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– Tírenlo -murmuro Wayne, mientras daba vueltas el cuerpo de Marlowe con su bota negra-. Hay que seguir trabajando.
– Parece que se cayó de la estatua de la Libertad -dijo una voz a su lado.
El detective giro la cabeza y encontró la pequeña figura de Laurel. Reconoció el rostro cruzado por las arrugas, los ojos pequeños que parecían estar lagrimeando siempre.
– Acertó, amigo. Pero no lo lamente. Siempre estoy cayendo y ya me acostumbre. ¿Cuántos huesos rotos tengo?
– Los de la nariz, pero ya los han puesto en su lugar. La oreja derecha no le servirá para escuchar a Mozart, si es demasiado exigente. Lo demás se curará pronto.
– ¿Puedo irme a mi casa?
– Tal vez mañana lo dejen salir. Los del hospital hicieron la denuncia a la policía. ¿Qué les dirá?
– Que me agarro una bicicleta.
Marlowe despertó en un hospital. Parpadeo y sus ojos percibieron el blanco inmaculado de las paredes, de las sábanas, de los médicos y de las enfermeras. Se tocó la cara. Estaba forrada. Solo la boca y los ojos asomaban entre las vendas.
Amanece con un cielo muy rojo, como de fuego, aunque el viento es fresco y húmedo y el horizonte una bruma gris. Los dos hombres han salido a cubierta y son dos caras iguales las que miran hacia la costa, oculta tras la niebla. Los ojos de Stan tienen el color de la bruma; los de Ollie, el de la ceniza. La brisa salada les salpica los rostros con gotas transparentes. Stan pasa su lengua por los labios y siente, quizá por última vez en este viaje, el gusto salado del mar.
Tiene los ojos celestes, pequeños y rasgados, las orejas abiertas, el pelo lacio y revuelto. Toda la amargura del mundo mira, desde esa cara, la costa inglesa.
El gordo está prolijamente peinado, el pelo ralo apretado por la gomina. La brisa le hace entrecerrar los ojos. Una arruga le cae entre las cejas, otras dos a los costados de la nariz y la boca es un arco fláccido sobre el mentón quebrado.
Stan coloca una mano sobre sus ojos para evitar el fulgor del sol que se levanta en el horizonte. Esta costa (la misma que dejo hace cuarenta años) es otra para él. El flaco ha movido levemente la cabeza y le ha parecido percibir, en el gesto del gordo Ollie, una mueca parecida a una sonrisa.
– Ya salen los pescadores -ha dicho el gordo.
A lo lejos centenares de botes dejan la costa en dirección al barco. Solo Laurel y Hardy permanecen en cubierta. Ambos han levantado las solapas de sus sacos, aunque no hace demasiado frió.
– Habrá que tomar un tren hasta Lancashire -dice el flaco sin mirar a su compañero, y agrega-: Los trenes tienen que ver con el principio y con el final.
Por primera vez, Ollie se ha dado vuelta para mirarlo. Luego baja la vista. "Los trenes tienen algo que ver con el principio y con el final", piensa.
Es cierto. También los barcos y la distancia. Uno siempre va a morir lejos de los mejores lugares. Por vergüenza tal vez, como los elefantes. El siempre tuvo algo de elefante. No solo físicamente. Los elefantes son codiciados en su mejor momento, cuando sus colmillos son frescos y deslumbrantes. La gente solo busca eso, los colmillos. Si atrapa a un elefante enseguida se los corta y toda la grandeza del animal desaparece. Queda apenas el cuerpo pesado, dolorido; tan dolorido está el animal que cualquiera puede matarlo.
– Me siento como un elefante -ha dicho Ollie. Stan lo mira y luego dirige sus ojos a la distancia, donde los botes avanzan agitados por el mar-. ¿Tu padre sabe que llegas? -pregunta Ollie.
– Le mandé un telegrama. Habrá función en el pueblo. El todavía trabaja en el teatro del condado. Debe tener ochenta años. Ya no me acuerdo de su cara.
Cuarenta años fuera de Inglaterra. Nunca extraño demasiado. Sin embargo, Stan siente esta madrugada un suave estremecimiento cuando piensa que verá a su padre, que subirá otra vez a un escenario inglés como en aquellos tiempos de la troupe de Karno. Su padre lo hizo actor y esperó de él algo que nunca podría conseguir en su pueblo. ¿Lo había logrado?
Stan siente que un peso le oprime el pecho. Dos viejos van a encontrarse. Ambos son iguales ahora. Ollie mira a Stan. El flaco tiene los ojos nublados y siente un poco de frió. El sol se levanta cada vez más. Las estrellas, que aún brillan, son las mismas de aquella noche de 1912 cuando abandonó Inglaterra. El flaco siente ahora lo mismo que entonces. Es necesario apostar otra vez por la vida; pero no sabe si alguien se atreverá a aceptar su apuesta.
