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– Usted se comerá el resto -observó lacónico Markus Vogel.
Regresó a la plaza. Tras echar un vistazo a la balconada desierta, se entretuvo observando el camión frente a la Co mandancia. Pero el soldado de guardia le hizo un gesto de rechazo con la mano y el alemán se alejó hacia la cantina. Al entrar se encontró con Benito Buroy, sentado a una mesa hojeando un periódico. No había nadie más. Markus Vogel se detuvo en seco notando que se le aceleraba el pulso. Reflexionó unos instantes y, sin saber qué hacer, retrocedió de espaldas hasta la puerta.
Benito Buroy alzó las cejas sorprendido de ver al ermitaño en el bar. Miró con inquietud hacia la cocina, deseando instintivamente que saliera Felisa García. No llevaba consigo la pistola. Sin atreverse a moverse de la silla, se maldijo por el exceso de confianza con que había actuado. Hasta aquel momento no se le había ocurrido que el alemán pudiera atacar primero.
Los dos hombres se contemplaron en silencio. La sensación de peligro fue despejándose poco a poco hasta convertirse en una tensión que iba ganando intensidad, como un chirrido que les lastimara los tímpanos pero que no pudieran acallar.
– Busco a Felisa -dijo Markus Vogel, reaccionando el primero.
Había hablado para buscar refugio detrás de las palabras, pero también para ahuyentar la decepción. En el camino hacía el pueblo se había aterrado a la frágil esperanza de que su perseguidor hubiera abandonado la isla el mismo día en que decidiera no disparar contra él. Parecía evidente, sin embargo, que ninguno de los dos podía elegir otra opción ni cambiar la situación en la que se encontraba. Antes o después aquel hombre intentaría matarlo.
A Benito Buroy no se le escapó la sombra de contrariedad en la cara del alemán. Le tranquilizaba descubrir que Markus Vogel no le andaba buscando para anticipársele, pero temió que sus intenciones pudieran ser incluso más insensatas, que hubiera bajado al pueblo para denunciarle a las autoridades. Desechó aquella idea de inmediato. Markus Vogel no aparentaba ser tan inocente como para crearse falsas esperanzas. Tenía que ser consciente de que coman tiempos de muerte fácil, y de que en esas condiciones no había nada que denunciar, nadie ante quien hacerlo.
– Me asombra un poco verlo aquí -le contestó.
El alemán asintió suavemente con la cabeza. Pareció sentirse más tranquilo o considerar que, hiciera lo que hiciese, su situación no podía empeorar. Se encaminó hasta la mesa que normalmente ocupaba Leonor Dot, aunque no tomó asiento. Cruzó las manos a la espalda, eludiendo la pringosidad del cristal, y se detuvo a contemplar la plaza. Enmarcado por la ventana se veía a Paco en el muelle, las ramas de la higuera en primer término y al fondo el mar plácido de la bahía. Benito Buroy sospechó que Markus Vogel le daba la espalda para hablar con él. A veces, ignorar a otra persona es la única manera posible de interrogarla.
– ¿No piensa irse de Cabrera? -preguntó Markus Vogel, confirmando su sospecha.
Benito Buroy pasó la página del periódico. Aquel ejemplar de Solidaridad Nacional había llegado en la última barca de Palma, la que él había dejado marchar tras su fracasada visita al acantilado. En el centro de la portada, con tipos de letra muy superiores a los demás, se leía: «Formidable tempestad de agua y de bombas sobre Inglaterra».
– No puedo hacerlo hasta que no cumpla las órdenes que me han dado -contestó-. Usted lo sabe.
– Sin embargo, no disparó -dijo Markus Vogel, volviéndose por fin.
Se acercó a la mesa y contempló atentamente el dedo herido de Benito Buroy. Ya no lo tenía vendado. Se veían, ennegrecidos, los cuatro puntos de sutura.
– No disparó cuando podía hacerlo, y ahora estoy sobre aviso. Eso se lo pone más difícil…
Buroy no se molestó en responder. Tampoco habría sabido qué decirle. En cambio, el alemán parecía necesitar hablarle, parecía desear explicarse cómo era aquel hombre que, al menos por el momento, le había perdonado la vida. Dijo:
– No sé si usted disfruta con esto o si le molesta… ¿Sabe lo que creo? Que está aquí por obligación, no porque lo considere un deber.
Benito Buroy lo miró con una frialdad absoluta. A veces, él mismo se asombraba de lo poco que le importaban los demás. Que a aquel individuo le hiciera sufrir el saberse perseguido era algo que le dejaba por completo indiferente. También le dejaba indiferente que pudiera albergar la esperanza de que él, Benito Buroy Frere, fuese mejor persona de lo que aparentaba. Hacía ya demasiado tiempo que no se paraba a calibrar el alcance de sus convicciones.
