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Al cabo de ese tiempo, encendió la linterna, teniendo cuidado de iluminar apenas el suelo que tenía delante, y vio que, entre los muebles apiñados a un lado y a otro, se había dejado un corredor que iba hasta la puerta. Se inquietó al pensar que tal vez estuviese cerrada con llave, en ese caso tendría que derrumbarla sin los utensilios adecuados y con el consecuente e inevitable ruido. Fuera continuaba lloviendo, el vecindario debía de dormir, pero no podemos fiarnos mucho de eso, hay personas con un sueño tan leve que incluso el zumbido de un mosquito basta para despertarlas, después se levantan, van a la cocina a beber un vaso de agua, miran casualmente hacia fuera y ven un agujero rectangular negro en la pared del colegio, tal vez comenten, Qué poco cuidado tienen los de la escuela, con un tiempo como éste dejan la ventana abierta, o, Si no recuerdo mal, aquella ventana estaba cerrada, habrá sido la fuerza del viento, nadie va a pensar que puede entrar un ladrón dentro, además errarían radicalmente, porque don José, lo recuerdo una vez más, no vino a robar. Ahora se le acaba de ocurrir que debería cerrar la ventana para que desde fuera no se aperciban de la efracción, pero tiene dudas, se preguntan si no será mejor dejarla como está, Pensarán que fue el viento o la falta de celo de algún empleado, si la cerrase se notaría inmediatamente la rotura del cristal, tanto más que los vidrios de la ventana son opacos, casi blancos. Confiado en que el resto del mundo use el espíritu que tiene de una manera tan deductiva como la suya propia, don José decidió dejar abierta la ventana y luego se puso a gatear por entre los muebles hasta alcanzar la puerta. Que no estaba cerrada con llave. Respiró aliviado, a partir de aquí no debería haber más obstáculos.
Necesitaba ahora un sillón confortable, un sofá aún sería mejor, para pasar descansando el resto de la noche, si los nervios lo consintieran hasta podría dormir. Como un jugador de ajedrez experimentado, había calculado los lances, en realidad no es muy difícil, cuando se está bastante seguro de las causas objetivas inmediatas, avanzar prospectivamente por el abanico de los efectos probables y posibles y de su transformación en causas, todo generando en sucesión efectos causas efectos y causas efectos causas, hasta el infinito, pero ya sabemos que el caso de don José no irá tan lejos. A los prudentes les habrá parecido una insensatez que el escribiente se meta así en la boca del lobo, y ahora, como si fuese pequeña la osadía, se quiera quedar tranquilamente durante lo que todavía falta de noche y todo el día de mañana, con el riesgo de que lo sorprenda en flagrante delito alguien más deductivo que él en materia de ventanas abiertas. Reconózcase, sin embargo, que mayor insensatez habría sido andar de aula en aula encendiendo luces. Juntar ventana abierta y luz encendida, cuando se sabe que están ausentes los legítimos usuarios de una casa o de un colegio, es operación mental al alcance de cualquier persona por poco desconfiada que sea, en general se llama a la policía.
Don José sentía dolores por todo el cuerpo, debía de tener las rodillas desolladas, quizá sangrando, la incomodidad que le producía la rozadura de los pantalones no decía otra cosa, además estaba mojado y sucio de la cabeza a los pies. Se quitó la gabardina, que chorreaba, pensó, Si hubiese por aquí una división interior, podría encender la luz, y un cuarto de baño, un cuarto de baño donde pueda lavarme al menos las manos. Palpando el camino, abriendo y cerrando puertas, encontró lo que buscaba, primero una pequeña división sin ventana, con estanterías donde se guardaba material escolar y de escritorio, lápices, cuadernos, hojas sueltas, bolígrafos, gomas de borrar, frascos de tinta, reglas, escuadras, cartabones, estuches de dibujo, tubos de pegamento, cajitas de grapas, y más que no llegó a ver.
Con la luz encendida pudo examinar por fin los estragos causados por la aventura. Las heridas de las rodillas no parecían tan malas como había supuesto, los rasguños eran superficiales, aunque dolorosos. A la luz del día, cuando ya no tuviera que encender luces, buscaría lo que en todas las escuelas se encuentra, el armario blanco de los primeros auxilios, el desinfectante, el alcohol, el agua oxigenada, el algodón, la venda, la gasa, el esparadrapo, ni tanto sería preciso. A la gabardina esos remedios no la podrán ayudar, su mal es la porquería, es la manteca de cerdo que impregna el tejido, A lo mejor con alcohol consigo quitarle lo más gordo, pensó don José. Después buscó un cuarto de baño, y tuvo suerte, no necesitó andar mucho para encontrar uno que, a juzgar por el arreglo y la limpieza, sería el que utilizaban los profesores. La ventana que daba también a la parte trasera de la escuela, además de los cristales opacos, obviamente más necesarios aquí que en el trastero por donde había entrado, tenía contraventanas de madera, gracias a las cuales don José pudo por fin encender la luz y lavarse mirando lo que hacía. Después, robustecidas las fuerzas y más o menos aseado, se procuró un sitio para dormir. Aunque en sus tiempos de estudiante no pasó por un colegio así, con este aparato y estas dimensiones, sabía que todas las escuelas tienen un director, que todos los directores tienen un despacho, que todos los despachos tienen un sofá, precisamente aquello que el cuerpo le pedía. Continuó pues abriendo y cerrando puertas, miró dentro de las aulas, a las que la difusa luz exterior confería un aire fantasmagórico, donde los pupitres de los alumnos parecían túmulos alineados, donde la mesa del profesor era como un sombrío espacio de sacrificio, y la pizarra negra el lugar donde se llevaban las cuentas de todos. Vio suspendidos de las paredes, como si fuesen las manchas confusas que el tiempo va dejando tras de sí en la piel de los seres y de las cosas, los mapas del cielo, del mundo y de los países, las cartas hidrográficas y orográficas del ser humano, la canalización de la sangre, el tránsito digestivo, la ordenación de los músculos, la comunicación de los nervios, el armazón de los huesos, el fuelle de los pulmones, el laberinto del cerebro, el corte del ojo, el enredo de los sexos. Las aulas se sucedían unas a otras a lo largo de los pasillos que daban la vuelta al colegio, se respiraba por todas partes el olor de la tiza, casi tan antiguo como el de los cuerpos, hay quien dice que Dios antes de amasar el barro con que después fabricó al hombre y la mujer, comenzó dibujándolos con una tiza en la superficie de la primera noche, de ahí nos vino la única certeza que tenemos, la de que fuimos, somos y seremos polvo, y que en una noche tan profunda como aquélla nos perderemos. En algunos sitios la oscuridad era espesa, completa, como si la hubiesen envuelto en paños negros, pero en otros flotaba una reverberación oscilante de acuario, una fosforescencia, una luminosidad azulada que no podía venir de la luz de las farolas de la calle o, si de ellas venía, al atravesar los cristales se transfiguraba. Acordándose de la pálida luz eternamente suspendida sobre la mesa del conservador, que las tinieblas rodeaban y parecían estar a punto de devorar, don José murmuró, La Conservaduría General es diferente, después añadió, como si necesitase responderse a sí mismo, Probablemente, cuanto mayor es la diferencia, mayor será la igualdad, y cuanto mayor es la igualdad, mayor la diferencia será, en aquel momento todavía no sabía hasta qué punto la razón le asistía.
En este piso sólo había aulas, el despacho del director estaría seguramente en el de arriba, apartado de las voces, de los ruidos incómodos, del tumulto de la entrada y salida de las clases. La escalera de acceso tenía en lo alto una claraboya, al subir se ascendía progresivamente de la oscuridad a la luz, lo que, en estas circunstancias, no tiene otro significado que prosaicamente alcanzar a ver dónde ponemos los pies. Quiso la casualidad de la nueva búsqueda que antes de encontrar el despacho del director, don José entrase en la secretaría del colegio, una sala con tres ventanas que daban a la calle. El mobiliario era el habitual en lugares de esta naturaleza, había unas cuantas mesas, un número igual de sillas, armarios, archivos, ficheros, el corazón de don José se sobresaltó al verlos, era esto lo que buscaba, fichas, boletines, registros, asentamientos, notas, la historia de la mujer desconocida en la época en que había sido niña y adolescente, suponiendo que después de éste no hubiera otros colegios en su vida.
