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XXVI

Quince días de alejamiento. Durante quince días Antonio siguió sin respiración rumiando para sus adentros la enfermedad que padecía. Sí, no tener que sufrir todos los días esperando la llamada de Laide representaba como un alivio, pero, en cambio, la distancia multiplicaba las imaginaciones funestas. Por la noche, tumbado en la cama, con los ojos clavados en las dos grietas del techo en forma de 7, pasaba las horas muertas cavilando una y otra vez sobre su dolor. Ella lo llamaba cada dos o tres días; a decir verdad, era siempre puntual, ése era un pequeño alivio, pero necesitaba algo más.

Rogaba a Dios que le quitara aquel infierno de encima. A saber si no se despertaría tal vez una mañana y estaría totalmente distinto, libre, ligero, ¡qué maravilla!

"Ya son casi las dos de la mañana, mañana debería llamarme al estudio. ¿Lo hará? ¡Qué marasmo más horrendo! Es como tener fuego en la boca del estómago. ¿Con quién estará ahora? ¿Estará sola? ¿Estará bailando en alguna parte? Pero no es eso lo que importa. Del lunes a hoy, viernes, muchas cosas pueden haber sucedido, puede haber aparecido un nuevo interés en su vida. Puede que ni siquiera se acuerde de mí, salvo para la cuestión del dinero. Me encuentro muy mal. Los tranquilizantes son como agua. No consigo estar sentado ni tampoco estar en la cama. ¿Dónde estará? Lo tremendo es que no puede haber esperanza, aunque me llame, aunque siga viniendo conmigo, pero, ¿por qué no habría de volver aún conmigo, al menos una vez? He decidido decírselo todo: que al menos lo sepa, que no pueda haber malentendidos. Después, que haga lo que le parezca. He decidido escribirle todo. Mejor un no definitivo con ruptura, dolor y larga melancolía que esta ansiedad insoportable. Dormir, dormir: ésa es la única tregua."

Pero después al despertar, esfumados los últimos retazos del sueño, ¡qué sensación de angustia, de condena! El pensamiento buscaba en seguida en derredor: ¿por qué? ¿Por qué? ¡Ella! Y entonces el corazón se ponía a latir, el cerebro se llenaba con aquel pensamiento obsesionante, fijo, profundo, que invadía toda la conciencia y la cerraba sin dejar escapatoria. Pensara en lo que pensase -o, mejor dicho, intentara pensar-, siempre estaba ella por medio, que obstruía la entrada. Se decía: "Es absurdo, no vale la pena, no se lo merece". Sí, sí, argumentos óptimos, todos ellos, pero el día en que renunciara, en que no insistiera más, en que transformase el ansia en dolor lacerante, ¿qué le quedaría ese día? El vacío, la soledad, la perspectiva de un futuro cada vez más triste y muerto. ¡Dios, ayúdame!

Pensó en mandarle una carta, nunca había costado tanto ajetreo mental un tratado de paz. Debía hacerla sencilla, emplear palabras corrientes; si no, tal vez no la comprendiera, hacerle entender que estaba decidido, pero no ir demasiado lejos, decirle las cosas duras que debía decir sin ofenderla, sin afectar a aquella extraña dignidad que tanto valoraba ella y al tiempo mostrarse comprensivo y afectuoso. El día siguiente le salió la carta siguiente:

«Querida Laide:

»No te asustes con esta carta. Léela con toda la calma, tal vez tumbada al sol o esta noche antes de dormir, no hay la menor prisa. Pero se trata de cosas que te incumben y que siento el deber de decirte. La tranquilidad de las vacaciones te permitirá pensar con claridad sobre ellas. Se trata de lo siguiente:

»No se si te habrás dado cuenta, pero yo, aun queriéndote cada vez más, no estoy nada contento. No hace falta decirte lo que va y lo que no va entre nosotros. Tú eres lo bastante mujer para adivinarlo y lo bastante inteligente para comprender que ciertas frialdades y ciertos desaires pueden hacer más daño que una traición propiamente dicha.

