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Benito Buroy no se fijaba en ella ni advertía sus voces. Había visto pasar fugazmente el avión por el hueco de la puerta cuando acudía a indagar qué sucedía, pero al salir al balcón el aparato ya había desaparecido tras la loma en la que se asentaba el castillo. Supuso Buroy que estaba dando la vuelta para intentar el aterrizaje en el pequeño valle que se abría a un lado del campamento, y esperó a verlo reaparecer. En efecto, poco después regresaba, aunque tan bajo que la estela de humo acariciaba las aguas mansas de la bahía.
– No llegará -murmuró Benito Buroy.
Casi al instante el avión rozó el agua con la cola, cayó de golpe perdiendo un ala, que alzó sola un vuelo incoherente y breve, y hundió el morro en el mar alcanzando casi la vertical. Luego, muy suavemente, recuperó la horizontalidad girando sobre sí mismo y apuntando al cielo con el ala que conservaba. Así se quedó, flotando en medio de la bahía. Benito Buroy soltó un silbido y miró hacia abajo, a la plaza donde, con el paso irreflexivo del sueño reciente, había irrumpido el capitán Constantino Martínez abrochándose la guerrera y profiriendo gritos.
El militar intentaba dar órdenes al tuntún, sin saber qué era lo que sucedía. Un soldado que salió tras él le señaló el avión inmóvil sobre el mar, pero fue Felisa García, que se acercaba esgrimiendo amenazadoramente el abanico, quien acabó de despejarle la modorra. Había que acudir de inmediato en ayuda del piloto y el único que podía hacerlo era el Lluent. El pescador, que, tras una larga noche de trabajo, había llegado hacía un par de horas de la colonia de Sant Jordi, se encontraba durmiendo en su casa. El capitán envió al soldado a despertarlo y fue él mismo a largar los amarres. Así lo hizo, sin pensárselo dos veces, pero no pudo subirse a la barca porque, liberada de su atadura, se fue apartando del muelle con gran lentitud como una res que no tuviera prisa por salir a pastar. El militar, que por mucho que fuera la máxima autoridad en la isla no dejaba de ser un hombre de tierra adentro, la miró sin entender tamaño despropósito. En aquel momento llegaba el soldado seguido por el Lluent.
– Traiga aquí esa barca -ordenó a su subordinado.
El muchacho vaciló, sin saber cómo obedecerle.
– ¡Salte, coño! -aclaró el capitán.
Se tapó las narices el soldado y, tras coger un poco de carrerilla, se lanzó a las aguas. Luego, como no sabía nadar, se puso a bracear de forma aparatosa, pero tuvo la suerte de golpear el costado del laúd con una de las manos. Se aferró a él con tanta ansia que cualquiera habría pensado que intentaba volcarlo. Unos instantes después el Lluent, que carecía de sentido del humor para las cosas del mar, miraba al capitán con la aparente intención de degollarlo mientras aguantaba la embarcación para que el militar pudiera subir a bordo. El soldado se quedó en el muelle en posición de firmes y empapado.
– Vamos, dese prisa -dijo el capitán Constantino Martínez-. Un hombre está a punto de ahogarse.
El Lluent, que no había oído ni visto el avión, difícilmente podía imaginar dónde estaba la urgencia, pero nunca en su vida había pedido aclaraciones y no iba a empezar en aquel momento. Así que saltó a la barca, se puso a los remos y comenzó a bogar.
– Por ahí, por ahí -indicó el capitán señalando vagamente hacia delante.
El militar se había situado en la proa. Agarrado con las dos manos a la parte superior de la roda oteaba preocupado el ala del avión que emergía del agua.
– Ese trasto va a hundirse en cualquier momento. Espero que el piloto haya podido saltar.
El Lluent remaba con fuerza, pero no se molestó en volverse para ver a quién iban a rescatar. Paseaba la mirada por las casas que iban dejando cada vez más lejos, amontonadas en la montaña abrupta entre bancales yermos, los techos hundidos como si hubieran llovido rocas. En una de aquellas casas, la que estaba situada más arriba, descubrió la silueta atenta de Camila.