Don José abrió un cajón del fichero al azar, pero la luz que llegaba de la calle no era bastante para que percibiese qué tipo de registro contenían las fichas. Tengo mucho tiempo, pensó don José, ahora lo que necesito es dormir. Salió de la secretaria y dos puertas adelante dio finalmente con el despacho del director. Comparado con la austeridad de la Conservaduría General, aquí no sería exagerado hablar de lujo. El suelo estaba enmoquetado, la ventana tenía unas cortinas de tela gruesa, ahora corridas, la mesa, de estilo anticuado, era amplia, el sillón de piel negra, moderno, todo esto lo supo don José porque al abrir la puerta y encontrarse con una oscuridad total, no tuvo dudas en encender primero la linterna, y, a continuación, la lámpara del techo. Una vez que, estando dentro, no veía luz de fuera, alguien que estuviera fuera tampoco vería luz de entro. El sillón del director era cómodo, podría dormir allí, pero mucho mejor sería el largo y profundo sofá de tres plazas que parecía abrirle cariñosamente los brazos, para acogerlo en ellos y reconfortar el fatigado cuerpo. Don José miró el reloj, faltaban pocos minutos para las tres. Viendo lo tarde que era, no se había dado cuenta del paso del tiempo, se sintió repentinamente muy cansado, No aguanto más, pensó, y sin poderse contener, de pura extenuación nerviosa, comenzó a sollozar, luego fue un llanto desatado, casi convulsivo, allí, de pie, como si hubiese vuelto a ser, en otra escuela, el muchachito de las primeras clases que cometió una travesura y fue llamado por el director para recibir el merecido castigo. Tiró la gabardina mojada al suelo, se sacó el pañuelo del bolsillo de los pantalones y se lo llevó a los ojos, pero el pañuelo estaba tan mojado como el resto, toda su persona, desde la cabeza hasta los pies, se daba cuenta ahora, era como si estuviese rezumando agua, como si todo él no fuese más que una bayeta retorcida, sucio el cuerpo, dolorido el espíritu, pero no quiso responder, tuvo miedo de que el motivo que lo había traído a este lugar, puesto así al descubierto, le pareciese absurdo, disparatado, cosa de loco. Un estremecimiento lo sacudió repentinamente, A que me he constipado, dijo en voz alta, tras estornudar dos veces, y después, mientras se sonaba, se encontró recordando, por los caminos caprichosos de un pensamiento que va a donde quiere sin dar explicaciones, aquellos actores de cine que siempre están cayéndose al agua vestidos o aparecen chorreando por el diluvio, y nunca pillan una neumonía, ni un simple resfriado, como en la vida real acontece todos los días, lo que hacen, como mucho, es envolverse en una manta sobre la ropa mojada, idea que sería del todo estúpida si no supiésemos que la filmación se interrumpirá para que el actor se recoja en el camerino, tome un baño caliente y vista albornoz con monograma. Don José comenzó descalzándose los zapatos, después se quitó la chaqueta y la camisa, se sacó los pantalones, que colgó en una percha de pie que se encontraba en un rincón, ahora sólo faltaba que se pudiese tapar con la manta de la película, accesorio difícil de encontrar en el despacho de un director de colegio, salvo si el director fuera una persona de edad, de esas a quienes se les enfrían los pies cuando están mucho tiempo sentadas. El espíritu deductivo de don José lo condujo, una vez más, a la conclusión cierta, la manta estaba cuidadosamente doblada sobre el respaldo del sillón. No era grande, no llegaba para cubrirlo por completo, pero sería mejor que tener que pasar toda la noche a cuerpo. Don José apagó la luz del techo, se guió con la linterna y, suspirando, se tendió en el sofá, para luego encogerse de modo que cupiera todo debajo de la manta.
Seguía temblando, la ropa interior que había conservado en el cuerpo estaba húmeda, probablemente sería del sudor, del esfuerzo, la lluvia no podía haber penetrado tanto. Se sentó en el sofá, se despojó de la camiseta y de los calzoncillos, se quitó los calcetines, después se envolvió en la manta como si quisiera hacer de ella una segunda piel y, enrollándose como una cochinilla, se sumió en la oscuridad del despacho, esperando que un poco de misericordioso calor lo transportase a la misericordia del sueño.
Tardó uno, tardó el otro, alejados por un pensamiento que no quería írsele de la cabeza, Y si viene alguien y me encuentra en este estado, quería decir desnudo, llamaría a la policía, le pondrían esposas, le preguntarían el nombre, la edad y la profesión, primero vendría el director del colegio, después aparecería el jefe de la Conservaduría General, y entre los dos mirándolo con severa condena, Qué hace aquí, preguntarían, y él no tendría voz para responder, no podría explicarles que anda buscando a una mujer desconocida, lo más seguro era que se partieran de risa, y después volverían a preguntar, Qué hace aquí, y no pararían de preguntar hasta que él confesase todo, la prueba está en que siguieron repitiéndola en el sueño cuando, finalmente, con la mañana llegando al mundo, don José pudo abandonar la extenuante vigilia, o ella lo abandonó a él.
Se despertó tarde, soñando que estaba otra vez en el alpende, con la lluvia cayéndole encima con un estruendo de catarata, y que la mujer desconocida, en pose de una actriz de cine de su colección, sentada en el pretil de la ventana y con la manta del director doblada en el regazo, esperaba que él acabase de subir, al mismo tiempo que le decía, Hubiera sido mejor que llamaras a la puerta principal, a lo que él, jadeando, respondía, No sabía que estabas aquí, y ella, Estoy siempre, nunca salgo, después parecía que iba a asomarse para ayudarlo a subir, pero de repente desapareció, el alpende desapareció con ella, sólo se quedó la lluvia, cayendo, cayendo sin parar sobre la silla del jefe de la Conservaduría General, donde don José se vio a sí mismo sentado. Le dolía un poco la cabeza pero no parecía que el enfriamiento se hubiese agravado. Por entre los paños de las cortinas se colaba una lámina finísima de luz grisácea, eso significaba que, al contrario de lo que creyera, no estaban completamente corridas. Nadie debe de haberse dado cuenta, pensó, y tenía razón, deslumbrante hasta más no poder es la luz de las estrellas, y no sólo la mayor parte se pierde en el espacio, sino que una simple neblina basta para tapar a nuestros ojos la luz que sobró. Un vecino del otro lado de la calle, aunque hubiese mirado por la ventana para ver cómo estaba el tiempo, pensaría que era un destello de la propia lluvia aquel hilo luminoso que ondulaba entre las gotas que se deslizaban por la cristalera. Envuelto en la manta, don José apartó levemente las cortinas, era su vez de saber cómo estaba el tiempo. En aquel momento no llovía, pero el cielo se mostraba tapado por una única nube oscura, tan baja que parecía tocar los tejados, como una inmensa losa. Mejor así, pensó, cuanto menos gente vaya por la calle, mejor. Fue a palpar la ropa que se había quitado para comprobar si estaba ya en condiciones de ser vestida. La camisa, la camiseta, los calzoncillos y los calcetines estaban aceptablemente secos, los pantalones bastante menos, pero la chaqueta y la gabardina, ésas todavía tenían para muchas horas. Se puso todo menos los pantalones, para evitar el roce del tejido tieso por la humedad en las rodillas desolladas, y se encaminó hacia la enfermería. Por lógica, debería estar instalada en la planta baja, cerca del gimnasio y de los accidentes que le son propios, al lado del patio del recreo, donde en los intervalos de las clases, en juegos de mayor o menor grado de violencia, los alumnos desahogan las energías y sobre todo el tedio y la ansiedad provocadas por el estudio. Acertó. Después de lavar las heridas con agua oxigenada, se aplicó un desinfectante que olía a yodo y las vendó cuidadosamente con tal exageración de gasa y esparadrapos que parecía que llevaba unas rodilleras.
A pesar de eso, podía flexionar las articulaciones lo suficiente para caminar, se calzó los pantalones y se sintió otro hombre, aunque no tanto que lo hiciera olvidar el malestar generalizado de su pobre cuerpo. Tiene que haber por aquí alguna cosa contra este enfriamiento y este dolor de cabeza, pensó, y poco después, habiendo encontrado lo que necesitaba, ya estaba con dos comprimidos en el estómago.
No necesitó tomar precauciones para no ser visto desde fuera, ya que la ventana de la enfermería, como sería de esperar, tenía también los cristales opacos, pero a partir de ahora debería ser cauteloso en todos sus movimientos, nada de distracciones, evitar despegarse del fondo de las aulas, moverse a gatas en el caso de tener que acercarse a una ventana, comportarse, en fin, como si nunca hubiese hecho otra cosa en la vida que asaltar casas. Un ardor súbito en el estómago le recordó el error que había cometido al tomar los comprimidos sin la compañía de un poco de comida, aunque fuese una simple galleta, Muy bien, y dónde hay galletas aquí, se preguntó, percibiendo que tenía ahora un nuevo problema para resolver, el problema de la comida, tanto más que no podría salir del edificio antes de que fuera de noche, Y noche cerrada, precisó.
Aunque, como sabemos, se trata de persona fácil de contentar en cuestiones de alimentación, con algo tendría que adormecer el apetito hasta regresar a casa, si bien don José respondió a la necesidad con estas palabras estoicas, Un día no son días, no se muere por pasar unas horas sin comer.
Salió de la enfermería, y pese a que la secretaría, donde tendría que hacer sus pesquisas, estaba en el segundo piso, decidió, por mera curiosidad, dar una vuelta por las instalaciones de la planta baja. Encontró en seguida el gimnasio, con sus vestuarios, sus espalderas y otros aparatos, la barra, el plinto, las anillas, el potro, el trampolín, las colchonetas, en las escuelas de su tiempo no se veían estos perfeccionamientos atléticos, ni los habría deseado para sí, como había sido entonces y hoy continuaba, lo que generalmente se llama un enclenque.
