40297.fb2 Tratado De Culinaria Para Mujeres Tristes - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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Además, sólo un secreto hay para no engordar comiendo: preparar bien los platos. La mala culinaria es tan desagradable que quita el hambre mal, no sacia el apetito. Los manjares deleitosos no complacen tan sólo la barriga: sosiegan el espíritu y por eso permiten raciones razonables. Mientras peor sea lo que comes, más te atiborrarás de todo aquello, te llenarás sin piedad en busca de un deleite profundo que no llega.

Al que dice quererte ¿cómo creerle? Si hubiera alguna estratagema para saber que no miente, un potaje mágico de color amarillo que, si él lo tomase con cuchara de plata, revelara el secreto de sus verdaderos sentimientos. El potaje se volvería verde en caso de mentira, y naranja subido, casi rojo, cuando fuera seguro que te quiere mucho; y cuanto más subido el rojo, más amor te tendría. Si la sopa, en cambio, conservara su amarillo original, querría decir que en cuanto al corazón le resultas del todo indiferente.

Yo sé que esta receta me haría rico. Sería un invento útil y fácil de entender. Como un semáforo. Me he pasado decenios con polvillos, raíces y verduras, buscando este potaje tornasol. Aún no lo he hallado. Pero a falta de un método infalible, sigue el viejo consejo matemático: hay que creer la mitad de la mitad. Si después de ese par de divisiones queda en pie una llamita alumbradora, empiézale a creer, pero no olvidcs los hombres son cobardes para amar.

Que qué cansancio, que no tiene un minuto. Mentiras. Lo que no tiene es fuerzas para pensar la vida, calma para sentir como transcurre

Cuando él no tiene tiempo, cuando él trabaja mucho y mide los segundos como otros las horas y los días, cuando él es incapaz de sentarse a conversar, sin ansiedad, un rato, no le creas. El trabajo es el escondite que hallaron los hombres para no vivir según un ritmo más humano y más decente. Es su manera de poder estar solos sin tener que decir que quieren estar solos.

¿Recuerdas el precepto antiguo, del amigo de Diótima, “conócete a ti mismo”? Lo recuerdas, claro. Por una vez, conscientemente, me voy a permitir una observación de puro macho chovinista: este precepto no sirve a las mujeres; ellas, antes que a sí mismas, prefieren conocer a los demás. En cuanto a conocimiento, las mujeres tienen una indudable vocación al altruismo.

Las personas, eso lo sabes bien, no nos gustan o chocan por sus grandes gestos, por sus hazañas o sus empresas importantes. Es en lo nimio, en lo ínfimo, en los diminutos detalles insignificantes, donde se encierra el significado de los hombres, su diseño secreto: allí resolvemos si hay afinidad o repelencia.

Una vez, por una confluencia de casualidades que alguno no dudaría en calificar de mágica, me fue revelado el método para conocer a las personas. Es sencillo, pero requiere una desprevención casi infantil para percibir los detalles. Como en una partida de ajedrez,

todos los participantes han de contar con las mismas piezas. Que son cinco:

Un plato de porcelana mediano

Tenedor y cuchillo de buen filo

Una servilleta

Una naranja madura

Quizá, como siempre, mi excesiva simpleza sea decepcionante. Pero he comprobado que en el modo con que una persona corta o pela una naranja, y en el ademán con que la prepara y se la va comiendo, está la cifra y clave de su personalidad, de los motivos de su comportamiento.

Habrás de ver, ante todo, que hay metódicos como teutones y japoneses en todas las razas, y japoneses y teutones caóticos como el más crudo y burdo de los salvajes. Analizarás los detalles. La forma de pelar es de gran importancia: no es lo mismo ese ir dándole la vuelta al fruto, de polo a polo, en forma de curvado caracol, dejando al final una sola serpiente llena de cimas y sinuosidades o especie de resorte, que el corte de los polos y luego las incisiones longitudinales para arrancar pétalos simétricos de piel. No es igual el que en vez de pelarla la parte y con la cáscara se lleva medialunas de naranja hasta la boca donde los dientes se encargan de sacar la pulpa, al que corta una tajada por encima y con el cuchillo remueve lo Interior para irlo sacando poco a poco o el que después de pelarla se la va tragando gajo a gajo.