– No se preocupe por mí -le contestó, dejando el periódico abierto sobre la mesa-. El miércoles que viene regresaré a Mallorca.
El alemán asintió en señal de conformidad. A aquellas alturas de sus vidas, los dos eran conscientes de que hay sucesos que pueden darse por hechos antes de producirse, que se vuelven inevitables desde el instante en que sale la orden de un despacho y se moviliza todo lo necesario para cumplirla.
– Ya sabe dónde me encuentro. No pienso esconderme -concluyó Markus Vogel.
Dio la espalda a Buroy para salir de la cantina, pero en aquel momento entraban Leonor Dot y Camila. La niña corrió hacia él con alegría y se lanzó a sus brazos.
– ¡Markus! ¡Pensábamos que te habías vuelto invisible! ¡A veces oímos tus pasos, pero salimos al porche y no estás!
Benito Buroy hincó un codo en la mesa. Tomó aire, apoyando la frente en la mano. Su mirada se vio secuestrada por la de Leonor Dot, que se había detenido con ojos inquisitivos y la mandíbula cerrada con fuerza, como si la asaltara una súbita sospecha. Buroy, comprendiendo que la mujer había oído las últimas palabras del alemán, tarareó una melodía insulsa y se enfrascó de nuevo en h lectura de las noticias.
Camila se despertó con la sensación de haberse orinado durante la noche. Tenía los muslos húmedos y el camisón se le- pegaba a las piernas. Miró con alarma hacia la otra cama, pero Leonor Dot ya se había levantado. Camila vio en la penumbra las sábanas revueltas y la almohada que se ahuecaba donde su madre había apoyado la cabeza. Se incorporó ligeramente para apartar la cortina. Luego, avergonzada, aventuró una mano y palpó la tela debajo de sus glúteos. Estaba mojada. A Camila le repugnaba la sola idea de que aquello le hubiera sucedido. Entonces, al retirar la mano, descubrió que la tenía manchada de sangre. Era viscosa y se le adhería a las yemas de los dedos. Aunque en un principio se asustó un poco, la tranquilizó que no fuese orina. Se trataba sin duda de lo que su madre le venía anunciando desde hacía tiempo. «Camila -le decía-, cualquier día de estos te bajará la regla. Ya tienes casi trece años pero eres lenta de desarrollo, igual que yo. Mejor, asi serás más alta.» Y lo era. Una muesca en el marco de la puerta daba fe de que ya había superado el metro sesenta de estatura. En el tiempo que llevaba en la isla había crecido casi un centímetro, pero mucho más espectaculares eran los cambios que había notado en su cuerpo. Había adelgazado, se le habían alargado los dedos marcando la forma de los nudillos, y los brazos le tropezaban en unas caderas huesudas que antes no estaban allí. También la cara se le había vuelto más angulosa, perfilándosele la mandíbula y los pómulos. Se diría que su esqueleto quería mostrarse a través de la piel o crecía más deprisa que ella. A veces le dolían mucho los tobillos y le daban calambres en las piernas, como si anduviera pisando cables eléctricos. Y además estaban los pechos, que comenzaban a despuntar con timidez y que a Camila le costaba asumir como propios. Por la noche, al meterse en la cama, se los tocaba a través del camisón y le desconcertaba pensar que estarían allí para siempre, pegados a ella, dentro de ella. «A tu edad el cuerpo es una exageración -le decía su madre-, pero no te preocupes. Dentro de poco serás una jovencita guapísima y estarás muy contenta de todo lo que te ha sucedido."
Camila no estaba muy segura de querer cambiar. Sin embargo lo esperaba con impaciencia. Tenía la sensación de que su persona ocultaba otra distinta, mucho más compleja y sofisticada. Aunque se encontraba bien consigo misma, deseaba enfrentarse a aquella que iba a ser la dueña de su destino y de sus formas, la soberana absoluta de su propia vida. Intuía que en algún momento tendría que renunciar a la comodidad del refugio permanente que le brindaba su madre para empezar a disfrutar de la libertad de hacer siempre lo que quisiera.
Quizá entonces todo fuera mejor para ella. Había empezado a sentirse como un perro cuando los adultos la miraban con ternura. Y le fastidiaba especialmente si era ella misma quien lo provocaba. Por poner un caso, había disfrutado muchísimo dando vueltas a la higuera en el camión del ejército, pero luego había descendido de la cabina sonrojándose. Aunque Felisa no se cansaba de decirle que era un encanto y su madre la abrazaba para olerle el pelo, Camila había sentido el embarazo y el malhumor de haber recaído en un vicio. En su caso era el vicio de la niñez. Quería ser una más entre las mujeres, o cuando menos no sentirse distinta de las demás.
