40347.fb2 Un Encargo Dif?cil - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

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Leonor Dot no contestó. Desvió la mirada hacia la costa. La ensenada que albergaba el puerto se abría entre montañas peladas. En la de la derecha había un faro. Se veía una escalera tallada en la roca que ascendía hacia él. En la de la izquierda se alzaban los paredones en ruinas del castillo. Cuando entraron en la ensenada las olas dejaron de romper contra el casco. En la parte central, en el arranque de un valle cubierto de olivos que se adentraba en la isla, se extendían los barracones polvorientos de las instalaciones militares. Pero la barca no se dirigió hacia allí. Viró hacia la parte posterior del castillo, donde algunas casas viejas y mal encaladas parecían desmoronarse en torno al puerto. Era éste un muelle de piedra que salía de una explanada con una higuera centenaria. A un lado, frente a la única casa que parecía habitada, había un par de mesas bajo un emparrado. Alguien, con la caligrafía dubitativa pero cuidadosa de las personas iletradas, había pintado sobre el dintel de la puerta la palabra «cantina».

En el muelle esperaba un oficial acompañado por dos soldados. Se encontraba allí también un hombre de lacios cabellos desgreñados, con una camisa abierta hasta el ombligo que aireaba con orgullo una espesa pelambrera torácica. El oficial se cuadró en cuanto el hombre que viajaba en la barca puso pie en tierra.

– ¡Capitán Constantino Martínez, comandante del puesto! ¡Sin novedad, señor! ¡A sus órdenes, señor!

– No hace falta que me dé el parte, hombre -contestó el recién llegado-. Soy de la policía.

El oficial bajó la mano, y los dos soldados, que también se habían cuadrado detrás de él, apoyaron los fusiles en el suelo. Uno de ellos se quitó la gorra para rascarse la cabeza.

– ¿Quién ha ordenado descanso?; Quién? -gritó el militar-. ¡Firmes, coño!

– Escúcheme, capitán -prosiguió el policía-: Esta es la viuda de Ricardo Forteza, y ésta su hija Camila. Permanecerán en Cabrera hasta nueva orden. Usted será responsable de que no salgan de aquí.

– No se preocupe, señor. Ya he recibido instrucciones. A esre puerto sólo vienen algunos pescadores, todos ellos gente afecta y de confianza, y la barca semanal de abastecimiento. De Cabrera no entra ni sale nadie sin que yo lo sepa.

Leonor Dot había dejado en el suelo la maleta de cartón en la que llevaba todas sus pertenencias.

– ¿Dónde viviremos? -preguntó al militar. -Eso es competencia de Paco, señora. Le presento a Paco. Es este hombre.

Con un gesto incisivo de la mano, como si estuviera indicándole por dónde tenia que encaminarse, señaló al individuo de la pelambrera en el pecho. El hombre esbozó una amplia sonrisa que dejó al aire unos dientes arrasados por la caries.

– Yo soy Paco, sí. Les acompañaré a.su casa. Can Xuxa se llama. La Xuxa se murió antes de la guerra, pero aquí todos seguimos llamando a la casa por su nombre.

– Muy amable. Nos gustaría estar solas cuanto antes -sentenció Leonor Dot, cogiendo del brazo a su hija y cargando la maleta.

Las pocas casas del pueblo se arracimaban en torno a la explanada y a un tramo de camino que ascendía por entre la vegetación rala de la montaña. Algunas estaban destechadas. En ninguna se veía un alma. El hombre subió a buen paso hasta la última de ellas y las esperó junto a la puerta.

– Tendrán que atrancarla por dentro -les dijo mientras la abría-. La cerradura está en buen estado, pero no he encontrado la llave. A saber qué diablos haría con ella la Xuxa.

Era una casa humilde de una sola habitación. Estaba construida en un repecho de la montaña. En la parte que daba a la bahía conservaba el esqueleto arruinado de un porche, y a un lado tenía un pequeño terreno cubierto enteramente de ortigas y rodeado por un muro bajo.

– Es el huerto -aclaró el hombre-. La casa lleva vacía muchos años, pero no tiene goteras. Los soldados han traído una mesa y un par de catres. Mi mujer, que tiene un carácter algo difícil, se ha negado a adecentarla. Dice que usted no va a tener nada mejor que hacer aquí… Bueno, vayan ustedes con Dios.

El hombre se alejó por el camino de regreso al puerto. Camila salió al porche y mostró a su madre un dedo tiznado de hollín.

– ¿Con qué me limpio? La cocina está asquerosa. Leonor Dot entró en la casa. Contempló con desolación las paredes manchadas de humedad, la mesa, flanqueada por dos sillas de anea, los dos camastros al fondo de la habitación. Aquello era todo. No había armario ni alacena. Junto al fogón de leña se conservaba un estante de obra recubierto de azulejos. Y sobre el estante ropa de cama del ejército, una cacerola y dos platos de estaño.

