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Ella entró pálida, jadeante, con la expresión de un animalito perseguido.
«¡Dios mío, qué cara traes!», dijo la señora Ermelina y le dio un ligero sopapo afectuoso. «Vamos, vamos. ¿Qué te ha ocurrido?»
«He venido corriendo, ¡qué carrera!», respondió Laide sin siquiera saludar a Antonio. «En el teatro había ensayo, no me dejaban marchar».
«Pero, si te vas a Roma una semana», dijo Antonio, «¿qué importaba ya la prueba?».
«Es que en el teatro son así. ¿Qué hora es?»
«Ya es la una y media».
«Vamos, vamos, vayan para allá, no pierdan tiempo», los exhortó la señora Ermelina riendo.
Dorigo, para no entretener a Laide, se desnudó en un instante. Ella, en cambio, no: extrañamente, parecía no tener prisa.
«Vengo en seguida», dijo y se retiró al baño. Él seguía mirando el reloj. Oyó caer el agua largo rato en él. Reapareció a la una y treinta y siete.
«Dime una cosa», se apresuró a preguntarle, en cuanto la tuvo entre los brazos, «¿por qué el otro día en el ensayo fingiste no reconocerme?».
«Discúlpame», se apresuró a responder ella, «pero prefiero evitarlo. Si supieras lo cotillas y maliciosas que son todas allí dentro. Si te hubiese saludado, después se habrían puesto en seguida a preguntarme dónde te había conocido y esto y lo otro».
«Pero, ¡al menos una sonrisa, una seña!»
«No, no, yo para eso soy muy estricta».
«Pero ahora ya sé cómo te llamas».
«¡Vaya, hombre! Laide me llamo».
«No, el apellido».
«¿Sabes mi apellido?»
«Sí».
Ella separó la boca de la de él:
«A ver, ¿cómo me llamo?»
«Mazza, te llamas».
Entonces ella, rabiosa, se puso a dar puñetazos a la almohada:
«¡Qué rabia, qué rabia! Ya te dije que no me gusta dar a conocer esas cosas. ¿Y cómo te has enterado?»
«Muy fácil. Se te acercó una y te dijo: "Oye, Mazza"».
«Pues no me hace ninguna gracia».
«¿Porqué? ¿No te fías de mí?»
«¿Qué tiene que ver? Pero siempre es mejor…»
Pero qué hermosa boca tenía: pequeña, viva, neumática.
Él procuró aligerar, tenía interés en mostrarse superior, un auténtico caballero: a las dos menos dieciocho todo había acabado. No se podía llamar a eso hacer el amor precisamente, pero el tren no iba a esperar.
«¿Y las maletas?»
«Están abajo, en la portería».
«Yo estoy listo. ¿Y tú?»
«Sólo un poco de carmín».
Salieron juntos del cuarto.
«¡Huy, Dios mío! ¡Qué cara tienes hoy! Ya es que no pareces tú», volvió a decir la señora Ermelina.
Ella:
«¿Tan fea estoy?»
«¡Qué va! Sólo, que debes de haberte extenuado».
«Ya lo sé. En el teatro ya no puedo más. Además, he decidido dejarlo. Ya no es como solía. Ahora hay un ambiente espantoso».
A él le rogaron que esperara en el rellano. Las dos mujeres debían hacer cuentas, evidentemente. Oyó voces. Poco después apareció ella.
Las maletas eran dos, bastante bonitas. La mayor, de piel blanca y negra, costaba levantarla del suelo.
Con aquel peso él se dirigió hacia el coche, bastante cercano. Eran las dos menos cinco y el sol resplandecía en Milán.
«¿Por qué decías que es un ambiente espantoso?», preguntó él. Le parecía extraño ese comentario por parte de una muchacha como ella.
«Pues sí, pues sí», dijo ella irritada, «te lo ruego, no me hagas hablar de eso. Estoy hasta el moño: tanto, que he decidido marcharme».
Habían llegado hasta el seiscientos de Antonio. Cargaron las maletas.
«¿Y cuándo vas a decidirte a cambiar este cacharro?»
«Ni hablar. Para andar por la ciudad sigue siendo el más cómodo».
«La verdad es que yo estoy acostumbrada a algo mejor».
«¿A qué? ¿Jaguar, Mercedes, Rolls Royce?»
«Anda, no te lo tomes así. Lo he dicho en broma».
Habían salido de Via Velasca, 25, un gran edificio, en cuyo sexto piso vivía la señora Ermelina.
De Via Velasca, 25 -una casa nueva, debía de tener dos o tres años- Dorigo llevó las maletas hasta la plaza Missori, donde había dejado el coche. En el sexto piso había un largo rellano, en penumbra, y al fondo había una puerta, en la que vivía la señora Ermelina.