El ardor del estómago se acentuaba, le subió a la boca una ola ácida que le picó la garganta, si al menos sirviese para aliviarle el dolor de cabeza, Y el enfriamiento, probablemente tengo fiebre, pensó en el momento en que abría una puerta más. Era, bendito sea el espíritu de curiosidad, el refectorio. Entonces al pensamiento de don José le crecieron alas, se precipitó velocísimo tras la comida, Si hay refectorio, hay cocina, si hay cocina, no necesito seguir pensando, la cocina estaba allí, con sus fuegos sus cazos y sartenes, sus platos y vasos, sus armarios y su enorme frigorífico. Hacia él se dirigió, la abrió de par en par, los alimentos aparecieron iluminados por un resplandor, una vez más sea alabado el dios de los curiosos, y también el de los asaltantes, en algunos casos no menos merecedor. Un cuarto de hora después, don José era definitivamente otro hombre, recompuesto de cuerpo y alma, con la ropa casi seca, las rodillas curadas, el estómago trabajándole con algo más alimenticio y consistente que dos amargos comprimidos contra el enfriamiento. Para la hora del almuerzo volvería a esta cocina, a este humanitario frigorífico, ahora se trataba de investigar en los ficheros de la secretaría, avanzar un paso más, ya sabría si largo, si corto, en la averiguación de las circunstancias de la vida de la desconocida mujer que hace treinta años, cuando era apenas una niña de ojos serios y flequillo rozándole las cejas, se sentara en aquel banco para comer su merienda de pan con membrillo, tal vez triste por culpa del borrón que dejó caer en la copia, tal vez feliz porque la madrina le había prometido una muñeca.
El rótulo del cajón era explícito, Alumnos por Orden Alfabético, otros cajones presentaban diferentes letreros, Alumnos de Primero, Alumnos de Segundo, Alumnos de Tercero y así sucesivamente hasta el último año de escolaridad. El espíritu profesional de don José apreció con agrado el sistema de archivo, organizado de modo que facilitase el acceso a las fichas de los alumnos por dos vías convergentes y complementarias, una general, la otra particular. Un cajón aparte contenía las fichas de los profesores, según se podía leer en el rótulo que exhibía, Profesores. Al verlo se pusieron en movimiento, inmediatamente, en el espíritu de don José, los engranajes de su eficaz mecanismo deductivo, Si, como es lógicamente presumible, pensó, los profesores que están en el cajón son los que prestan actualmente servicio, entonces las fichas de los estudiantes, por simple coherencia archivística, se referirán a la población escolar actual, además, cualquier persona vería que las fichas de los alumnos de treinta años electivos, esto haciendo las cuentas por lo bajo, nunca podrían caber en esta media docena de cajones, por muy fina que fuese la cartulina empleada. Sin ninguna esperanza, apenas para sosegar la conciencia, don José abrió el cajón donde, de acuerdo con el orden alfabético, debería encontrarse la ficha de la mujer desconocida. No estaba.
Cerró el cajón, miró alrededor, Tiene que haber otro fichero con las indicaciones de los antiguos alumnos, pensó, es imposible que las destruyan cuando llegan al final de la escolaridad, sería un atentado contra las reglas más elementales de la archivística. Si tal fichero existía, no se encontraba allí, nervioso, y a pesar de adivinar que la búsqueda sería inútil, abrió los armarios y los cajones de la mesa. Nada. La cabeza, como si no hubiese podido soportar la decepción, comenzó a dolerle más. Y ahora, José, se preguntó. Ahora a buscar, respondió. Salió de la secretaría, miró a un lado y a otro del largo pasillo.
Aquí no había clases, por tanto las divisiones de este piso, aparte del despacho del director, deberían tener otras aplicaciones, una de ellas, como vio en seguida, era una sala de profesores, otra servía de almacén de lo que parecía material escolar fuera de uso, y las dos restantes contenían, organizado en cajas en las grandes estanterías, algo que tenía todo el aspecto de ser el archivo histórico de la escuela. Exultó don José pero, ésa es la ventaja de quien tiene experiencia en su oficio o, desde el punto de vista de la esperanza acabada de perder, la penosa desventaja, pocos minutos bastaron para comprobar que tampoco allí se encontraba lo que deseaba, el archivo era meramente de tipo burocrático, estaban las cartas recibidas, estaban los duplicados de las cartas escritas, había estadísticas, mapas de frecuencia, gráficos de aprovechamiento, tomos de legislación.
Rebuscó una vez, dos veces, inútilmente. Desesperado, salió al pasillo, Tanto esfuerzo para nada, dijo, y después, una vez más, obligándose a obedecer a la lógica, Es imposible, las malditas fichas tienen que estar en algún lugar, si esta gente no ha destruido la correspondencia de tantos años, una correspondencia que ya no sirve para nada, menos destruiría las fichas de los alumnos, son documentos importantísimos para las biografías, no me extrañaría nada que por este colegio hubieran pasado algunos de los que tengo en mi colección. En otras circunstancias, quizá don José hubiese pensado que, así como se le ocurriera la idea de enriquecer sus recortes con las copias de las partidas de nacimiento, también sería interesante añadirles la documentación referente al grado y al aprovechamiento escolar. De cualquier modo, nunca pasaría de un sueño de realización imposible. Una cosa era tener los papeles de nacimiento a un palmo de distancia, en la Conservaduría General, otra cosa sería andar por la ciudad asaltando escuelas sólo para saber si fulana tuvo un cinco o un ocho en matemáticas de cuarto y si fulano era tan indisciplinario como se complacía declarando en las entrevistas. Y si para entrar en cada una de las escuelas iba a tener que sufrir tanto como había sufrido en ésta, mejor sería que se quedase en el remanso de su casa, resignado a conocer del mundo apenas aquello que las manos pueden alcanzar sin salir, palabras, imágenes, ilusiones.
Resuelto a acabar de una vez por todas, don José volvió a entrar en el archivo, Si la lógica todavía reina en este mundo las fichas tienen que estar aquí, dijo. Los estantes de la división primera, caja por caja, montón por montón, fueron pasados a peine fino, forma de expresar que debe de tener su origen en el tiempo en que las personas necesitaban peinarse con el susodicho objeto, también llamado lendrera, porque conseguía retener lo que el peine normal dejaba escapar, pero el intento resultó otra vez baldío, fichas no había. Esto es, las había, sí, metidas sin cuidado en una caja grande, pero sólo de los últimos cinco años. Convencido ahora de que las demás fichas, finalmente, habían sido destruidas, rasgadas, tiradas a la basura, si no quemadas, ya sin esperanza, con la indiferencia de quien se limita a cumplir una obligación inútil, don José entró en la división segunda. Sin embargo, sus ojos, si el verbo no es del todo impropio en esta oración, se apiadaron de él, por más que se intente no se encontrará otra explicación al hecho de ponerle delante, inmediatamente, aquella puerta estrecha entre dos estanterías, como si supiesen, desde el principio, que ella estaba allí. Creyó don José que había llegado al término de sus trabajos, a la coronación de sus esfuerzos, reconózcase, en verdad, que lo contrario sería una inadmisible crueldad del destino, alguna razón tendrá el pueblo para persistir en la afirmación, a pesar de las contrariedades de la vida, de que la mala suerte no siempre está escondida tras la puerta, aquí detrás por lo menos, como en los antiguos cuentos, debe de haber un tesoro, aunque para llegar a él sea necesario combatir al dragón. Éste no tiene las fauces babeantes de furia no lanza humo y fuego por las narices, no despide rugidos como temblores de tierra, es simplemente una oscuridad quieta a la espera, espesa y silenciosa como el fondo del mar, hay personas con fama de valientes que no tendrían el coraje de pasar de aquí, algunas incluso huirían en seguida, despavoridas, con miedo de que el inmundo bicho les lanzase las garras a la garganta. No siendo persona que se pueda apuntar como ejemplo o modelo de bravura, don José, después de los años de Conservaduría General acumulados, adquirió un conocimiento de noche, sombra, oscuro y tiniebla, que acabó compensando su timidez natural y que ahora le permite, sin excesivo temor, extender el brazo a través del cuerpo del dragón buscando el interruptor eléctrico. Lo encontró, lo accionó, pero no se encendió ninguna luz. Arrastrando los pies para no tropezar, avanzó un poco hasta que se golpeó el tobillo de la pierna derecha en una arista dura. Se agachó para palpar el obstáculo y, al mismo tiempo que percibió que se trataba de un escalón metálico, sintió en el bolsillo el volumen de la linterna, de la que en medio de tantas y tan contrarias emociones, se había olvidado. Tenía delante una escalera de caracol que subía en dirección a una tiniebla aún más espesa que la del umbral de la puerta y que engulló el foco de luz antes de que pudiese mostrar el camino de arriba. La escalera no tiene pasamanos, justamente lo que menos le conviene a alguien que padece tanto de vértigo, en el quinto escalón, si consigue llegar, don José perderá la noción de la altura real a que se encuentra, sentirá que va a caer desamparado, y caerá. No fue así. Don José está siendo ridículo, pero no le importa, sólo él sabe hasta qué punto es absurdo y disparatado lo que está haciendo, nadie lo podrá ver arrastrándose escalera arriba como un lagarto todavía sin espabilar de la hibernación. Agarrado ansiosamente a los escalones, uno tras otro, el cuerpo intentando acompañar la curva helicoidal que parece no acabar nunca, las rodillas otra vez martirizadas. Cuando las manos de don José, por fin, tocaron el suelo liso de la buhardilla, las fuerzas de su cuerpo hacía mucho que habían perdido la batalla contra el espíritu asustado, por eso no pudo levantarse en seguida, se quedó extendido, así, de bruces, la camisa y la cara posadas en el polvo que cubría el suelo, las piernas colgando en las escaleras, por cuántos sufrimientos tienen que pasar las personas que salen de la tranquilidad de sus hogares para meterse en locas aventuras.