Leonor Dot se acercó a una ventana. Tuvo que forcejear con ella hasta que el marco cedió con un chasquido de madera reseca y las hojas se abrieron dejando escapar un melancólico chirrido. Desde allí se veía toda la ensenada. En aquel momento un pequeño laúd entraba en el puerto. Leonor Dot apoyó una mano en el alféizar, se llevó la otra a los ojos y se echó a llorar. Lloraba con tanta fuerza que los hombros se le alzaban en violentas sacudidas.

Detrás de ella, Camila hizo una mueca de disgusto y se dejó caer en una silla.

– Parece que guardes todas tus energías para ellos -dijo con acritud, en voz baja-. Sólo me fastidias a mí.

El mar es como el alma. Es profundo, sabes que lo es pero no cuánto en realidad, porque es también impenetrable. Y está lleno de monstruos terribles y un poco grotescos, igual que el alma. El Lluent me ha contado que en estas aguas hay rayas y tiburones más grandes que su barca de pesca, pero estoy segura de que exagera. Aunque a veces, cuando nado, veo sombras que se deslizan por debajo de mí. Entonces me asusto y me pongo a cantar bien fuerte y a agitar los pies hasta que las sombras desaparecen, se disuelven en la profundidad como el reflejo de las nubes. Porque en el fondo del océano es muy fácil ir de un lugar a otro, no hay fronteras ni existe la gravedad. Los peces son los pájaros de las aguas.

Mi madre dice que el Lluent bebe demasiado. Dice que es una cosa curiosa que muchas veces no pueda tenerse en pie y que nunca se haya caído de la barca. Pero yo sé que eso no puede suceder. El Lluent jamás se caerá de la barca porque respeta demasiado la profundidad. Una mañana en que lo encontré almorzando en el muelle me enseñó a ver las cosas a través del cristal de su botella de vino. El mundo entero era verde y de proporciones engañosas, como cuando buceas. «Un hombre es igual que una botella -me dijo-. Si miras a través de él lo ves todo distorsionado.» Es posible que el Lluent, acostumbrado a observar las olas en busca de los bancos de peces, lo vea todo siempre así, y que por eso, cuando sale de ¡a taberna, camine aturdido y balanceándose. Quizá lleve ya demasiado tiempo paseándose con su barca por la superficie del mar. O quizá, en fin, sea cierto que bebe demasiado.

Mi madre no me deja acompañarlo cuando va de pesca, pero a menudo nos lleva a las dos a dar breves paseos por la costa. Mi madre suele llorar en cuanto nos alejamos un poco del puerto, y no porque esté asustada, sino porque recuerda los paseos en barca que daba con mi padre. El Lluent, claro, no puede sustituirlo, ni a él ni a nadie. A duras penas podría sustituirse a sí mismo, pues no creo que sea consciente de lo raro que nos resulta a los demás. Cuando ve llorar a mi madre se le saltan las lágrimas y comienza a moquear en silencio jugando con los anzuelos. Yo no lloro, aunque me gustaría, porque los dos parecen muy felices cuando mi madre dice «oh, basta ya, Lluent, somos un par de bobos», y se limpian las narices, el pescador con la manga, mi madre con un pañuelito que se saca del escote, No lloro porque no puedo. Me limito a mirar e¡ mar, que de día es transparente como el vidrio de la botella y deja ver las algas del fondo y los peces. Pero no siempre es así. A media tarde las aguas se aquietan y se enturbian, cansadas por todo lo que esconden, para encerrarse en sí mismas. Y por la noche el mar es ya completamente negro y parece que todo en su interior sea también negro y un poco peligroso, como en el alma.

El peor secreto del mar son las medusas, que existen apenas y te amenazan sin que las veas, sin que puedas saber que las tienes al lado. A mí me recuerdan a esos miedos que a veces te sobresaltan sin motivo, o a esas tristezas que te inundan los pulmones y te ahogan en la pena cuando menos lo esperas, o a las malas ideas que te revolotean en la mente y que te hacen sentir mezquina porque no puedes dejar de seguirías igual que a mariposas.

Yo creo que las medusas no deberían existir, y el Lluent piensa lo mismo. Como está loco, cuando las ve desde la barca las coge con las manos y las tira a las rocas, donde se convierten en charcos de gelatina. Después se seca en los pantalones y escupe al agua, intentando limpiar el mar con su saliva.

Cuando Otto Burmann vio a aquel hombre en la puerta del bar, salió de detrás de la barra y se encaminó cojeando hacia el fondo del local. Tras echar un vistazo a la grasienta cocina en penumbra se detuvo ante la puerta del lavabo, que alguien golpeaba desde el interior de forma rítmica y persistente. Observó durante unos instantes el pomo esférico. Uno de los tornillos que lo sujetaban se había aflojado y bailaba con el traqueteo de la puerta. Sin pensárselo más, Otto Burmann cogió el pomo, lo hizo girar y tiró de él. Contempló las grandes nalgas femeninas, desnudas y ruborizadas, que se agitaban ante sus ojos con ansiedad interrumpida. Luego alzó la mirada hacia el hombre que, sentado en el retrete, hundía los dedos en la espesa melena que se desparramaba entre sus piernas.

