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Tras cumplir un día de castigo, una tarde de martes Michel salió del orfanato con unas tijeras en el bolsillo.
El invierno se resistía a partir, pero el pequeño casi había dejado de sentir el frío. Ahora tenía una misión. Por extravagante que pareciera el remedio del curandero, estaba dispuesto a cumplirlo y entregar a Herminia las nueve estrellas para que el corazón de su amiga volviera a despertar.
Le quedaban nueve días para encontrar las nueve clases de amor. Entonces le faltaría aún una estrella, el secreto último del corazón, pero ya se ocuparía de ello en su momento. Antes le esperaba una ardua y peligrosa tarea.
Dedicó las cuatro horas que podía salir del orfanato a recorrer las calles en busca del primer amor que se le había ocurrido; el de las películas románticas.
En un par de ocasiones había visto en el cine del orfanato ese tipo de películas, que hacían enrojecer a las niñas y provocaban los silbidos de los chicos, que no entendían aquellas demostraciones de pasión.
Pero aquel marzo de posguerra no abundaban las parejitas en Solonsville. Todo el mundo parecía demasiado ocupado buscando trabajo, cuidando de sus familiares heridos o simplemente huyendo del frío.
No fue hasta pasar por delante del Gran Café que vio una escena parecida a la de las películas. Por lo bien vestidos que iban y por el maquillaje de la novia, le pareció que se trataba de una pareja de recién casados. Debían de pasar su luna de miel en aquella ciudad alpina, pensó Michel mientras observaba a través del cristal cómo el camarero les servía. Puso sobre la mesa una taza de chocolate para ella y una copa de coñac para el hombre, que pagó con expresión soberbia.
La pareja charlaba con las manos unidas, pero esas mismas manos mostraban la tensión de una conversación que el niño no podía oír.
Desde su observatorio a bajo cero, Michel se preguntaba cómo se las compondría para recortar una estrella de la ropa de la novia, porque aquel hombre le daba miedo. Antes de que pudiera trazar un plan, el novio se bebió el coñac de un trago y se puso de pie con expresión furiosa.
Puesto que no podía oír lo que decían, el espía asistió al resto de la escena como si se tratara de una película mida. La novia se incorporó sin tocar la taza de chocolate y juntó las manos pidiendo perdón por algo que había dicho. Pero su compañero estaba fuera de sí y la apartó de un codazo mientras se abría paso entre la clientela del café.
Definitivamente, pensó Michel, se había equivocado: aquellos dos no eran ningún ejemplo de amor romántico.
Cuando la pareja salió atropelladamente del local, de repente el niño sintió hambre y frío. Se dijo que era una pena que aquella taza de chocolate se perdiera.
Dispuesto a calentarse el estómago -y el ánimo- entró sin dudar en el Gran Café y se sentó a la mesa como un cliente más. Había tanta gente que confío en que no repararían en él, pero un gordo cocinero le guiñó un ojo en señal de aprobación.
Conocía al chef de aquel local porque en Navidad acostumbraba a cocinar para el orfanato. Era alegre y muy buen hombre, aunque gritaba enfurecido cuando los ayudantes de cocina no seguían al pie de la letra sus instrucciones.
Michel se calentó las manos asiendo la taza de chocolate mientras observaba la clientela con curiosidad. Entonces los vio.
Aquello sí era una extraña pareja…