Al cabo de unos minutos, todavía echado de bruces, porque no estaba tan falto de sensatez como para cometer la imprudencia de ponerse en pie en medio de la oscuridad, con el riesgo de dar un paso en falso y caer desmadejadamente al abismo de donde viniera, don José, con esfuerzo, torciendo el cuerpo, consiguió sacar otra vez la linterna que había guardado en el bolsillo trasero de los pantalones. La encendió y paseó la luz por el suelo que tenía delante. Había papeles esparcidos, cajas de cartón, algunas reventadas, todo cubierto de polvo.
Unos metros más allá distinguió lo que le parecieron las patas de una silla. Subió ligeramente el foco, de hecho era una silla. Parecía en buen estado, el asiento, el respaldo, y sobre ella, pendiendo del bajo techo, había una bombilla sin pantalla, Como en la Conservaduría General, pensó don José. Dirigió el foco hacia las paredes de alrededor, le aparecieron bultos fugitivos de estantes que daban la vuelta a todo el compartimiento.
No eran altos, ni podían serlo debido a la inclinación del techo, y estaban sobrecargados de cajas y de montones informes de papeles. Dónde estará el interruptor de la luz, se preguntó don José, y la respuesta fue la que esperaba, Está abajo y no funciona, Sólo con esta linterna no creo que consiga encontrar las fichas, además presiento que la pila está en las últimas, Debías haber pensado en eso antes, tal vez hayan colocado aquí otro interruptor, Aunque así fuera, ya vimos que la bombilla está fundida, No lo sabemos, Se habría encendido si no estuviera fundida, La única cosa que sabemos es que accionamos el interruptor y la luz no se encendió, Ahí está, Puede significar otras cosas, Qué, Que abajo no haya bombilla, Entonces sigo teniendo razón, ésta de aquí está fundida, Nada nos dice que no existan dos interruptores y dos lámparas, una en la escalera y otra en la buhardilla, la de abajo está fundida, la de arriba todavía no lo sabemos, Puesto que has sido capaz de deducir eso, descubre el interruptor de ésta. Don José dejó la incómoda posición en que todavía se encontraba y se sentó en el suelo, Voy a salir de aquí con la ropa en un estado miserable, pensó, y apuntó el foco a la pared más próxima a la abertura de la escalera, Si existe, tiene que estar aquí. Lo descubrió en el preciso instante en que se aproximaba a la desalentadora conclusión de que el único interruptor era el de abajo. Al plantar casualmente la mano libre en el suelo para apoyarse mejor, la luz del techo se encendió, el interruptor, de ésos de botón, había sido instalado en el suelo de madera que quedara al alcance inmediato de quien subiese la escalera. La luz amarilla de la lámpara apenas alcanzaba la pared del fondo, en el pavimento no se veían señales de paso. Acordándose de las fichas que había visto en el piso de abajo, don José dijo en voz alta, Hace por lo menos seis años que nadie entra aquí.
Cuando el eco de las palabras se desvaneció, don José percibió que se había creado en el desván un gran silencio, como si el silencio que había antes alojase un silencio mayor, serían los bichos de la madera que habían interrumpido su actividad excavadora.
Del techo colgaban telarañas negras de polvo, las propietarias debieron de morir hace mucho tiempo por falta de comida, no hay aquí nada que pueda atraer a una mosca perdida, para colmo con la puerta de abajo cerrada, y las polillas del papel y los lepismas, tal como la carcoma en las vigas, no tenían ningún motivo para cambiar por el mundo exterior las galerías de celulosa donde vivían. Don José se levantó, inútilmente intentó sacudirse el polvo de los pantalones y de la camisa, la cara parecía la de un payaso extravagante, con una gran mancha en un solo lado. Se sentó en la silla, debajo de la lámpara, y comenzó a hablar consigo mismo. Razonemos, dijo, razonemos, si las fichas antiguas están aquí, y todo indica que sí, no es nada probable que las vaya a encontrar reunidas alumno por alumno, o sea, que las fichas de cada alumno están juntas de modo que se pueda seguir de una pasada toda su trayectoria escolar, lo más seguro es que la secretaria, al finalizar cada año lectivo, hiciese un paquete con todas las fichas correspondientes a ese año y las arrumbase aquí, no creo que se molestasen siquiera en guardarlas en cajas, o tal vez sí, ya veremos, espero, si así fue, que al menos escribieran por fuera el año al que corresponden, de una manera u otra será sólo cuestión de tiempo y paciencia. La conclusión no había añadido gran cosa a las premisas, desde el principio de su vida don José sabe que sólo necesita para usar la paciencia, desde el principio espera que a la paciencia no le falte el tiempo. Se levantó y, fiel a la regla de que en todas las operaciones de búsqueda lo mejor es comenzar siempre por una punta y avanzar con método y disciplina, atacó el trabajo por el extremo de una de las filas de estantes, resuelto a no dejar papel sobre papel sin verificar si, entre el de abajo y el de encima, otro papel estuviera escondido. Abrir una caja, desatar un mazo, cada movimiento que hacía levantaba una nube de polvo, hasta tal punto que, para no acabar asfixiado, tuvo que atarse el pañuelo sobre la nariz y la boca, un método preventivo que los escribientes debían seguir cada vez que iban al archivo de los muertos en la Conservaduría General. En pocos minutos se le pusieron las manos negras, el pañuelo perdió lo poco que le quedaba de blancura, don José se convirtió en un minero de carbón a la espera de encontrar en el fondo de la mina el carbono puro de un diamante.
La primera ficha apareció al cabo de media hora. La niña ya no usaba flequillo, pero los ojos, en esta fotografía sacada a los quince años, conservaban el mismo aire de gravedad dolorida. Cuidadosamente, don José la puso encima de la silla y continuó buscando. Trabajaba en una especie de sueño, minucioso, febril, bajo sus dedos se escapaban las polillas espantadas por la luz y, poco a poco, como si removiera los restos de un túmulo, el polvo se le agarraba a la piel tan fino que atravesaba la ropa. Al principio, cuando le aparecía un mazo de fichas iba inmediatamente a la que le interesaba, después comenzó a demorarse en nombres, en imágenes, por nada, sólo porque estaban allí y nadie más volvería a entrar en esta buhardilla, para apartar el polvo que las cubría, centenas, millares de rostros de muchachos y muchachas, mirando de frente al objetivo, el otro lado del mundo, a la espera no sabían de qué. En la Conservaduría General no era así, en la Conservaduría General sólo existían palabras, en la Conservaduría General no se podía ver cómo habían cambiado las caras, cuando lo más importante era precisamente eso, lo que el tiempo hace mudar, y no el nombre que nunca varía. Cuando el estómago de don José hizo señales, estaban sobre la silla siete fichas, dos de ellas con retratos iguales, la madre debió de decirle, Lleva ésta del año pasado, no necesitas ir al fotógrafo, y ella llevó el retrato, con pena de no tener ese año una fotografía nueva.
Antes de bajar a la cocina, don José entró en el cuarto de baño del director para lavarse las manos, se quedó asombrado cuando se vio en el espejo, no imaginaba que pudiera tener la cara en aquel estado, sucísima, surcada de regueros de sudor, No parezco yo, pensó, y probablemente nunca lo había sido tanto. Cuando acabó de comer, subió a la buhardilla tan aprisa como las rodillas le permitieron, se le ocurrió que si faltase la luz, posibilidad a tener en cuenta con estas lluvias, no podría terminar la búsqueda.
Suponiendo que no hubiese repetido ningún curso, sólo le restaba encontrar cinco fichas, y si se quedase a oscuras, su esfuerzo, en parte, se habría perdido, ya que no podría volver a entrar en la escuela. Absorto en el trabajo se olvidó del dolor de cabeza, del enfriamiento, y ahora notaba que estaba peor. Volvió a bajar para tomar otros dos comprimidos, subió sacando fuerzas de flaqueza, y retomó el trabajo. La tarde se aproximaba a su fin cuando encontró la última ficha. Apagó la luz de la buhardilla, cerró la puerta y, como un sonámbulo, se enfundó la chaqueta y la gabardina, limpió lo mejor que pudo las señales de su paso y se sentó a esperar la noche.
