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El niño de las tijeras

1946 tenía que ser un gran año. Sin embargo, el invierno se resistía a partir. Entrado marzo, las calles e Selonsville seguían cubiertas de nieve. Los que habían sobrevivido a la guerra, la ocupación y la pobreza temblaban de frío a la espera de una primavera que no acaba de llegar. Era como si la estación de la esperanza recelara de aquella ciudad francesa donde desde hacía cinco años sólo había florecido el sufrimiento.

Con los Alpes helados al fondo, mujeres, ancianos y tullidos se afanaban por las calles en busca de algún alimento con el que calentar el cuerpo. Sólo los niños parecían ajenos a todo, y al salir de la escuela se arrojaban unos a otros bolas de nieve en batallas sin cuartel.

Los habitantes de Selonsville tenían poco más que hacer. Además de procurarse sustento y carbón para la cocina, se hablaba de lo perdido en la Segunda Gran Guerra, de jóvenes que habían salido de la ciudad para luchar con la Resistencia y nunca había regresado. Algunos habían muerto en el campo de batalla. Otros habían sido deportados a campos de concentración y no se había vuelto a saber de ellos. Por último estaban los desaparecidos sin más: tras despegarse de los brazos de sus padres, esposas o hijos habían partido hacia un destino incierto y su rastro se había perdido en las brumas de la guerra.

Las familias contemplaban con ansiedad sus retratos, que ocupaban un lugar de honor en cada hogar, mientras soñaban con su milagroso retorno. Algunas mujeres encendían cada noche una vela al pie de las fotografías, como un faro para iluminar el regreso a casa entre los restos de la catástrofe.

Así era la vida en la pequeña ciudad y no se hablaba de otra cosa. Hasta que una curiosa noticia local empezó a dar otro tema de conversación. Pues, desde hacia un tiempo, alguien se dedicaba a mutilar la ropa de los ya sufridos ciudadanos.

Primero había sido un empleado de correos, que había llegado a casa con un notorio agujero en la parte trasera de su abrigo. Alguien había recortado una estrella de cuatro puntas del tamaño de una mano. ¿Cómo había sucedido sin que se hubiera dado cuenta? ¿Para qué querría alguien aquel caprichoso retal?

La segunda víctima había sido un contable retirado, que había descubierto en su mejor jersey un agujero que lo dejaba inservible. Faltaba una estrella de la misma forma y del mismo tamaño que la del empleado de correos.

Todo un misterio.

Y los ataques no se habían detenido aquí. Por alguna extraña razón una mano invisible tenía en el punto de mira a los habitantes de Selonsville, que temían por las pocas prendas de ropa que los protegían de frío. Cada día había un nuevo caso y la inquietud crecía al mismo tiempo que la irritación.

Corrían rumores sobre quién podía estar detrás de aquellas gamberradas. Algunos aseguraban incluso haberlo visto. Describían a un niño de unos 9 años con un raído abrigo gris que le llegaba a los pies -probablemente heredado de un familiar mayor- y unas tijeras en la mano.

Nadie sabía quién era, aunque medio Selonsville buscaba ya al «niño de las tijeras» para darle su merecido.

Pero aquellas estrellas de ropa tenían un sentido. Eran el firmamento que iluminaba la noche de alguien muy triste. Alguien que había cerrado los ojos a la vida y se resistía a abrirlos de nuevo.

Todo había empezado una semana antes, en la mañana más fría de aquel invierno sin final…