La niña, erguida en el porche, usaba las manos a modo de prismáticos. Había visto cómo el avión segaba las aguas con la hélice antes de quedar detenido sobre ellas. Tras unos instantes de inmovilidad absoluta, el cristal de la cabina, situado al nivel mismo del mar, se había abierto liberando a un hombre que había comenzado a nadar alejándose del aparato. La barca del Lluent se acercaba a él con lentitud, a golpe de remo. El piloto, al darse cuenta de que acudían en su busca, alzó un brazo y dejó de nadar en dirección a la costa. A aquellas alturas la cabina del avión ya se había hundido y el alerón de cola se despegaba de las aguas mostrando una cruz gamada a modo de despedida. Camila vio cómo la barca se situaba junto al piloto, y al capitán Constantino Martínez que lo ayudaba a subir a bordo. Entonces fue hasta su madre y la despertó sacudiéndola suavemente.
– Mami, un avión se ha estrellado aquí delante. Me voy a la plaza.
Leonor Dot se incorporó sobre los codos, pero Camila ya había salido a la carrera. Se puso en pie la mujer y miró hacia la bahía. No vio nada fuera de lo normal, sólo la barca del Lluent que se acercaba al muelle balanceándose sobre el mar plácido de la siesta. Alzó la mirada hacia el cielo para observar con disgusto la posición del sol. No había cosa que la molestara más que despertarse sudando. Entró en la casa y se lavó la cara en el grifo. Luego se arregló el pelo contemplándose en el pequeño espejo que había sobre él, sacó los morros para ver si tenía agrietados los labios, se los humedeció con la lengua, sostuvo su propia mirada unos instantes en el azogue y se apartó por fin con la sensación extraña de estar separándose de sí misma. Sacudiéndose la falda, salió al camino y fue tras su hija.
Encontró a Felisa García a la puerta de la cantina.
– ¿Qué sucede? -le preguntó.
– ¿Que qué sucede?;De dónde vienes tú?… Ha sido terrible, Leonor. Ha caído un avión lleno de bombas. Hemos estado a punto de volar todos por los aires.
En el muelle había algunos soldados. Paco y Camila estaban con ellos. El cantinero ayudó al Lluent a amarrar la barca mientras la niña se apartaba un poco para observar al piloto accidentado. Era un hombre alto y muy rubio, que saltó a tierra observando con evidente desolación el lugar al que había llegado. Dijo algo en alemán al capitán Constantino García, pero éste se encogió de hombros y llamó a uno de los soldados.
– Que el sargento Ridruejo vaya con un par de hombres a buscar al ermitaño. Necesitamos un intérprete… Venga… venga… ya tendrían que estar en camino.
Paco, que no se perdía un solo detalle, pensó que no tenía que ser tan difícil entenderse. A fin de cuentas, meditaba, el alemán y el español procedían ambos del latín como todos los idiomas de este mundo. Además, el español era un idioma muy comprensible en sí mismo, como atestiguaba cualquiera que tuviera dos dedos de frente. Así que el cantinero se plantó delante del piloto, que contempló con estupefacción su barriga prominente, la cadena de oro que se enmarañaba en la pelambrera de su pecho y, al fin, su cabeza coronada por unos cabellos ralos y desgreñados.
– ¡Ha tenido usted suerte! -dijo Paco gritando mucho para hacerse entender-. ¡La bofetada ha sido de órdago! Una lástima, su aparato! ¡Pero lo importante es que está a salvo en Cabrera!
Terminado su discurso de bienvenida le dio unas amistosas palmaditas en los hombros. De inmediato, al ver que se había mojado las manos, se las secó en los pantalones. El piloto permaneció unos instantes mirándolo fijamente con una absoluta y nada afable seriedad. Luego se volvió hacia el capitán Constantino Martínez. Sin molestarse en esforzarse como Paco, pronunció unas palabras del todo incomprensibles:
– Ich w'áre Ihnen dankbar, wenn Síe mir diesen ¡dioten vom Halse schafften und mir erlauben würden mich umzuziehen.
Debía de ser razonable lo que decía porque el capitán, aun sin haber entendido nada, se puso de inmediato en movimiento. Señaló el edificio desde el que Benito Buroy los contemplaba acodado en la balconada.
– Sígame a la Comandancia. Tendrá usted que secarse…y habrá que dar parte a las autoridades.
Un rato después Constantino Martínez, de pie junto al teléfono de pared, informaba de lo sucedido a la Capitanía General de Palma. El piloto, sentado junto a la mesa con una toalla en torno a la cintura y el torso desnudo, paladeaba un sorbo de fina Al acabar la conversación, el militar tomó asiento en su butaca. Miró al accidentado sin poder evitar cierta sensación de inferioridad ante aquel hombre tan grande y tan rubio. Era una situación que le molestaba enormemente, pero el alemán, recuperado del susto y más relajado, no parecía advertirlo. Esbozó una leve sonrisa alzando el vaso.