»A mí me parece que tú me has pedido mucho y no me refiero al dinero. Aparte de la dificultad para telefonearte, para reunirme contigo, para verte, para estar juntos unas horas -y sólo Dios sabe lo que he sufrido en el pasado por ello-, me refiero a tantas otras cosas que sabes perfectamente, como el antipático papel que me haces desempeñar con Marcello, sin entrar a analizar lo que son tus verdaderas relaciones con él. Me parece que a veces exageras. Después de tres meses en los que has tenido todo el tiempo para darte cuenta de lo mucho que te quiero y de los sacrificios que hago para demostrártelo bien, tú me correspondes con actitudes casi siempre de frialdad, aburrimiento y cansancio. Tú me has dicho más de una vez que entre una mujer y un hombre siempre es necesario un período de rodaje, pero éste es un rodaje de cien mil kilómetros, me parece a mí. Sí, tú eres diligente en los pequeños compromisos cotidianos, de telefonear, venir, etcétera, pero, ¡nunca un arrebato, nunca un pálpito de afecto o bondad!

»Lo grave es que, si debiera continuar así, acabaría encontrándome en un estado de humillación mortificante que no podría soportar.

»No me gustaría, querida Laide, que tú hubieras confundido mi amor con una debilidad sin límites. En determinado momento un hombre debe saber abrir los ojos, aunque esté enamorado, y afrontar la realidad, cueste lo que cueste.

»Espero no tener que llegar a eso, pero, para no llegar, debemos ser los dos los que no lo deseemos. Ésa es la razón, Laide querida, por la que te escribo: para que tú te des cuenta de que nuestra situación, así como está, no puede durar.

»Me preguntarás qué quiero. Quiero simplemente que tú me respetes como hombre y no me hagas desempeñar más el papel exclusivo de tío pagano, de algo así como un comodísimo tío de alterne, y que tengas conmigo las actitudes que tienen todas las mujeres con la persona a la que están unidas: por afecto o incluso por interés.

»En el fondo no te pido mucho, después de todo lo que he hecho y hago por ti y que me gustaría hacer también en el futuro. Pero eso, querida, dependerá sólo de ti.

»Ahora continúa en paz tus vacaciones, pero procura pensar un poco, si puedes, en esta historia nuestra que comenzó como algo sencillo y poco a poco ha llegado a ser dolorosa para mí.

»No sé cómo acabará esto. Mira a ver si puedes arreglarlo. El amor o el afecto o incluso sólo la costumbre de verse de dos personas, aun cuando no haya pasión, debe ser al menos un sentimiento humano de bondad y dulzura.

»No te sorprendas de esta carta repentina. He querido decirte todo lo que llevo dentro, entre otras cosas para que en el futuro tú no tengas que asombrarte de nada.

»Pero ahora basta, diviértete, ponte muy morena y muy guapa y no olvides dar señales de vida.

»Un abrazo muy fuerte.»

Ésta fue la tercera versión después de un par de pruebas. La escribió con un bolígrafo, la transcribió a máquina y después pensó que sería más amable y también más eficaz escribirla a mano y la copió con caligrafía clara con la estilográfica. La leyó, la releyó, la metió en un sobre y escribió la dirección. Después lo pensó mejor, abrió el sobre, la releyó otra vez y se dio cuenta de que era una carta en conjunto odiosa, llena de fariseísmo e hipocresía, de cobardía también, peor aún: ridícula. ¡Ésa súplica de dulzura, de bondad, porque le soltaba cincuenta mil a la semana! De pez gordo, nada: un pez gordo lo habría hecho mejor. Así, pues, decidió no echar la carta, se lo diría de viva voz cuando volviera a Fonterana a recogerla. Sí, de viva voz muchas cosas se suavizan y podría adaptarse poco a poco a los humores y las reacciones de ella.

Pero, cuando fue a recogerla a Fonterana, quince días después, no pudo hablar con ella como quería, porque estaba también Marcello.

Ella estaba esperándolo delante del hotel y fue a su encuentro de repente hasta el coche:

«¡Uf!», se apresuró a decir. «Te vas a enfadar, pero no es culpa mía. Ese pelmazo. ¡Está empezando a volverse una lata, que no veas!»

«¿Quién? ¿Marcello?»

