40347.fb2 Un Encargo Dif?cil - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 12

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Benito Buroy, que se entretenía escuchando la radio en la balconada de la Comandancia, observó que Paco se dirigía también hacia el muelle con aire desinhibido y garboso. Felisa García, en cambio, se había quedado a la puerta del bar. Con las manos unidas sobre el pecho, como si rezara, contemplaba todo aquello con la misma preocupación con que, a lo largo de la historia, las buenas cocineras vieran a los jóvenes partir hacia el frente riendo y entonando canciones. Lo peor de los potajes, filosofaba Felisa García con gran aflicción, era que los hombres, después de comerlos, se sentían capaces de todo. Así había sucedido con su hijo mayor, que había partido a la guerra prometiéndole regresar cargado de regalos para ella. Hasta un mantón de Manila le había prometido… Las tragedias, en aquella isla y en cualquier otro lugar, siempre se habían visto precedidas por un gran despliegue de optimismo.

El buque hizo varias maniobras antes de lograr echar los amarres a aquel muelle diminuto. Un rato después, el capitán Constantino Martínez, cuyo estado de ánimo, tan español, se debatía entre el mundano arrojo del conquistador y la cerrazón espiritual de la defensa numantina, realizaba grandes esfuerzos por mantener la marcialidad ante el teniente que comandaba aquella expedición salvadora, pero los ojos le hacían chiribitas al ver todo lo que se estaba descargando de las tripas del mercante disfrazado de destructor. Además de una sección de cincuenta hombres que vendría a reforzar a la tropa bajo su mando, frente a él se apilaban un montón de cajas de madera rotuladas en alemán que contenían, según le fueron explicando, dos cañones de defensa costera que serían instalados en la bocana de la bahía, varias ametralladoras y gran cantidad de munición. Los marinos habían descargado también veinte o treinta barriles, y en aquel momento se disponían a bajar al muelle un camión de color polvoriento con un enorme depósito adosado tras la cabina.

– Está preparado para funcionar con gasógeno -aclaró el teniente del navio-. Si nos cortan el suministro de gasolina podrán hacerlo andar con carbón.

– Caray -exclamó el capitán Constantino Martínez-, son ustedes muy previsores. Con tantos barriles de combustible y lo pequeña que es la isla no hará falta el gasógeno durante años.

– Los barriles no son para el camión -contestó el otro imprimiendo a su voz un cierto tono de misterio-. Me gustaría hablar con usted en su despacho.

Camila, que había bajado para ver el despliegue de tropas, se cruzó en la plaza con los dos militares. En el muelle, los infantes recién desembarcados, al verse libres de la oficialidad, se habían relajado y conversaban en corrillos. Pero un cabo los hizo formar y se los llevó a paso ligero hacia los barracones. Camila se quedó sola frente al camión estacionado entre las cajas de madera y los bidones. Se acercó al vehículo y apoyó una mano en uno de los faros. Sonó entonces un silbido. La niña retiró asustada la mano y buscó con la mirada a su alrededor sin darse cuenta de que un marino, desde la cubierta del barco, la invitaba con gestos a subir a bordo. Paco, cerca de él, conversaba con otros miembros de la tripulación. El cantinero había abierto los brazos en circulo y los giraba con energía a un lado y a otro, como si les estuviera explicando la manera de preparar el bacalao al pil-pil o de bailar el minué. Probablemente, aunque Camila tampoco se diera cuenta, escenificaba la rotación de un cañón antiaéreo.

– ¡Camila!

Felisa García la llamaba desde la playa estrecha que separaba el muelle de la cantina.

– ¡Ven a desayunar! ¡Hale, corre, que me tienes harta!

La niña resopló con fastidio, acarició de nuevo el faro, que le dejó los dedos pringados de un polvo grasiento, y obedeció sin darse mucha prisa. Mientras, Leonor Dot, desde la puerta del bar, contemplaba con desagrado el barco inmenso atracado a espaldas de su hija.

