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Como ejemplo de amor a la vida, Michel valoró diferentes ciudadanos de los que había oído hablar elogiosamente.
Estaba el médico más veterano del hospital donde languidecía Eri. De él se decía que había salvado más de tres mil vidas a lo largo de su carrera.
Otro candidato era la directora de la protectora animal de Selonsville. Desde mucho antes de que él hubiera nació, cada año rescataba de una muerte segura a un centenar de perros y al número similar de gatos.
En tercer lugar estaba una mujer centenaria que había plantado más de quince mil árboles a lo largo de su existencia.
Sin embargo, Michel no eligió ninguno de los tres como ejemplo de amor por la vida. Tal vez porque preferían una muestra concreta de amor a una cifra o estadística. Recordó el caso de un joven bombero de Selonsville cuya esposa se había fugado con un taxista de la ciudad para más tarde marcharse a Tennessee con un soldado americano.
Un año después de aquel escándalo, que fue tema de primer rango entre los chismorreos locales, un rayo alcanzó la casa de madera donde el taxista vivía nuevamente solo.
Tras saber quién había dentro de la casa en llamas, el bombero estuvo a punto de perder la vida para sacar del incendio al mismo tipo que le había birlado la mujer.
Se comentaba que, cuando los dos se hallaron fuera de peligro, el taxista preguntó al bombero por qué había arriesgado su vida por alguien que le había causado tanto sufrimiento.
La respuesta, que había corrido de boca en boca, generaba desde entonces multitud de interpretaciones: «Lo he hecho por mí», había respondido el bombero, «no por ti».
Aquel héroe no resultó difícil de localizar, ya que se encontraba de guardia en el puesto de bomberos. Puesto que en aquella ciudad se producía un incendio cada dos o tres meses, Michel lo encontró entregado a una ruidosa siesta sobre una colchoneta reservada para el turno de noche.
La ocasión no podía ser mejor.
El niño se agachó con sigiló y cortó un pedazo de tela de la pernera del pantalón. Tras guardar el retal cuidadosamente en su bolsillo -luego tendría tiempo de darle forma de estrella -se dio la vuelta con gran cuidado.
Ya estaba a punto de salir por la puerta, cuando una mano grande y fuerte lo agarró por el cuello.
– Quiero parado.
Michel se giró aterrorizado hacia el joven bombero, que tras el destrozo en su pantalón parecía sacar fuego de los ojos.
– No sé por qué -dijo-, pero no me extraña nada que el monstruo de las tijeras seas tú. Al gendarme le encantará conocerte, renacuajo.
– Por favor, no lo hagas -le imploró con lágrimas en los ojos.
– Dame un motivo por el que no debería hacerlo.
Pese a estar muy asustado, o precisamente por eso, Michel supo contraatacar con la pregunta adecuada:
– Dame tú un motivo por el que te jugaste la vida por sacar al taxista de la casa en llamas.
– No hay motivo -repuso repentinamente serio-. Es mi trabajo, tan sencillo como eso.
– Pero, cuando él te preguntó lo mismo que yo, le contestaste: «Lo he hecho por mí, no por ti» ¿No es cierto? ¿Qué querías decir con eso?
El bombero soltó a su presa y entornó la mirada para buscar la respuesta. Michel podría haber aprovechado aquel momento para huir, pero estaba demasiado interesado en lo que el bombero tenía que decirle.
– Verás -empezó-, si hubiera dejado que se achicharrara ahí dentro habría cargado con dos pernas: la pérdida de mi mujer y la del taxista. En la primera no pude hacer nada, pero la de él estaba en mi mano.
– Entonces lo perdonaste.
El bombero suspiró antes de decir:
– Perdonar es la única manera de permitir que los demás puedan ser otra cosa, eso es algo que aprendí de mi padre. Si matas a un ladrón, lo condenas a ser sólo eso para siempre. Volviendo al taxista, si no lo hubiera salvado, mi hermana ni mi sobrina habrían sobrevivido. Todos necesitamos a todos.
– No te entiendo -repuso Michel olvidando por un momento que aún le faltaba una estrella-. ¿Qué tiene que ver tu hermana y tu sobrina con el taxista?
– Todo. Verás: seis meses después del incendio mi hermana se puso de parto mientras su marido estaba de viaje. Había sido un embarazo muy complicado y empezó a perder sangre. Cuando logro bajar las escaleras, en plena madrugada, las calles estaban desiertas a excepción de un coche solitario que pasaba por ahí. Alguien volvía a casa después de una larga jornada nocturna.
– ¡Tu amigo el taxista! -exclamó Michel.
– Ajá. De no haber sobrevivido al incendio, mi hermana hubiera muerto aquella misma madrugada. Y probablemente mi sobrina habría corrido la misma suerte. Moraleja: no te lo pienses dos veces cuando puedas salvar a alguien, porque quizá te estés salvado a ti mismo.