«¿Quién va a ser? Se ha enterado de que me marchaba y ha querido venir a despedirme y ahora no sé cómo quitármelo de encima».

«¿Qué quieres decir? ¿Que vendrá a comer con nosotros?»

«No sé nada. Por otra parte, no puedo quedar mal. Conmigo siempre ha sido amable. Bueno, ahora ven un momento arriba, que necesitarás refrescarte un poco, con este calor».

Evidentemente, él, Antonio, debía de haber puesto cara de fastidio. Con aquel «ven arriba», Laide quería apaciguarlo: una demostración de intimidad precisamente ante los ojos de Marcello, que estaba esperando en el vestíbulo, una premura sin precedentes.

Antonio no tenía el menor deseo de refrescarse, pero la siguió arriba. El equipaje estaba ya listo. Todo estaba en orden perfecto.

«Como comprenderás, este asunto de Marcello es bastante antipático».

«¿Te refieres a que haya venido?»

«Pues sí, la verdad».

«Yo he sido la primera en decírtelo, ¿no? Pero, al fin y al cabo… si entre él y yo hubiera algo, lo entendería».

«¿Y tú lo has visto todos los días?»

«¡Nada de todos los días! Figúrate, en dos semanas nos hemos visto tres veces; además, es que él tiene mucho trabajo… Ah, ¿quieres saber una muy buena? Pero, si te lo digo, después no te enfades, es sólo para que veas lo chismosa que es la gente… ¿Sabes lo que creen aquí, en el hotel, que eres tú? Sólo por haberte visto un momento aquel día… Creen que eres su padre».

«¿Padre de quién?»

«Padre de Marcello».

«¡Ah, estupendo! Y entonces Marcelo, ¿quién creen que es? ¿Tu marido?»

«¡No gastes bromas! A los pocos a los que se lo he presentado les he dicho que era mi primo».

Antonio miró las dos camas, juntas, si bien cada una con sus propias sábanas y colchas. Una de las dos estaba intacta, como si nadie se hubiese sentado siquiera encima. Al mismo tiempo, recordó que Laide, antes de que él la llevara a Fonterana, le había rogado que, al escribirle, pusiera "señora", en lugar de "señorita".

«Si saben que estás casada, en los hoteles te respetan mucho más. Total, como llevo la alianza de mi pobre madre».

En el momento, no le había dado importancia: un estúpido capricho de chiquilla. ¿Y si hubiera sido, en cambio, un ardid? Así Marcello podía ir a dormir con ella al hotel sin que nadie tuviera nada que objetar.

"Si así fuese", pensó, "la pernoctación de él debería ir incluida en la cuenta y seguramente ella ya la habrá pagado. Quiero verla". (Pero aún no estaba pagada la cuenta, la pago él y no encontró nada sospechoso en ella, cosa que lo tranquilizó un poco. Había que descartar que en el hotel hicieran la vista gorda ante esas cosas. ¿O acaso en la pensión completa de ella iba incluida la disponibilidad de las dos camas?)

Bajaron. Marcello saludó a Antonio con mansa deferencia. Cuanto más lo observaba éste, más se calmaban sus sospechas: era un muchacho físicamente bien plantado, pero de cara torpe, casi obtusa, sin vida, decía cosas corrientes, sin gracia. Cuando hablaron de partir -iban a ir a almorzar a Módena-, él no pidió explicaciones: como si entre ella y él hubiera quedado todo concertado.

Marcello fue por delante en la moto. Antonio y Laide seguían en el coche. A la entrada de la ciudad, encontraron a Marcello apeado: había tenido un pinchazo. Dejó la moto en un taller y montó también él en el coche y se acomodó lo mejor que pudo en el asiento posterior entre el abundante equipaje.

Aquel almuerzo entre tres fue como un castigo. Él quería mostrarse gracioso, a costa de hacer el papelón de cornudo contento, pero no resultaba fácil encontrar temas idóneos.

Fue Laide la que en determinado momento, probablemente para interpretar una comedia que tranquilizara a Antonio, se puso a provocar a Marcello.

«Y anoche, que era sábado, ¿qué hiciste? Irías tras algunas faldas, como de costumbre».

«Como es lógico», respondió Marcello en tono de broma.

