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– Deme la pistola.
– ¿Qué diferencia hay?
– ¡Deme, le digo!
El detective le entregó la pistola. Soriano se la apoyó en el pecho.
– ¡Al baño! ¡Entre!
– ¿Se volvió loco? -Marlowe intuyo, sin embargo, que el argentino no bromeaba. Estaba más serio que nunca. El gordo dio dos pasos atrás y dijo en inglés a la secretaria.
– Vamos, amor, lleve a mi amigo al baño.
La muchacha sonrió, divertida. Salió de la fila y empujó al detective.
– Muy bien; ¡nadie se mueva, porque lo rajo! -grito Soriano en español.
La mujer cerró el baño y entrego la llave al argentino que parecía muy nervioso.
– Venga, señor Van Dyke -dijo en español y acompañó las palabras con un movimiento de cabeza.
El actor dio dos pasos al frente. Parecía aterrorizado. El negro habló.
– Si lo toca voy a destrozarlo, mexicano sucio.
– Argentino, compañero -aclaro en castellano-. Quédese quieto si no quiere un tiro en la panza. Usted, querida -ahora deletreaba inglés-, deme la billetera de su patrón.
En el baño, Marlowe había empezado a golpear la puerta. Gritaba.
– ¡No sea imbecil, Soriano! ¡Lo van a destrozar! ¿Qué quiere hacer?
Entre tanto, la mujer vaciaba la billetera de Van Dyke; los tres hombres se movían contra la pared. Marlowe gritaba en el baño, enfurecido.
– ¡Tengo las armas aquí, Soriano! ¡Abra!
Soriano guardó el dinero en el bolsillo.
– Esto es un robo. Dentro de un rato vendrá la policía encima suyo -dijo Van Dyke.
– No entiendo bien que dice -contesto Soriano en español-, pero usted no va a llamar a la policía. No le gustará pasar por estúpido. Usted, vaya a soltar a mi compañero que tiene dolor de panza.
Cuando la muchacha abrió la puerta, Marlow apareció rugiendo, con un revolver en cada mano.
– ¿Termino la broma? ¡Chiquilín estúpido!
– Bueno. Cuando se despida nos vamos -dijo Soriano.
Salieron. Soriano echó llave a la puerta. Bajaron las escaleras y llegaron a la calle con aire indiferente. Soriano hizo senas a un taxi. Subieron. El argentino dio la dirección de la oficina de Marlowe.
– Usted me debe una explicación y mejor que sea buena.
– Le voy a decir la verdad. Tome prestados unos dólares del señor Van Dyke. Me pareció que usted es demasiado orgulloso para pedir favores.
– ¡Que?!
– ¿No ve? Ya está escandalizado. Si tanto lío, que más da echar mano a una…
– Usted es un inmoral…
– ¡Ufa…! Deme un sermón, ahora. Usted es complicado. Lo metí en el baño, ¿no?
– Eso me duele. ¿Quién es usted para juzgar mi conducta? ¿Por qué no me dejó participar? Se cree más vivo porque es joven, ¿eh?
Hubo un largo silencio. Por fin bajaron del auto. Fueron sin hablar hasta el ascensor. De Marlowe dijo:
– Tome las llaves. Váyase a casa. Tengo ganas de pegarle y creo que voy a hacerlo.
– Escuche, Marlow…
– ¡Váyase!
El detective tomó el ascensor y cerro la puerta rápidamente. Soriano se quedó solo. Su cara se había puesto roja. Salió a la calle y paro un taxi. Dio la dirección de Marlowe. Sacó el dinero y lo contó: había setecientos ochenta dólares. Sintió una sensación de angustia. Bajo dos cuadras antes y se detuvo a comprar una botella de whisky.
Cuando entró en la casa, el gato fue hacia él y se sentó en medio del living. Soriano abrió la heladera, sacó leche y llenó un platito. El gato tomó un poco y se sentó a mirar al argentino. Este se sirvió un vaso de whisky con hielo, miró la pared y sintió un frío en la espalda.
– ¡Mierda, Marlowe! ¡Nos habían roto la ropa!
Sólo los ojos del gato, ardientes como brasas de cigarrillos, vigilaban en la oscuridad. Soriano estaba tendido en el diván con la ropa puesta. Dejaba colgar un brazo en cuya mano había un cigarrillo apagado. Roncaba estrepitosamente. La radio sonaba baja, algo lejana y sola. El gato había buscado un lugar entre las piernas del periodista y miraba la puerta de calle. Cuando esta se abrió, la escena se modificó ligeramente. El gato saltó al suelo y el estallido de luz le cerró las pupilas. Soriano, sacudido por el ruido, dejó de roncar y se acomodó en el diván con un gesto de disgusto. Siguió durmiendo.
Marlowe tenía el pelo revuelto. La corbata abierta colgaba desde el medio del pecho y estaba sucia. El traje sin planchar tenía un aspecto andrajoso. El saco estaba desgarrado en el brazo derecho hasta el codo, y el pantalón se había roto en un siete a la altura de la rodilla derecha.
Tambaleó. Sus ojos estaban vidriosos y opacos como el café. La culata de la pistola asomaba entre el cinturón y el elástico del calzoncillo.
– ¡Levántese, Soriano!
El argentino empezó a incorporarse con lentitud; trataba de entreabrir los ojos, atacados por la luz. De entre sus dedos cayó el cigarrillo apagado. Protestó.
– ¿Qué hora es?
Se sentó en el diván, la cara cubierta por las manos; el pelo estaba sucio y tenía el color del barro. Abrió los dedos y entre ellos sus ojos observaron al detective que estaba parado, inclinado hacia adelante. Oscilaba. A Soriano se le ocurrió que era un capricho de la luz.
– Está borracho -dijo en un tono neutro.
– ¡Levántese!
– ¿Por qué no se da una ducha? Ya conectaron el gas.