A la mañana siguiente, apenas la Conservaduría General había comenzado su actividad, ya sentados los funcionarios en sus lugares, don José entreabrió la puerta de comunicación e hizo pst pst para llamar la atención del colega escribiente que se encontraba más cerca. El hombre giró la cabeza y vio una cara congestionada, de ojos parpadeantes, Qué desea, preguntó en voz baja para no perturbar el quehacer, pero dejando asomar en las palabras un tono de recriminación irónica, como si el escándalo de la falta sólo viniese a dar la razón a quien el retraso ya había escandalizado, Estoy enfermo, dijo don José, no puedo ir a trabajar. El colega se levantó contrariado, dio tres pasos en dirección al oficial de su sección, y lo informó, Disculpe, señor, ahí está don José diciendo que se encuentra enfermo. A su vez, el oficial se levantó, dio cuatro pasos en dirección al subdirector respectivo y lo informó, Disculpe, señor, ahí está el escribiente don José diciendo que se encuentra enfermo. Antes de dar los cinco pasos que lo separaban de la mesa del conservador, el subdirector se acercó a averiguar la naturaleza de la enfermedad, Qué le aqueja, preguntó, estoy constipado, respondió don José, Un constipado nunca ha sido motivo para faltar al trabajo, Tengo fiebre, Cómo sabe que tiene fiebre, Usé el termómetro, Algunas décimas por encima de lo normal, No señor, estoy con treinta y nueve, Un simple resfriado nunca sube tanto, Entonces puedo tener gripe, O una neumonía, No sea agorero, Estoy sólo admitiendo una posibilidad, no agoro, Disculpe, era una manera de hablar, Y cómo ha llegado a ese estado, Creo que ha sido la lluvia que me cayó encima, Las imprudencias se pagan, Tiene razón, Enfermedades contraídas por causas ajenas al servicio no deberían considerarse, de hecho no estaba de servicio, Voy a ponerlo en conocimiento del jefe, Sí señor, No cierre la puerta, puede ser que le quiera dar algunas instrucciones, Sí señor. El conservador no dio instrucciones, se limitó a mirar por encima de las cabezas inclinadas de los funcionarios y a hacer un gesto con la mano, un gesto breve, como si despreciase el asunto por insignificante o como si retrasase para más tarde la atención que pretendía darle, a aquella distancia don José no sería capaz de distinguir la diferencia, suponiendo que sus ojos llorosos e inflamados consiguiesen darle alcance. De todos modos, se supone que amedrentado por la mirada, don José, sin darse cuenta de lo que hacía, abrió un poco más la puerta, mostrándose de cuerpo entero a la Conservaduría General, con una bata vieja sobre el pijama, los pies enfundados en unas zapatillas, el aire marchito de quien padece un brutal constipado, o una gripe maligna, o una bronconeumonía de las mortales, nunca se sabe, han sido tantas las veces en la vida que una pequeña brisa acabó en huracán devastador. El subdirector volvió para decirle que hoy o mañana sería visitado por el médico oficial, pero a continuación, oh maravilla, pronunció unas palabras que ningún funcionario inferior de la Conservaduría General, él u otro cualquiera, tuvo la felicidad de escuchar alguna vez, El jefe le desea que se mejore, y el propio subdirector no parecía creerse lo que estaba diciendo. Estupefacto, don José todavía tuvo entereza suficiente para mirar en dirección al conservador, con el fin de agradecerle el inesperado voto, pero él tenía la cabeza baja, como si estuviese aplicado en el trabajo aunque, conociendo nosotros las costumbres laborales de esta Conservaduría General, es más que dudoso. Despacio, don José cerró la puerta y, temblando de emoción y de fiebre, se metió en la cama.
No había recibido sólo aquella lluvia que le cayó encima mientras, resbalando del alpende, forcejeaba por entrar en el colegio. Cuando, llegada la noche, salió finalmente por la ventana y alcanzó la calle, no podía imaginar, pobre de él, lo que le esperaba. Las más penosas circunstancias de la escalada, pero sobre todo el polvo acumulado en los archivos de la buhardilla, lo habían dejado, desde la cabeza hasta los pies, en un estado de suciedad imposible de describir, con la cara y el pelo empastados de negro, las manos como cepillos renegridos, esto sin hablar de la ropa, la gabardina impregnada de manteca y hecha un harapo, los pantalones que parecía haber servido para la limpieza de una chimenea con siglos de hollín, cualquier vagabundo, incluso viviendo en la más extrema de las penurias, habría salido con más dignidad a la calle.
Cuando don José, dos manzanas más allá de la escuela, a esas alturas había dejado de llover, paró un taxi para regresar a casa, aconteció lo que tenía que acontecer, el conductor, viendo aquella figura negra surgida de repente de las entrañas de la noche, se asustó y aceleró, y ésta no fue la única vez, tres taxis a los que don José hizo después señal desaparecieron a la vuelta de la esquina como si los persiguiese el diablo. Se resignó don José a volver a casa andando, ni en un autobús se atrevía ahora a entrar, paciencia, será una fatiga más a unir a esta que apenas lo deja arrastrar los pies, pero lo peor fue que de ahí a poco la lluvia recomenzó y no paró durante todo el interminable camino, calles, plazas, avenidas, por una ciudad que era como si estuviera desierta, y aquel hombre solo, chorreando, sin que ni siquiera un paraguas que lo proteja de la lluvia más recia, se comprende por qué, nadie va con un paraguas a un asalto, es como en la guerra, podría resguardarse en el vano de una puerta y esperar una pausa del cielo, pero no vale la pena, más mojado de lo que ya está no es posible. Cuando don José llegó a casa, la única parte aceptablemente seca de su ropa era un bolsillo de la chaqueta, el interior del lado izquierdo, donde había metido las fichas escolares de la niña desconocida, vino todo el tiempo con la mano derecha sobre ellas, defendiéndolas de la lluvia, quien así lo viese pensaría, sobre todo con la cara de sufrimiento que llevaba, que tenía algo malo en el corazón. Tiritando, se desnudó del todo, preguntándose confusamente cómo iría a resolver el problema de la limpieza de aquella ropa amontonada en el suelo, no estaba provisto de trajes, zapatos, calcetines y camisas hasta el punto de poder enviar al tinte, de una sola vez, como si fuese persona de posibles, un conjunto completo, seguro que le faltará alguna de estas piezas cuando mañana tenga que vestirse con lo que le resta. Resolvió dejar la preocupación para después, ahora se trata de quitarse esta porquería del cuerpo, lo malo es que el calentador funciona defectuosamente, el agua tanto salía hirviendo como fría de congelarse, con sólo pensarlo se estremeció entero, después, como quien desea convencerse a sí mismo, murmuró, tal vez me haga bien al constipado, un chorro caliente, un chorro frío, eso dicen.
Entró en el cubículo que le servía de cuarto de baño, se miró en el espejo y comprendió el susto de los taxistas, en su lugar habría hecho igual, huir de este fantasma de órbitas hundidas y boca de la que escurre por las comisuras una especie de baba negra. El calentador no se portó mal esta vez, le lanzó dos zurriagazos fríos al principio, el resto fue reconfortantemente tibio, una rápida escaldadura de vez en cuando hasta ayudó a disolver la suciedad. Al salir del baño, don José se sentía reanimado, como nuevo, pero en cuanto se metió en la cama le volvieron los temblores, en ese momento abrió el cajón de la mesilla donde guardaba el termómetro, poco después decía, Treinta y nueve, si mañana sigo así, no podré ir a trabajar. Sea por efecto de la fiebre o de la fatiga, o de ambas, este pensamiento no le inquietó, no le pareció extraña la irregular idea de faltar al servicio, en este momento don José no parecía ser don José, o eran dos los don José que se encontraban tumbados en la cama, con la manta subida hasta la nariz, un don José que perdiera el sentido de las responsabilidades, otro don José para quien esto se había vuelto totalmente indiferente. Con la luz encendida, estuvo amodorrado durante unos minutos y luego despertó sobresaltado al soñar que abandonaba las fichas encima de la silla de la buhardilla, que deliberadamente las abandonaba, como si en toda su aventura no hubiese habido otra meta que buscarlas y encontrarlas. Y también soñó que alguien entraba en la buhardilla después de que él hubiese salido, que veía el montoncito de las trece fichas y preguntaba, Qué misterio es éste. Medio atontado, se levantó y fue a buscarlas, las había puesto sobre la mesa cuando vació los bolsillos de la chaqueta, y volvió a la cama.
