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La mujer yace boca arriba en la playa, sobre la frontera de espuma en ebullición que se arrastra impetuosa entre el mar y la orilla.
Permanece inmóvil, indiferente al frío oleaje que una y otra vez se lanza contra su carne, muslos arriba, y golpea su sexo como un tenaz amante líquido, fogoso a pesar de carecer de corporeidad. Parece desnuda, aunque la distancia impide precisarlo, y sin duda no es una bañista melancólica a solas con sus reflexiones: los brazos retorcidos parecen los miembros quebrados de una marioneta abandonada, y en la esencia de su dejadez podría estar reflejándose la muerte.
¿Y si no está muerta?
Bastian desvía un instante la vista del cuerpo tumbado a lo lejos y, temeroso como siempre de los espías que jamás han llegado a mostrarse, mira a un lado y a otro hasta comprobar que se halla solo al borde de la línea abrupta que corta el acantilado sobre la playa desierta. Solos él y el lejano cuerpo desnudo de la orilla.
¿Y si fuera el fantasma de Vera? Vera viva en el otro lado de la muerte, emboscada en el cuerpo de esta mujer que podría estar desnuda y podría estar muerta, la repetición en clave necrológica del juego que improvisó estando viva cuando, cuatro años atrás, envió al móvil de un Sebastián Díaz incapaz todavía de imaginar que enseguida se obcecaría en morir y renacer en otro, aquel sms que desafió a su pudor de joven educado en colegio de curas: «Estoy en la playa, tumbada en la orilla. El sol me recorre. Las olas me entran en el coño. Acabo de mearme y casi me corro al hacerlo. Ahora voy a masturbarme. Date prisa o te lo perderás». El parpadeo en la pantalla del teléfono fue un anzuelo invisible que atravesó el aire hasta el salón donde se encontraba Sebastián, se le clavó en el sexo y tiró de él forzándolo a salir del caserón, atravesar el jardín, correr hacia el mismo punto del borde del acantilado desde el que ahora observa Bastian el cuerpo lejano de otra mujer para, desde allí, avistar sobre la playa desierta el cuerpo dorado de Vera, con el sol entero reflejado en cada poro de la piel. Bajó atropelladamente, como vuelve a hacer en este instante, aunque el hilo que lo arrastre no sea como entonces el deseo primitivo y voraz, sino la incertidumbre por saber si, como parece por cuarta vez o quinta vez desde que ha llegado a Padrós, lo imposible puede en este lugar llegar a ser posible, palpable y auténtico, y esa mujer desnuda que parece muerta es de alguna manera Vera retornada de la muerte. Por mucho tiempo que haya fluido, él sigue corriendo de mujer muerta a mujer muerta, de la muerta del presente, que podría no estar muerta, a la muerta del pasado, que tras la ciega que vio en el restaurante también podría no estar muerta. Al fin y al cabo, nunca vio muerta a Vera. Sólo supe que lo estabas. Sólo creí que lo estabas.
Viva: una imposibilidad demoníaca y anhelada por la cual, aunque no lo desee, aunque lo odie, nota cómo se le reactiva la sangre, tanto tiempo apagada. Desearte. ¿Será ésa todavía mi maldición? Alguien que mirase desde otro punto del acantilado con prismáticos vería a un hombre correr en ayuda de una mujer caída. Pero él sabe que corre por sentir que repite la carrera de hace cuatro años hacia la plenitud al alcance de la mano, no para auxiliar a la mujer de la arena, sea quien sea, sino porque se está permitiendo fantasear, puede que patológicamente, con la idea de que el tiempo ha vuelto atrás, al día soleado y feliz en que, como golpeado por un rayo, se detuvo a cinco o seis metros de Vera, que se masturbaba sobre la arena y con golpes secos de pelvis recibía entre gritos de loca moribunda el impacto de cada vertiginoso ascenso de corriente salada contra su sexo abierto. El mar entero parecía pugnar consigo mismo por hacerse un hueco dentro de ella, y el oleaje que la rebasaba volvía atrás furibundo y febril, atropellándose a sí mismo, para buscar en el nuevo ascenso otra oportunidad de penetrarla entre espumarajos feroces. Bastian recuerda que Sebastián gritó, o que resopló con animalidad tal que pareció gritar, y Vera supo por ello que el chasquido de sus dedos en forma de sms había apresurado hacia ella al jubiloso perrito domesticado. Cuánto se aborrece Bastian al recordarlo, cuánto daría por vivirlo otra vez. Por eso y no por otra cosa corre hacia la mujer desnuda, aunque sepa