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– ¿Piensa arruinar el show? -preguntó Soriano.
– No. Tal vez lo anime un poco.
– ¿Qué hacemos hasta la noche?
– Dormir. A mediodía pensaremos la estrategia -dijo Marlowe.
– Despiérteme con un café -contestó Soriano, y se acostó sobre una plancha de cartón. Antes de cerrar los ojos puso un revolver bajo el cartón y el otro lo dejó al alcance de la mano.
– ¿Alguna vez disparó un tiro? -preguntó Marlowe.
– Tire al blanco con una 22. Tengo mala puntería.
– Bueno. Si hay lío no se ponga nervioso.
Durante toda la tarde escucharon ruido, música, gritos, gente que bajaba al subsuelo a dejar y a buscar cosas. A medida que se acercaba la hora la actividad se hacia más intensa y la confusión parecía llenar el edificio. Marlowe había ocultado a los guardias entre cajas de cartón y tanto él como su amigo estaban doloridos cuando dejaron su refugio del sótano, entre las máquinas de la calefacción. Soriano se asomó lentamente y salió a la superficie. Todavía conservaba el pañuelo en la cabeza; detrás surgió Marlowe, que tenía la cara manchada de grasa. Ambos llevaban el atado con ropa y las armas.
– Póngase la gorra -dijo el detective en voz baja.
Soriano se quitó el pañuelo y colocó la gorra que tenía la insignia de la Paramount. Caminaron hacia el ascensor. Subieron y se mezclaron entre una multitud que corría de un lado a otro llevando spots, herramientas, cámaras, bandejas con café y pocillos, ropa y micrófonos. Los dos amigos entraron en un baño y se cambiaron de ropa. Tenían otra vez las suyas. Salieron.
Un hombrecito de pelo gris y anteojos sin marco gritaba ordenes a todo el mundo. Tenía un anotador en la mano y se dejaba atropellar por cuantos corrían por el pasillo. Soriano y Marlowe atravesaron el museo, luego otro corredor, y desembocaron en la fila de camarines. En el último, algo alejado de los demás, se leía: "Mr. Charles Chaplin". Dos hombres custodiaban la entrada. Marlowe se acercó.
– Traigo un mensaje para el señor Chaplin -dijo.
Uno de ellos, que tenía un garrote por nariz, gruño y escupió de costado.
– No está. Dígame a mi.
– Usted no es Chaplin. Lo esperaremos a él -respondió Marlowe.
– Mire, alcahuete, hable conmigo o guárdese el mensaje. El señor Chaplin no llego.
– ¿A que hora llega?
– No llega -bramó el guardia.
– No se haga el vivo. El viejo esta adentro.
Marlowe hizo una sena a Soriano. Al mismo tiempo, los dos lanzaron furiosas patadas contra las piernas de los guardaespaldas. El de la nariz de garrote hizo un gesto de dolor y echó mano a la cartuchera que ocultaba bajo el saco. Marlowe los tomó a ambos de las cabezas y las hizo chocar como piedras. Soriano, entretanto, abrió la puerta y entró.
Sobre una cama de dos plazas, un hombre viejo, de pelo blanco y piel muy arrugada, descansaba con los ojos cerrados. Tenía puesta una robe roja con cuello bordado en hilos de oro. Cuando escuchó el ruido de la puerta, entreabrió los ojos y los fijó en el joven que había entrado.
Soriano sintió un estremecimiento. Su garganta se cerró como un embudo. El silencio de la habitación le entraba por la piel. Se sintió, de pronto, pequeño y estúpido como una perdiz que entra en la guarida del zorro. Miró al viejo que permanecía inmóvil y relajado. Vio, también, las orquídeas del jarrón chino. Se sintió mal. Recordó aquella noche en Buenos Aires, el mismo silencio, un cigarrillo que pasaba de un labio a otro y la cercanía de la muerte. Estaba tendido en la cama y los pulmones, muy abiertos, aspiraban ciclones, tempestades. Había una muchacha pequeña que se estrechaba a su cuerpo y le preguntaba: "¿Quién sos? ¿Quién sos?". Ella caminaba por una ciudad de edificios altos y sin ventanas. Estaba sola.
Ahora, Soriano permanecía de pie frente a ese monumento tumbado y en su cuerpo había un caos, otra muerte menos rotunda pero más solitaria.
