40279.fb2 Todo el amor y casi toda la muerte - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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– El mar de este acantilado vive una maldición de amor. -Gabriel Ortueño Gil eleva los párpados y observa a su audiencia, compuesta exclusivamente por mujeres. Al verlas siente, como siempre, miedo. Antes no le invadía este sentimiento imposible de vencer. Meses antes encaraba al correspondiente grupo de oyentes femeninas desde la atalaya de ese rostro suyo clásico y viril pero, a la vez, un punto aniñado que hacía de él un hombre digno de ser mimado, protegido, tocado, acariciado, redimido y amado, un varón frágil deseado en secreto por casi todas. Pero desde la guerra de Cuba lo domina el miedo, y hoy su mirada no es altiva ni seductora, sino desarbolada y suplicante, aunque paradójicamente los temores dan un aire esquivo a sus ojos, le añaden intensidad al aura romántica gracias a la cual come cada día.

Tras pronunciar, premeditadamente suave y engolado, las palabras «maldición de amor», se demora en la pausa cien veces ensayada ante el espejo y otras tantas probada frente al público a punto de seducción, y repite el lema, alzando esta vez en arco solemne el brazo hacia el amplio ventanal desde el que se divisa la playa larga y estrecha:

– El mar de este acantilado, de este acantilado vuestro -subraya-, vive una maldición de amor…

A veces añora las ocasiones en que recitaba sus historias con verdadero ardor y las sentía vibrar en la mente y en la piel, llenas de verosimilitud y verdad. Pero lo que vivió en Cuba le arrebató casi toda la vida. Ahora es un pelele sin alma, que se caricaturiza a sí mismo para seguir caminando sin objetivo claro. La anfitriona de la velada poética, sentada a la derecha de él ante el piano, acaricia torpemente el teclado para matizar sus palabras con notas mínimas que quieren ser sugerentes pero a veces resbalan y tropiezan sobre sí mismas. Ha insistido en acompañarle musicalmente y, a pesar de su incapacidad manifiesta, Gabriel no ha podido negarse. Es ella quien dirige estas veladas literarias de Padrós que acoge en su casa y financia el rico del pueblo, el indiano Tomás Montaña, y si hoy todo sale bien podría contratarle más actuaciones en Padrós, incluso en las villas cercanas. Así que Gabriel no cuestiona el torpe trenzado musical que se esfuerza por seguirle y centra su atención en los rostros que lo observan expectantes, ocultos en algunos casos tras abanicos que se dirían elegidos por el mismo decorador que ha decidido los recargados colores de las paredes del gran salón, los manteles de las mesitas sobre las que reposan los juegos de té y las telas que tapizan los asientos donde se acomodan las mujeres, doce según su primer recuento, que poco a poco, lo capta ya en sus miradas, van dejando nacer en su interior excitados interrogantes colectivos sobre la maldición de amor de ese mar que ellas, muy probablemente, miran cada nuevo día desde sus respectivas rutinas sin brillo.

– … aunque justo es añadir que sin cada una de vosotras, sin cada uno de vuestros corazones palpitantes de sentimiento, ese mar hechizado pronto se volvería árido.

Y pasea Gabriel la mirada medidamente cálida, deteniéndose un instante en cada rostro para intentar precisar la expectativa individual que cada uno de ellos expresa ante su vacuo discurso dulzón. Él querría haber sido narrador de historias recias, creador de relatos provocadores y apocalípticos, incluso novelista, pero siempre ha carecido de talento y fuerza para ello, y su sustento diario, demasiado bien lo sabe, ha dependido siempre y depende hoy de que esas miradas, ya casi conmovidas, ya casi húmedas, traspasen la frontera de la lágrima. «Cuando lloran, ceno mejor», resumió certeramente una noche de crisis existencial compartida al calor del vino con Rufino Matamoros, otro poeta de los caminos y pueblos. «Y con esa cara y esos ojos verdes que te ha dado Dios a veces hasta desayunarás, ¿eh, mamonazo?», había sentenciado con guiño pícaro Rufino. Gabriel, bebiendo un sorbo de vino, concedió con resignado encogimiento de hombros.

