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Tras la pausa para comer, Michel caviló sobre su misión mientras el cielo se cubría de amenazadoras nubes. Un viento helado barría las calles de Selonsville, cubiertas de un manto de aguanieve que ponía en peligro a los pocos paseantes que se aventuraban a salir.
Faltaban un par de horas para que dieran las tres, cuando los internos del orfanato -a excepción de los castigados- tenían cuatro horas libres hasta la hora de cenar.
Y no sabía qué otras clases de amor podía buscar.
Michel apartó la mirada de la pizarra donde la monja escribía las conjugaciones de los verbos acabados en -ir para mirar por la ventana. Frente a los barracones del internado había una casa pequeña y robusta flanqueada por un cuidado jardín. Siempre le había llamado la atención.
Era el domicilio de Antonie Lagrage, un contable retirado que había enviudado veinte años antes. Desde entonces estaba solo pero su actividad no cesaba. Cuando no estaba podando loa árboles del jardín, se lo veía reparando una gotera en el tejado o bien repintando la puerta de entrada.
Había oído decir que Lagrange fue un hombre profundamente enamorado de su esposa. Por eso mismo, pese a su buena situación económica no se había vuelto a casar.
Quizás él podía hablarle de otras clases de amor, pensó Michel mientras palpaba con sentimiento de culpa el retal del ciego en su bolsillo.
Antes de ir por su segunda estrella se prometió que, cuando la misión hubiera acabado, buscaría a cada una de sus víctimas para pedirles disculpas y ofrecerles un regalo.
Reconfortado por esta idea, pulso el timbre del viudo minutos después de que terminara la última clase.
El viejo contable le abrió la puerta impecablemente vestido. Nunca recibía visitas, pero la corbata de seda anudada a la perfección, la raya de los pantalones y los zapatos embetunados le daban un aire de hombre de mundo, alguien acostumbrado a tratar con el público.
– Buenas tardes, Monsieur…
– Puedes llamarme Antonie -le cortó el anfitrión-. Pasa, acabo de servir el café.
Más que sorprendido con el trato que le dispensaba el contable, que sólo lo conocía de vista, Michel admiró el esmero con el que estaba cuidando cada detalle de su hogar. Si el jardín y el exterior de la casa estaban impecables, el interior no le iba a la zaga.
Los cristales de las fotografías -muchas de ellas de su esposa- se veían relucientes, sin una sola mota de polvo. El suelo estaba pulido y encerado. La mesa del comedor se había vestido de fiesta con un elegante mantel de lino y un candelabro encendido entra las dos tazas de fina porcelana. Cuando Antonie llenó las tacitas, el chico no pudo evitar preguntar:
– ¿Esperaba usted a… alguien?
– Te esperaba a ti. ¡Celebro que hayas venido!
Dicho esto rio suavemente e indicó al invitado que ocupara su lugar en la mesa.
El contable avivó el fuego de la chimenea antes de sentarse al otro lado. Durante unos segundos sólo los acompañó en agradable crepitar de los leños. Michel suspiró mientras exploraba con la mirara aquel cálido salón. Al otro lado de la chimenea, un jarrón con flores frescas adornaba un piano de pared.
La tapa que protegía las teclas estaba levantada, como si hubiera estado tocando recientemente.
– ¿Practica usted el piano? -le preguntó Michel por decir algo.
– Lo toco sólo para limpiar las teclas. Soy negado para la música, aunque me gusta mucho escucharla. Mi esposa, en cambio, se sabía con los ojos cerrados todos los nocturnos de Chopin.
Michel dedujo que aquel esmero obedecía al deseo de Antonie de que todo siguiera igual que cuando su esposa vivía. Entendió también que la taza de la que estaba bebiendo café estaba allí para ella.
A su manera, Monsieur Lagrange había decidido seguir viviendo dos vidas: la suya y la de la esposa muerta.
La voz calmada del anfitrión sacó al chico de sus pensamientos.
– ¿Y a qué debo el placer de tu visita?
– Va a parecerle algo extraño -improvisó Michel-, pero me han encargado buscar las nueve clases de amor y… he pensado que tal vez usted pueda ayudarme.
Antoine removió el contenido de su taza con la cucharita mientras pensaba en voz alta:
– Nueve clases… ¿Cuántas tienes ya?
– El amor romántico -contestó algo avergonzado.
El anfitrión asintió en silencio y entornó los ojos, como si tratara de recuperar algún recuerdo olvidado. Finalmente dijo:
– Lo romántico es el principio. Todos nos enamoramos alguna vez. Algunos más veces incluso. Ahora, pasar a la segunda fase requiere cierto grado de maestría -añadió guiñándole el ojo.
– ¿Cuál es la segunda fase?
– El amor de larga duración. Es más valioso aún que el romántico, porque ha pasado la prueba del tiempo. Yo soy un ejemplo de ello. Hace veintiún años y tres meses que Camille no está con nosotros, pero sigo haciendo las cosas como ella le gustaba que fueran.
Michel sonrió para sus adentros: al decir eso, Antoine acaba de perder un pedazo de su ropa.
– Me gusta mantener vivas las cosas que le daban vida -siguió hablando el anfitrión sin ninguna tristeza-. A fin de cuentas, somos las cosas que amamos. Morimos el día que nadie piensa en nosotros.
El joven visitante recordó con una mezcla de felicidad y dolor la imagen de Eri en la cama. No había dejado de pensar en ella una sola hora desde que había quedado atrapada en aquel sueño eterno.
Antoine apuró la taza de café antes de levantarse a echar medio leño al fuego. Luego declaró:
– El amor verdadero es esto.
– ¿Qué quiere decir?
– El amor es echar siempre un tronco al fuego. Solo así se mantiene encendida la llama. Suena obvio, pero demasiada gente lo olvida. Por eso se llevan tan mal tantas parejas. Si quieres amar de verdad, recuerda esto, chico: aunque estés cansado, tendrás que ir a buscar un leño para alimentar el fuego. Si no lo haces, por la mañana sólo encontrarás las cenizas de lo que había sido tu amor.
Michel asintió en silencio.
– Por cierto -añadió el contable-, si vienes el viernes, te cortaré una rosa que está creciendo en el jardín. He sabido lo de esta niña…
– Eri -suspiró el pequeño.
– Le llevarás la primera rosa del año. ¿Quién ha dicho que los que duermen no pueden oler las rosas?