40297.fb2 Tratado De Culinaria Para Mujeres Tristes - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

Tratado De Culinaria Para Mujeres Tristes - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

Al segundo crepúsculo ocurrió la pesca milagrosa. En la red que los pescadores locales habían lanzado por ¡a mañana salió atrapado el más extraño bicho que hayan visto jamás mis viejos ojos. Los nativos querían devolverlo de inmediato a la mar, tal como se rechaza un mal pensamiento casi como si fuera un demonio, que hubieran pescado, pero yo me obstiné en que lo conserváramos. Lo tuve congelado durante semanas e indagué por mar y tierra a cuál especie íctica podía pertenecer aquel monstruo marino. Hasta que me enteré de que la curadora del museo de Historia Natural de East London, Suráfrica, señora Lastimer ya había descubierto un pez de esos, ocho años atrás. Tan grande había sido su descubrimiento que a la especie encontrada se le había puesto por nombre celacanto lastimeria. Celacanto por ser como los fósiles de celacanto; Lastimeria en honor de la señora Lastimer. El rnismo nombre me orientó en los usos de su carne.

Lo que habíamos sacado pues, era nada menos que un celacanto, el más extraordinario de los fósiles vivientes. En realidad hasta 1938 se lo conocía solamente por el registro fósil y se lo creía extinguido desde los tiempos de los dinosaurios En cambio ahí seguía, tan campante, nadando cauteloso y taciturno por los profundos mares de Madagascar

Con un filete marinado de celacanto hice mi primera prueba de receta antediluviana y debo recalcar que el resultado fue pasmoso El caldo concentrado de celacanto lastimeria puedo asegurarlo cura de la culpa, y sus efectos duran al menos 38 meses, plazo en el cual es conveniente dar una dosis de refuerzo.

Casi idéntico a los fósiles de hace 60 millones de años, los celacantos vivos conservan su carne pesada y aceitosa, su indeleble olor antiguo, su sabor áspero, muy del gusto papilar de especies ya extinguidas. Basta un bocado de su carne (hervida o en ceviche) para liberarse de ese mal incurable, la culpa. La mayor concentración del efecto benéfico de su sustancia está en los ojos, ojos fosforescentes acostumbrados a ver donde no hay luz, pero también sus aletas carnosas y lobuladas (son las lejanas antepasadas de nuestros pies y manos) dan muy buen resultado.

El problema es conseguir un celacanto. Cada diez o doce años se informa que al fin entre las redes de un remoto pescador del Indico ha quedado enredado otro ejemplar. Los pocos que conocemos sus increíbles propiedades, tenemos que disputárnoslo a fuerza de millones con cientos de paleontólogos y curadores de museos de historia natural, que quieren arrebatar el ejemplar para darle a la ciencia lo que debería pertenecer al arte curativo y culinario.

Hay que vivir atentos. Si tu mal es la culpa, la indomable culpa, vive a la expectativa de la pesca del celacanto. Ponte en contacto con los pescadores de Madagascar que saben el secreto y no dudes en viajar al sitio en cuanto un anzuelo extraviado saque un no menos extraviado ejemplar de celacanto. Extraviado sobre todo, en el tiempo, pues es contemporáneo de los dinosaurios. Estás a tiempo de probarlo, quizás, antes de que la culpa te doblegue. Encarga uno para el próximo decenio y tranquilízate que con un solo filete de su antiquísima carne podrás domar, por el resto de tus días, todas las sensaciones de remordimiento Otras recetas contra la culpa son ineficientes Esos insensatos dolores del alma instalados en tu mente por una dolorosa historia culpabilizante de milenios, sólo los cura un plato de los tiempos de los dinosaurios.

Sana costumbre es hacerlo a diario y a la misma hora. Estés donde estés, al menos seis minutos (y no más de cuarenta, que el exceso lleva a las almorranas), sentada o acurrucada, pero en paz. Con un buen libro o un buen pensamiento. No hay fórmula más sabia para que seas visitada por el buen humor que los antiguos ubicaban, con razón, entre el estómago y los intestinos. Si algo sale mal ten en cuenta lo que comiste dieciséis horas antes, y suprímelo. Si en cambio no padeces, ten en cuenta lo mismo, y coge ese alimento por costumbre.

Déjate envejecer: no combatas el tiempo con malicia. Señoras setentonas con la piel más templada que cualquier quinceañera, y sin embargo mustias. Con el pelo más rubio que las beldades suecas, y sin embargo opacas. Sin una sola cana, sin una sola arruga: notoriamente viejas. No engañarás a nadie, según aquel versito que decía,

por mucho que adelgaces como un rejo, por mucho que te tires el pellejono podrás esconder que ya estás viejo.