– Das gibt's nicht! -exclamó Otto Burmann-. Erica ha vuelto a beber demasiado… y tú tienes al comisario esperándote en el bar. Súbete los pantalones.

El hombre del retrete hizo un gesto de cansancio. Dio unos golpecitos en la espalda de la mujer, que alzó un brazo desorientado al tiempo que apoyaba las rodillas en el suelo. No parecía capaz de incorporarse por sí sola.

– Esto no se le hace a una mujer, Benito -censuró el alemán-. Ni a ésta, ni a ninguna.

– Ayúdame. Yo no puedo levantarla.

Otto Burmann la cogió por las axilas para enderezarla. Ya fuera del lavabo le arregló la falda y, sosteniéndola por el talle, regresó con ella al bar. La depositó sin mucho miramiento en una silla frente a una mesa desocupada. La mujer tenía el rostro abotargado, las mejillas salpicadas de venas diminutas y unos labios gruesos que se le arqueaban en una mueca desagradable. Miró con desidia a su alrededor. Parecía ver un mundo distinto del real, o ninguno. Intentó enfocar el rostro del alemán sin conseguirlo. Chasqueó la lengua con rabia.

– Estoy harta de tí, Otto. Estoy harta de todos vosotros. Dame una ginebra.

En el local había sólo cuatro hombres que jugaban a las cartas en una esquina. El policía se había apoyado en la barra. Absorto, y en apariencia desentendido de cuanto lo rodeaba, se pasaba la yema de un dedo por la palma de la otra mano como si se estudiara las callosidades. Otto Burmann volvió 3 situarse detrás del mostrador y observó desde allí a Benito Buroy, que salía de la trastienda con las manos en los bolsillos. Había recuperado su habitual aire despreocupado, traicionado solamente por un miedo indefinible escondido en las pupilas. Aquel pánico atrincherado en sus ojos era lo que había llevado al alemán a dejarse seducir por él y a perdonarle cuanto hiciera.

– Esto se está convirtiendo en un paseo -dijo el comisario, con voz ronca y húmeda, al ver al recién llegado-. Después de Francia, Gran Bretaña caerá en cualquier momento. A estas horas deben de estar bombardeando Londres.

Benito Buroy le miró con indiferencia. Al fondo del local, Erica intentó encender un cigarrillo que se le cayó de las manos y rodó al suelo. Murmurando incoherencias, apoyó una mano en la mesa y hundió la cabeza bajo ella como si estuviera metiéndola en un barreño de agua. Al otro lado de la puerta de cristal llovía con fuerza. Era un chaparrón de finales de agosto. El comisario tenía la gabardina empapada.

– Tú -dijo al alemán-, sírvenos dos cervezas.

Tomó asiento en una mesa junto a la entrada y señaló a Benito Buroy la silla que se encontraba frente a él.

– La última vez me prometió que me dejaría en paz -dijo el otro sin hacer caso del ofrecimiento.

– Siéntate, cono. A mí no me dice un sádico depravado lo que está bien y lo que está mal. Si yo te ordeno que hagas algo, lo haces, y punto. Y si no, de vuelta al penal.

Benito Buroy le obedeció con desgana. El comisario bebió un largo trago de cerveza. Luego se pasó las manos por el pelo mojado y se las frotó con energía.

– Tenemos un problema con un alemán. No un lisiado como éste, que salió dando saltos sobre su pierna sana al oír el primer tiro, sino un alemán con un par de cojones y un hijo de puta. Dice llamarse Markus Vogel, pero se le han encontrado otros documentos en los que figura como Paul Wahle o Ricardo González.

– Avise a la Gestapo. Ellos sabrán qué hacer con él.

– ¡No seas gilipollas, Benito! -se impacientó el comisario-. ¡Qué gilipollas eresjoder! ¿Crees que vendría a buscarte si pudiera solucionarlo de otra forma? ¿Crees que me gusta estar sentado en esta mierda de garito que apesta a gonorrea?

Benito Buroy desvió la mirada hacia la lluvia que caía al otro lado de la puerta. El comisario pasaba bastantes noches por allí, se tomaba sus cervezas o sus chatos de vino, incluso se encerraba en alguna que otra ocasión con Erica en el servicio de la trastienda. Quizá Erica era la única, en aquella ciudad, que nunca había pretendido aparentar ser distinta de como era.

– Bueno -continuó el policía-, el caso es que la Gesta po nos ha pedido que lo busquemos. Quieren repatriarlo y sospechan que anda por esta zona. Y es cierto. Lo tenemos confinado en Cabrera.

– ¿Cuánto tiempo lleva ahí?

– Unos tres meses.

– A estas alturas ya se habrá vuelto loco. No hay quien aguante en ese islote.