El falso acorazado largó amarras poco después, en cuanto hubo concluido la reunión de los mandos militares en el despacho de la Comandancia. El capitán Constantino Martínez había regresado al muelle, tras aquella reunión, sumido en un hosco y lúgubre silencio. No parecía que le hubieran dado buenas noticias. Llamó a gritos a Paco para que bajara de una vez a tierra, y se despidió del teniente llevándose con desgana la mano a la gorra. El teniente estuvo claramente tentado de hacer algún comentario, pero le devolvió el saludo con una amplia sonrisa y, sin más, se encaminó hacia la pasarela.

– ¿Qué le pasa a usted? -dijo Paco, alzando la voz para vencer el bramido de la sirena del barco-. Parece que le haya atacado un dolor de muelas.

El capitán Constantino Martínez le dirigió una mirada turbia. Estaba completamente abatido.

– Nunca en mi vida había hecho un ridiculo tan grande -murmuró-. Me traen un camión y yo no tengo carretera. El marino ese ha tenido que tomar asiento para no caerse de la risa… Y mira que lo avisé, una y mil veces les dije que se dieran prisa, que llegaría el camión y no tendría por dónde echarlo a rodar. ¡Si esos imbéciles se hubieran apresurado un poco…!

Un grupo de soldados llegaba en aquel momento del campamento. El capitán los había mandado llamar. Al mando estaba un sargento que se cuadró con evidente zozobra. Dirigió una mirada preocupada hacia Paco, que se encogió de hombros y se volvió para observar cómo se alejaba el barco.

– Óigame bien, Ridruejo -soltó el capitán-. Tiene dos días para acabar de ensanchar el camino. Si no lo hace en dos días tiraré sus galones a las letrinas.

– A sus órdenes, mi capitán. Lo que usted diga… pero eso es imposible. No tenemos casi utensilios. Lo hacemos con las manos, como quien dice.

– ¡Pues le doy el tiempo mínimo posible, pero ni un día mas! ¡Ni un día! ¿Dónde está el conductor del camión?

Uno de los soldados dio un paso al frente. Era un hombre enjuto, con las manos embadurnadas de grasa y un pelo desgreñado más largo de lo reglamentario. Vestía un uniforme de trabajo con Cantos lamparones que parecía de camuflaje.

– Tendrá que aparcar el camión en la plaza -le dijo el capitán-. Los demás, que lleven las cajas al edificio del pescado. En cuanto sea posible montaremos las armas y las trasladaremos a sus emplazamientos… ¡Y pensar que la seguridad de Mallorca depende en buena parte de nosotros! ¡Que Dios nos ayude!

A aquellas alturas, la cantina se había quedado vacía y los pocos civiles de Cabrera se habían congregado en el muelle. Felisa García, cogida del brazo de Leonor Dot, miraba a su marido con inquina, como si él fuera el culpable de aquel despliegue armamentístico. Benito Buroy, con la actitud desocupada de un paseante, estudiaba la grafía germana impresa en las cajas. Y Camila y Andrés se asomaban a las ventanillas del camión para ver los asientos destripados y el tablier lleno de abolladuras en el que había una imagen de la Virgen del Pilar. El conductor los apartó para subir a la cabina. Tras acomodarse en el asiento, accionó una clavija y sonó un largo chirrido. El camión tuvo un par de sacudidas pero volvió a quedar inmóvil y en silencio. El hombre probó de nuevo. Al rechinar el motor apretó el acelerador provocando una serie de explosiones que pareció el inicio de una tamborrada. Con glorioso despilfarro de estertores y estampidos, el vehículo se puso en marcha y avanzó unos metros.

Andrés, asustado por el estruendo, había salido corriendo hacia la plaza.

– ¡Quiero subir! -gritó Camila, agarrada aún a la ventanilla-. ¡Por favor, quiero subir!

El capitán Constantino Martínez miró asombrado a la niña.

– Pero… si no puede ir a ningún lado -objetó, bastante provisto de razón.

– Déjala, Constantino -intervino Felisa García-. La pobre no tiene nada con qué distraerse.

