo estuviese allí. Dijo: «Todos mis muertos se han venido al caserón. Viven conmigo». Y después volvió a mirar al mar y repitió: «Todos mis muertos».
Años después pensé que se refería a su hijo, al que Gabriel asesinó cincuenta años atrás. Y también a Leonor, su esposa. Se volvió loca por la muerte del niño. Lo sé porque es una leyenda que contaban los mayores, y todavía hay quien a veces la repite hoy. Hubo que encerrarla en un manicomio que existió hasta hace poco, no muy lejos de aquí. Pero se escapó, y nunca se volvió a saber de ella. ¿Y sabes qué? Desapareció alrededor de 1950, lo investigó Eloy cuando le conté todo esto. Según Eloy, cuando yo me encontré en esta roca con Tomás Montaña, acababan de darle la noticia de que su mujer loca se había fugado del manicomio. Podría ser, ¿no?
Clara no responde, anclada la imaginación en esa mujer del pasado, loca errante por la muerte de su hijo de la que nunca más se supo. La entiendo. ¿Cómo no? A veces creo que me va a pasar lo mismo.
– ¿Montaña dijo algo más?
– «Todos mis muertos», repitió. Luego añadió: «Pero estoy preparado para recibirlos». Abrió su levita negra y mostró dos pistolones que llevaba colgados al cinto. Enormes, con el cañón muy largo, como los de las películas del Oeste que yo había visto tantas veces en el cine los domingos. Imaginé que se los había traído de América. Entonces sí que eché a correr. Ya no lo vi más, pero esa noche y muchas noches después no pude dormir. Lo imaginaba solo en su caserón, disparando contra fantasmas a los que los tiros no hacen nada, a los que no se puede matar porque ya están muertos. Por aquella época se oían tiros de vez en cuando en el caserón. Recuerdo que lo comentaban los mayores a escondidas de nosotros, los más jóvenes. Como si Tomás Montaña quisiera matar con los pistolones a los muertos que lo visitaban. Al final -sentencia Emilia-, a él también le atacó. La verdad, que acaba por atacarnos a todos. La verdad desnuda. Por todo eso aumentó la leyenda de Leonor. Había gente que creía verla con las ropas blancas del manicomio, rotas y manchadas de barro. Vagando sin descanso, en busca de su hijo muerto.
Las últimas palabras de Emilia hacen sólido el silencio entre las dos mujeres. Ambas saben que Clara se ha visto reflejada en ellas. Y es la misma Clara quien, para rebelarse contra las arenas movedizas de la autocompasión, reacciona:
– ¿Se sabe por qué Gabriel mató al hijo de Leonor, se supo alguna vez?
– Cómo va a saberse una cosa así… Fue la leyenda que corrió. Gabriel, el poeta asesino… No, nunca hubo pruebas. Ya ves, sólo Rufino Matamoros lo defiende ahora. Menudo aval, un periodista borrachín.
– Y Eloy. Eloy también creía en la inocencia de Gabriel.
Clara observa a Emilia, tratando de interpretar su mirada. Tal vez la estanquera, sin poderlo evitar, ha dedicado mentalmente a Eloy una calificación similar a la verbalizada para Matamoros… Un joven que pudo haber recaído en las drogas, menudo aval… Ciertamente, nada podría objetar Clara a ese pensamiento, tampoco si se expresase en voz alta. Ella misma, ¿cómo puede dar crédito a Eloy, que afirmó haber visto a un hombre acunando a un bebé bajo el mar? Ante tal disparate sólo se pueden adoptar dos actitudes. Una, pensar que Eloy había recaído y vio visiones. Aceptar como todos que Gabriel asesinó al hijo de Leonor la de la Eñe. Aceptarlo contra Eloy.
Pero hay una segunda opción, y es la que adopta:
– Yo también creo que Gabriel fue inocente.
– Es lo que yo pensaría en tu lugar -dice delicadamente Emilia.
Las dos mujeres se miran. Ya no hay más que añadir, piensa Clara. Ya está todo dicho.
Emilia se pone en pie, apoyándose en el brazo que ella le tiende, y ambas emprenden el camino de regreso. Las paradas son ahora más frecuentes y largas, a pesar de lo cual ninguna de las dos habla. Sólo cuando llegan hasta el taxi vuelven a ponerse frente a frente, mientras el conductor descarga del maletero el equipo de buceo que Clara recogió del hotel.
– Te he traído esto -Emilia echa mano al bolsillo lateral de su abrigo y extrae el sobre azul que la víspera se deslizó desde el ejemplar de Todo el amor y toda la muerte-. Si te hubieses vuelto a Madrid sin más, si no hubieses subido hasta aquí conmigo, no te lo hubiese dado. Pero veo tu empeño, tu necesidad de saber. Veo tu fe en Eloy.
– ¿Qué es? -pregunta Clara abriendo el sobre. Cuando lo vio caer del libro pensó que serían papeles sin importancia, nada relacionado con Eloy.
– Mi sobrina y tu hijo hicieron buenas migas. Emilia quiere estudiar medicina, no sé si te lo dije. Eloy le contó también la historia del hombre sentado bajo el agua, y fue muy curioso.
– ¿Qué?
– Que Emilia, para algo es una niña, se lo creyó como él. Le pareció un cuento bonito, no le puso ningún pero. Eso sí, cuando Eloy se fue se puso a investigar, y encontró esto. No pudo llegar a dárselo, claro. Ahora es tuyo. Dentro del sobre hay dos hojas. Una es un resumen médico que Emilia sacó de aquí y de allá. Por lo visto es imposible que un cuerpo humano se conserve bajo el agua cien años, ni el esqueleto ni mucho menos la carne. Imposible.
Clara se desconcierta ante este repentino revés propinado por la estanquera, hasta ahora tan solidaria y optimista con su búsqueda. Intrigada e impaciente, saca del sobre las hojas. La primera contiene, en efecto, una serie de textos en diferentes formatos y tipos de letra sacados de Internet. La segunda es una página web impresa. Emilia la detiene con un gesto.
– Léelo mejor cuando me vaya -dice con su sonrisa más dulce mientras se sienta en el taxi-. Ya verás, Clara, ya verás… Las cosas imposibles tienen siempre otra cara.
El coche arranca y se aleja, elevando alrededor de Clara una suave nube de polvo. Es breve, inofensiva, le basta guiñar los ojos para defenderse de ella. Y sin embargo, esa ingravidez que pronto regresa a su reposo sobre el camino le hace sentirse inesperadamente desvalida. Tal vez se debe a la partida de Emilia, a la evidencia de que se queda a solas con sus respuestas. El mundo, de pronto, lo componen su equipo de buceo y el mar maldito de amor bajo el acantilado. También, y sobre todo, la pregunta crucial sobre quién fue Eloy en sus horas finales.