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Ernesto me esperó en la habitación. Yo fui por la caja de herramientas. Subí la escalera llevando la caja con una sensación extraña, como si fuera parte de una película y la cámara me siguiera escalón por escalón. Yo, la protagonista, iluminada, en el centro de la pantalla. Hasta se me repetía en la cabeza una de esas músicas instrumentales típicas para escenas como ésa. Fue raro. Pero me gustaba, me sentía importante, estaba a punto de hacer algo que iba a ser fundamental para el futuro de mi familia. Algo que me ponía en un lugar privilegiado. El lugar de los que hacen cosas que influyen sobre los demás. Hay gente que pasa por la vida sin dejar huella. Tristísimo. Como mi mamá, que lo único que hizo en su vida fue odiar a mi papá, y eso dejó huella solamente en ella. Porque yo hablo mucho del asunto, pero en definitiva, era la vida de ella, el marido de ella. Yo estaba afuera. Como Lali. Si mamá lo hubiera matado, habría sido otra cosa, pero odiar. Yo misma, si no hubiera sido por todo lo que desencadenó el accidente de Alicia, me habría muerto sin pena ni gloria. Pero ahí estaba, subiendo como una reina, llevando sobre mis brazos la ofrenda para los dioses que me esperaban en el altar (o sea, la caja de herramientas para Ernesto que me esperaba en la habitación).
Cuando entré, Ernesto estaba sentado sobre la cama. Dejé la caja junto a él y me senté del otro lado. Eso también fue lindo. Ernesto y yo estábamos sobre la cama compartiendo algo. Como cuando éramos jóvenes y mirábamos fotos, o como cuando nos quedábamos una mañana sin apuro leyendo el diario. No puedo jurar sobre una Biblia que alguna vez hayamos hecho lo uno o lo otro. Después de veinte años, el matrimonio deja de ser lo que es para convertirse en lo que uno cree que es. A uno se le mezclan las cosas, lo que le pasó a otro le podría haber pasado a uno. Es todo tan parecido, sobre todo en los matrimonios como el nuestro, familia tipo, modelo estándar. Yo no sé si alguna vez miré fotos sobre la cama con Ernesto, pero aun si no lo hice, pude haberlo hecho. Y la sensación era ésa, la de haber recuperado algo que alguna vez tuvimos.
Ernesto levantó la tapa de la caja y recibió su primer golpe. Vio el revólver de Alicia. "¿Qué es esto?" "El revólver con el que te pensaba matar Alicia." Ernesto se quedó mirándome. "¿A mí?" "Eso me imagino. Estaba junto con tus desnudos y los pasajes a Río." "¿Dónde?" "En su mesa de luz." "¿Estuviste en su departamento?" "Sí." "¡Eso es una locura, Inés! Te pudo haber visto alguien. ¿Te vio alguien?" "No." "¿Estás segura?" "Me crucé con el portero, pero no me vio, y tomé un café en el bar de enfrente, pero el mozo que me atendió no está ni para sumar dos más dos." "¿Cuál mozo? ¿Uno alto, canoso?" "Sí, uno flaco, de bigote negro, me tiró media azucarera encima." Ernesto se quedó mirándome tenso. No sé si "tenso" era la palabra. Luego se aflojó y tomó el revólver. Lo observó, lo revisó, lo empuñó como si fuera a disparar. "¡Ernesto, tené cuidado que podes lastimar a alguien!" "¿Está cargado?" "Obvio, con un revólver descargado no te iba a poder matar." Ernesto abrió el tambor y sacó las balas, lo volvió a cerrar, y guardó todo, revólver y balas, en el cajón de su mesa de luz.
Nos pusimos a revisar las cosas. Las cartas firmadas "Tuya". Los besos de lápiz de labio. La caja con los preservativos dedicados. Ernesto se opuso terminantemente a que usáramos las fotos donde aparecía desnudo. Le daba pudor, y nos sobraba material incriminatorio. La idea era convencer a la justicia de que había una mujer con un móvil lo suficientemente importante como para querer sacar del medio a Alicia. Una mujer celosa, posesiva, perdidamente enamorada de Ernesto. Una mujer que lo quería sólo para ella. Y que conocía los pasos de la occisa como los suyos propios. Charo. Que además, por el vínculo familiar que tenía con Alicia, estaba obligada a tener contacto con ella, a encontrarse en reuniones familiares, a soportar posibles reproches. Todo muy molesto, casi insoportable, tanto, que decidió cortar por lo sano y sacársela de encima. Ordené las ideas para Ernesto y le agregué algunos adornos de mi autoría para que sus dichos sonaran convincentes: que Charo era tremendamente posesiva (evidencia 1, carta número 1, "no aguanto un minuto más sin verte"); que no soportaba la idea de que hubiera otra mujer (evidencia 2, carta en servilleta de papel, "te quiero sólo para mí"); capaz de cualquier cosa (evidencia 3, dedicatoria en caja de preservativo, en este caso no es relevante la frase sino el hecho en sí mismo); que le había insinuado alguna vez la idea de deshacerse de Alicia (evidencia 4, frase en cajita de fósforos de hotel alojamiento, "no puede haber nada que nos separe"). Ernesto luego diría, ante la autoridad competente, que hasta ese momento él sólo había tomado las frases citadas como palabras que se dicen por decir. Y que sólo después de mucho pensarlo, se sintió en la obligación de prevenirlos de que, tal vez, Charo tuviera algo que ver en todo esto. No iba a ser fácil, Charo contraatacaría, pero Ernesto tenía coartada, estuvo en casa, yo daría fe de eso, dormía arriba mientras yo miraba Psicosis. Charo no. Ernesto lo sabía, no me dijo qué había hecho Charo esa noche, pero sabía que no tendría coartada. A menos que la inventara, como nosotros. Pero ella no contaba con alguien incondicional que la cubriera, que la protegiera. Ernesto sí, me tenía a mí.