Le conviene mantener su falsa leyenda de gran seductor, pues en parte vive de ella, aunque también le haya deparado momentos amargos, como esa ocasión no tan lejana en que el tosco marido de una muchacha a la que paradójicamente ni siquiera había mirado lo arrinconó contra la barra del bar del pueblo, agarrándolo por las solapas, amenazador y furibundo. ¿Cómo explicar que desde su regreso de Cuba vive aterrorizado por la maldición que atravesó el océano en pos de él? ¿Quién creería que esa fantástica historia que cada día cuenta en sus recitales como si fuera una leyenda mágica es la simple y terrible verdad? Vive a solas con su secreto y con el miedo que éste engendra, y se limita a asentir con forzada ambigüedad cada vez que alguien alude a sus proezas de seducción. «¡Para una vez que eras inocente!», se reía cariñosamente en la cara Rufino Matamoros tras aquel incidente del bar. A fuerza de veladas poéticas y miserias acumuladas, los dos poetas del camino han solidificado una camaradería que las noches mal dadas les lleva a compartir lo poco que hubieran podido conseguir: pan, algo de queso, un cuartillo de vino… «No te engañes, amigo Gabriel -suele dolerse Rufino las noches de borrachera, cuando le atenaza el miedo a morirse solo en algún camino perdido entre velada poética y velada poética-. No somos poetas, sólo mendigos. Y así nos moriremos, solos y tirados en algún recodo solitario».

– Así que sois vosotras, cada una de vosotras, la que puede deshacer esa desdicha. Pero también hay algo más… Una historia mágica real, una increíble maldición que es a la vez una aventura de amor y muerte que pervivirá más allá del tiempo y del espacio, mucho después de que todos los presentes hayamos desaparecido y seamos apenas un recuerdo para aquellos que nos conocieron y amaron por lo que somos, y no por lo que podríamos haber llegado a ser…

El lloro inesperado de un bebé, aproximándose desde alguna parte de la casa, se cuela en esta segunda pausa de la representación, arruinando el instante en que Gabriel suele detenerse a inspirar para que las mujeres asimilen toda la melancolía de su jerigonza vacua disfrazada de profundidad.

– Es esa historia, una historia de amor inmortal pero también terrible, la que me dispongo a contaros ahora -continúa sin dilación, consciente de que el chillido infantil, cada vez más cercano, le está restando protagonismo. Son ya tres las mujeres que han vuelto la cabeza hacia la puerta cerrada, dejando de atenderle a él. El poeta sube un punto el tono de su voz-. Os anuncio también que la he publicado en un bello librito que luego, si os place, podréis adquirir. Con mucho gusto os lo dedicaré individualmente, ideando un breve poema especial para cada una de vosotras, lo que lean mis ojos en los vuestros, o dejando a mi pluma describir aquellos sentimientos y sueños que perciba en vuestros pechos -a fin de imponerse sobre el lloro del bebé que sigue aproximándose, Gabriel opta por acelerar el ritmo de su verborrea-. Todos hemos oído relatos prodigiosos que les han acontecido a otros. Yo, ahora, contaré uno que me ocurrió a mí, que me está ocurriendo a mí… Muchas, prefiero decirlo de antemano, no daréis crédito a lo que voy a narrar. Y sin embargo, es tan cierto como triste, brutal e irremediablemente triste… Lleva por título Todo el amor y toda la muerte, y ya advierto que se trata de una odisea cuyo final aún no se ha producido, aunque podría muy bien estar acechándome en este instante, mientras os lo cuento. Porque debéis saber que soy yo, y nadie más que yo, el portador de una terrible maldición que me asaltó cuando luchaba por nuestra bandera en tierras de Cuba.

Entonces, justo entonces, como si esos dioses en los que Gabriel Ortueño Gil no cree existieran realmente y hubieran decidido gastarle la peor y más temida broma macabra, se abre la puerta y cruza el umbral una mujer joven que sostiene contra su regazo al bebé lloriqueante, aunque por fortuna algo más tranquilo que un momento atrás. Se azora la muchacha cuando todas las cabezas giran hacia ella y, con el rostro asfixiado de rubor, musita una excusa en voz tan baja que sólo las espectadoras más próximas a ella la oyen decir que se dispone a bajar al pueblo.

– Ah, Leonor… -la pianista, dando un respiro al teclado, toma las riendas de la situación-. Estamos con nuestro poeta invitado, ya lo ves… ¿Te apetece unirte a nosotras o…? -y son esos puntos suspendidos en el aire una orden más o menos amable para que entre o se vaya, pero no interrumpa por más tiempo el acto.