Formas de comerse la naranja hay casi tantas como personas. Y formas de sacarse las pepitas de la boca, y de hacer muecas ante la dulzura o acidez del líquido. No sé darte la clave de todo movimiento: pero observa a tus huéspedes mientras comen naranja: allí está la cifra de su mundo: allí decidirás si te gustan o no. Incluso en el gesto de esos extravagantes que rechazan la naranja diciendo: “perdón, me hacen daño (la manera de muchos para decir “no me gustan”) los cítricos”, hallarás un motivo de conocimiento, de gusto o de disgusto.

¿Que eres fea? Perdóname si supongo, más bien, que eres ignorante. Hay una cosa, deberías saberlo que se llama artes plásticas. Lo que con estas artes se produce, es tan maravilloso que desde hace milenios el hombre lo cultiva, lo cuida, lo conserva. Es la memoria, la memoria de lo que nos gusta. Piedras talladas, vasijas con dibujos, pinturas, lienzos, muros, esculturas, y más recientemente fotos y películas. Y allí hay, sobre todo, imágenes de mujeres. Mira bien y verás que seas como seas (tu cara, tu cuerpo, tu adelantado o tu trasero) en alguna parte, alguna vez, habrás sido prototipo de belleza. Y una belleza serás, de todas formas, para alguien.

Cuando te dices fea querrás decir que tu hermosura no está ahora de moda. Lo que no significa que no haya quien te admire pues todavía hay gente con carácter que no juzga según los modelos del ambiente sino con los ojos, con los propios ojos.

Tal vez aún no lo sepas, pero a alguno tú haces perder el sueño, el apetito. Él te ha visto una vez y sin embargo, es como si de siempre te estuviera buscando, y como si en un momento de deslumbramiento, al verte, al fin, te hubiera hallado. Como por efecto de una memoria ancestral te reconoce y es a ti, sólo a ti, a quien él buscaba. Tú tal vez no lo sabes, pero en algún rincón de la tierra hay un hombre que te está buscando.

Te enfermaste y no hay nada qué hacer; vas a morirte. Lo que queda de vida podrá contarse en meses (tres, once, diecisiete…), ya no en años. Los que te quieren lo saben y lloran a escondidas para que tú no sepas que ellos saben. Tú lo sabes y lloras a escondidas para que ellos no sepan que tú sabes. Te despides. Te quedas largamente mirando los objetos que quisiste. Miras por la ventana el guayacán con hojas todavía verdísimas y sabes que ya no habrá tiempo para volver a verlo furioso de amarillo. Te despides. Imperceptiblemente te despides de cosas y personas. Miras con la nostalgia de la última vez y algo por dentro te aprieta, se encoge, quisiera protestar pero no puede, se resiste y se resigna.

Después de un tiempo quisieras abreviar el sufrimiento, pero no eres capaz. Los que han probado opio sostienen que “lo único real es el dolor.” Está bien que suprimas el dolor, es decir la realidad. La receta es el opio. Tienes derecho, si quieres, a despedirte de la vida en calma. La receta proviene de la flor de amapola.

No permitas que él, que nadie, te encierre en la cocina, así muchos supongan que la cocina es el sitio reservado a las mujeres. En la cocina, sola, no puedes estar acabarás cociéndote en tu propia salsa de amargura. Es cierto que en las ollas se halla distracción y que con buen cuidado y buenos ingredientes mantendrás muy despiertos todos los apetitos de quien contigo habita. Pero no te limites a estar en la cocina, y menos sola. Más bien haz lo siguiente: consigue que él aprenda a hacer un plato fácil y que empiece a creer que por ser hombre (todos lo creen) logrará superarte (también, siempre dicen también) en la cocina.

Para este plan no es mala idea una tortilla de esos tubérculos que los españoles, alargando la voz inútilmente, insisten en llamar patatas y son papas. Eso sí, a la tortilla, no permitirás que sea él el que le dé la vuelta. Enséñale a pelar las papas y a cortarlas en rebanadas ni delgadas ni gruesas. Para que entienda bien, dile que no más gruesas que las monedas de quinientos que guarda en el bolsillo (y lo has de ver sacando la moneda y midiendo el tamaño). Enséñale también a ponerlas en la sartén con el aceite aún frío. Dile que no es tan fácil batir muy bien diez huevos en una coca grande, que no debe quedar rastro de yema ni de clara, que la medida de sal es sutil e importante, así como el momento en que las papas se deben aliñar con una única cebolla cabezona en rodajas, más una manotada de perejil picado muy menudo.

