40297.fb2 Tratado De Culinaria Para Mujeres Tristes - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

Tratado De Culinaria Para Mujeres Tristes - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

No puedo consolarte. No tengo receta alguna que se apiade de tu tristeza y la modere. Al contrario, sólo puedo decirte que sufras a tus anchas, que sufras todo lo que puedas, hasta que sientas que tanta tristeza ya no cabe en un cuerpo. No ahorres lágrimas, chapotea en el dolor con tanta intensidad como antes en el goce.

Porque hay una regla ineluctable que, ahora que la oirás, te hará incluso más triste: con el pasar del tiempo ya no sufrirás tanto; querrás sufrir como antes y no serás capaz. Es imposible sufrir y sufrir por mucho tiempo. incluso a él, a él, acabarás olvidándolo. Pésele al que le pese y pase lo que pase: si al cabo de treinta y seis meses sigues sufriendo como ahora, no sufrirás por él, sufrirás por la culpa de no seguir sufriendo. Aunque fuera sin límites el amor que sentías, el dolor es avaro, dura menos.

Nadie se atrevió, según el Evangelio, a lanzar la primera piedra contra la mujer adúltera. ¿Quién no esconde en su corazón el eco de un mal pensamiento? Lo dijo, si no me engaño, un tipo disoluto: el adulterio es la sal del matrimonio, Es decir que cierta dosis de adulterio es necesaria para no aburrirse mucho, para que no se vuelva soso el yugo conyugal que ata a las esposas con los maridos.

Una cierta dosis que, por supuesto, no es igual para todas. No todos los adulterios se cometen de la cintura para abajo. Bien lo saben los padres de la iglesia: también cometemos adulterio en nuestro corazón. Nada más cierto: en nuestro corazón, en nuestra imaginación, en nuestros sueños. Y de vez en cuando, algunas atrevidas, en la realidad.

Que le seamos fieles a nuestra pareja hasta en los más recónditos pensamientos no sólo es improbable: es poco recomendable. A la salud mental le conviene una rendija de infidelidad, una válvula de escape para el agobio demasiado intenso de la convivencia. No te embeleses en las fantasías, pero no te cercenes de toda fantasía.

Es por eso que, insisto, uno de los secretos para mantener el buen genio consiste en una cierta dosis de adulterio. La cantidad adecuada, como con cualquier droga, varía según las personas. Hay quienes se conforman con fugaces miradas en los buses, con permitirse un goce secreto por los piropos oídos en la calle, con un roce de pies y pantorrillas debajo de la mesa… Hay codiciosas que necesitan más.

A éstas que necesitan más, y no las culpo, les doy una receta, no me lo creerán, de la mismísima Biblia:

“He salido a tu encuentro, ansiosa de verte, y al fin te hallo. Tengo tendida mi cama sobre cordones, la he cubierto con colchas recamadas de Egipto. He rociado mi alcoba con mirra, y áloe, y cinamomo. Ven, pues, empapémonos en deleites, y gocemos de los amores tan deseados, hasta que amanezca. Porque mi marido se halla ausente de casa, ha ido a un viaje muy largo y no piensa regresar hasta el día del plenilunio”.

Trato de hacer entrar un sonsonete en tu cabeza. Un disimulado martilleo de palabras que quisiera alegres. No salen siempre alegres. A veces me contagio de tu propia tristeza y siento que no puedo hacer un chiste. Si no encuentro una broma en la llenura de la miseria cotidiana, voy hundiéndome en el lodo del aburrimiento. Y hasta que no encuentro el gusto de aburrirme, no puedo salir de ahí, hacia otra aventura (culinaria). Si yo pudiera, si los dos pudiéramos comer algo para salir de esta pesadumbre. Nada. No hay. Las pastillas embotan, emboban, alelan, enmemecen Si uno fuera capaz de encontrar ese plato de la felicidad. Crecimos en penosas circunstancias; vivimos en un país triste, violento. Un sitio horrendo y egoísta donde la gente no se quiere. Se quiere matar. Necesitamos, pues, un manjar de alegría.

Lo importante, tal vez lo más importante, es no querer matarse a uno mismo. Luego, estar dispuestos a un ataque de risa. Alguien que tiene risa no se mata o por lo menos espera a que el ataque se le pase.