Stan enciende un cigarrillo. Tiene que darse vuelta, dar la espalda al viento para que el fósforo no se apague.
A lo lejos comienzan a sonar las campanas de la iglesia del pueblo. Ollie reconoce antes que Stan el ritmo de los tañidos, la música que tantas veces oyeron en sus películas.
Se han mirado sin hablar. Stan se cubre la cara con las manos. Arroja el cigarrillo al mar. Ollie le da la espalda. El barco ha entrado en puerto y el ancla cae con un ruido sordo. El gordo se aleja tras la gente que desciende.
De un bolsillo, Stan saca un puñado de dólares verdes y arrugados, los estruja con fuerza y los arroja al mar.
– Estoy vivo, papá -dice, y salta a tierra.
"Stan y Ollie murieron desafiándose, sonrieron con gesto torvo y rehusaron estar acongojados. Yo quiero decir ahora a Stan lo que el siempre me dijo cuando nos despedíamos: 'Dios te bendiga'."
Dick van Dyke en su tributo fúnebre a Stan Laurel.
Cementerio de Forest Lawn,
febrero de 1965.
Marlowe caminaba por el sendero rojizo del cementerio entre tumbas chatas y blancas. Algunas tenían flores frescas y otras estaban cubiertas de tallos secos. Desembocó en una amplia calle asfaltada por la que de vez en cuando pasaba un auto. En un Buick azul, descapotado, una mujer joven, vestida de negro, lloraba en el asiento trasero, mientras el chofer manejaba el coche lentamente, con una seriedad que se acentuaba por sus grandes anteojos negros.
El detective encendió un cigarrillo, el último, y tiró el paquete en un canasto que estaba colmado de flores marchitas. Llego al indicador. Se detuvo un instante hasta orientarse. Tomó nuevamente por un camino angosto, de ripio, mientras aspiraba lentamente el humo del cigarrillo. Su cuerpo alto, un poco encorvado, asomaba por sobre las tumbas bajas. Regresaba sin saber por que al lugar donde siete años atrás había visto enterrar al viejo Stan Laurel. Marlowe pensó que desde entonces no veía a alguien morir en su cama.
Al llegar a la tumba vio a un hombre que estaba parado frente a ella, quieto como una estatua. Ni siquiera cuando Marlowe se puso a su espalda se dio vuelta. Seguía inmutable y en su rostro había un dolor sereno. Parecía tener alrededor de treinta años, no era ni alto ni bajo, y sus piernas, bastante chuecas, estaban entreabiertas. Cuando pasó a su lado, Marlowe lo miró atentamente. La cara del hombre era redonda y le quedaba poco pelo para protegerse de la ligera llovizna que empezaba a caer. La nariz pequeña estaba colorada y de vez en cuando la frotaba con un pañuelo. No era que estuviese llorando; se diría, más bien, que estaba resfriado. Sin ser muy gordo, su barriga desentonaba con el resto del cuerpo. Estaba encorvado y fumaba con avidez. De pronto se movió, fue hasta una tumba vecina, se apoyo en ella sin importarle demasiado, metió la mano derecha en un bolsillo y se quedó con la mirada fija en el cielo.
– ¿Lo conocía? -preguntó Marlowe.
El hombre bajo la vista y miro al detective. En sus labios apareció una sonrisa sin sentido, como si se dispusiera a iniciar una charla amable.
– No personalmente. ¿Usted es pariente?
Hablaba un inglés tan malo que Marlowe tuvo que hacer un esfuerzo para entender el sentido de la frase.
– No. ¿De donde es usted? Si es que existe alguna parte en el mundo donde se hable de esa manera.
– Soy argentino. Perdóneme, nunca tuve facilidad para el inglés.
– ¿Qué hace aquí, frente al viejo Stan? ¿Anota el lugar para incluirlo en las guías de turismo de los gauchos?
– ¿Perdón?
Marlowe se acerco al hombre que dejó de apoyarse en la tumba vecina. No entendía bien esa sonrisa permanente en la cara redonda y mofletuda.
– Mire, amigo -dijo en castellano-, hablo bastante bien el español y creo que eso será un alivio para usted. Le pregunté que hace frente al viejo Stan.
– Nada. ¿Esta prohibido pararse aquí? Desde que llegue a Estados Unidos estoy cometiendo infracciones.
– Le habrá costado explicarse. Soy detective privado; Laurel me había contratado poco antes de morir.
– ¿Para que?
– Manías de viejo. Se estaba muriendo y lo sabia. Era un hombre desesperado.
– ¿Usted llegó a conocerlo bien?