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– ¡Viejo alcahuete! -dijo Soriano, y se levantó de un salto-. ¡Argentino, hijo de puta!
Dio un empellón al hombre y salió al pasillo. La gente se puso de pie.
– ¡Al ladrón! -gritó una gorda que nunca había tenido expresión en su cara.
Soriano corrió. Un par de hombres saltaron al pasillo e intentaron detenerlo; de un tirón se deshizo de ellos. Un muchacho con uniforme de soldado le dio un empellón y lo tiró sobre una pareja joven. Estaba rodeado. Tenía el rostro desencajado. Sacó su revolver del bolsillo del pantalón.
– ¡Quietos! -gritó.
El soldado quedó paralizado. Soriano se levantó. Apuntó a la cabeza de una vieja y la empujó. Alguien lo tomó de atrás y le hizo un torniquete con el brazo. El soldado le saltó encima y le quitó el arma. Un hombre grande como un álamo le pegó en la cara. Soriano cayó al suelo. La gente empezó a darle patadas. Un policía de rostro anguloso apareció en la puerta. Soriano gritaba de dolor y la gente de rabia, de miedo. El policía apartó a los agresores. Gritó más fuerte que ellos, con esa voz que tienen los perros callejeros. Los zamarreó y logró silencio por un momento.
– ¡Es el tipo de la televisión! -gritó en inglés el viejo argentino-. ¡El secuestrador!
– ¡Tenía un revolver! -bramó otro hombre y entregó el arma al policía.
– A ver, amigo -dijo el agente-, levántese y explique.
Soriano se puso de pie.
– No hablo inglés -dijo en inglés.
– ¿Ah, no? -el policía gruñó-. Entonces venga conmigo.
Lo empujó a través del vagón. La gente sonreía. El porteño aplaudió. La mano del guardia era una tenaza en torno del brazo del argentino. Cruzaron varios vagones en dirección a la sala del guarda. Al pasar por el bar, Soriano vio a Marlowe sentado a una mesa, solo; había terminado de tomar un whisky. No se saludaron. El policía empujó a Soriano dentro del escritorio del guarda.
– Bueno -dijo-, a cantar.
Marlowe pagó y se levantó. Pidió permiso a la gente que se había amontonado contra la puerta que el guarda trataba de cerrar desde su escritorio. Alcanzó a ver como su compañero era empujado contra una silla. La puerta se cerró. El detective encendió un cigarrillo. Sintió que pisaba un pie y se disculpó con una sonrisa fría. Buscó en un bolsillo del saco. En su mano izquierda apareció la pistola. Abrió la puerta y la cerró tras de si. Levantó el arma.
– Sin moverse, agente -dijo, sereno.
Soriano se puso de pie. Metió la mano en la chaqueta del policía y recuperó su revolver. Apuntó al guarda.
– Levanten las manos y pónganse contra la pared -dijo Marlowe, y echo llave a la puerta.
Luego se acercó y quitó el revolver de la cartuchera del policía.
– Estamos en un lío serio -dijo, dirigiéndose a Soriano-. Somos famosos.
Soriano lo miró sin contestar. El detective se acercó al policía y le pegó con la pistola en la cabeza. Soriano iba a hacer lo mismo con el guarda, pero el detective lo detuvo.
– Déjeme a mi -hablaba lentamente-, usted tiene la mano muy pesada.
Golpeó al empleado del tren. Los dos hombres quedaron tendidos en el piso. Marlowe se sentó sobre el escritorio.
– Creo que es jaque mate.
– ¿Nos entregamos? -preguntó el argentino.
– No. A menos que usted quiera ir a la cárcel por el resto de su vida.
– ¿Qué hacemos, entonces? -A Soriano le temblaba la voz.
– Correr. -Marlowe inclinó la cabeza hacia abajo, pero siguió mirando a su amigo.
– ¿Hasta donde? -preguntó Soriano.
– No sé. -El detective habló con voz baja, cansada.- Hay que correr.
Soriano puso su cabeza entre las manos.
– ¿Qué hicimos? Limpié a un tipo que quiso secuestrar a Chaplin, no pueden matarnos por eso.
El tren empezó a detener su marcha. Marlowe se puso de pie, levantó la ventanilla e hizo un gesto. El tren frenó con un resoplido y dio un brinco hacia atrás. EL detective pasó una pierna por la ventanilla. Se detuvo sólo un instante.
– La carrera empieza. ¡Suerte, Soriano!
Saltó a las vías. Muy cerca se veían las luces de un pueblo dormido. El argentino cayó de pie junto al detective. Estaban frente a frente. Soriano se acercó y estrechó a su compañero en un abrazo que duró dos segundos.
– Gracias por todo -dijo. Marlowe le dio con un puño en el antebrazo. Su sonrisa era amarga.
– La historia la hace Chaplin, Soriano. Nosotros estamos solos y el guión nos perjudica.
Un tren pasó a toda marcha y apagó la voz.
– Si -dijo Soriano-, es un guión de mierda.
Empezaron a correr.