Tengo un plato de risa de dudoso efecto -por la dificultad de conseguirlo he podido probarlo tan sólo cuatro veces-, pero que en ocasiones (tres sobre cuatro) me ha dado los resultados hilarantes que buscaba. Se trata del codiciado filete de mamut. Ya sabes, este bicho está extinguido hace siglos y siglos, pero en los fondos de hielo de Siberia, en el potente congelador natural de los glaciares -de vez en cuando- por alguna súbita e inesperada erosión en los hielos perpetuos, se descubre un cuerpo entero de mamut intacto. Es el momento de prender la parrillada.

La carne de este mamífero, debes saberlo, tiene un sabor muy fuerte, parece algo almizclada, curada por el tiempo de ese fuego lentísimo del hielo. Evoca, su sabor, la cacería, tiene algo de jabalí enfurecido y ebrio de adrenalina, algo de hígado de tigre cazado en ocasión de rabia, sabor que mezcla bilis y amargura. Conviene que el romero, la mucha sal, el ajo, los chiles mexicanos, la pimienta, el eneldo, el pimiento, todo esto y otros muchos condimentos maceren esa carne oscura como las cavernas. Conviene al animal y al paladar. Después de asado, se traga sumergido en vodka a menos cuatro grados, se muerde con cordura y se mezcla en la cueva de la boca con el licor helado, formando con las muelas un paté frío y fuerte. Traga sin miedo y ayuda a descender por el sensible esófago con otro poco de vodka.

Tres veces que probé esta receta, como tengo dicho, el efecto del asado de mamut fue feliz e hilarante. Te advierto, eso sí, que una vez produjo vómito, diarrea, palidez, e incluso en dos comensales anemias y sangrados. De todos modos, si lo preparan bien, no te pierdas jamás un convite de lomos de mamut asados.

Niegan algunos cientistas de mente estrecha el efecto hilarante del mamut. No atiendas a sus agrios comentarios: ellos jamás probaron y carecen, por tanto, de la única prueba. Es infalible regla culinaria: confía sólo en quien haya probado. Yo que probé el mamut puedo decirlo: tres veces sobre cuatro lleva a la deliciosa hilaridad.

Lloran a veces los niños, y no quieren probar ni esto ni aquello. Hacen muecas, chillan, patalean, protestan. Y las madres se jalan el pelo sufriendo porque sus criaturas no se callan ni se calman ni comen ni van a tener tan rubicundo aspecto como las de la vecina. Hay un secreto para ganar este combate. Secreto no mío, sino de Pellegrino Artusi, mi maestro, el más sapiente cocinero emiliano, benefactor de las escasas, pero ciertas, dulzuras domésticas. Lo traduzco:

“Si tenéis un huevo fresco batid bien la yema en una taza grande, con dos o tres cucharaditas de finísimo azúcar en polvo; luego montad la clara hasta obtener una esponja consistente, y juntadla a la yema mezclando de manera que no se baje. Poned la taza ante al niño con cachitos de pan para que los meta y moje allí, de modo que vaya haciéndose bigotes amarillos y se ponga contento. Ah, ojalá la comida de los niños fuera toda tan inocua como ésta, ya que por cierto habría así menos histéricos y convulsos en el mundo!”

¿Recuerdas que la suerte de la fea la bonita la desea? El refrán puede ser, simplemente, un consuelo para las feas o un desengaño para las bonitas. Es más bien un aviso: cuídate. Hay personas que no avanzan por exceso de talento, porque al ser buenas nunca se esforzaron y se quedaron girando alrededor de su fácil virtuosismo sin lograr salir de él. Es corriente la idea de que son tontas las bonitas, y por supuesto no es cierta. Pero algunas bonitas se bastan a sí mismas y creen no necesitar nada más que su hermosura: se descuidan, e incluso llegan, poco a poco, a embobarse. En el sonsonete de su belleza se embelesan, y así se quedan para siempre, aun cuando estén marchitas.

Algunas, además de inteligentes, son hermosas. Pero son tanto, lo uno y lo otro, que muchos hombres pierden el ánimo, se paralizan sintiéndose inferiores. Es un defecto de los hombres, claro, pero a ti te afecta; recuerda, si es tu caso, el consejo del sabio: “disimula la hermosura con el desaliño”.