Por eso, desde hacía unas semanas buscaba contener los gestos que consideraba característicos de la infancia. Ya no daba saltos, sino que andaba pausadamente, primero el talón y después la punta, una y otra vez, convertida en una autómata. Se daba cuenta de lo difícil que era aprender a ser mujer y moverse de una forma tan complicada como si fuera lo más natural del mundo. Tampoco aceptaba sus entusiasmos, que le parecían desmesurados e impropios de su nueva edad. Cuando alguien proponía hacer algo que ella deseaba mucho, aunque el vientre le saltara a la boca contestaba «bueno» y miraba hacia otro lado, reflejando un invencible aburrimiento. Le parecía enormemente adulto mostrarse desinteresada. De hecho, había empezado a estar siempre algo melancólica, pues empezaba a considerar pueril el gusto por cualquier cosa que le ofrecieran. El problema estribaba en que casi siempre se sentía atraída por todo, lo que hacía que su melancolía impostada se fuera cimentando en la pesadumbre que le causaba perder, a medida que la iban dejando por imposible, aquella atención que los demás todavía le brindaban y que a ella ya no le servía de nada. «Está en una edad difícil -susurraba su madre-. Dejadla en paz.» Si Camila la oía, se entregaba entonces a la banalidad más absoluta dedicándose a contemplar enfurruñada una esquina de la pared o una nube en el cielo. -¡Mami! -gritó desde la cama.
Al ver a su madre, que entraba por la puerta que daba al porche, le mostró la mano y proclamó con la voz quebrada por la felicidad que le brindaba aquel momento trágico: -Creo que ya ha sucedido.
Leonor Dot se sentó en la cama junto a ella. Cogiéndole la cara entre las manos, la miró a los ojos y la besó en la frente. -Ya eres una mujer, mi pequeña -dijo, sin advertir que caía en un agraviante contrasentido.
– Me duele un poco el vientre -contestó Camila. Un rato después bajaban cogidas de la mano a la cantina y se encaminaban directamente a la cocina, donde Felisa García vertía agua caliente en un lienzo lleno de achicoria. Las miró un poco sorprendida. Nadie osaba entrar en sus dominios sin pedir antes permiso desde la puerta, y Leonor Dot no sóio no lo había hecho, sino que se había atrevido incluso a cerrarla para quedarse a solas con ella. Camila, muy erguida y con los dedos de las manos entrelazados sobre el estómago, la miraba con una mezcla de satisfacción y de padecimiento.
– ¿Qué diablos pasa aquí? -bramó la cantinera-. ¿A qué venís tan misteriosas?
– Necesitaré tela para hacer unos paños -contestó Leonor Dot.
Y, señalando a Camila:
– Le ha venido.
Felisa García soltó el lienzo, que por el peso de la achicoria se hundió en el agua ya filtrada. Dio una sonora palmada dejando que sus manos permanecieran enlazadas y miró a Camila con una alegría infinita.
– ¡Vaya con la niñita! ¡Cómo pasa el tiempo, Dios mío! ¿Ya te ha dicho tu madre que en estos días no puedes bañarte, ni lavarte siquiera? ¿Y que no puedes tocar las plantas? ¡Ni te acerques al huerto! Lo dejarías todo mustio… ¡todo! Has de andarte con cuidado… ¡Hasta la mayonesa se cortaría si intentases montarla!
Camila, que no esperaba que convertirse por fin en mujer fuera tan parecido a volverse una leprosa, se frotó las manos contra la falda sintiendo asco de sí misma y miró a su madre con espanto.
– Felisa -intervino ésta-, creo que exageras.
– ¿Que exagero?;Qué te apuestas a que no exagero?
Fue a la repisa de la ventana, cogió una maceta con una al-bahaca y se la ofreció a Camila.
– ¡A ver si no voy a saber de esto, con la edad que tengo! Toca la planta, niña, tócala bien… Ya verás lo que pasa.
Camila retrocedió un paso y se llevó las manos a la espalda. Le horrorizaba la idea de matar la albahaca. Retraída, casi llorosa, se arrepintió de haber deseado tanto el cambio que se estaba produciendo en ella. Como si un fondo ponzoñoso fuera tomando posesión de sus ideas, comenzó a pensar que convertirse en una adulta era adquirir la capacidad de ensuciar las cosas y de causar el mal.