«Cuenta, cuenta, ¿quién era? ¿Esa rubia con la que te he visto alguna vez?»

«¡Qué rubia ni qué niño muerto!»

«¿Morena entonces? ¿Quién era? ¡A que lo adivino!»

«A ver, ¿quién?»

«¿Me das mil liras, si lo adivino?»

«Sí, te las doy».

«La dependienta de la tienda de bolsos bajo los soportales».

«Frío, muy frío».

«Entonces quiere decir que fuiste con Sabina. Según me has dicho, no conoces a otras».

«¡Huy, por favor! A esa "quiero y no puedo" debe de hacer un mes que no la veo».

«Entonces, ¿qué fue? ¿Una nueva conquista?»

«Pues, mira por dónde, podría ser».

«¿Mona?»

«No tanto como tú», y sonrió en broma, «pero bastante».

«¿No sería una puta…?»

Marcello se apresuró a ponerle una mano delante de la boca.

«Alto ahí: censura», y miró en derredor para ver si alguien de las mesas cercanas lo había oído, pero no se vio a nadie volverse.

Antonio lo presenciaba con un malestar cada vez mayor. No veía la hora de que acabara aquel maldito almuerzo.

Pero, después del almuerzo, a Laide tuvo que ocurrírsele uno de sus caprichos. Antes de salir para Milán, quería ir a ver una película de cierto cómico americano. Ya la había visto una vez en Milán, pero era bonísima. Cuando una película era buena, era capaz de verla hasta diez, doce veces.

Por desgracia, era domingo. Antonio no tenía necesidad alguna de estar en Milán a las cinco y, naturalmente, también Marcello estaba libre.

Montaron de nuevo en el coche con dirección al cine indicado por Laide. Durante el trayecto, ella vio al fondo de un espacio abierto los anuncios de otro cine.

«Espera, espera», dijo, ¿qué echan?

«No», dijo Marcello, «ése es un cine hediondo, estará lleno de reclutas».

Antonio reanudó la marcha.

«Pero, ¿qué echan?»

«No sé», dijo Marcello, «me parece haber visto la palabra "beso"».

«¿Qué clase de beso?»

«Pues en la boca, supongo», y puso una sonrisa antipática, «¿o tú prefieres en otros sitios?»

«¡Corta ya!», dijo Laide, dura. «Ya sabes que esas bromas me atacan a los nervios».

Llegaron al cine con el tiempo justo. Dejaron el coche a la sombra para que el perrito no tuviera demasiado calor y entraron. No había casi alma viva. Se sentaron, en el gallinero, con Laide en el medio. Era una película en color, para Antonio de una idiotez insoportable, pero, en aquella situación hasta una obra maestra habría sido para él como un veneno.

En cambio, Laide estaba feliz. Todo la hacía reír, de forma exagerada, parecían carcajadas casi histéricas. En determinado momento Antonio se dio cuenta de que Laide, con su mano izquierda, había cogido la derecha de Marcello y la apretaba, como hacen los enamorados. ¿Supondría que Antonio no lo veía? Entretanto, miraba la pantalla sin dejar de soltar carcajadas. Era la historia de un joven que tenía que cuidar de tres críos insoportables, que no eran hijos suyos, y hacerles de nodriza: un repertorio de cretinadas de manicomio. Ahora las dos manos juntas se encontraban en el regazo de ella; más aún: Laide se apartó despacio hasta apoyarse en el hombro de Marcello.

El descaro de aquella maniobra era tal, que Antonio se quedó paralizado. Habría sido tan fácil decir "que os divirtáis", salir, descargar el equipaje de ella y marcharse para siempre. Comprendía que ningún otro hombre habría dejado de hacerlo. Él, no: cuanto más atroz era la humillación, más insoportable le resultaba la idea de perder a Laide.

La miraba continua y fijamente, con la cara vuelta ostensiblemente hacia ella, pero Laide no parecía advertirlo, sino que de pronto, sin mirar, alargó la mano derecha buscando una mano de Antonio. Éste le susurro al oído:

«¿No tienes bastante?»

«¡Oh, no!», respondió Laide, fingiendo no haber entendido. «Me divierto con locura, me parece tan gracioso».