Y hay otra circunstancia peligrosa: la incapaz de escoger porque las oportunidades fueron muchas, Como polillas revoloteando en las farolas la cortejaron muchos hombres, demasiados y quizás ella escogió alguno chamuscado, ¿Pero qué hacer cuando las noches eran un tiempo intermitente de sueño y serenatas? Parecían turnarse, los innumerables varones, para llevártelas, Y es difícil, así, enamorarse de uno, de uno solo, definitivamente, porque nadie reúne en sí mismo todas las cualidades y si aquél era más apuesto, éste otro era más instruido, aquél otro más rico, el de allá más simpático, y ese otro más alegre. Nadie que fuera alegre, apuesto, simpático, instruido… Todo al mismo tiempo. Te entiendo: hubieras querido preparar un coctel de los míos, mezclándolos, pero no era posible. Y claro, así cualquiera se equivoca.

En este punto, se supone, debería venir algún consejo, al menos un consuelo. Pero no, no se me ocurre nada. Como no sea que cultives tus defectos (pues no hay quien no los tenga), los acicales, los pulas, los exhibas, como una clara señal de que no perteneces al inaccesible mundo de los ángeles. No escondas tus miserias: puedes estar segura de quien gusta de tus defectos, que a tus encantos y cualidades cualquiera se aficiona.

El helado de pétalos de rosa, muy pese a lo que dicen insignes tratadistas, no es bueno para el mal aliento. Sólo una cosa te salva de este que se vuelve fiel inquilino cuando se instala dentro: cepillos, sedas, gárgaras, una higiene exhaustiva de la boca, esa especie de víscera que la naturaleza nos puso tan afuera. ¿Te ofendo si te digo que te laves los dientes? Ya sé que lo haces, que no dejas de hacerlo. Si es así y el inquilino no se va, entonces prueba pues los pétalos de rosa, mucho mejores que los aerosoles mentolados. No creo que funcione, pero otras recetas son aún más supersticiosas.

A la mujer virgen que desee perder esa su curiosa condición y que quiera romper ese cerrojo que encarcela su vientre, le daré la llave.

Tanto ruido se ha hecho con asunto tan simple, que no es fácil despojarlo de las telarañas de los siglos.

La virginidad, hace un minuto, la no virginidad, después: ¿“Eso era todo?” La mayor parte de las mujeres, simplemente, se decepcionan; incluso porque no duele tanto y quisieran que la culpa, si la hay, fuera más dolorosa. También porque el placer rara vez viene tan rápido y quisieran que el gusto fuera más gustoso.

Opino, en realidad, que no es la virginidad lo que interesa, lo que preocupa. Lo importante, lo que te hace temer -quizá- o estar ansiosa, es esta rima: la desnudez y la primera vez. No es fácil desnudarse ante un extraño; y toda primera vez es una conjunción de expectativas, de temores, deseos y dudas confundidas. Tanto que alguien sentencia que el secreto para mantener vivo el entusiasmo es hacer las cosas, siempre, como si fuera la primera o la última vez que las hacemos.

Pero volvamos a lo nuestro. ¿Con quién hacerlo la primera vez? No censuro la vieja costumbre de la noche de bodas, con marido oficial ya autorizado e himeneo legal. O corno lo decían los manuales de mujeres piadosas: “inmola tu virginidad en el sagrado altar del matrimonio.” Es un desvirgamiento protegido por leyes y bendecido por iglesias que le da al acto la solemnidad de lo que nadie desaprueba. Sin embargo no todas quieren esperar a la luna de miel para probar aquello. No las culpo. Antes el himeneo se realizaba a los catorce años; ahora para casarse hay que esperar, qué sé yo, a los veinte, a los treinta, aun más tarde. Y dejar que por decenios sólo la imaginación tenga conocimiento, puede llegar a hinchar demasiado sueños y pensamientos.

¿Con quién hacerlo, pues? ¿Con el querido novio? ¿Con un amigo comprensivo? Con un primo en vacaciones? ¿Con un desconocido que no exija consecuencias? ¿Con el hombre que ames desesperada o esperanzadamente? ¿Con uno que no importe demasiado pero que sirva para salir de esto? Amiga, no lo sé. Mujeres han probado todos estos remedios y la respuesta es parecida en todas: nada del otro mundo. Lo preferible, aunque escasea la feliz circunstancia, es hacerlo con amor y siendo amada, pero no siempre se puede esperar a tan escasa coincidencia.