Las fichas estaban sucias de huellas negras, algunas hasta mostraban con absoluta nitidez sus impresiones digitales, tendría que limpiarlas mañana para evitar cualquier intento de identificación, Qué estupidez, pensó, todo lo que tocamos se queda con las impresiones digitales, limpio éstas y dejo otras, la diferencia es que unas son visibles y otras no. Cerró los ojos y poco después volvió a entrar en estado de somnolencia, la mano, que apenas retenía las fichas, se aflojó sobre la colcha, algunas cayeron al suelo, allí estaban los retratos de una joven en diferentes edades, de niña a adolescente, abusivamente traídos hasta aquí, nadie tiene el derecho de apropiarse de retratos que no le pertenecen salvo si le son ofrecidos, llevar el retrato de una persona en el bolsillo es como llevar un poco de su alma. El sueño de don José, pero de éste no despertó, era ahora otro, se veía a sí mismo limpiando las impresiones digitales que había dejado en la escuela, las había por todas partes, en la ventana por donde entrara, en la enfermería, en secretaría, en el despacho del director, en el refectorio, en la cocina, en el archivo, de las de la buhardilla creyó que no valí la pena preocuparse, allí nadie entraría para después preguntar, Qué misterio es éste, lo malo es que las manos que limpiaban el rastro visible iban dejando tras ellas un rastro invisible, si el director del colegio denuncia el asalto a la policía y se abre una investigación en serio, don José irá a la cárcel, tan cierto como dos y dos son cuatro, hay que imaginarse el descrédito y la vergüenza que para siempre mancharán la reputación de la Conservaduría General del Registro Civil. A media noche don José se despertó ardiendo en fiebre, parecía que deliraba, y decía, No robé nada, no robé nada, y era verdad que, hablando propiamente, nada había robado, por más que el director busque e indague, por más verificaciones, recuentos y cotejos que se realicen, en inventario detallado, describiendo un ítem tras otro, la conclusión acabará siendo la misma, Robo, lo que se puede llamar robo, no hubo, sin duda la encargada de la cocina aparecerá diciendo que falta comida en el frigorífico, pero, suponiendo que ése haya sido el único delito cometido, robar para comer, según la opinión más o menos generalizada, no es robo, en eso hasta el director está de acuerdo, la policía es la que cultiva por principio una opinión diferente, aunque ahora no le queda otro remedio que irse fuera refunfuñando, Ahí hay un misterio, nadie asalta una casa sólo para desayunar. En todo caso, con la declaración formal del director, puesto por escrito, de que nada de valor o sin él faltaba en la escuela, los agentes decidieron no levantar las impresiones digitales, como mandaba la rutina, Ya tenemos trabajo de sobra, dijo el que mandaba el grupo investigador. No obstante estas palabras tranquilizadoras, don José no consiguió dormir durante el resto de la noche, con miedo a que el sueño se repitiese y la policía volviese con las lupas y los polvillos.
No hay nada en casa para atajar esta fiebre y el médico sólo vendrá por la tarde, es posible que ni siquiera venga hoy, y no traerá remedios, se limitará a escribir la receta de costumbre para casos de enfriamiento y gripe. La ropa sucia aún está amontonada en medio de la casa, y don José la mira desde la cama con aire perplejo, como si aquello no le perteneciese, sólo un ápice de sentido común le impide preguntar, Quién vino aquí a desnudarse, y fue el mismo sentido común el que le forzó a pensar, por fin, en las complicaciones, tanto de naturaleza personal como profesional, que se derivarían de la entrada de un colega puertas adentro para informarse de su estado, por mandato del jefe o por propia iniciativa, y se encuentra de frente con aquella porquería.
Cuando se puso de pie sintió como si bruscamente le hubiesen empujado hacia lo alto de la escalera, pero este mareo no era igual que los otros, provenía de la fiebre, y algo también de la debilidad, pues lo que comiera en el colegio, pareciendo suficiente cada vez, le sirvió más para engañar los nervios que para alimentar la carne.
Con dificultad, amparándose en la pared, consiguió alcanzar una silla y sentarse. Esperó a que la cabeza volviese a su estado normal para pensar dónde convendría esconder la ropa sucia, en el cuarto de baño no, los médicos siempre se lavan las manos a la salida, debajo de la cama imposible, era de aquellas armazones antiguas de pata alta, cualquier persona, incluso sin agacharse, vería los trapos, en el armario de gente famosa no cabría ni sería propio, la triste verdad es que la cabeza de don José continuaba funcionando mal a pesar de que había dejado de dar vueltas, el único sitio donde evidentemente la ropa sucia estaría a salvo de las indiscreciones era donde se colocaba cuando estaba limpia, o sea, detrás de la cortina que tapaba el trastero utilizado como guardarropa, sería necesario que el colega o el médico fuesen muy maleducados para ir allí a meter la nariz.
Satisfecho consigo mismo por haber concluido, después de tan demorada ponderación, lo que en otras circunstancias sería más que obvio, don José empujó con el pie la ropa hacia la cortina para no ensuciar el pijama.
En el suelo quedó una gran mancha de humedad que necesitaría algunas horas para evaporarse por completo, si alguien entrase antes e hiciese preguntas explicaría que se le derramó agua en un descuido o que había una mancha en el suelo y la intentó limpiar. El estómago de don José, desde que se levantó, estaba implorándole la misericordia de una taza de café con leche, de una galleta, de una rebanada de pan con mantequilla, cualquier cosa que le apaciguase el apetito repentinamente despierto, ahora que las preocupaciones con el destino inmediato de la ropa han desaparecido. El pan estaba duro y seco, la mantequilla era mínima, no quedaba leche, sólo café, y de mediocre calidad, ya se sabe que un hombre a quien una mujer no quiso tanto que aceptase vivir en este tugurio, un hombre de ésos, salvo poquísimas excepciones sin lugar en esta historia, nunca pasará de un pobre diablo, es curioso que se diga siempre pobre diablo y nunca se diga pobre dios, sobre todo cuando se ha tenido la mala suerte de salir tan desaliñado como éste, atención, era del hombre de quien hablábamos, no de cualquier dios. A pesar de la poca y desconsoladora comida, a don José todavía le sobró ánimo para afeitarse, operación de la que creyó salir con mejor cara, tanto que al final dijo al espejo, Parece que tengo menos fiebre. Esta reflexión le indujo a pensar que no sería mala política presentarse voluntariamente al trabajo, en media docena de pasos estaría dentro, El servicio de la Conservaduría ante todo, serían sus palabras, el conservador, ciertamente, teniendo en cuenta el frío que hacía fuera, le perdonaría que no hubiera dado la vuelta por la calle como estaba obligado e, incluso quizá registrase en el expediente de don José una prueba tan clara de espíritu corporativo y de dedicación al trabajo.
Lo pensó pero no lo hizo. Le dolía todo el cuerpo, como si le hubiesen arrastrado, golpeado y zarandeado, le dolían los músculos, le dolían las articulaciones, y no era por culpa de los muchos esfuerzos que tuvo que hacer como escalador y revienta puertas, cualquier persona sería capaz de percibir que se trata de dolores diferentes, Lo que yo tengo es gripe, concluyó.
Acababa de meterse en la cama cuando oyó llamar a la puerta de comunicación con la Conservaduría, sería algún colega caritativo que tomaba en serio el precepto cristiano de visitar a los enfermos y a los presos, no, un colega no podía ser, el intervalo del almuerzo todavía estaba lejos, obras de misericordia sólo fuera de las horas de servicio, Entre, dijo, no está cerrada con llave, la puerta se abrió y en el umbral apareció el subdirector a quien le había notificado su enfermedad, El jefe quiere saber si está tomando algún remedio mientras viene el médico, No señor, no dispongo de nada apropiado en casa, Entonces aquí tiene unas pastillas, Muchas gracias, si no le importa, para no tenerme que levantar, le pago después, cuánto le debo, Fue una orden del jefe, al jefe no se le pregunta cuánto se le debe, Ya lo sé, disculpe, Sería conveniente que tomase ya un comprimido, y el subdirector entró sin esperar respuesta, Pues sí, muchas gracias, es muy amable de su parte, don José no podía cerrarle el paso, decir Alto, usted aquí no entra, esto es una casa particular, en primer lugar porque no se habla en esos términos a un superior, en segundo lugar porque no había memoria en la tradición oral, ni registro escrito en los anales de la Conservaduría de que alguna vez un jefe se hubiera interesado por la salud de un escribiente hasta el punto de mandarle un propio con pastillas. El mismo subdirector estaba perplejo con la novedad, por iniciativa personal nunca lo hubiera hecho, en todo caso no perdió el norte, como quien sabe perfectamente a lo que viene y conoce los rincones de la casa, no es de extrañar, antes de las alteraciones urbanísticas del barrio, vivió en una casa como ésta. La primera cosa que notó fue la gran mancha de humedad en el suelo, Esto qué es, alguna infiltración, preguntó, don José estuvo tentado de responder que sí para no tener que darle otras explicaciones, pero prefirió hablar de un descuido suyo, como pensó primero, sólo faltaría que viniera un fontanero a casa y después hiciese un informe al jefe declarando que las cañerías, a pesar de antiguas, no tenían ninguna responsabilidad en la aparición de la mancha de humedad.