El militar, desconcertado y molesto por aquella invasión del estamento civil en los sagrados temas castrenses, hinchó el pecho y tiró con energía de los bajos de su guerrera. La cantinera lo miraba de tal manera que el hombre temió, sin embargo, que su negativa pudiera provocar un incidente.

– Bueno, bueno -aceptó, dirigiéndose al conductor-. Dé unas vueltas a la plaza. Asi se calentará el motor, que por lo que veo buena falta le hace.

El soldado estiró el brazo para abrir la puerta del acompañante. Camila subió al camión con la agilidad de una ardilla. Le impresionó lo grande que era el interior. El techo quedaba muy por encima de su cabeza, y para tocar el salpicadero tenía que echarse hacia delante y poner los pies en el suelo. Además, a excepción de la tapicería raída del asiento, todo era extremadamente metálico y frío. Cuando el camión echó a andar, y a falta de otro lugar más mullido, se agarró con fuerza al borde del cristal de la ventanilla.

El vehículo salió del muelle y se adentró en la plaza levantando una polvareda. El conductor, que no tenía muchas opciones, resolvió dar la vuelta a la higuera. Al completar el círculo se vio envuelto en la nube que él mismo había creado, pero no se detuvo. Dio otra vuelta, y otra, renqueando al modo de una vieja atracción de feria. Camila, que ya había ganado confianza, se cogió con fuerza al marco de la ventanilla, asomó la cabeza y se puso a reír. Se reía con tantas ganas que llenó la plaza, la isla entera de regocijo, y todos los que la miraban, Felisa García y Leonor Dot, Benito Buroy, el cantinero y hasta el capitán Constantino Martínez se sintieron extrañamente felices, como si la risa de Camila, su cara radiante que al pasar frente a ellos se adivinaba por entre el velo de polvo, el gozo contagioso de aquel carrusel improvisado fueran, durante unos instantes mágicos, lo más importante y lo único que mereciera ser contemplado en este mundo.

– ¡Qué diña! -gritó Felisa García-. ¡Es que me la comería!

Alargó los brazos hacia ella deseando, desde la distancia, atrapar aquella explosión de júbilo y estrecharla contra sus pechos generosos. Leonor Dot, a su lado, sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Pero Camila no las veía. Se limitaba a dejarse embriagar por el vértigo de la rotación y a disfrutar de la risa.

Bajo el emparrado en el que su padre acostumbraba emborracharse, Andrés, inmóvil por completo, insoportablemente invisible, gemía de forma casi inaudible intentando llamar la atención de todos ellos para que le permitieran, a él también, subirse a la alegría.

La llegada de septiembre había cubierto el horizonte de nubes bajas y densas, como si Cabrera se alzara en un lago rodeado por una tierra lejana de algodones plomizos. Aunque de día continuaba haciendo mucho calor, al atardecer soplaba una brisa de escalofríos y la superficie del mar se encrespaba como si la hicieran bullir enormes bancos de peces. Al Lluent no le gustaba aquel clima inestable. Se pasaba largo rato contemplando el cielo en la sospecha de que le escondía algo, y luego, sin que nadie salvo él pudiera advertir ninguna diferencia que justificase una decisión u otra, fruncía el ceño y salía a pescar, o maldecía en voz baja y amarraba mejor la barca para que no la golpearan contra ei espigón las sacudidas del viento y de las olas.

El Lluent no solía equivocarse al predecir el tiempo, pero, a pesar de ello, en más de una ocasión había tenido que hacer noche en la colonia de Sant Jordi por no poder regresar a Cabrera, y alguna vez que otra se había visto sorprendido en alta mar por una tormenta que se desataba de repente sin aviso. Decididamente, al pescador no le gustaba aquel mes en el que las nubes se formaban en lo alto como por ensalmo, surgidas de ia nada, bramando a veces y descargando súbitos aguaceros, o manteniéndose quietas allí, ronroneando convertidas en inmensas gatas incorpóreas, inexplicablemente quietas e inactivas. Su antiguo patrón, Nicanor Menéndez, le había enseñado a desconfiar de ellas. Con la barca a la deriva en la soledad expectante de las aguas, la vela desarbolada y la isla tan lejana que había que forzar la vista para divisar su silueta brumosa, le decía:

– El mar y el cielo son caprichosos porque son muy grandes. Míralo, mira a tu alrededor. Hay mar por todas partes, no se acaba nunca… Y fíjate en nosotros. ¿Qué somos nosotros? Una menudencia, eso es. No daríamos ni para un poco de sustancia. Aquí hay demasiado caldo para tan poca carne.

