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17

La décima estrella

Tal como le había prometido la anciana, cuando Michel abrió los ojos, bajo la primera luz del alba, lo primero que vio fue un corazón lleno de estrellas.

Era más grade que su cabeza y estaba tejido con los trozos de tela que había ido recortando de los nueve ejemplos de amor. Relleno de algodón blanco y puro, las estrellas encajaban entre sí a la perfección, e incluso los colores parecían haber sido elegidos ex profeso.

Lo sospesó a la vez que admiraba cómo el conjunto formaba un perfecto corazón. Tras besar a Herminia lleno de agradecimiento, antes de iniciar la última etapa de aquel viaje, recordó algo que hasta entonces no le había preocupado.

– Desde el principio me has hablado de esta décima estrella, la que permite que las otras nueve tengan fuerza.

– Eso es.

– ¿Dónde la encontraré? -preguntó inquieto.

– En ningún sitio. La llevas contigo.

Michel pensó que le estaba hablando de forma simbólica, así que señaló su propio pecho y dijo:

– ¿En mi corazón?

– Frío, frío… -repuso Herminia-. Debes poner corazón en todo lo que hagas, también en esto, pero la décima estrella no se refiere exactamente a esto.

– Pero has dicho que la llevo conmigo. Si no está en el corazón, ¿dónde está? -Se señaló la sien entes de preguntar-. ¿En la cabeza?

– Tibio tirando a caliente -sonrió la anciana-. Te dijo lo mismo: al igual que el corazón, la cabeza interviene… pero la décima estrella es otra cosa. Ahora vete o llegaras tarde.

Herminia se descubrió con la manta dispuesta a dormir tras pasar la noche en vela.

Intrigado, Michel salió a la carrera con el corazón lleno de estrellas bajo el brazo. Y no dejó de correr hasta llegar al gris edificio del hospital. Una vez más, las piernas le temblaron al trepar los escalones hasta el segundo piso y atravesar el pasillo que llevaba a la habitación de Eri. «¿Y si había llegado tarde?», se preguntó nuevamente angustiado.

Tal vez por la hora temprana no encontró a nadie en la habitación. No había médicos ni enfermeras. Ni siquiera la monja gruñona montaba guardia junto al cuerpo consumido de Eri, que mostraba una palidez casi transparente.

A su lado, en un oscuro monitor aparecía una línea blanca casi plana. Sus constantes vitales se habían reducido a una suave curva que parecía a punto de desmoronarse definitivamente.

Esto no asustó tanto a Michel como descubrir que le habían retirado el suero que la alimentaba. Entendió, lleno de desesperación, que la estaban dejando morir.

Antes de que llegara el momento final, puso sobre el pecho de su amiga el corazón lleno de estrellas.

Sin embargo, nada cambió. El rostro rígido de Eri, su palidez mortecina, la curva cada vez más imperceptible en el monitor… Todo indicaba que el momento del adiós era inminente. Michel podía agradecer haber llegado a tiempo para desearle buen viaje.

Mientras agarraba la mano sin vida de la niña, de repente recordó el misterio de la décima estrella. La que daba fuerza a todas las demás. Estaba más cerca de la cabeza que del corazón aunque ambos intervenían en lo que…

La mano libre de Michel se posó sobre sus propios labios. Fue entonces cuando, de repente, comprendió que tenía que decir algo. No bastaba con amar a los seres vivos, ni con ayudar al enemigo como si se tratara de un hijo. Las nueve clases de amor necesitaban, en un momento como aquel, algo más.

Acercó si boca a la oreja pequeña y fría de su amiga y le susurró:

– Te quiero, Eri.

Primero fue un ligero movimiento de párpados, como si los globos oculares giraran bajo la fina piel. Luego las pestañas de Eri empezaron a temblar, mientras la línea blanca abandonaba la horizontalidad para trazar picos cada vez más escarpados.

Cuando finalmente abrió los ojos, Michel supo que acababa de encontrar las décima estrella, el secreto último del amor.

No bastaba con amar, también había que decirlo.