Evita, por supuesto, al bruto y al violento. Evita al memorioso puritano que toda la vida te sacará en cara el tonto orgullo de haber sido el primero. Saca el cuerpo, también, a quienes tengan una edad muy alejada de la tuya. Es bueno que la emoción y la experiencia no sean muy distintas. El asunto, en realidad, no es nada trascendente. Recuerda el aforismo de aquel sabio: “el ideal de la virginidad es el ideal de los que quieren desvirgar”. No es tuyo, temerosa doncella, no es de amables donceles, es de machos prepotentes.

He estado consultando manuales y tratados para aconsejarte en lo que has de hacer después del parto.

Hay a tu lado, de pronto, un ser gimiente. Tiene hambre y exige. Por algo le dirán infante y lactante: no habla y pide a gritos lo único que quiere: leche. Como alguno dc tus amantes, hay otro enamorado de tus pechos.

El muy sabio rey don Alfonso ya lo sabía, hace siglos: dcbes tú misma amamantar tus hijos. Nada de biberones y nodrizas, nada de teteros, que para eso la providencia te dio no una sino dos fuentes de cándida leche en los henchidos pechos. Pero si por desgracia tienes que usar nodriza, escucha este consejo del sabio soberano: “Las unas han de ser sanas, y bien acostumbradas, e de buen linaje, ca bien así como el niño se govierna, e se cría en el cuerpo de la madre fasta que nace, otrosí se govierna, e se cría del ama desde que le da la teta fasta que gela tuelle, e porque el tiempo de la crianza es más luengo que el de la madre, por ende no puede ser que non reciba mucho del contenente, e de las costumbres del ama.”

Así que ya sabes a qué atenerte, tu hijo ha de ser como aquella que te lo cría. Ojo pues con tus niñeras y nodrizas y mucamas; de ellas bebe el infante lo que será cuando hable.

Creíste haberlo amado alguna vez. Mejor dicho lo amaste. Pero ahora, sólo pensar en él te produce escalofrío, repugnancia. Fue como amar un guerrero en armadura de la que sale, de repente, la floja gelatina viscosa de un ser abominable. Cómo fue posible que yo, esta de ahora, haya querido alguna vez a semejante…

Cómo vivir con este recuerdo perfumado de rabia. Lo malo es que todavía, de vez en cuando, te vuelve a la memoria su coraza vacía, su carne de molusco. Y tú quisieras poder sumar todas las miserias y pequeñeces de ese mequetrefe disfrazado de héroe para adquirir la perfecta indiferencia, para no pensar ya nunca más en él o pensarlo como se piensa en que se te olvidó comprar la jalea para el desayuno, Sin odio, sin temblores, sin ganas de venganza.

Una hechicera de los páramos del altiplano, una altiva hechicera, me dio una vez la receta para disolver el recuerdo disgustoso de un mal amor pasado. Para cancelar esa oprobiosa memoria, al parecer, se requiere volver a la sevicia de los rituales salvajes y, como en ellos) es necesario hacer violencia a un animal inocente pero, como el recuerdo, repugnante.

Habrás de conseguirte una babosa, un caracol sin concha, mejor dicho. Una de esas que después de la lluvia se pasean parsimoniosas por el suelo, dejando una estela de baba espumosa que da bascas, como el recuerdo de aquel. Pondrás la babosa sobre un pañuelo de lino de color pastel y cogerás un puñado abundante de sal fina. Echa la sal sobre la babosa y aprecia cómo empieza a retorcerse y entre retortijones a disolverse en nada. No mires más, ata el pañuelo y entiérralo veinte centímetros bajo tierra. Con la babosa disuelta en sal se disolverá también ese asqueroso recuerdo.

No he probado jamás esta receta, pero la risueña sacerdotisa de los páramos me aseguró su eficacia.

Pocos conocen y menos reconocen la eficacia de la cura que pasaré a explicar. Pero es, quizá, la única receta que jamás decepciona. He querido llamarla la cura del rostro, porque no hay quien no tenga en la memoria un grupo no muy grande de caras que, a su vista, producen alegría.

El rito del sosiego es el siguiente. Dos sillas y una mesa, un paté de hígado de ave, tostadas de pan fresco y trigo íntegro, una botella helada de vino de Sauternes, y frente a ti la cara del amigo, de la amiga, el rostro que conoces, uno de esos que con solo verlos nos devuelven la calma.

El paté, a los amigos, les recuerda que son carne. El pan no los deja olvidar que todo nace de la tierra y todo a ella vuelve. El espíritu del vino de Sauternes aviva lo que más nos hace vivos: la posibilidad de unir dos pensamientos.