No digo que te eches a morir, que te encorves, camines con paso claudicante, exhibas el bastón, creas que cada cana es un trofeo y pongas cara de muerta; digo que no simules lo imposible. Acepta que una cara se tiene a los veinte años y otra a los cuarenta y otra a los sesenta. En asuntos de edad, es imposible mantenerse en los trece por mucho que lo intentes, La vejez, dijo Borges, “puede ser el tiempo de nuestra dicha, el animal ha muerto o casi muerto, quedan el hombre y el alma”; además hay arrugas que el rostro dignifican. Con el tiempo, únicamente con el tiempo, uno llega a tener su propia cara, la que su gesto y genio le fabrican. La sonrisa, la concentración, la rabia, la alegría, dejan su rastro en el rostro. No lo destruyas con violencias quirúrgicas.

Sí, tú debes descubrir las tretas con que la muerte nos quiere arrebatar la vida del espíritu y del cuerpo. Un sabio higienista francés decía que “todos se resignan a esperar el término de la vida sin hacer nada para apresurarlo”, pero yo diría más, hay que hacer todo lo posible por postergarlo. Hay que luchar contra la enfermedad, contra la muerte, contra los envejecimientos evitables. Pero sin tretas falsas, sin tramposos atajos que no llevan a nada. Los cirujanos plásticos sólo pueden servir cuando hay grandes estragos.

La vejez que se admite es natural y es agradable en las que son capaces de llevarla sin disfraces. La que se oculta y disimula con el vano intento de devolver el tiempo, representa un fracaso, da una apariencia de máscara que inspira desconfianza. El atractivo de tu edad no es enseñar el pecho; pasó la hora de seducir con las mejillas tersas. Has tenido el tiempo de saber más cosas, es decir de ser más inteligente: es esto lo que te hace más atractiva que las adolescentes.

Muchas veces, al borde de hallar la receta de la inmortalidad, me distrajo la presencia espantosa de la muerte.

No son las criadillas fritas (ni cocidas ni nada) eficaz remedio para la impotencia. Como el boje no cura la tisis, ni la oreja la sordez, ni los ojos la ceguera, así mismo ese mal no encontrará remedio en nada parecido.

La impotencia es pesar que a todos causa risa, menos al tímido varón que la padece, y a la perpleja mujer que teme ser su causa. Su remedio no es fácil, pero yo te aseguro que hay para la impotencia, eficaz aunque lento tratamiento.

Si el caso es siempre y en cualquier lugar y con cualquier persona, habrá que convenir en que es difícil, casi desesperado, y escapa a los consejos de mi culinaria. Si el ascetismo es un ineluctable decreto del destino, mejor es convertirse, sin esfuerzo, en lo que tantos santos buscaron a costa de inmensos sacrificios,

Pero si el caso, como los más, es esporádico, inexplicable y no sólo con quienes nos repugnan sino con quienes más ansiamos responder con amoroso y vigoroso abrazo, puedo garantizar la mejoría, la curación definitiva. Veamos:

La impotencia no es otra cosa que temor de serlo.

Obedece a un diminuto y pernicioso humor cerebral que cercena todo impulso agresivo. Por un desequilibrio de flujos en la sangre, el impotente piensa (sin pensarlo) que su fuerza hará daño. Esta impotencia encierra un temor: que haya un deseo superior a su empuje, y sea tal que lo deje del todo desprovisto.

Algo importante: la única mano capaz de curar al impotente, es esa de la misma que la causa, Sólo el amor de la amada curará al amante. Y una vez curado, éste será el mejor, el más constante, duradero y (por desgracia) prolífico. La mujer del impotente acallará su angustia y no le dará voz a sus temores. Ni se te ocurra un chiste o burla genital. Al hombre, simplemente, le dirás que no hay prisa. Le darás tiempo al tiempo y por treinta y una noches seguidas esperarás con calma. Como quien mira nubes que se adensan en el horizonte después de la sequía. No temas, mujer, no serás un desierto. Tu mismo deseo irá creciendo con la falta del otro, hasta que ambos se acrecienten y contagien tanto que lleguen a lo inevitable. Lo imposible, de verdad, es que la nube no se rompa en lluvia, más temprano que tarde.

