40345.fb2
Antoine Lagrange ni siquiera mencionó el destrozo de su jersey cuando el niño se presentó, temblando como un flan, a recoger la rosa. Era viernes por la tarde y las calles de Selonsville rugían de niños eufóricos por el fin del colegio.
Sólo los internos del orfanato tenían restringida las salidas a las cuatro horas de la tarde.
Muchos de ellos ni siquiera las aprovechaban y pasaban el tiempo maldiciendo su suerte en los oscuros barracones.
No era el caso de Michel, que además de su misión diaria una nueva estrella del amor- llevaría la primera rosa de marzo a su querida amiga. Sólo por eso se había atrevido a llamar de nuevo al timbre.
Tras saludarlo en con misma cortesía que dos días antes, pidió al pequeño que lo acompañara hasta un rosal que crecía en la parte trasera de la casa. El cazador de estrellas contempló fascinado cómo una única rosa, pequeña y roja como la sangre, crecía valientemente en la rama llena de espinas.
– ¿Quieres cortarla tú mismo? -le preguntó Antoine-. Es un milagro que haya crecido con el frío que hace.
Michel estuvo a punto de decir que sí, pero el dueño de la casa no le había ofrecido tijeras. ¿Esperaba que sacara las suyas como prueba del delito?
Se quedó inmóvil hasta que el contable añadió:
– Ah, claro, voy a traerte unas tenazas de jardín.
Con la rosa ya en la mano, Michel dio las gracias media docena de veces a Monsieur Lagrange antes de retomar el camino al hospital.
El frío volvía a arreciar y las ventanas se iluminaban con las luces de las familias que se reunían en torno a la mesa para celebrar el inicio del fin de semana.
Mientras caminaba envuelto en su abrigo gris demasiado grande para él, el niño de las tijeras se dijo que ya no anhelaba tener una familia normal. Ese deseo lo había acompañado con dolor los primeros años de vida aunque en el orfanato fuera amable y atento con sus compañeros.
Luego había conocido a Eri, y su rayo de luna había disipado para siempre la oscuridad de su alma. Si ella moría, sería tragado definitivamente por las tinieblas.
Eri no podía morir.
Debía despertar para vivir con él un amor de larga duración. Un mor para siempre.
Mientras se repetía a sí mismo ese deseo, se aferraba a aquella rosa que había logrado brotar pese al invierno sin fin de Selonsville. Sin embargo, al llegar al feo edificio del hospital sintió que las piernas le temblaban de nuevo. Mientras subía los escalones hacia la segunda planta, temió que su amiga ya no estuviera allí.
Tal vez su corazón enfermo de desamor se había detenido, pensó, y Eri había pasado a formar parte del mundo subterráneo que alimentaba a las rosas.
Con estos pensamientos angustiosos llegó al final de pasillo.
Para su alivio, Eri continuaba en la cama.
Sin embargo, la niña dormida estaba muy desmejorada desde la última vez que la había visto. Estaba mucho más delgada y su rostro tenía una palidez cercana a la muerte.
Un tubo alimentaba su cuerpo con gotas de suero hasta que su pequeño corazón dejara de latir.
Michel hubiera abrazado a su amiga de no estar custodiada por la monja enfermera, que hacía punto al lado de la cama con expresión lúgubre. Parecía esperar a que la niña espirara de una vez para poder volver a su rutina en el orfanato.
Al verlo entrar, le lanzó una mirada severa mientras decía:
– ¿Qué haces aquí?
– Traigo una rosa para Eri.
Los ojos de la monja se ablandaron al ver la rosa diminuta que temblaba en sus manos. Luego le señalo un vaso con agua al lado de la cabecera de la cama y le ordenó:
– Déjala aquí, a ver si el perfume de la rosa da un poco de color a la bella durmiente.
Luego volvió a sus labores de punto con expresión reconcentrada.
A aquella mujer la había abandonado la esperanza.