El tiempo, en apariencia inexorable, se estanca a veces al enfrentarse a la tenacidad de la memoria. Algunas noches, pese a que ya había transcurrido más de un año, Benito Buroy se despertaba en la oscuridad, empapado de sudor, y se daba cuenta de que los sueños se le habían estado asfixiando en el recuerdo de aquellas otras noches en el penal, cuando cualquier ruido le hacía pensar que ya iban a buscarlo para encararlo al pelotón de fusilamiento. En el juicio sumarísimo le había faltado una defensa digna de tal nombre, pero tampoco le habría servido de gran cosa. A fin de cuentas, los magistrados que le juzgaban habían ganado una guerra larga y difícil, una guerra civil, y no podían ni querían ser benévolos. No sólo deseaban poner en evidencia las atrocidades que hubiera cometido Buroy en el campo de batalla, sino también obligarlo a aceptar la paz que instauraban. Para ello, además de castigarlo querían demostrarle que podían volver a hacerlo en cuanto se les antojara, sólo por comprobar que continuaba en el redil. Benito Buroy quizá se librara de una condena a muerte en aquel juicio, pero no de ser para siempre un enemigo descubierto y vigilado. A aquellas alturas ya sabía Buroy que una guerra no resuelve los problemas que la provocaron, sólo los decanta hacia uno de sus lados con la contundencia irreparable con que se desploma un animal abatido. En un rincón de su celda, temblando por haber oído el sonido lejano del cerrojo de una puerta, había comprendido que ante aquellos hombres no cabía el perdón ni el olvido, tampoco la expiación. Había sido derrotado para el resto de su vida.
Así pues, algunas noches se despertaba en su habitación de Cabrera y, sin ver nada pero con los ojos muy abiertos, recordaba aquellas otras noches en el penal. Pese a todo, guardaba una memoria difusa del terror de los primeros días, cuando tanto temía la visita de sus verdugos. El tiempo los había ido emborronando. Mucho más nítidas se le aparecían las otras noches después de aquella en la que, ante un oficial falangista de pelo engominado y gafitas sin montura, famélico y malcarado, insomne según decía, que leía los informes de ¡a policía alzando las cejas y dejando escapar una sonrisita torva como si hojeara fotografías de mujeres desnudas, Benito Buroy cediera ante el temor a la muerte y la certeza de que ya no había salvación en la resistencia ni en el silencio. En una desfallecida remembranza había dado fe de todos los nombres y de todos los hechos que podía recordar. A solas de nuevo en su celda, le resonaban en los oídos las palabras del oficial: «Estás salvando la vida, estás salvando la vida», y la vaga promesa de indulgencia con que había concluido el interrogatorio, y la primera sospecha de que para redimirse no había hecho más que comenzar a alimentar a una fiera que iba a resultar insaciable. Debía pedir perdón, y podían concedérselo siempre que continuara pidiéndolo una y otra vez, una y otra vez. Eso era lo que hacía desde que saliera del penal, y lo que haría cuando le pegara un tiro al alemán para que a él le permitieran vivir un poco más, despertarse por las noches, abrir los ojos en la oscuridad y desear que Otto Burmann, el pobre y desesperado Otto Burmann, se despertara también y le reprochara algo al oído que le provocara el enojo, o la risa, o el desprecio. Que lo rescatara en cualquier caso de sí mismo.
Benito Buroy se despertó y abrió los ojos en la oscuridad, pero Otto Burmann no estaba allí. Sintió que le faltaba el aire. Se incorporó en la cama aguzando el oído con la estéril intención de escuchar algún sonido, algo que le diera un indicio de que se estaba haciendo de día. Pero no hay nada tan invariable como las horas perdidas en el interior de la noche. Buroy sintió la necesidad imperiosa de salir de sí mismo. Se puso en pie, fue hacia la puerta y la abrió. El soldado de guardia dormía en la silla, la cabeza caída. No se movió cuando pasó por su lado y salió a la plaza.
La higuera, contagiada por la inmensidad del firmamento, permanecía absolutamente inmóvil bajo la luz de la luna. Benito Buroy avanzó unos pasos creyéndose solo, pero entonces le llegó un tarareo jadeante desde un extremo de la explanada. Era e! Lluent, sentado a la puerta de su casa. Balanceaba el tronco suavemente y hacía girar entre sus dedos, como un rosario, una cuerda atada en círculo. Benito Buroy se le acercó.
– Me alegro de que esté despierto -dijo el pescador-. Voy a necesitar ayuda. Hoy me duele la espalda.
El otro no contestó, pero tampoco se movió de donde estaba. Le venia bien que aquel viejo le ofreciera alguna ocupación que le permitiera distraerse hasta que empezara a amanecer. Ni siquiera se preguntó qué podía desear de él a aquellas horas. Se limitó a encender un cigarro y a volverse de nuevo hacia el mar.