La mujer será como una pescadora. Se sentará a esperar, poniendo en vista (pero disimulada) su carne y su carnada. Poco a poco soltará los anzuelos sin que el amante note que lo rondan. Este al fin morderá.

Probado el deleite y asegurado en él, no tendrá recaídas. Pero jamás le des potajes para esto pues sembrarás la duda, y ya te dije: este mal se reduce al temor de padecerlo.

Si comes frutos amargos tu carácter no llegará a ser agrio. La esquiva suerte no se te apartará más si eres salada. No te volverás dulce a fuerza de arequipe, Y sin embargo, nada que endulce tanto las penas del espíritu corno las mermeladas.

Hay una en especial, mezcla de dos sapiencias, que mete por la boca un consuelo indecible. Comprarás una libra de las fresas corrientes, de esas que no se sirven a damas elegantes ni a caballeros tiesos, esas un poco apachurradas y picadas por pico de innumerables pájaros, y comprarás la misma cantidad de ochuvas aún en sus cartuchos tostados por el sol. Quitarás a las fresas su hoja y su pezón y sacarás las ochuvas de su vaina hasta sentir que índice y pulgar se te impregnan de aceite.

Lavarás ambos frutos bajo un chorro abundante de agua fría y los colarás bien. Te ingeniarás después un fuego lento, tan lento que el compuesto ha de durar, sin secarse, lo que el sol se demora en salir y ocultarse, en tiempo de equinoccio. En una olla, sin agua, sin nada, dejarás que la fruta se vaya reduciendo y reuniendo. De vez en cuando una vuelta a la cuchara. Llegará, ocho horas después, a ser un compuesto espeso. Sólo entonces pondrás setecientos gramos de azúcar muy morena, y algo de canela y cardamomo en polvo. Al final del tiempo convenido vaciarás el compuesto en recipientes de vidrio resistente.

Tendrás una conserva, qué digo, una reserva de alegría para los tiempos de desdicha. Aburrimiento, soledad, tristeza, digan lo que digan los profetas incrédulos, son más pasables si repites el gesto de llenar una cuchara con algo muy dulce que haces pasar a pascarse por tu lengua.

Los cambios más importantes de nuestras vidas ocurren de manera casi imperceptible; se realizan mediante una paulatina acumulación de detalles que, separados uno por uno, no parecen significar nada, pero que de repente, juntos, se nos manifiestan en todo su tamaño y con toda su tremenda carga de transformación. Los cambios de la edad (pasar de niñas a adolescentes a mujeres adultas a señoras viejas), aunque suceden en un proceso continuo y lento, los percibimos a saltos, como si fueran cambios discontinuos, repentinos. Cada día que pasa, aislado, no significa casi nada, pero esos días que se aglomeran para formar los años y los decenios, esos pacientes días van dando forma a nuestro rostro. Cada mañana, ante el espejo, creemos encontrar la misma persona, hasta que una madrugada desprevenida o una tarde nefasta ya no ves el pelo vivo y los ojos brillantes de la joven que esperabas ver, sino las ojeras violáceas y el cabello ralo de una señora mucho más madura que, aunque se haya convertido en otra, comprenderás que sigue siendo tú misma, tú misma aunque más vieja.

Pero fuera de percibir -cada decenio o más- estos tremendos saltos, bien notas cada día que tu cara de hoy no es la misma de ayer ni de mañana. No hacen falta iluminados espejos de aumento para saber que cambias y que de un día a otro, a veces, no te reconoces. La cara, dijo un sabio, es descarada.

Días hay que las mujeres amanecen lindas y días que sería preferible no haberse levantado. Así les pasa a todas y el mal no está en los ojos. La tez es caprichosa y a su antojo varía las facciones. No importa que la gente aún te reconozca. Tú sabes y yo sé que hay días en que no eres la misma. El tiempo a veces corre hacia adelante (te ves más vieja), y a veces retrocede. Los días de mala cara aprovéchalos en asuntos de recogimiento; los días de buena cara, simplemente aprovéchalos.

Para esa pesadumbre de los días en que el tiempo parece haber corrido por tu cara mucho más de la cuenta, no hay receta, No se cura el estupor ante el espejo. Lávate, sin embargo, con agua helada el rostro; si no da resultado, con agua muy caliente; si el mal persiste, con agüita de rosas; si el disgusto no cesa, ponte unas gafas negras y cambia de peinado.