Eran dos manchas en la oscuridad, recortadas contra locomotoras negras y sucias, contra los apagados colores de las máquinas eléctricas y sus vagones. Avanzaban entre los rieles y trataban de no meter los pies en alguna trampa entre los durmientes. El viento había calmado. Dejaron la estación atrás y salieron a una calle desierta. Las casas eran bajas y parecían tristes. Caminaron hasta un depósito de Coca Cola y sandwiches. Soriano se detuvo. Sin decir nada metió el caño del revolver bajo la tapa, junto a la cerradura y la hizo saltar. Sacó un par de botellas y las abrió golpeando el borde de la tapa contra el filo de una chapa. Luego rompió una caja de sandwiches. Tomaron varios. Soriano volcó la tapa del kiosco otra vez y siguieron caminando. Comieron lentamente y luego encendieron cigarrillos. Doblaron por una calle lateral. A través de cuatro cuadras probaron las puertas de todos los coches estacionados. Por fin, la de un Ford azul abrió. Marlowe indicó a su compañero que subiera y levantó el capo. Sacó una moneda, la metió en el distribuidor, cambió un cable de lugar y arrancó. Atravesaron el pueblo. Eran las dos de la madrugada. Hallaron la ruta y un cartel señalizador. Marlowe puso el coche en dirección a Los Ángeles y aceleró a fondo. Soriano se había quedado quieto, recostado contra la puerta. Tenía la mirada perdida en la ruta y apartaba los ojos cada vez que las luces de otro coche lo encandilaban. Miró a Marlowe. Estaba deprimido. Esa sensación lo llenaba de angustia y le advertía su soledad. Sintió rabia contra ese hombre que manejaba el auto. Nunca habían hablado demasiado uno del otro. Pensó en sus días tranquilos en Buenos Aires, pensó también en ese enemigo final, tan obvio como parapetado, en cuyo corazón estaban huyendo para sobrevivir. Le pareció absurdo. Ahora, con la policía detrás, se sentía deprimido, aunque no temeroso. ¿Quién era ese hombre que manejaba el auto? Viejo, aniquilado, despreciativo, brutal a veces, era de todas maneras el único compañero que había conseguido, su único contacto con el mundo. Soriano había matado a un hombre y aceptaba esto como un hecho inevitable. Le costaba entender que la policía los persiguiera para mandarlos a la cárcel, pero también le parecía increíble que en el futuro pudiera volver a sentarse ante una máquina de escribir.
Cuando entraron en Los Ángeles, la ciudad estaba tan muerta como Pompeya. En Washington Street abandonaron el coche y luego de caminar dos cuadras tomaron un taxi. Marlowe le indicó que fuera por Yucca Avenue. Cuando pasó frente a su casa, miró atentamente y ordenó al chofer que diera una vuelta a la manzana. Bajaron a dos cuadras de distancia y caminaron por la vereda opuesta a la de la casa. El detective decidió que no estaba vigilada.
– La policía está llena de estúpidos -dijo.
Entraron.
Al abrir la puerta, un silencio frío sacudió a Marlowe. Movió las llaves de la luz, pero las lámparas no se encendieron. El detective gruñó y recordó que no habían pagado la cuenta a la compañía de electricidad. Encendió un fósforo y fue hasta la cocina. La llama casi le quemó los dedos. Encendió otro y luego un tercero y del armario sacó una vela chorreada a la que le quedaba poca vida. La prendió. Una luz lánguida llenó la habitación de sombras extrañas. Los objetos aparecían y desaparecían como si fueran una ilusión. El detective puso la vela sobre la mesa del living.
– ¿Se baña usted primero? -preguntó.
– Como quiera -dijo Soriano, que se había volcado sobre un sillón.
El detective fue hasta la pequeña cocina y a tientas encendió el calefón. Volvió al living y rompió por la mitad lo que quedaba de la vela. Encendió el segundo pedazo y lo tendió a Soriano. El argentino se levantó arrastrando el cuerpo y fue al baño. Abrió la ducha, se quitó la ropa y entró en la bañadera. Dejó que el agua le corriera por el cuerpo y se quedó inmóvil largo rato. Diez minutos más tarde pensó que se estaba demorando. No escuchaba a Marlowe y supuso que se había dormido. Se secó, se vistió y salió del baño sosteniendo la vela que había pegado sobre la tapa de un frasco de desodorante. La luz pálida y fija de la otra vela aparecía como una mancha amarilla por la puerta del dormitorio. Soriano entró a la habitación y vio a su compañero que estaba sentado y tenía la cara entre las manos. La vela estaba en el suelo, como si alguien la hubiera abandonado. El argentino levantó su luz y sintió que el silencio de su amigo era una carga muy pesada para esa casa oscura, que la tragedia lo había abrazado por fin y para siempre desde ese cuerpo pequeño, suave, ahora rígido, que el detective había dejado caer sobre sus piernas. La cabeza del gato colgaba fuera de las rodillas de Marlowe y los ojos estaban abiertos, aunque no tenían color. La cola era como el contrapeso de un barrilete abandonado.
Soriano miró a su compañero un largo rato y advirtió que se diluía en la penumbra. Estaba muy quieto. Nada se movía en ese lugar. Por fin, el argentino se acercó y tocó al animal con la punta de los dedos. Luego apretó un hombro de Marlowe y se retiró del dormitorio. En los dedos llevaba todavía una sensación de hielo.