Entendiéndolo así, y sin ánimos para rechistar frente a la autoritaria dama, la muchacha llamada Leonor, más ruborizada si cabe, da un paso atrás y tira de la manilla para cerrar la puerta de nuevo. Y es entonces cuando eleva la vista y la posa un instante sobre los ojos de Gabriel Ortueño Gil.

Es el fin, el principio.

Los dos se miran, los dos se ven… Gabriel, por pura intuición, cree identificar en la joven lo que más teme y lo que más anhela: una mujer que sea capaz de escucharle y entender su desdicha. Y por ello le paraliza el miedo. Traga saliva, arrastra los dedos por la mesa en busca de la jarra de agua sin dejar de mirar a Leonor. Un rubor intenso incendia la cara de la tímida muchacha, que permanece quieta con la mano libre sobre el pomo de la puerta, ajena a los carraspeos impacientes que la pianista lanza en dirección a ella, y por ese simple sofoco facial se permite Gabriel elucubrar que Leonor también está sintiendo por él algo parecido a lo más temido y lo más anhelado: ¿qué será en su caso? El horror de Cuba desmoronó muchos de los pilares del hombre que antes de vivir aquello era Gabriel, pero no llegó a arrebatarle la capacidad de interpretar los rostros, y en ese instante cortísimo e infinito cree entender que esa mujer hermosa y tierna, que sostiene con amor al bebé ya plácidamente adormilado, vive injustamente arrasada por la infelicidad y la pena, y necesita un abrazo de amor sincero, protector e interminable. En los viejos tiempos ya olvidados, él, nada más terminar el recital, se las habría ingeniado para ofrecerle a solas ese abrazo, como tantas veces hizo con otras, pero lo que ahora le arrebata y conmueve es otra convicción: la revelación, nunca sentida antes con mujer alguna, de que esta desconocida sabría escucharle, entenderle. Y por tanto, podría ayudarle y darle una esperanza de salvación.

Leonor comienza a cerrar la puerta despacio, muy despacio, como si no quisiera molestar a sus conocidas con el levísimo chirrido de los goznes, pero también como si buscara disfrutar durante otra décima de segundo de esos ojos verdes que el narrador de historias de amor, febril de pronto en su respiración agitada, clava suplicante sobre ella. La puerta se angosta más y más, terrible milímetro a terrible milímetro, pero Gabriel siente que las miradas de ambos están unidas para siempre, y nada las podrá ya separar. ¿Sentirá ella lo mismo? ¿Lo estará sintiendo en este instante?

Se cierra al fin la rendija, y el poeta debe apoyarse sobre la mesa para no desfallecer. Su mano reanuda el movimiento hacia la jarra de agua y se apaña entre temblores para llenar un vaso que, aunque no tiene sed, apura de un trago: ese instante le permite, recurriendo a toda su experiencia y sangre fría, fingir que ha logrado recomponerse. Más o menos dueño otra vez de sí, sonríe a su audiencia antes de repetir, a modo de recordatorio, sus últimas palabras:

– Todo el amor y toda la muerte… Una odisea cuyo final todavía no se ha producido, aunque podría muy bien estar acechándome en este instante, mientras os hablo…

Y, para reavivar la atmósfera romántica, gira de nuevo la vista hacia el gran ventanal.

Entonces un carruaje negro tirado por robustos corceles atraviesa el jardín camino de la reja de entrada. La propia velocidad lo sacude a un lado y a otro como si buscara volcar en cada giro de las ruedas. El mayoral sobre el pescante, de negro y embozado el rostro, espolea a los caballos con el látigo y las bestias, por el dolor o la cólera, parecen adquirir alas. ¿Y en el interior de esa diligencia infernal, se horroriza Gabriel, viajan el ángel femenino y su bebé? ¿Qué odioso demonio los ha secuestrado?

El poeta, sin respuesta posible, vuelve la vista hacia el mar y respira hondo, retornando desde el deslumbramiento hacia su lúgubre realidad… Ahí mismo, a los pies del acantilado, la gran superficie azul luce serena e inmaculadamente lisa, pero el poeta sabe que la maldición que vive bajo esas aguas, la vengativa muchacha transparente, se revuelve ya por la intromisión de Leonor en la vida de Gabriel.