que apenas llegue hasta ella comprobará que sus rasgos no son los de Vera, y entonces la fantasía devolverá su legítimo espacio a la realidad. Tendrá que socorrerla en vez de quitarse la ropa como se la quitó entonces, despectivo de cualquier mirada indiscreta que pudiera ver cómo se acercaba desnudo y erecto al cuerpo encabritado de placer sobre las olas. Se arrodillará junto a la desconocida vestido, solícito y auxiliador para verificar si respira, en vez de avanzar de rodillas y estupefacto de fascinación ante la hembra capaz de follar con el océano, con el mundo, con el universo, con Dios si hubiera existido. Vera tanteó por la arena con la zurda, buscándolo sin dejar de masturbarse con la diestra. Ciñó el miembro tieso no para excitarlo, sino para poseerlo y sentirse su dueña, para acercar un poco más hacia ella el cuerpo masculino que, apenas le perteneciese sin remedio, la obedecería a ciegas en el plan criminal que sin duda tenía ultimado ya. Él se aproximó disputándole el hueco al oleaje, y antes de entrar en ella se demoró en acariciar con el miembro y con la mirada el contorno hecho zumo de sus labios vaginales, sintiéndose invicto sobre el mar. La penetró, cruzó otra vez la puerta abierta a miles de puertas abiertas a miles de puertas abiertas a miles de puertas, el cielo y lo que hubiera más allá de sus confines, contenido en la precisa eternidad húmeda de esa vagina irrenunciable y por tanto invencible. Vera tensó el vientre hacia el cielo con los pies y manos asentados sobre la arena en curvatura a medias imposible, obligándolo a ponerse en pie para intentar permanecer dentro, a su merced, luchando contra sus inhumanas sacudidas. Chilló, chillaron. Un grito único, interminable, que ni concluía ni parecía que fuese a dejar de amplificarse jamás, casi inverosímil, casi aterrador, Dios y sus demonios interiores corriéndose una y otra vez, hasta quedar extenuado y escindirse en dos cuerpos, los de ellos, que se dejaron caer boca arriba sobre la arena, exhibiendo ante el sol la luminosidad de sus plenitudes saciadas. El gemido entrecortado de Vera, alargado como el estertor de una agonía feliz, y su mano buscando la de él en la arena le trajeron de vuelta a la realidad. Se mediaba ya su hora número sesenta y uno. Bastian ha sido capaz de señalarlo con absoluta precisión porque fue uno de los momentos cruciales en la vida del condenado Sebastián. Porque fue entonces cuando ella susurró:
«Necesito tu ayuda…».
Era la muerte, que ya venía.
«Lo que tú quieras, Vera. Lo que necesites».
De pronto titubeante, Vera tragó saliva como una actriz experimentada que interpreta a una niña presa de la angustia, la cara modosamente apoyada sobre el pecho de él, su entrenado oído interpretando si los latidos del pecho masculino señalaban ya el adecuado grado irreversible de sumisión.
«¿Ves las torres de apartamentos? La primera de las dos, el ático de este lado, la terraza que se ve desde el caserón…».
Sebastián continuó escuchando en silencio, pero Bastian recuerda que le costaba disimular su alegría ante la oportunidad de ayudar a la mujer adorada. Tampoco ha olvidado cómo la siguiente frase de Vera le provocó inquietud física, tal vez porque contenía, y así lo intuyó su inconsciente, una premonición exacta del futuro que le aguardaba.
«¿Has conocido alguna vez a alguien de quien puedas decir que es muy peligroso? Pues mañana llegará a Padrós un hombre que lo es. Se llama Humberto. Y necesito que me ayudes contra él».
Sebastián asintió, aunque fue un asentimiento puramente mecánico, en realidad una mentira. ¿Cómo iba él, un hombre mediocre, de vida tranquila y absolutamente convencional, plantearse en serio, por mucha pasión que sintiese, inmiscuirse en lo que pronto se reveló como una inminente guerra entre delincuentes armados? El peligro, que como un aura rodeaba la vida de Vera, añadía inconcretas dosis de excitación a su idilio, pero, por supuesto, ya se encargaría él de permanecer fuera cuando los hechos se desencadenasen.
«¿Cómo pude engañarme de esa manera, equivocarme así?», se pregunta Bastian, y para apartar de su mente esa primera vez que oyó hablar de Humberto, el hombre del que lleva cuatro años huyendo, se revuelve resueltamente hacia el presente, que lo ha traído hasta la playa junto a una desconocida desnuda. Olvidar es esconderse, y a veces tal claudicación resulta asumible.