Pero lo mejor es poner la cara al sol por diez minutos, esperar la noche y dormir doce horas. Sueño y sol y esperanza, no lo dudes, obrarán maravillas para el día siguiente. A cualquier edad, incluso en la postrera, es posible lograr que el tiempo de tu cara retroceda. Para lograrlo hay que recuperar tus gestos del pasado; para recuperarlos hay que volver a los sabores olvidados de la infancia.

La traición es un vicio maligno de los machos que no depende de tu decadencia sino de una imaginación enardecida que no encuentra sosiego hasta no averiguar lo que hay escondido detrás de un traje ajeno. Si llegas a saber que él ha retozado con mujer más moza, no dejes que te aprese la duda de tu cuerpo. No va en busca el hombre de mejores manjares, lo mueve la curiosidad por los platos exóticos.

¿Qué consejo he de darte para combatir una imaginación que yo mismo padezco? Trata de no enterarte. Y si te enteras fíngele a tu marido que su mejor amigo te pretende. Nada que hinche tanto (y hasta llene) la imaginación como el ardor de una sutil sospecha. Le bajarás los humos. Entenderá que no quieres conservarlo a toda costa.

Hazle saber también los deleites que encierra la experiencia y cómo el paladar degusta más sapiente los platos conocidos; sabe encontrarles sus sabores secretos. Las infidelidades suelen conducir a un fracaso de la fantasía; ésta se estrella contra una realidad que otorga menos de lo que promete. Y si la fantasía triunfa en él, si la realidad se le acomoda o la mejora, encuentra entonces tú también la fantasía porque sólo en el lomo de una nueva ilusión conseguirás olvido perdón indiferencia. Y para ilusionarte ¿qué has de hacer? Volver a abrir los ojos a los ojos que te miran, dejar al fin de hacerte la desentendida.

No sientes, no sientes, no sientes; hay veces que no sientes. Nada de nada, pero nada. Pareces alejada de tu cuerpo, como si te miraras desde lejos. Domina y manda en ti el fastidioso y metido pensamiento, hay un fracaso de tu fantasía. No temas, no claudiques, usa prudencia y tacto, enséñale a tu amante alguna cancioncilla secreta de tu cuerpo y llévale la mano como a un niño que esté aprendiendo las volutas de la caligrafía. Relájate, no pienses y no te exijas nada. Pide según lo que sientas. Hay períodos del ciclo mejores o peores; defínelos y aprovéchalos. Hay posiciones que todo lo mejoran: contactos que debes atreverte a insinuar, direcciones más útiles que otras, velocidades, fuerzas, palabras o silencios, quietud o movimiento. Busca tus sensaciones, déjalas salir, recuerda que en el hombre verdadero rio hay goce que equivalga al de verte gozar.

Está escrito en los libros que para que la boca se llene de saliva y todo se humedezca con un líquido fresco es necesario que confluyan todos los sentidos. Mantén alertas al goce las pupilas, las papilas, las ventanillas de las naricillas, las yemas de los dedos que con su pulpa tocan los Sitios de textura menos repetida; no pongas párpados a tus oídos y antes concéntrate en las melodías que se esconden en las concavidades más inesperadas.

Déjate guiar por el manso oleaje de las sensaciones, conoce los senderos de tu cuerpo, que todo se humedezca con su líquido fresco y no pienses, no pienses mucho, porque nada que reseque tanto el vientre como el pensamiento. Mujer, tú sabes de qué humedades te hablo; de las más deseadas, de esas que como claras de huevo se esconden en tu cuerpo y que son el deleite de tu vientre y el deleite de tu compañero. No temas derretirte, deshidratarte, disolverte. Déjate ir, no pienses, quiero oír un gemido de cuerpo entero, un alarido de poros abiertos. Abre, abre hasta estar partida, sumérgete en el mar de las sensaciones, piérdete, desbócate, desátate, permítete ser, por momentos, toda una perdida.

Las mujeres, dice el indispensable Manual de Higiene del doctor de Fleury, pertenecen a un sexo que no conoce el cansancio del placer. Ellas, pues, no sufren si se exceden en los goces del amor. Más aún: en ellas el amor no tiene excesos y es una de las mayores ventajas que nos llevan las hembras a los débiles varones, ya exhaustos con tres gritos.

Creíase en otro siglo tan nefasto como éste y turbio como todos, que ciertas enfermedades del sistema nervioso, e incluso algunas enfermedades venéreas, eran debidas a los excesos sexuales. Lo mismo tratan de inculcarnos de nuevo hoy, con ese mal maligno o virus incurable. Vuelven con la monserga de que la repetición muy frecuente del coito es cosa de espíritus perversos, de imaginaciones enfermizas, deformadoras del amor y vergüenza para la decencia. Claro, hay que cuidarse algo. Mientras no estés segura de ese que te abraza, oblígalo a envolverse en látex. Pero no cedas al temor del sexo que ahora y otra vez y como siempre siempre nos recetan.