Esa noche dormí serena. No hicimos el amor, Ernesto estaba cansado. Pero yo estaba feliz, habíamos compartido tanto, habíamos estado tan cerca, que eso era más importante que la mejor encamada que hubiera tenido en su fin de semana con Charo. Cuando dos personas se conectan como lo habíamos hecho nosotros, la cosa puede durar toda la vida. En cambio, hasta la mejor atracción sexual se termina cuando llega el orgasmo. Y después te quiero ver remontando el barrilete de nuevo.
A la mañana Ernesto salió más temprano para ir a hacer su declaración espontánea en la comisaría 31, tal como habíamos planeado. No quiso que lo acompañara. "Quiero mantenerte lo más lejos posible de esto." Le acerqué la caja de herramientas y se fue. Estaba nervioso, con decir que no pasó por el cuarto de Lali a saludarla. Rarísimo, pero una suerte. Lali no había dormido en casa. Seguramente estaba en la casa de su amiga, como siempre, y no nos había avisado. Pero la situación le hubiera generado una angustia más a Ernesto, que ya estaba en el límite de lo que podía soportar.
No pasaron cinco minutos desde que salió de casa y yo no encontraba calma. Era como que el cuerpo me quedaba chico. Uno de los hechos más importantes de mi vida futura estaba a punto de concretarse, mientras yo, encerrada en mi casa como todos los días, decidía si cambiaba las sábanas de la cama o las hacía aguantar un par de días más.
Tomé un taxi y me fui a la comisaría. Aunque más no fuera quería ser voyeur y celebrar desde mi escondite mi victoria sobre Charo. O mejor dicho "nuestra" victoria, porque Ernesto y yo volvíamos a ser un equipo. Me sorprendió no ver el auto de Ernesto estacionado en los alrededores. A Ernesto no le gusta pagar cochera. Me acerqué a la puerta de la comisaría y husmeé. No lo vi. Tal vez ya estuviera declarando. Nadie me preguntó que hacía, qué necesitaba, ni nada por el estilo, pero no quise abusar de la inoperancia del personal de turno y busqué un lugar desde donde observar sin ser vista. Esperé una hora y no pasó nada. Se me ocurrieron distintas alternativas, pero no tenía papel para hacer un cuadrito sinóptico, así que lo hice mentalmente.
Alternativa 1: Ernesto está declarando, tarda porque la justicia es lenta.
Alternativa 2: Ernesto está declarando, tarda porque despertó alguna sospecha y lo tienen demorado.
Alternativa 3: Ernesto tuvo un problema con el auto y se atrasó.
Alternativa 4: Ernesto se acordó de que tenía que pasar por la oficina, y pospuso la declaración un par de horas.
Alternativa 5: Ernesto ya llega.
Ésta en realidad no era una hipótesis más, sino lo que estaba viendo. En el preciso momento en que trataba de pensar una quinta alternativa, Ernesto pasó manejando su auto. Las alternativas 1 y 2 quedaron automáticamente descartadas, y ya no importaba mucho si se había demorado por la alternativa 3 o la 4, porque lo importante era la 5. Ernesto ya estaba allí.
Estacionó en la esquina y bajó del auto. Pero no estaba solo, del lado del acompañante bajó un hombre alto, flaco, canoso. Alguien a quien conocía pero que no podía terminar de ubicar. Cruzaron la calle juntos, Ernesto unos pasos más adelante, como si lo guiara. Sin la caja de herramientas. Antes de entrar el hombre se acomodó el pelo mirando su reflejo en la ventanilla de un patrullero. Lo tuve frente a mí. Entonces vi su bigote negro. Sentí un dulzor relajante en la boca y ya no tuve dudas. Era el mozo que me tiró el azúcar encima la mañana que estuve en el departamento de Alicia.