Quiero decirte ahora de un arte muy antiguo: el arte fisiognórnico. Lo debes cultivar desde muy pronto pues sólo la experiencia te ha de guiar sin tropiezos por el conocimiento de la gente a través de los signos de su cuerpo. Tal vez sin darte cuenta ya ejerces esta ciencia cuando, al ver una cara, haces una hipótesis del que la lleva. Si lo piensas bien verás que cada rostro revela su propia historia; incluso los mejores actores no pueden ocultar las huellas que la vida va cavando en su cara.

Todo el cuerpo nos habla del dueño de ese cuerpo. La forma del cráneo, que tan a fondo estudiaron los frenólogos, no es una clave unívoca y nítida, pero tampoco tan oscura como para no decir nada. Fácil es descartar las frentes muy estrechas, pues ¿qué han de contener menos de tres dedos de materia gris entre el final de las cejas y el comienzo del cuero cabelludo? Evita las cabezas muy pequeñas pues la oligofrenia indica ya la pequeñez de espíritu.

Unos ojos muy separados, unas cejas ausentes, un labio superior que se aprieta sobre el de abajo hasta desaparecer, un cuello demasiado corto, las uñas carcomidas por los dientes, una gran panza, la obesidad del insaciable, la enjutez seca del delgado en extremo, los pies enormes, el arco sospechoso que forman las dos piernas A todo esto y mucho más has de mirar con cuidado y también a la forma de vestir pues como dijo en su Partida Segunda don Alfonso el Sabio, “vestiduras facen mucho conoscer a los homes por nobles o por viles”. En un sector de tu memoria encontrarás avisos que te ayuden a interpretar estas características. Atiende a esos avisos, confía en ti, no te vayas detrás de lo que te inspira asco, tristeza, desconfianza; no trates de vencer lo que crees prejuicios y en cambio son oscuros signos del pasado de tu especie.

Cuando cambias de sitio (de geografía), la memoria padece una crisis de recuerdos. El pensamiento, casi siempre, tiene un recorrido que sigue el curso de los ojos, como tus ojos ven asuntos que casi no reconocen ni disciernen, tendrás un martilleo de imágenes e ideas en la cabeza difícil de desenredar.

Poco tiempo después verás caras conocidas, pero ya no sabrás a qué sitio corresponden, si al de antes o al nuevo. Las miras fijamente sin saber en qué lengua te hablarán, y cuando abren la boca, antes de que el sonido salga, estarás al acecho de todos los indicios. Buscarás algo que te diga si este trozo de existencia Pertenece a tu vida de ahora o a la de antes.

Al amanecer, al abrir los ojos -en ese momento en que la mirada golpea cielorrasos y paredes-, los primeros segundos no estarás segura de en qué sitio te despiertas, tardarás un rato en recobrar el hilo de tu vida, y por un momento sufrirás el temor de que se haya roto definitivamente.

Una mano a tu lado, una nariz conocida, recta o aguileña pero conocida, podrá servirte de ancla a ese pasado que no puedes perder si no quieres extraviarte por los nuevos rumbos. Pero si la decisión era cambiar la geografía para cambiarlo todo, para extraviarte de gusto y empezar de nuevo con la esperanza de que en el otro sitio no reaparezcan los errores de siempre, entonces convendrá no buscar caras sino asomarte a la ventana y hacerte dueña, desde lejos, del paisaje extranjero.

Así mismo, en los sabores, si quieres recordar, en casi todo hallarás reminiscencias y creerás descubrir en la polenta el aroma de la arepa. Si quieres olvidar, en cambio, reconocerás que el olor de las trufas no se parece a nada conocido, que la amargura del radicchio nada tiene que ver con el zapote. Y olvidarás para siempre el sabor del tamarindo, la avara consistencia del mamoncillo, el empalagoso olor de la guayaba.

Uniré dos sentencias ajenas y sapientes con el fin de inducirte a la moderación. La una es de Quevedo, el miope, cojo y lenguaraz Quevedo, que dijo: “Todo lo demasiado siempre fue veneno” La otra es del indigesto Ceronetti, experto entendedor de los silencios del cuerpo: “Por muy poco que comas, comerás demasiado”.

¿Qué es esto, te dirás: un cocinero que me invita a la anorexia? No. Para hacerse entender conviene exagerar. Pero nunca conviene exagerar comiendo: mejor las ganas de repetir que el empalago.