Dile también cómo, al alcanzar un tenue dorado, un bronceado leve como de costa del sol en el otoño, se cuelan las papas y la cebolla frita y cómo debe mezclarlas, en frío, con los huevos batidos. Después, en poco aceite, enséñale a depositar la mezcla con cautela y dile que te avise cuando empiece a secarse por encima. Dar vuelta a la tortilla, ya te dije, es lo único difícil. Pero no se lo hagas saber, mándalo a otra parte mientras en una tapa haces la voltereta necesaria. Cuando él vuelva verá la parte dorada por encima y se sorprenderá de sus dotes culinarias. Pocos minutos más y dile que ponga la tortilla en una fuente, con rodajas de pan.

Este es un buen comienzo para tener un compañero fiel en la cocina. Sigue con ensaladas, carnes rápidas, jugos de frutas varias. Llegará el día en que lo vas a ver leyendo una receta y dando finalmente una sorpresa. Al cabo de los años una pareja encuentra que su mejor acuerdo se encuentra en la cocina. Por eso no te encierres, no dejes que éste sea tu único atributo, aprende a fabricarte un mozo de cocina.

Ah, el café, el café. Nuestro país ha sobrevivido por siglos gracias a esta planta y bebida de los árabes. Es una droga dócil, atenuada, de efecto maravilloso pues aviva la conciencia sin desbocarla ni desesperarla. Brebaje ideal para la somnolencia y la pereza, para el desánimo y la apatía, para la ataraxia y el exceso de resignación. Voltaire, que era despierto y divertido, un filósofo risueño que nunca tuvo úlcera, se tomaba más de diez tazas diarias de café, para avivar su ingenio y su sabiduría. En Voltaire el café hizo el mejor efecto, descrito por un conocido volteriano cJe España: “Voltaire es el hombre de letras al que menos opiniones desastrosas pueden reprochársele, aquél en cuyo nombre o con la inspiración de cuyas doctrinas es más difícil cometer crímenes”. Fue gracias al café que logró esto, yo lo sé.

En momentos que el ánimo está bajo, o cuando la comida ha sido demasiada, o cuando los vacíos de silencio empiezan a ganarle al intercambio de palabra, o cuando el mal humor roba el espacio de los buenos o cuando es necesario pasar la noche en vela, no hay liquido más ameno y confortante que el café.

¿De toda la modorra de la madrugada, del delicioso abrazo de las sábanas, no te levanta la exquisita esperanza de un calé con leche? Desconozco una manera mejor de empezar la mañana, salvo cuando con tiempo, además del café, gozas también de amores con tu amado. Esta combinación es la ideal, más no siempre posible, con las prisas que corren hoy en día.

Para hacer el café lo mejor es molerlo en el momento y que sea un café de granos sanos, enteros, muchos de ellos cogidos en sombrío de montaña, y ojalá que el sombrío haya sido de cacao, de guamos y madroños. Te digo lo ideal y no lo indispensable. Lo indispensable sí es molerlo poco antes, y usar alguna máquina que haga pasar el agua casi hirviendo, y lenta, por el café pulverizado. Los italianos han hallado buenos métodos para hacer esto bien, aunque también los turcos con su jarrito de boca puntiaguda y los nórdicos con su jarra que filtra con un émbolo. Todos son buenos métodos para hacer el café.

Tómatelo despacio, abre los ojos, aviva los sentidos. Con el café la vida se hace transparente. Ni bebas ni examines el poso del café. Si lo miras te da cáncer de cerebro, si lo tomas, tumores al estómago.

El nombre más hermoso y clásico de la manzana lo recibe una fruta con sabor de rosa. Es rara, escasa, aromática. Nadie la cultiva, crece por ahí, en árboles gigantes que dan sombra a otros sembrados. Su corteza es lisa y circular, con dos pepas adentro. Es casi seca, con una leve humedad de pétalo. Aquí se llama poma. Parece un pomo para abrir un cajón repleto de secretos. Parece una bola de perfume, parece una mejilla de doncella tierna.

Si comes pomas al caer la tarde, besarás por la noche en perfecta armonía con la otra boca. Si comes pomas en la madrugada, revivirás los besos perfectos de la noche. Come pomas para aprender a besar, come pomas que te besen.

Y el secreto del beso, ¿cuál será? A veces nos parece que el otro no se entrega. Enuncia una frontera con sus dientes, asoma dudas en sus labios tiesos y la ventosa no funciona, como si el alma, es decir el aliento, se negara a entregarse. En cambio hay otros en que las bocas casan perfectamente, corno una ficha de rompecabezas con su correspondiente. Eso es: a veces otras bocas no empatan con las nuestras, no hay empatía, no se encuentran. Hasta no dar un beso profundo y prolongado no sabrás si el que te gusta te gusta hasta la muerte.