Dorigo colocó las dos maletas en los asientos traseros; se acercó el guarda del estacionamiento, hombre cordial que se parecía al ministro Pella, y él le dio cien liras de propina. Al sentarse Laide, se le subió la falda y se le vieron las rodillas, llevaba medias de color de humo, las rodillas y algo más, un presentimiento. En casa de la señora Ermelina, la alcoba era limpia, pero desnuda, la cama era grande, no había crucifijos ni vírgenes, sólo un horrible cuadro al óleo con una marina.
Ella dijo:
«Hazme un favor, deberías pasar por Via Larga, tengo que recoger calzado en la zapatería».
Arrancó, había un tráfico de mil demonios, por lo que avanzaban muy despacio; él miró el reloj y ya eran las dos.
Miraba a Laide a su lado, era la primera vez que iba en el coche con él, pero ella no se volvió.
Pensaba que Laide lo miraría. No es que se hiciera la ilusión de ser guapo, pero en el fondo un hombre como él había de gustarle, por vanidad, aunque sólo fuese: debía sentirse protegida por una persona tan respetable; en el fondo, no debía de estar tan habituada al trato con personas así, seguramente no había conocido nunca a alguien tan respetable o, en cambio, sí que las había conocido seguramente y se había acostado con ellas y las había besado, además de todas las demás prácticas carnales, pero ninguna de ellas la había tratado, desde luego, como él: todas la habían tratado como una jovencita alegre de veinte mil liras, con todos los cumplidos del caso, tras los cuales había un sumo desprecio -eso pensaba-, mientras que él no hacía diferencia entre decencia e indecencia, la trataba como a una señora, no habría tratado mejor a una princesa, no habría tenido tantos miramientos con ella. Una sonrisa, una mirada de agradecimiento le parecían casi obligados.
Pero, aunque él se volvía continuamente a mirarla, ella no lo hacía. Miraba hacia delante, a la calle, con expresión tensa y casi ansiosa, ya no era la chiquilla arrogante y segura de sí misma.
No llevaba casi carmín, ya no estaba hermosa, era un animalito atemorizado, como cuando había aparecido en casa de la señora Ermelina.
«Ya estamos. ¿Puedes parar aquí?»
«Pero date prisa, que, si no, van a ponerme una multa».
Ya no era la muchacha insolente y orgullosa, era una criatura perseguida y que buscaba salvación. Se apeó del coche y entró en un portalito antiguo. Él encendió un cigarrillo. Eran ya las dos y cinco.
Reapareció poco después con una bolsita de celofán en la mano que contenía dos zapatos.
«¿Son nuevos?»
«No, no, los he llevado para reponer los tacones».
Corriendo hacia la estación y él seguía mirándola, no podía evitarlo. Ella, no. Ella miraba adelante, la nariz ya no era caprichosa y petulante, se había vuelto la cosa más importante de la cara, parecía que husmeara un peligro.
No hablaba, estaba encerrada en sí misma, un pensamiento impaciente y preocupante la mantenía absorta, no era miedo a perder el tren, era algo más: como si todo, a su alrededor, fuera enemigo y ella debiese resguardarse, como si lo que le esperaba, al cabo de cinco minutos, de una hora o el día siguiente, fuera una amenaza, como si el viaje que estaba a punto de hacer no fuese una alegría y un descanso, sino una corvée ingrata, a la que debía someterse.
No estaba hermosa, estaba pálida, tenía un secreto y cavilaba. Él seguía mirándola y ella no respondía.
Pero cuanto más miraba ella en derredor, casi oteando, más distante, inalcanzable, se volvía, personaje de un mundo vedado para él, y Dorigo la deseaba cada vez más, aunque no fuera suya, aunque fuese de otros hombres desconocidos, de muchísimos otros hombres a los que odiaba y se esforzaba por imaginar: altos, desenvueltos, con bigote, al volante de coches potentes, que la trataban como una cosa propia, como una de las muchísimas a su completa disposición, sin pensar siquiera en ella y en el momento idóneo de la noche, después de salir del night-club, algo piripis, llevársela a la habitación y ni siquiera mirarla mientras se desnudaba, como los sátrapas antiguos, ellos ahí, en el baño, orinando y enjuagándose las encías con Odol, seguros de encontrársela en la cama, completamente desnuda, y, después, si se terciaba, si les venían ganas, estrujarle las tetitas un poco y, en el mejor de los casos, inclinarse, separarle los muslos con los brazos y hundirle la jeta en la entrepierna, suprema condescendencia para ellos, tipos selectos con Ferrari y yate en Cannes, pero, la mañana siguiente, en el golf de Monza, ni siquiera le habrían hecho un saludo con la cabeza, una putilla cualquiera como tantas a las que no se debía hacer el menor caso, ni más ni menos que una bebida tomada en un bar de pueblo, en el que se hace una parada durante un largo viaje en coche descapotable al sol, únicamente para calmar la sed y después en marcha. Ese bar quedará olvidado para siempre y también la camarera que no estaba nada mal y que en determinado momento, al ir a coger la botella de seltz, se ha inclinado hacia delante y entonces, en el amplio escote del vestido descuidado, pero veraniego, se han vislumbrado o, mejor dicho, se han visto perfectamente las dos redondas y firmes tetas de campesina y por un instante se ha pensado en lo bonito que sería quedarse allí y en la cálida noche punteada de mosquitos, mientras fuera pasan de vez en cuando los camiones con su mastodóntico estruendo, tumbarla en la cama y desnudarla, descubriendo sus musculosos miembros morenos, tan naturales, con ese buen olor a sudor y a jabón de lavar, ella abandonada al macho rico y forastero, con la ingenua vanidad de una campesina que tal vez crea vivir así un episodio de novela en forma de historieta leída dos horas antes, mientras el señor Frazzi y Viscardoni jugaban a la brisca en el rincón de ahí, al fondo.