– ¿Quién es usted? -preguntó el viejo, sin moverse, sin alterar su mirada perversa.
– ¿Señor Chaplin? -murmuró Soriano, y al pronunciar el nombre sintió que cada cosa volvía a su lugar, que su cuerpo funcionaba otra vez como una máquina precisa.
– ¿Cómo entró? -preguntó Chaplin que seguía inmóvil.
– A trompadas -dijo Soriano en español y entonces se dio cuenta de que no podría hablar con ese hombre; advirtió lo absurdo de la situación y miró hacia la puerta esperando que Marlowe entrara para auxiliarlo.
Chaplin se incorporó pesadamente y se sentó en la cama. Tomó un par de anteojos de la mesa de luz y se los colocó. Estudió un rato al argentino. -¿Qué quiere? ¿Quién es usted?
– Soriano, Osvaldo Soriano. Periodista argentino -dijo en inglés.
– ¿Periodista? ¿Qué hace en mi camarín? Desesperadamente, Soriano buscó en el fondo de su memoria algunas palabras en inglés que pudieran armar una explicación. Las deletreo.
– Escribo sobre Laurel y Hardy. Quiero… usted fue… -iba a decir amigo, pero no se animó a pronunciar la palabra- actor, con el señor Laurel.
Chaplin lo miró. Su rostro era más duro.. -¿Habla francés? -preguntó con voz firme.
– No. Hablo español.
– No nos entenderemos -dijo Chaplin en inglés-. Lo siento. ¿Hace el favor? -con un gesto indicó la puerta.
– ¡Favor un carajo! -gritó Soriano y se quedó mirando al viejo. Se estudiaron. Por fin, Chaplin tomó el teléfono. El argentino se abalanzó sobre él y le arrebató el tubo.
El viejo dio un alarido y saltó hacia atrás, derribando el bastón de Charlie que estaba apoyado sobre la pared. Su robe se abrió y dejó al descubierto unos calzoncillos blancos y un pecho pálido y canoso. Su rostro tenía huellas de miedo. Soriano metió la mano en el bolsillo y apretó la culata del revolver. Estuvo tentado de sacarlo para ver como el monumento gemía de terror.
– Viejo cagón -dijo en castellano-; deberían verte, ¿no te acordás ahora del viejo Stan?
Sonó el teléfono. Soriano lo miró. Era un teléfono azul que estaba junto al otro, verde, que él había quitado a Chaplin y ahora colgaba de la mesa de luz. Comprendió su furia inútil.
– Atienda -dijo, e hizo un gesto con la cabeza.
Chaplin avanzó vacilante, se sentó al lado de la cama y habló durante un minuto. Colgó.
– Tengo que presentarme. La fiesta va a comenzar -dijo.
Soriano lo miró. Había entendido a medias. Chaplin fue hasta el ropero y empezó a vestirse lentamente. A cada momento levantaba la vista y miraba al argentino. Por fin, dijo:
– No entiendo que quiere ni como entro; no entiendo nada.
Soriano se sentó en la cama. Esperó a que el actor se vistiera. Fue media hora de silencio. Después se paró y se acercó a Chaplin. Lo señalo y luego se puso el dedo sobre el pecho.
– Usted y yo, juntos, ¿comprende? -dijo en castellano, con voz pausada-. Vamos -indicó la salida.
– No, no -Chaplin giró la cabeza a un lado y otro-. Vienen a buscarme los organizadores.
Soriano pensó en Marlowe. ¿Dónde estaría el detective? ¿Lo habrían agarrado? Imaginó otra vez un calabozo. Se miró las ropas y las halló tan descuidadas y sucias que le pareció absurdo salir junto a Chaplin, que se había puesto un esmoquin de tela inglesa. Golpearon a la puerta. En cuatro pasos, Chaplin cruzó la habitación y abrió. En su cara se encendió una sonrisa de alivio. Soriano se quedó parado en medio de la habitación, con los ojos fijos en la puerta. Parecía un espantapájaros.
James Stewart, Jerry Lewis y Liz Taylor entraron a la habitación, seguidos de dos hombres calvos de rostros rosados. También vestían esmoquin. Rodearon a Chaplin, hablaron en voz alta y pasaron una y otra vez alrededor de Soriano, que seguía inmóvil. Fueron hacia la puerta, en fila. Uno de los hombres calvos miró al argentino, metió una mano en el bolsillo y sacó cinco dólares.