Entonces señalaba al perro que correteaba por la barca deteniéndose a menudo, el rabo enhiesto y el hocico inquieto, extremadamente atento a todo lo que no podía verse.

– Él sí sabe cuándo va a haber tormenta. Si se pone a aullar como un condenado, no lo dudes. Vuelve a puerto tan rápido como puedas.

Otros pescadores se veían también sorprendidos, en aquellos meses de septiembre, por los caprichos del cielo y del mar. A veces entraban en la bahía a lomos de la espuma y alcanzaban el muelle jadeantes y empapados. Así sucedió al anochecer de aquel día en que Camila consiguiera dar un largo paseo en un camión que no iba a ninguna parte. A media tarde el cielo se había cubierto y había comenzado a sonar un aullido permanente, un triste lamento. Un rato después el mar parecía hervir con las entrañas más irías que nunca. Paco, que se encontraba bajo el emparrado, vio aparecer una barcaza ventruda y cenicienta. En un costado, con letras grandes y descuidadas, llevaba escrito su nombre: Margarita. Dio una voz al Lluent, que jugaba dentro al dominó con unos soldados.

– Mala cosa -dijo e! pescador tras asomarse a la puerta y echar un vistazo-. Son pescadores de marrajo. No esperes nada bueno de ellos.

Eran tres hombres de aspecto hosco y desaseado. Cuando entraron en el bar habían empezado a servirse las cenas. Benito Buroy estaba solo en una mesa, y Leonor Dot y Camila en su lugar habitual junto a la ventana. Los recién llegados se plantaron frente a la barra. Uno de ellos la golpeó con el puño cerrado. Paco entró con paso vacilante y se situó al otro lado del mostrador.

– Orujo -le dijo el hombre-. Hay que joderse con el tiempo. Me cago en esta mierda de oficio, y en esta mierda de sitio y en todo. ¡Me cago en Dios, hostia!

– No es buena la noche -congenió el cantinero-. Quizá querréis comer algo.

– ¡Tú saca la botella y vete a que te den por el culo! ¡Y nos invitas, mariconazo, que no estamos aquí por gusto! Si al menos tuvieras algunas putas…

Se volvió hacia la sala.

– Porque, ¿hay putas aquí, o no las hay?

Los otros le rieron la gracia mientras Paco se apresuraba a poner sobre el mármol una botella y tres vasos. En la cantina se había hecho un silencio profundo. Se oía tan sólo el ruido de los cubiertos y. en el exterior, el lamento lúgubre del viento. Leonor Dot y Camila comían sin levantar la vista del plato. Entonces sonó el chasquido de una ficha de dominó al golpear con fuerza la mesa y la voz del Lluent que dijo de forma bien clara:

– Cinco doble. Quien tenga cojones para meterse conmigo, que lo diga.

Tras dirigirle una mirada desganada, el que llevaba la voz cantante se volvió de nuevo hacia la barra y vació de un trago su vaso de orujo. Otro de los marrajeros, el más joven, hizo ademán de encararse con el Lluent, pero el tercero de ellos, de edad avanzada, corpulento y estrábico, lo retuvo por el brazo. El Lluent continuó hablando sin levantarse de la mesa y sin molestarse en mirarlos. Parecía dirigirse a los soldados que, muy incómodos, ponían todo su empeño en atender al juego.

– Coged el orujo y salid de aquí. No os invita Paco, os invito yo. En mi casa hay leña para encender un fuego. Hay mantas en el arcón, podéis acostaros en el suelo. Yo iré más tarde.