"Y tal vez él, después de haberme gozado, comprenda la clase de bombón que soy y me lleve con su maravilloso coche a Milán, me compre una casa y me lleve al teatro y yo enseñaré mi tipazo a esas marisabidillas del pecho fláccido y las haré babear de envidia".
"Pero, ahí fuera, en el coche, está Claudia esperando, esa tía sofisticada que ha acabado aburriéndome el alma, pero no se la puede plantar así, por las fortísimas convenciones burguesas que imponen compostura".
Conque él desecha el deseo de la criada, ni siquiera se despide de ella, sale al sol, vuelve a montar en el coche y en marcha por la autopista, mientras ella, Claudia, dormita y de vez en cuando pregunta despacio:
«¿Dónde estamos?»
Laide, aquella criatura humana sentada a su lado en el pequeño automóvil, con todos sus recuerdos de niña, sueños, pálpitos, inquietudes escolares, deseos de juguetes y vestidos bonitos, días de fiesta iniciados con bellísimas esperanzas y acabados con la desilusión de la noche en un sórdido cuartito sin ventanas, con todo el inmenso mundo de recuerdos, realidades, esperanzas, zapatitos raídos, combinación hecha en casa, la ilusión de ser especial, destinada a la atención de los señores, capaz de hacerlos enamorarse y, en cambio, nada: esa criatura maravillosa, expuesta a la oferta y la demanda del mercado.
La alcahueta dice:
«Tengo una nena de las que le gustan a usted, ¿sabe?»
Y él va y dice:
«A ver si no es como la última: la de la última vez era tan chunga, que ni siquiera sabía besar».
Y entonces mandan entrar a Laide y él, sin preguntarle siquiera el nombre, la hace sentársele sobre las rodillas, empieza a palparla y después le abre, distraído, la cremallera a lo largo de la espalda y ella se deja hacer; él le quita el vestido y abre el broche del sostén por la espalda y después con los dedos le hace cosquillas en sus pequeños senos descubiertos, virginales, como un jueguecito proverbial y entretanto con la otra mano le busca la entrepierna para probar sus reacciones.
¡No, no basta! Era absurdo, era de locura: ¿qué le importaba en el fondo lo que hiciera aquella chiquilla, adónde fuese y con quién? Era una de tantas, un hombre como él, a su edad, no tenía la menor intención de enredarse con una semejante, faltaría más, que le diera por saco quien quisiese y cuanto deseara, él tenía cosas mucho más importantes en la cabeza. Desde luego, le gustaba, eso sí, no sólo la cara y el cuerpo, sino también la forma de hablar, esas afloraciones del dialecto milanés, cómo se movía y andaba. Llevarla a su lado en el coche le gustaba, no es que aquel día estuviera en su mejor momento, estaba hecha polvo, la verdad, pálida y cansada, parecía fea incluso. No, la verdad es que su cercanía le gustaba y que hubiese montado en el coche con él era, al fin y al cabo, una prueba de confianza, en el fondo se sentía halagado; más ridículo no podía ser, pero así era: halagado como con la deferencia de alguien superior a él. Por lo demás, esa criatura de momento, en aquel fugaz momento, iba sentada a su lado en el automóvil; si no era suya, tampoco lo era de ningún otro; dentro de poco, dentro de tres horas, esa noche, sí, estaría desnuda, abrazada, apretada y poseída por otro cuerpo de hombre, joven, viril y musculoso tal vez, pero ahora, durante el corto trayecto que faltaba, no. Y él iba pensando, pero no decía nada y ella cavilaba, se veía perfectamente que estaba cavilando sobre algo que no le incumbía a él, Antonio, a saber sobre qué líos iría cavilando para conseguir un poco de dinero.
Hasta que cesó la tregua y, tras detenerse el coche en la zona reservada a los automóviles de la estación central de Milán, ella se apeó, con la mirada perdida y tensa, buscando con los ojos un mozo que le llevara las maletas. Después se volvió:
«Dame tu dirección».
«¿Para qué?»
«Te mandaré una postal».
Detrás apremiaban los taxis con estrépito. Él volvió a arrancar, la vislumbró una última vez, de espaldas, cuando entraba en el despacho de billetes con su firme, seguro y desdeñoso paso de bailarina, pero, ¿se marcharía de verdad?