40347.fb2 Un Encargo Dif?cil - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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A partir de aquella noche Camila vería el mar con otros ojos. Nunca podría volver a mirarlo sin pensar que en realidad lo que se extendía ante ella no era nada más que un límite. El mar era un mundo que se ocultaba, un lugar con montañas, bosques y gigantes que rompía plácidamente en la orilla escondiendo todos sus secretos. Con razón decía el Lluent que el océano era tan grande que no podían m siquiera imaginarlo. También decía que, al salir a pescar, se sentía como un ciego que probara suerte lanzando cebos allá donde su vista no alcanzaba. Y aquel día la suerte lo había acompañado. Camila buscó en vano, paseándose con morboso terror por el borde del muelle, las tintoreras que habían acosado al Lluent hasta el puerto.

– ¡Haré un guiso con patatas que os vais a cagar en los pantalones! -exclamó Felisa García, olvidando por unos momentos que se había convertido en una mujer elegante a imitación de Leonor Dot-. ¡Ahora, vamos a celebrarlo!

Fueron todos a la cantina. El capitán Constantino Martínez mandó llamar al médico del regimiento, que llegó a la carrera con su botiquín y, sin otra anestesia que unos tragos de orujo, cosió la herida de Benito Buroy. Tuvo que darle cuatro puntos en el dedo índice, que luego vendó de forma aparatosa.

Paco descorchó una botella de vino y brindaron por el Lluent. Fue en aquel preciso instante cuando el capitán Constantino Martínez, tras dar un sorbo de su vaso e ignorando que estaba a punto de hacer el que quizá fuera el acto más justo de su vida, tomó asiento y, con aire relajado, sacó un papel de su bolsillo. Lo desplegó con cuidado sobre una mesa, pues antiguas humedades lo habían apergaminado y amenazaba con romperse. Tras contemplarlo unos instantes como si fuera un jeroglífico o sencillamente una memez, se volvió hacia los presentes.

– Mis hombres lo encontraron en el cementerio después de la tormenta. Lo firma una tal Dolores Rimbau, pero está escrito en catalán. ¿Hay alguien aquí que lo entienda?

– Es la Xuxa -dijo Felisa-. Se llamaba así, Dolores Rimbau.

Leonor Dot se aproximó a la mesa, apoyó las manos sobre la madera y observó el papel sin tocarlo. Las letras estaban trazadas de forma muy tosca y el tiempo las había borrado casi por completo. Más que leer, era descifrar un criptograma. Todos miraban a Leonor mientras ella movía suavemente los labios como si rezara en silencio.

– Parece un testamento -aclaró por fin-.Va dirigido a un cura, un tal Mosén Dalmau. Dice que quiere que la entierren con su anillo, y que el diablo se llevará a no sé quién… Es que no se entiende…

– Bueno -se apresuró a intervenir Felisa-, ese anillo nunca apareció, así que no pudo cumplirse su deseo. Que descanse en paz la Xuxa. ¡Vamos a abrir otra botella de vino!

El capitán meneó la cabeza en señal de disconformidad y señaló el papel agitando el dedo índice.

– Hay algo más. Habla de una barca… No sé qué pone, pero habla de una barca.

Leonor Dot volvió a sumergirse en el estudio del papel.

– Habla de un tal Nicanor Menéndez, eso parece, Nicanor Menéndez… Y de una barca, es cierto… Que no es suya, que no le pagó su dinero y que quiere que la hundan… ¿Que la hundan?

Alzó el papel para observarlo a la luz de la bombilla. Parpadeó un par de veces y volvió a ponerlo en la mesa.

– Pues sí… Quiere que hundan la barca en la bahía. Y, para estar segura de que lo han hecho, que la entierren también con un trozo de la quilla… Eso es todo. Para acabar, le dice al cura que no se olvide de sus misas.

Hizo con los labios un gesto de extrañeza y se encogió de hombros. Fue entonces cuando el Lluent, que había permanecido alejado de la mesa, avanzó unos pasos con el rostro tan congestionado que parecía que estuviera ahogándose.

– ¡Me la regaló a mí! -gritó-. ¡Ahora es mía! ¡Nadie va a hundirla!

El capitán Constantino Martínez lo miró con absoluta perplejidad. Luego se volvió hacia Felisa García. Como ella no dijera nada se encaró con el cantinero, que continuaba con la botella de vino en las manos.

– ¿Quién es ese Nicanor? ¿Qué coño sucede aquí?

Se apreció perfectamente en el rostro de Paco que hacía grandes esfuerzos por idear una patraña que pudiera resultar verosímil, pero su cerebro embotado sólo acertó a dictarle la verdad.

– Era el marido de la Xuxa. Un buen día él se vino a vivir aquí, a la casa del pescado, y desde entonces no volvieron a dirigirse la palabra. Yo no sé qué se harían el uno al otro. Cuando la Xuxa murió Nicanor no se molestó ni en ir al entierro. Luego llegó el Lluent y se puso a trabajar con él. Estuvieron juntos varios años. A cambio, Nicanor le dejó la barca. Lo anunció aquí, delante de todos. El día que yo la palme, dijo, la barca será de éste. Y señaló al Lluent.