– Kóstíich!… ich bedanke michjür Ihre Gastjreundschaft und für die Schnelligkeit mtt der Sie mir zur Hilfe gekommen sind.
El capitán supuso con razón que su invitado alababa la bebida. Se echó hacia atrás en la butaca haciéndola crujir.
No sabía dónde poner las manos, así que las cruzó sobre el vientre. Se sentía tan incómodo que se decidió a hablar aunque fuera consciente de que el otro no iba a entenderle.
– Es fino de Málaga, un vino típico de aquí… En España también tenemos cosas buenas, no vaya usted a pensar.
El alemán volvió a sonreír al tiempo que inclinaba levemente la cabeza en un gesto de gratitud. Se veía que era un hombre elegante, quizá un ricachón que se entretenía coleccionando medallas de guerra. El capitán Constantino Martínez se sentía zafio ante él, zafio y miserable. Estaba seguro de que aquei individuo tenía una mujer bellísima y una gran mansión por donde corrían niños rubios de mejillas rubicundas. También, por qué no, una amante en Berlín, una cabare-tera muy racial y muy morena que cubriría esos deseos sucios que tienen todos los hombres. Sí, no cabía la menor duda. La vida de aquel alemán era un campo de rosas, mientras él se pudría en Cabrera a la espera de un destino más digno. Aquella idea lo sublevaba.
– ¿No estaban bien como estaban? -pronunció, con la sola intención de sentirse menos apocado por aquel hombre que a fin de cuencas estaba en sus manos-. Ay, Señor, en qué lío van a meternos.
– Danke!, Danke! -repetía el otro.
Fue entonces cuando, al alzar el vaso para apurar su contenido, el piloto alemán descubrió la cara radiante de Camila por el lado exterior de la ventana. La niña dio un respingo al verse sorprendida y salió corriendo hacia la cantina. Leonor Dot estaba en la barra del bar con una taza de achicoria entre las manos. Felisa García, al otro lado del mármol, vio entrar a Camila como un torbellino. Quiso decirle algo, pero la niña la interrumpió con un grito jadeante:
– ¡Es guapísimo! ¡Parece un príncipe!
La cantinera alzó las cejas y se volvió hacia Leonor Dot meneando la cabeza.
– Si ya lo decía yo, que a esta jovencita le falta compañía.
– Soy yo, Benito. Soy Otto, o lo que queda de él. Un soldado había ido a la cantina a avisar a Benito Buroy de que tenia una llamada. Éste acudió a la Comandancia pensando que se trataba del comisario. El capitán Constantino Martínez y el aviador alemán bebían fino en el despacho y se miraban sin saber qué decirse. El militar hizo un gesto de apremio a Buroy para que cogiera el auricular que colgaba de la pared. Le obedeció, esperando oír los gritos del policía, pero en lugar de eso había sonado un gemido apagado. A Otto Burmann le temblaba la voz y la tenía extraña. Parecía hablar con la cara pegada a una almohada.
– ¿Cómo has conseguido este teléfono? -preguntó Benito Buroy.
– Yo no sé a qué te dedicas, pero ya me tienes harto. Eres un malnacido. Un día de estos me tiro por la ventana. Te lo juro por lo más sagrado, me tiro y se acabó.
Benito Buroy cerró los ojos. En aquellas dos semanas se había acostumbrado a vivir sin Otto Burmann y empezaba a sentirlo como un extraño. A su regreso a Palma tendría que buscar un piso y un trabajo distintos, cambiar de compañía. Eso en el caso, cada vez más improbable, de que el comisario no lo devolviera al penal de Burgos y le permitiera reemprender su vida.
– Ahora estoy ocupado -le dijo, intentando que su voz no reflejara ninguna intimidad.
Y de inmediata añadió, estropeando su distanciamiento: -¿Qué cono quieres?
Al otro lado de la línea volvió a sonar un gemido. De todas las cosas que no era y que sin embargo conformaban su manera de ser, donde más cómodo se sentía Otto Burmann era en el papel de animal abandonado.
– Ha sido espantoso, Benito. El comisario ha estado aquí con varios policías. Es un energúmeno. Me ha llamado de todo, maricón y de todo, no te lo puedes imaginar. Luego han empezado a destrozar el bar. tiraban las botellas al suelo y golpeaban las sillas y las mesas contra las paredes. Ha dicho que quedaba precintado por atentar contra la moral, y que si el miércoles que viene no regresas irá él a buscarte… Pero eso no ha sido lo peor, Benito.
– ¿Aún hay más?