El subdirector venía ya con el vaso de agua y el comprimido, la misión de enfermo designado le dulcificaba la habitual expresión autoritaria de la cara, que le volvió súbitamente, acentuada por algo que podría clasificarse como de sorpresa ofendida, cuando, al aproximarse a la cama, descubrió las fichas escolares de la niña desconocida encima de la mesilla de noche. Don José se dio cuenta de la extrañeza del otro en el instante en que se producía y fue como si el mundo entero se desplomase. El cerebro despachó instantáneamente una orden a los músculos del brazo de ese lado, Quita eso de ahí, so estúpido, pero luego, con la misma rapidez, impulso eléctrico tras impulso eléctrico, enmendó la plana, por decirlo de alguna manera, como quien acaba de reconocer su propia estupidez, Por favor, no las toques, disimula, disimula, Por eso, con una presteza totalmente inesperada en quien se encuentra en el estado de depresión física y mental que es la primera consecuencia conocida de la gripe, don José se sentó en la cama fingiendo querer facilitar la caridad del subdirector, extendió un brazo para recibir el comprimido, que se llevó a la boca, y el agua para que pasara por la oprimida y angustiada garganta, al mismo tiempo que, aprovechando el hecho de que el colchón donde yacía se encontraba a la altura de la mesilla, tapaba las fichas con el codo del otro brazo, dejando después caer el antebrazo, con la palma de la mano abierta, imperativa, como si ordenase al subdirector Alto ahí. Lo que le salvó fue la fotografía pegada en la ficha, es la diferencia más notable entre los certificados escolares y los de nacimiento y vida, lo que le faltaba a la Conservaduría General es recibir todos los años un retrato de los vivientes inscritos, y quien dice todos los años diría todos los meses, o todas las semanas, o todos los días, o una fotografía por hora, Dios mío, cómo pasa el tiempo, y el trabajo que daría, cuántos escribientes sería necesario reclutar, una fotografía cada minuto, cada segundo, la cantidad de pegamento, el gasto de tijeras, el cuidado en la selección del personal, de modo que quedaran excluidos los soñadores capaces de quedarse eternamente mirando un retrato, fantaseando como idiotas al paso de una nube. La cara del subdirector mostraba la expresión de sus peores días, cuando los papeles se acumulaban en todas las mesas y el jefe lo llamaba para preguntarle si realmente tenía la certeza de que estaba cumpliendo con su obligación. Gracias al retrato, no pensó que las fichas que estaban sobre la mesilla de noche del subordinado perteneciesen a la Conservaduría General, pero la premura con que don José las había tapado, sobre todo procediendo como si lo hiciera por casualidad o distraídamente, le pareció sospechosa, ya la mancha de humedad en el suelo le suscitó recelos, ahora eran unas fichas de modelo desconocido con retrato pegado, de niña, como aún podía ver. No lograba contar las fichas, dispuestas unas sobre otras, pero, por el volumen, no serían menos de diez, Diez fichas con retratos de jóvenes, qué cosa tan rara, que hará esto aquí, pensó intrigado, y mucho más intrigado se quedaría si pudiera saber que las fichas pertenecían todas a la misma persona y que los retratos de las dos últimas ya eran de una adolescente, de cara seria aunque simpática.
El subdirector dejó la caja de los comprimidos encima de la mesilla y se retiró. Cuando iba a salir, miró hacia atrás y vio al subordinado con el codo tapando las fichas, Tengo que contárselo al jefe, se dijo a sí mismo. Apenas la puerta se cerró, don José con un movimiento brusco, como si tuviese miedo a ser sorprendido en falta, metió las fichas debajo del colchón. No había nadie allí para decirle que era demasiado tarde, y él no quería pensar en eso.
Es gripe, dijo el médico, tres días de baja para comenzar. Mareado, inseguro de piernas, don José se había levantado para abrir la puerta, Perdone que lo haya hecho esperar, señor doctor, es el resultado de vivir solo, el médico entró refunfuñando, Vaya tiempo infame, cerró el paraguas que goteaba, lo dejó a la entrada, Dígame de qué se queja, preguntó cuando don José, tiritando, acabó de meterse entre las sábanas, y, sin esperar a que le respondiese, dijo, Es gripe.
Le tomó el pulso, le mandó abrir la boca, le aplicó velozmente el estetoscopio en el pecho y en la espalda, Es gripe, repitió, y está de suerte, podía ser neumonía, pero es gripe, tres días de baja para comenzar, luego ya veremos. Se acababa de sentar a la mesa para escribir la receta cuando la puerta de comunicación con la Conservaduría se abrió, estaba cerrada sólo con el picaporte, y el jefe apareció, Buenas tardes, doctor, Más exacto sería decir malas tardes, conservador, si fueran buenas tardes, yo estaría sentado confortablemente en el consultorio, en vez de andar por esas calles con el desgraciado tiempo que hace, Cómo va nuestro enfermo, preguntó el conservador, y el médico respondió, Le he dado tres días de baja, es sólo una gripe. En aquel momento no era sólo una gripe. Tapado hasta la nariz, don José temblaba como si tuviese un ataque de paludismo, hasta el punto de hacer vibrar la cama de hierro donde yacía, aunque el temblor, irreprimible, no le venía de la fiebre, sino de una especie de pánico, de una total desorientación del espíritu, El jefe, aquí, pensaba, el jefe en mi casa, el jefe que le preguntaba, Cómo se siente, Mejor, señor, Tomó los comprimidos que le mande, Sí señor, Le hicieron efecto, Sí señor, Ahora dejará de tomar ésos y tomará los remedios que el doctor le haya recetado, Sí señor, A no ser que sean los mismos, déjeme ver, pues sí, son los mismos, aparte de unas inyecciones, yo me ocupo de esto. Don José no daba crédito a lo que tenía ante sus ojos, que la persona que doblaba la receta y la guardaba cuidadosamente en el bolsillo fuera realmente el jefe de la Conservaduría General. El jefe que a duras penas aprendiera a conocer nunca se comportaría de esa manera, no vendría en persona a interesarse por su estado de salud, y la posibilidad de que él mismo quisiera encargarse de la compra de los medicamentos de un escribiente sería simplemente absurda. Después necesitará un enfermero que le ponga las inyecciones, recordó el médico dejando la dificultad para quien estuviera dispuesto y fuese capaz de resolverla, no el pobre diablo griposo, esmirriado de delgado, con la barba canosa asomándole, como si no fuera suficiente la manifiesta incomodidad de la casa, aquella mancha de humedad en el suelo con todo el aspecto de haber sido causada por canalizaciones deficientes, cuántas tristezas de la vida podría contar un médico, si no fuese por el secreto profesional, Pero le prohíbo que salga a la calle en este estado, remató, Yo me ocupo de todo, doctor, dijo el conservador, telefoneo al enfermero de la Conservaduría, él compra los medicamentos y viene aquí a poner inyecciones, Ya no se encuentran muchos jefes como usted, dijo el médico. Don José asintió ligeramente con la cabeza, era lo máximo que conseguía hacer, obediente y cumplidor, sí, siempre lo había sido, y con cierto paradójico orgullo de serlo, pero no rastrero ni servil, nunca diría, por ejemplo, lisonjas imbéciles del tipo, Es el mejor jefe de la Conservaduría, No hay en el mundo otro igual, Se rompió el molde después de que lo hicieran, Por él, a pesar de mis mareos, hasta subo aquella maldita escalera. Don José tiene ahora otra preocupación, otra ansiedad, que el jefe se vaya, que se retire antes que el médico, tiembla imaginándose a solas con él, a merced de las preguntas fatales, Qué significa la mancha de humedad, Qué fichas eran esas que había sobre su mesilla de noche, De dónde las sacó, Dónde las escondió, De quién es el retrato.
Cerró los ojos, dio al rostro una expresión de insoportable sufrimiento, Déjenme en paz en mi lecho de dolor, parecía suplicar, pero los abrió de pronto, amedrentado, el médico había dicho, Sigo con la ronda, llámenme si empeora, en cualquier caso podemos estar razonablemente tranquilos, de neumonía no se trata, Le mantendremos al corriente, doctor, dijo el conservador, mientras acompañaba al médico.
Don José volvió a cerrar los ojos, oyó cerrarse la puerta, Es ahora, pensó. Los pasos firmes del jefe se aproximaban, venían hacia la cama, se detuvieron, Ahora me está mirando, don José no sabía qué hacer, podría fingir que se había adormilado, levemente adormilado como se duerme un enfermo cansado, pero el temblor de los párpados denuncia la falsedad, también podría, mejor o peor, fabricar en la garganta un gemido lastimoso, de esos de romper el corazón, pero una gripe común no da para tanto, sólo un tonto se dejaría engañar, no este conservador, que conoce los reinos de lo visible y de lo invisible de carrerilla y salteado. Abrió los ojos y él estaba allí, a dos pasos de la cama, sin ninguna expresión en el rostro, simplemente observándolo. Entonces don José creyó haber tenido una idea salvadora, debía agradecer los cuidados de la Conservaduría General, agradecer con elocuencia, con efusión, tal vez de esa manera consiguiese evitar las preguntas, pero en el justo momento en que iba a abrir la boca para pronunciar la frase consabida, No sé cómo he de agradecerle, el jefe se volvió de espaldas, al mismo tiempo que pronunciaba una palabra, una simple palabra, Cuídese, fue lo que dijo en un tono que tenía tanto de condescendiente como de imperativo, sólo los mejores jefes son capaces de unir de forma armoniosa sentimientos tan contrarios, por eso cuentan con la veneración de los subordinados. Don José intentó, al menos, decir Muchas gracias, señor, pero el jefe ya había salido, cerrando delicadamente la puerta tras de sí, como en un cuarto de enfermo se debe hacer. Don José tiene dolor de cabeza, pero su dolor es casi nada si lo comparamos con el tumulto que lleva dentro. Don José se encuentra en un estado de confusión tal que su primer movimiento después de que el conservador saliera fue meter la mano debajo del colchón para verificar que las fichas todavía estaban allí. Más ofensivo para el sentido común fue su segundo movimiento, que le hizo levantarse de la cama y dar dos vueltas a la llave de la puerta de comunicación con la Conservaduría, como quien desesperadamente pone trancas después de que le hayan robado la casa. Acostarse de nuevo fue apenas el cuarto movimiento, el tercero había sido volverse atrás pensando, Y si al jefe se le ocurre reaparecer, en ese caso lo más prudente, para evitar sospechas, sería dejar la puerta cerrada sólo con el pestillo. Decididamente, a don José, si de un lado le sopla, del otro le yace viento.