Oh, esos que hablan de los excesos de juventud, como causa de su decadencia, qué tontos. Goethe lo hizo hasta el final de sus días y pocos hombres más felices que él. La sensata George Sand tuvo tantos amantes cuantos amores tuvo. No fue fiel a los hombres, sino al amor y leal con sus amantes hasta que los amó. Imítala y anota en tu cerebro este pensamiento de mi maestro, Maurice de Fleury: “Ah, que los verdaderos enamorados no se crean obligados a hacer a la falsa higiene el sacrificio inútil de los más dulces momentos de la vida”.

Tú y yo nos conocernos. No pretendas negar lo que la misma Alcmena, tan virtuosa, sintió sin darse cuenta: huéspedes hay odiosos y que sólo quisieras que se fueran desde que los ves atravesar el umbral de tu puei1a pero otros hay que encienden un secreto fuego en la imaginación.

Un día llegará en que tu apacible y amena vida marital tendrá un paréntesis. Vendrá alguien a quien por unos días dedicarás más atenciones y asaz más pensamientos que a tu mismo marido. No te sientas culpable; es una pasajera exaltación que el destino te manda a modo de fiesta. Es un despertador de espíritus dormidos. Es un corto carnaval, unas imaginarias vacaciones de la tenaz convivencia.

No te hacen falta indicios muy sutiles para reconocer al huésped deleitoso. Habrá en tu piel un repentino rubor involuntario, cuando el huésped te dedique una mirada, y en tu garganta un leve temblor que te quebrará la voz al dirigirle la palabra para ofrecerle algo.

Sabios países hubo, y quizás haya alguno todavía, en que el buen anfitrión ofrecía su esposa al visitante. Y si los anfitriones fuesen aún más sabios y un poco menos vanidosos, no ofrecerían la mujer al visitante, sino más bien a la anfitriona el huésped, si le place. Es ella la que elige, pues no todos los huéspedes poseen el encanto para merecerla. La hospitalidad será completa cuando ella lo resuelva, cuando el agrado del huésped ahogue sus escrúpulos.

¿No mejoran los platos de tu casa cuando él viene? ¿No perfumas sus sábanas como si hubieran de acoger más un abrazo que un sueño?

Para ese huésped, al que acaso no te entregarás nunca en acato a las costumbres de tu pueblo, puedes preparar algún manjar que lo deleite; o algo que le done la misma languidez que tú percibes debajo de las faldas.

Yo tengo la receta. Es cocimiento simple de efecto duradero, pues el sabor se impregna y se demora dentro de la boca, de la misma manera que en los labios del huésped que te gusta se tarda la sonrisa. No es mi plato vulgar artimaña para seducirlo. Es tan sólo un espejo, un instrumento para que en él se refleje el mismo abandono tenue que tú sientes.

A base de un banalísimo volátil está hecho y tiene un nombre que tendrás que excusarme, dadas las circunstancias: el pollo a la cocotte. Cocotte, cocotte, ¿eres una coqueta? Poco tiene de malo, a veces hay que buscar en los ojos de terceros una confirmación; es como consultar con un espejo, en este caso los ojos de los hombres, si aún conservas un cuerpo una mirada un alma deleitables.

La víspera de la llegada de tu huésped pondrás el pollo despresado a marinar. Y tendrás lista mantequilla, tocineta, jamón, laurel, tomillo, sal, pimienta y orégano. Tres manotadas de champiñones frescos, una copa de vino claro y nuevo.

Doras en mantequilla las presas por un lado y luego por el otro; de buen color lo sacas y allí mismo fríes cuadritos de jamón y tocineta con las yerbas que dije y con los hongos. Añades luego dos tazas de agua fría y a fuego lento (con el perol tapado) dejas que el agua se reduzca a la mitad. La copa de vino y las presas de pollo se mezclan con la salsa, esperas cinco minutos y llevas a la mesa.

¿Quieres darle a tu huésped un plato menos fácil? No, mira que ya con éste será difícil sacártelo de encima. No exageres. El más ameno huésped que te enciende, cansa. Si no te cansa y si después del pollo sucede algo que no debo decirte pues por ti misma podrás darte cuenta, huye con él, no vuelvas.