A ese insolente que te busca sin darse cuenta de que tú no quieres; a ése que te apoya el muslo en la rodilla y te pone la mano sin gracia y sin efecto o con efectos repelentes en tu cuerpo; a ése más fastidioso que mosquito al conciliar el sueño, más molesto que guijarro en el zapato, importuno como barro en la nariz, como piquiña en mala hora y peor parte, nauseabundo como hediondez al momento del almuerzo, como un pelo en la sopa, como araña que camina en la nata de la leche, a ese empalagoso como miel con panela y mermelada, aborrecido como ave de mal agüero, a ese bostezo humano, a ese salivoso, te diré como sacártelo de encima.

Prepara este potaje: dos onzas de estricnina, seis gramos de cicuta, una pizca de arsénico y tres cucharaditas de sales de mercurio, todo bien mezcladito con azul de metileno. Ya lo sé, eres muy educada y el boticario no querrá despacharte la receta. Por los dos motivos, aquel impertinente del que hablamos volverá a la carga con sus majaderías y manitas.

Puedes dejar a un lado tus modales, por un instante, pegarle un grito inmenso que lo envíe a esa infinita e infranqueable distancia designada por la palabra porra. Pero mejor aun, sin perder las maneras, usar una receta -horrible- para echarlo, un plato que bocado tras bocado vaya haciendo estragos en lengua y paladar, y produzca catástrofes en el esófago y en la barriga.

Haz una mayonesa con huevos no podridos ni muy frescos más el aceite rancio que usaste para freír pescado. Mucha, muchísima mayonesa. Pon mientras tanto a cocinar un puñado abundante de tallarines y déjalos hervir tres veces el tiempo que recomiendan en la caja. Licua los frisoles que sobraron del almuerzo del miércoles, con trocitos de hígado de buey y un tanto de pezuña. Saca los tallarines blancuzcos y babosos, ponles la mayonesa y los frisoles y desmenúzales un poco del quesito que sobro del otro día.

Niega que tengas hambre y sírvele la mezcla mas bien fría, casi tirando a tibia. No vayas a probar este menjurje. Mira más bien como se van nublando los ojos del impertinente. Elogiará, por zalamero, tu plato. Pedirá incluso un bis. Se tomará dos vasos de agua tibia (ponla así en la mesa, templada en la cocina). En un momento dado preguntará por los servicios. Poco después recordará un olvido, algo urgente, y ganará la puerta. Tanto como tu plato serás inolvidable. Pero no volverá. Al fin, no volverá, te lo habrás sacado para siempre de encima.

Si llegara a volver, no sólo es de espíritu odioso, sino de estómago de piedra, cianuro o estricnina (imaginarios).

¿Rezar? Pues sí, no tiene nada de malo, y mejor que lo hagas en latín, la lengua que dominan nuestros santos. ¿Que nada sabes ya en la lengua de Ovidio y de Lucrecio? ¿Que ni una frase sabes de las oraciones que dictó a san Ambrosio el santo espíritu? Mala cosa. Yo he de decirte entonces plegarias milagrosas, jaculatorias suaves que endulzan el oído del más altivo, del más esquivo santo. Escucha por ejemplo este pausado himno (e infalible) de los siete dolores:

Eheu! sputa, alupae, verbera, vulneraClavi, fel, aloe, spongia, lancea,Sitis, spina, cruor, quam varia piumCor pressere tyrannide.Cunctis interea stat generosiorVirgo martyribus: prodigio novo,In tantis moriens non moreris ParensDirs fixa doloribus.

¿Que no me entiendes nada? Pues bien, te lo traduzco, o dejo que lo haga un célebre poeta, al idioma vernáculo que hablas:

¡Cuán tiránicamente te oprimieronEl corazón los golpes incontablesLa sed, la lanza, la hiel, las heridas,Los clavos, las espinas y la sangre!Pero tú resististe aquellas penasCon mayor heroísmo que los mártiresY fue milagro que sobrevivierasPor ser mortales sufrimientos tales.

Ya ves qué fácil es, mujer incrédula. Si crees, si confías, si te rindes a la serena virtud de las palabras, los más duros tormentos los soportas. En caso de emergencia, te doy este secreto:

Y ya que la salud es vuestra esclavaY que la enfermedad os obedece,Sanad del lodo nuestras almas lánguidasY haced que en ellas la virtud aumente.