Cuando el enfermero apareció ya era de noche. Cumpliendo la orden que había recibido del conservador, traía consigo los comprimidos y las ampollas recetadas por el médico, mas, para sorpresa de don José, traía igualmente un paquete que colocó con todo el cuidado encima de la mesa mientras decía, Todavía está caliente, espero no haber derramado nada, lo que significaba que contenía comida, como las palabras siguientes confirmaron, Sírvase antes de que se enfríe, pero primero vamos a nuestra inyección. A don José no le gustaban las inyecciones, mucho menos en la vena del brazo, de donde siempre tenía que apartar la vista, por eso se quedó tan satisfecho cuando el enfermero le dijo que el pinchazo iba a ser en el glúteo, este enfermero es una persona educada, de otro tiempo, acostumbra a usar el término glúteos en vez de nalgas para no chocar los escrúpulos de las señoras, y casi acabó por olvidar la designación corriente, pronunciaba glúteo incluso cuando trataba con enfermos para los que nalga no pasaba de un ridículo preciosismo de lenguaje y preferían la variante grosera de culo.
La inesperada aparición de la comida y el alivio de no ser pinchado en el brazo desarmaron las defensas de don José, o simplemente no se acordó, o más simplemente aún no había notado que tenía los pantalones del pijama manchados de sangre a la altura de las rodillas, consecuencia de sus proezas nocturnas de escalador de colegios.
El enfermero, ya con la jeringuilla preparada en el aire, en vez de decir Vuélvase, preguntó, Qué es eso, y don José, convertido por esta lección de la vida a la bondad definitiva de las inyecciones en el brazo, respondió instintivamente, Me caí, Hombre, vaya mala suerte que tiene, primero se cae, después coge una gripe, menos mal que tiene el jefe que tiene, gírese, después le echo una ojeada a esas rodillas. Debilitado de cuerpo, alma y voluntad, crispado hasta el último nervio, poco le faltó a don José para romper a llorar como un niño cuando sintió el pinchazo de la aguja y la lenta y dolorosa entrada del líquido en el músculo, Estoy hecho un trapo, pensó, y era verdad, un pobre animal humano febril, acostado en una pobre cama de una pobre casa, con la ropa sucia del delito escondida y una mancha de humedad en el suelo que nunca acaba de secarse. Póngase boca arriba, vamos a ver esas heridas, dijo el enfermero, y don José, suspirando, tosiendo, obedeció, volvió trabajosamente el cuerpo, y ahora, inclinando la cabeza hacia delante, pudo ver cómo el enfermero le remangaba las perneras de los pantalones, enrollándolas por encima de las rodillas, cómo le retiraba los esparadrapos sucios, vertiendo agua oxigenada sobre ellos y despegándolos poco a poco con mucho cuidado, felizmente es un profesional de primera, la cartera que transporta es un perfecto botiquín de primeros auxilios, tiene remedios para casi todo.
Con las heridas a la vista, puso cara de no creer la explicación que don José le había dado, aquélla de la caída, su experiencia de desolladuras y contusiones hizo que comentara con inconsciente perspicacia, Pero hombre, parece que usted anduvo restregando las rodillas contra una pared, Ya le he dicho que me caí, Dio conocimiento de eso al jefe, No es asunto de trabajo, una persona puede tropezar sin tener que comunicárselo a los superiores, Excepto si el enfermero llamado para poner una inyección tiene que hacer una cura suplementaria, Que yo no le pedí, Si señor, de hecho no me la pidió, pero si mañana tuviera una infección grave causada por estas heridas, quien carga con la culpa, por comportamiento negligente y falta de profesionalidad, soy yo, además, al jefe le gusta saberlo todo, es la manera que tiene de aparentar que no le da importancia a nada, Se lo diré mañana, Le aconsejo vivamente que lo haga, así el informe quedará corroborado, Qué informe, El mío, No veo qué importancia pueden tener unas simples heridas para mencionarlas en un informe, Incluso la herida más simple tiene importancia, Las mías, después de curadas, van a dejar unas cicatrices insignificantes, que con el tiempo desaparecerán, Sí, en el cuerpo las heridas cicatrizan, pero en el informe permanecen siempre abiertas, no se cierran ni desaparecen, No lo entiendo, Cuánto tiempo hace que usted trabaja en la Conservaduría General, Pronto hará veintiséis años, Cuántos jefes ha conocido hasta ahora, Contando con éste, tres, Por lo visto, nunca notó nada, Notar, qué, Por lo visto, nunca se percató de nada, No comprendo adónde quiere llegar, Es o no es verdad que los conservadores tienen poco trabajo, Es verdad, todo el mundo habla de eso, Pues sepa que la ocupación principal que tienen, en las muchas horas libres de que gozan, mientras el personal está trabajando, es colegir informaciones sobre los subordinados, toda especie de informaciones, lo hacen desde que la Conservaduría General existe, uno tras otro, desde siempre. El estremecimiento de don José no pasó desapercibido al enfermero, Tuvo un escalofrío, preguntó, Sí, tuve un escalofrío, Para que se quede con una idea más clara de lo que estoy diciendo, hasta ese escalofrío debería constar en mi informe, Pero no constará, No, no constará, Supongo por qué, Dígamelo, Porque entonces debería escribir que el estrecimiento se produjo cuando me contaba que los jefes coleccionan informaciones sobre los funcionarios de la Conservaduría General, y el jefe querría saber a propósito de que surgió esta conversación conmigo, y también cómo un enfermero consigue tener conocimiento de un asunto reservado, tan reservado que en veinticinco años de servicio en la Conservaduría General nunca había oído hablar de eso, Hay mucho confidente en los enfermeros, aunque bastante menos que en los médicos, Pretende insinuar que el jefe suele hacerle confidencias, Ni él me las hace, ni yo insinúo que me las haga, simplemente recibo órdenes, Entonces sólo tiene que cumplirlas, Se equivoca, tengo que hacer algo más que cumplirlas, tengo que interpretarlas, Por qué, Porque entre lo que él manda y lo que él quiere hay generalmente una diferencia, Si le mandó venir aquí fue para que me pusiera una inyección, Ésa es la apariencia, Qué ha visto en este caso, además de la apariencia que tiene, Usted no es capaz de imaginar la cantidad de cosas que se descubren mirando unas heridas, Ver éstas ha sido por casualidad, Hay que contar siempre con las puras casualidades, ayudan mucho, Qué cosas ha descubierto en mis heridas, Que anduvo restregando las rodillas contra una pared, Me caí, Ya me lo ha dicho, Una información como ésa, suponiendo que fuera exacta, no iba a ser de gran provecho para el jefe, Que la aproveche o no la aproveche no es de mi incumbencia, yo me limito a rellenar los informes, De la gripe ya está informado, Pero no de las heridas de las rodillas, De aquella mancha de humedad en el suelo, tampoco, Pero no del escalofrío, Si no le queda nada más que hacer aquí, le ruego que se vaya, estoy cansado, necesito dormir, Tendrá que comer antes, no se olvide, ojalá que su cena, con la conversación, no se haya enfriado del todo, Cuerpo tendido aguanta mucha hambre, Pero no puede aguantarla toda, Fue el jefe quien le mandó traerme la comida, Conoce alguna persona más que lo hubiera podido hacer, Sí, si supiese dónde vivo, Quién es esa persona, Una mujer mayor que vive en un entresuelo, Heridas en las rodillas, un súbito e inexplicable estremecimiento, una vieja de un entresuelo, Derecha, Éste sería el informe más importante de mi vida si lo escribiese, No va a escribirlo, Sí, voy a escribirlo, pero sólo informando de que le puse una inyección en el glúteo izquierdo, Gracias por tratarme las heridas, De lo mucho que me enseñaron, fue lo que mejor aprendí. Después de que el enfermero hubiera salido, don José permaneció acostado todavía unos minutos, sin moverse, recuperando la serenidad y las fuerzas.