– Pero la barca no era suya -reflexionó el militar.

Se hizo un molesto silencio. Andrés, que no entendía que la fiesta por haber capturado el atún se hubiera convertido en un velatorio, batió las palmas un par de veces. Luego paseó por todos los presentes una mirada suplicante.

– Esto tiene mal arreglo -murmuró el capitán-. No hay nada más sagrado que el último deseo de un fallecido.

– ¿Aunque sólo le mueva el deseo de venganza? -intervino por fin Felisa García-. La Xuxa era una mala mujer, se lo juro por lo más sagrado. Yo la conocía bien.

– Sería lo que usted diga, pero un testamento es un testamento.

La cantinera se plantó delante del militar. Nunca se la había visto tan dispuesta a defender una idea, ni tan desarmada por no poder hacerlo a gritos. Con todo, se contuvo y, a pesar de que le temblaba la mandíbula, logró hilvanar su razonamiento.

– Nicanor se ganó con creces la propiedad de la barca. Toda su vida trabajó con ella. La Xuxa, en cambio, nunca movió un dedo salvo para hacer daño a los demás. Y quiso seguir haciéndolo después de muerta… Piénselo bien, Constantino. Usted sabe que yo no soy una revolucionaria de ésas. Creo que a cada cual se le ha de dar lo que le pertenece. Pero, en este caso, si lo hiciéramos cometeríamos una terrible injusticia. Y la cometeríamos con el Lluent, que no tiene culpa de nada…Yo no sé qué sentido tiene usted del deber. Tampoco sé si las malas ideas le impiden dormir, como me sucede a mí. No sé si da vueltas y vueltas en la cama con una angustia que le oprime el pecho y le roba el aire. Lo que sí tengo bien claro es que, de estar yo en su lugar, preferiría quedarme en paz con mi conciencia a cumplir los deseos de una arpía.

El capitán hinchó los carrillos, visiblemente incómodo. Meditó unos instantes. Luego cogió su vaso y se puso en pie.

– Felisa -decidió-, coja lo que quiera del atún y haga usted su guiso. Les deseo que lo disfruten. El resto será requisado para la tropa.

Tras apurar el vino y dejar el vaso junto al testamento, abandonó la cantina. Felisa García dejó escapar un suspiro de alivio.

– Fui yo la que descubrió el cadáver de la Xuxa -explicó con la voz quebrada-. En el camino olía a muerto, pero no pensé… Estas cosas no se te ocurren. La llamé. No contestaba y entré en la casa. Estaba tumbada en la cama con las manos sobre el vientre. Parecía dormida de no ser por las moscas… Había dejado ¡a nota sobre la mesa. Supuse que era para el párroco y di por sentado que no podía contener nada bueno. Debí destruirla y Santas Pascuas, pero la escondí en el vestido que le sirvió de mortaja. Quería que enterraran su bilis con ella…

Y concluyó, recuperando de improviso todo su carácter: -¡Cómo iba a suponer que una jodida tormenta acabaría removiendo las miserias del pasado!

Cogió el infame testamento y le prendió fuego con una cerilla. Así fue como, tras tantos años de utilizarla para arrancar secretos al mar, consiguió el Lluent que la barca que le cediera su antiguo patrón fuera definitivamente suya.

Despuntaba el alba cuando Benito Buroy salió de la Co mandancia Militar. Colgado del hombro llevaba un macuto en el que había guardado la pistola, una bota con agua y un mapa, de la isla. Aquel día cumplía una semana de estancia en Cabrera. A media mañana llegaría la barca de abastecimiento en la que debía regresar a Mallorca. No tenía demasiadas ganas de volver a Palma y a su vida en el bar, pero tampoco podía elegir. Había llegado la hora de echar tierra de nuevo sobre el expediente depurador que, por mucho que hiciera, brotaba una y otra vez como una mala hierba.

Tomó el camino del castillo para evitar que le vieran desde el campamento militar. Al poco dejaba atrás el cementerio. Tras detenerse en lo alto del promontorio para orientarse con el mapa, decidió bordear la cala Santa María y después internarse en el monte para cruzar la isla por su lado más angosto. Ascendió inmerso en un silencio profundo en el que sólo resonaba el crujido de sus pasos sobre los cantos polvorientos y las ramas quebradas de los coscojales. Al encumbrar las últimas peñas, apoyó las manos sobre las rodillas para recuperar el aliento. Era tal la quietud allí que el bombeo agitado de su corazón parecía capaz de abarcar con su sonido toda la isla. La ladera, salpicada de verde, comenzaba a descender a los pies de Buroy hasta alcanzar una amplia bahía en la que no se veía ninguna edificación. A un lado se levantaba el islote pelado de! que le hablara el capitán Constantino Martínez. Frente a aquel islote, en alguna cueva, se escondía Markus Vogel.