Una respiración ínfima, tal vez de umbrales de muerte, agita el pecho de la desconocida, y viene a recordarle que, puesto que ha corrido hasta aquí, debe tomar alguna iniciativa aunque no fuera auxiliarla el motivo prioritario de su carrera. La observa, más tranquilo al comprobar que ese hilillo de aire que absorbe su boca es regular pese a la debilidad. La mujer debe de tener cuarenta y muchos años, tal vez alguno más de cincuenta. Tiene el rostro alargado, de líneas nítidas y belleza entristecida por alguna desdicha originada mucho antes de este desmayo, y un cuerpo atlético, con piernas fuertes y vientre liso. La piel se ve muy pálida, como si hubiera empalidecido de golpe por algún dolor. Por algún resquicio pudoroso, Bastian pasa la vista sobre los pechos y el pubis sin detenerse en ellos. Las manos de la mujer, largas y elegantes, parecen suaves y se ven muy cuidadas, y ni en ellas ni en ningún otro lugar de su cuerpo lleva anillos, aretes o tatuajes. Completamente desnuda. Estrictamente desnuda.
Bastian, que aunque revive una obsesión no está loco, sabe muy bien que este encuentro no lo ha propiciado Vera desde el más allá, pero también sabe que las casualidades difícilmente existen, y por ello siente curiosidad por la procedencia de esta mujer que no muestra una sola seña de identidad sobre su desnudez. No se ve un coche cerca, ha tenido que venir caminando. ¿Podrían ser suyas aquellas prendas de ropa dispersas que vapulea el mar?
Entonces repara en la bola de papel empapado, tal vez una carta, que la mano femenina, incluso en su extravío de inconsciencia, aprieta en el interior de la palma cerrada. Ese despojo que el mar ha convertido en informe, probablemente arrebatándole además las palabras que la tinta hubiera fijado en él, es sin embargo la única posesión de esta náufraga del mundo, lo único que arropa su desvalimiento. ¿Y si en vez de haberse desvanecido en la orilla fuera el propio mar quien la ha traído hasta aquí, tal vez desde muy lejos?
Bastian apoya una mano sobre el hombro femenino. La carne está fría pero viva, la nota palpitar bajo el hielo de la piel, y la mujer respinga por ese contacto tibio que ha debido de resultarle grato. Bastian, incorporándose, tira de ella por las axilas hacia la arena seca. La mujer emite un quejido exhausto, como si quisiera dedicar sus últimas fuerzas a seguir fusionada con el mar, y acto seguido entreabre los ojos, logrando ver sólo a esa figura desenfocada que se arrodilla ante ella, y que podría ser la de un hombre: ¿Eloy?
– ¿Eres tú?… Estás vivo… -acierta a pronunciar entre dientes antes de retornar al refugio del desmayo.
Pero ha sido suficiente para que Bastian sienta un topetazo, como si de golpe el corazón se le hubiera parado o, mejor, comenzado a latir. Estás vivo… ¿Hay palabras que puedan impactar más intensamente a un muerto? Bastian experimenta una inesperada oleada de ternura que le lleva a quitarse la gabardina y cubrir con ella a la mujer, a la que de pronto ha visto frágil además de desnuda. Como si el cuerpo mudo hubiera sido capaz de transmitirle la enorme importancia que tiene la piltrafa de papel mojado, Bastian rescata esos restos de entre los dedos de la náufraga y los pone meticulosamente a salvo en la palma de su propia mano. Luego pasa un brazo bajo los muslos ateridos, a la altura de las rodillas, y el otro a media espalda, mientras le viene a la cabeza la otra frase que dijo, la primera: Eres tú… La alza y, ya sin pérdida de tiempo, comprometido con la mujer a la que de una forma u otra acaba de salvar de algo que todavía ignora, va todo lo aprisa que puede hacia el coche. ¿Con quién me habrá confundido?
Es insólitamente ligera, no le cuesta cargarla. Tal vez, se le ocurre, el mar se ha llevado su ser y ha dejado sólo el cuerpo vacío. Tal vez lo que pesa de nosotros es el ser. La deposita con dulzura sobre el asiento trasero. Después se apresura a encender el motor y la calefacción, colocando frente al conducto de salida del aire tibio la bola de papel como si fuera un ser vivo que pudiera morir de frío. El chaparrón, renovado de pronto y otra vez poderoso, comienza a batir el techo del coche sobre su cabeza, pero ya se encuentran a cubierto. Bastian, antes de partir, mira hacia la playa. Sobre la orilla, los bregados guiñapos retorcidos que tal vez fueron la ropa de la mujer van y vienen en poder del vaivén caprichoso de la espuma, a merced por completo del furioso castigo de la lluvia. Un impulso absurdo le hace correr a toda prisa hacia la playa para recoger las prendas de ropa chorreante y las zapatillas empapadas, que rescata y lleva hasta el coche en brazos, apretándolas estrechamente contra su cuerpo como si protegiera así alguna esencia crucial de la mujer. Entra al coche jadeando, él mismo calado, y arroja las ropas que ha salvado del mar sobre el asiento del copiloto. El vaquero y la camiseta de la mujer están inservibles, como las zapatillas. ¿Por qué he vuelto a por ellas? Cae entonces en la cuenta de que ayudar a la mujer es el primer acto que ha realizado en cuatro años cuya motivación ha ido más allá de la propia supervivencia.