¡Oh, no! No te estoy recetando beatería. Pero decir palabras en voz baja, recitar un rosario sin prisas ni fastidio, sentarse a meditar pensando en nada, ser capaz de vaciar el tiempo de toda ocupación y dejarlo transcurrir tranquilamente, lleno tan solo de palabras que vagamente entiendes, es antigua receta que por siglos y siglos ha venido sirviendo a tus hermanas en goce y en suplicio. Pruébala tú también, que no hace daño.

La rutina no es, como piensan algunos superficiales y mendaces, lo que hace la vida insoportable. Es más bien lo contrario: tantos actos de la vida son tan insoportables que si no los volviéramos rutina, harían que la vida fuera insoportable. Dice un amigo sin nombre: “La única manera que tiene el hombre de soportar la vida, es haciéndola rutina.”

Porque hay oficios tediosos e inevitables que no deben ofender nuestra cabeza con la sombra de un pensamiento, de una duda; hay que mecanizarlos y hacerlos sin pensar: sacar el polvo, lavarse el pelo, limpiar el piso, pagar las cuentas, ir a la oficina. No pienses en lo horrible, vuélvelo rutina. Acepta sin lucha las inevitables tareas cotidianas y reserva el entusiasmo para las insólitas. Come y cocina platos simples para el diario. Y que cuando haya un manjar todo sea una fiesta. La existencia no aguanta banquetes cotidianos. Que lo rutinario se convierta en un zumbido inaudible, en un fondo inevitable de la otra, la verdadera vida, la que sí piensas y buscas y renuevas y cambias y proteges. No vuelvas rutina lo que te exalta, lo que te interesa. Lo que no importa pero toca hacerlo, debe ser rutinario para que no pese.

No pretendo enderezar destino alguno. Los tortuosos caminos que trazan nuestras vidas nos parecen a veces erráticos desvíos, inútiles rodeos cuando existen atajos incluso más expeditos. Pero yo no reparto culpas e inocencias, faltas y aciertos, medallas y castigos.

Nadie puede indicarte la infalible ruta de la felicidad. Esa te la fabricas sola y no depende, sin embargo, ni siquiera de ti, sino de una mezcla casual y siempre diferente de azar y voluntad, ¿Qué, si tu imaginación te lleva a amar a la persona equivocada? ¿Si escoges soledad cuando más te convenía compartir lecho y techo? Pero no hay quien lo sepa de antemano y la experiencia ajena no te sirve.

Para esos ratos de impaciencia en que la vida te parece una continua pérdida de tiempo, te daré una receta que hace transcurrir los minutos más serenos, que te ayudan a convencerte de la poca importancia que tienen los segundos, las horas y los días. Déjalos que transcurran en silencio y aprende esta lentitud en el conejo murmurado.

El inquieto, el nervioso, el tembloroso conejo, acaba su lujuriosa carrera mundana sin piel, sin vísceras y despresado en el fondo de una cazuela de barro. Da casi pesar su carne violácea y casi se comprende a los vegetarianos. Hay que hacer una larga ceremonia de purificación y sacrificio para atreverse a masticar sus delicadas carnes. Se trata, te repito, del conejo murmurado.

El conejo se deposita, pues, en la cazuela, destrozado. Se añaden muchas hierbas: tomillo, laurel, pimienta, clavos, orégano, romero, perejil. Y ajos y cebollas cabezonas. Dos litros de vino tinto seco y rojo como sangre. Se pone en un fuego lento, más que lento, lentísimo, ni siquiera en el fuego sino cerca del fuego. Allí, a las horas, empieza a murmurar, el conejillo empieza a murmurar. No hierve, no bulle, no bufa, no protesta, suelta su espíritu en un murmullo suave, despacioso, inaudible casi, imperceptible casi. Pocas burbujas breves y pequeñas ascienden. Y debe murmurar toda la tarde, toda la noche, toda la mañana y apenas al crepúsculo del día siguiente se podrá empezar a probar y masticar sus bocados. Son deliciosos, suaves, inanimados. Son casi un vegetal, pese a los huesos, pues los huesos después de los dos días son como pepas o semillas. El conejo murmurado te enseñará la calma y el desprendimiento que requieres. Ensaya este secreto, este rumor o chismecito, ensaya este murmullo si no me crees y para que me creas.