Benito Buroy había planeado ir costeando hasta encontrar su guarida, pero poco antes de completar el descenso divisó a lo lejos, en el extremo de un saliente rocoso, la silueta lacónica del alemán sentada frente al mar. Pocos minutos después sonaron sus pasos a espaldas de aquel hombre al que no había visto nunca. A Benito Buroy le extrañó que no se volviera hacia él a pesar de que sin duda lo había oído. Contempló durante unos instantes su melena cana y sus hombros anchos y abatidos. El alemán tenía los antebrazos apoyados sobre las piernas como si acaparase toda su atención algo en el suelo frente a él. En cualquier caso, no parecía interesado en absoluto por aquella inesperada visita. Benito Buroy abrió el macuto, echó un vistazo a la pistola, destapó la bota y bebió un par de tragos. Luego dejó la bota en el suelo.

– Le esperaba-dijo Markus Vogel-.Hace unos días anduvieron unos soldados por aquí. Pensé que los plazos se estaban agotando.

Benito Buroy hizo una mueca de disgusto. Avanzó hasta situarse delante del alemán, pero éste no alzó la mirada. Alargó un dedo largo y huesudo para señalar un pellejo de lagartija sobre una roca.

– En algún momento dejó de moverse y de huir. Entonces las hormigas empezaron su trabajo. Les ha costado dos días vaciarla por completo.

Tras decir esto, Markus Vogel miró de frente al recién llegado.

– Yo tampoco me moveré -le dijo-. Hágalo ya. No me torture.

Benito Buroy metió la mano en el macuto. No pudo reprimir un gesto de dolor al tropezar el vendaje de su herida con la culata del arma. Pese a ello la empuñó, buscando el gatillo con el dedo corazón, pero no llegó a sacarla de su escondite. No se veía con ganas de apuntar a aquel hombre a sangre fría. Pensó que sería menos violento disparar a través de la bolsa, aunque la sola idea le hacía sentirse miserable. El alemán le miraba fijamente, con una entereza que no podría sostener mucho tiempo. Buroy advertía con claridad la tensión que lo dominaba. Se veía obligado a entrelazar los dedos de las manos para que no se viera que le temblaban.

A Buroy le bastaba con apuntar un instante y apretar el gatillo. Alzó un poco la bolsa sin decidirse a sacar la pistola. Fue entonces cuando lo asaltó de nuevo aquella irritación de la que no conseguía zafarse. Era superior a él, un aborrecimiento que le nacía de la sensación de estar equivocándose porque le obligaban a hacerlo, porque ellos podían obligarlo y él tenía que resignarse a aceptarlo. Sin embargo, ¿qué diablos pretendía salvar doblegándose a cometer aquel crimen? ¿Sus largas y tediosas noches en el bar escuchando conversaciones que no le interesaban? ¿La compañía agobiante de Otto Burmann, cada día más perdido y desesperado? ¿Sus encierros con Erica en el lavabo, donde ella se envilecía lloriqueando y lamiéndole la polla?

– Ni sé ni me importa lo que haya hecho -dijo para defenderse de sus pensamientos-, pero tengo que obedecer las órdenes que me han dado.

– Usted no es un pistolero de Falange -contestó el alemán-. Tampoco es militar ni trabaja para la Gestapo. No sé quién es usted.

Benito Buroy alzó un poco más la mano sin sacarla del macuto y acarició con el dedo la superficie cóncava del gatillo. Pero entonces pensó que segundos después estaría completamente solo en aquel lugar frente a un cadáver con un agujero de bala en la frente, y que tendría que regresar por el monte con un sabor amargo en la boca preguntándose quién era él, quién había matado a Markus Vogel, y que en la cantina Felisa García le serviría un plato de lentejas que le resultaría imposible probar siquiera, y que aquella misma noche Erica escupiría su semen a un lado de la taza del retrete pensando ya en su próxima copa de ginebra, y que poco después, en la cama cubierta de almohadones en la que le daba asco y angustia acostarse, Otto Burmann le reprocharía al oído que era un mal hombre acariciándole el vientre con su mano siempre fría, y que las noches eran cada vez más insomnes y más largas, y que una vez más se preguntaría, en algún rincón de la oscuridad, por qué cojones se empeñaba en seguir vivo si vivir era algo que ya había dejado de gustarle.

Al alemán se le habían enrojecido los ojos. Había hecho un gran esfuerzo, pero era evidente que se encontraba al límite de la resistencia.

– Se lo suplico -murmuró, y en su voz quebrada advirtió Buroy que en cualquier momento aquel hombre podía venirse abajo, dejarse caer de bruces, comenzar a llorar-… Me doy la vuelta, si así se lo pongo más fácil.

A Benito Buroy le dolían los puntos de la herida. Empuñar el arma le obligaba a estirar el dedo dentro del vendaje. Pasaban los segundos y cada vez le resultaba más difícil acabar con aquello. Empezó a comprender que ya era demasiado tarde, que había perdido el aplomo o la irreflexión necesarios para hacerlo, que había dejado pasar la ocasión y que debería esperar a una nueva oportunidad. La próxima vez dispararía como siempre lo había hecho, sin plantearse lo que hacía.