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Camila estaba sentada a la mesa de la cocina y contemplaba con una sonrisa los trajines de Felisa García, que aquella mañana, como si una nube le encapotara el entendimiento, extraviaba todo cuanto pasaba por sus manos. «Dónde tengo la cabeza -decía la mujer sin parar de moverse a un lado y a otro-, dónde tengo la cabeza.» La niña llevaba un vestido nuevo de algodón, de color rojo cereza, que le había hecho su madre con los restos de la tela con la que Felisa había confeccionado los manteles para la cantina. «¿Qué pasa? ¿No os gustan? -preguntaba la mujer, el día que los estrenó, a su sorprendida clientela-. ¡Comed con cuidado, que no quiero ni una mancha! ¡A ver si voy a tener que arrepentirme!» A Camila le daba un poco de vergüenza ir vestida del mismo color que las mesas, pero ya se estaba acostumbrando a mimetizar-se con las telas que guarnecían su vida cotidiana. Leonor Dot le había hecho otro vestido con la gasa blanca de las cortinas que cubrían ahora las ventanas de su casa, y, en previsión de los fríos que ya se anunciaban algunas noches, un tabardo con capucha reciclado de una vieja manta militar. Por otro lado, tampoco tenía Camila más opción que usar aquellas prendas. Las que llevaba consigo cuando llegó a Cabrera estaban descoloridas y se le habían quedado tan pequeñas que se sentía ridícula con ellas.
Andrés, sentado en su rincón de siempre, asentía en silencio mirando unas veces a Camila, otras a su madre. Llevaba una camiseta raída, sin mangas, y un pantalón tan gastado que en las rodillas y en torno a los bolsillos brillaba como el satén. Andrés estaba contento porque Camila había decidido ir a bañarse, y porque su madre, que aquella mañana se comportaba de una forma un poco rara, les preparaba un almuerzo que le inundaba la boca de saliva: bocadillos de panceta envueltos en papel de periódico y un par de manzanas que un instante atrás tenía la mujer en las manos y que ahora no encontraba, pero que se escondían, Andrés las estaba viendo, entre una caja de patatas y la olla grande de preparar los cocidos. Cuando Felisa García, tras maldecirse reiteradamente por su mala cabeza, encontró por fin las manzanas y las echó en el capacho, Andrés soltó un gruñido y asintió con energía, muy contento.
– ¿Por qué cojeas? -preguntó Camila a la cantinera-. ¿Te has hecho daño?
– Me he caído -contestó Felisa-.Venga, iros ya, que tenéis que estar de vuelta para la hora de comer.
– De pequeña yo también me caí una vez -prosiguió Camila acercándose a Andrés y cogiéndolo por el brazo para obligarlo a levantarse-. Cojeé durante mucho tiempo, dos días o más. Y cuando me curé continuaba cojeando porque ya no sabía caminar. Aún ahora, por culpa de aquella caída, cuando camino y pienso en lo que hago me tengo que parar porque no sé cómo seguir. Hay cosas que es mejor no pensar cómo las haces.
– Muy listilla estás tú -Felisa García se apoyó en el mármol para descargar su cadera dolorida-. Anda, fuera los dos de aquí, que me distraéis y tengo que preparar la comida.
Salieron a la plaza, Camila con su vestido rojo y Andrés con el capacho. El chaval, que se había preparado para una larga caminata, hundió la cabeza entre los hombros y se dispuso a seguir a la niña, pero ésta se detuvo a los pocos pasos. Se volvió hacia Andrés y lo miró entornando mucho los ojos como si deseara descubrir algo que él escondiera en la mente. Andrés intentó disimular. No le gustaba que le mirasen dentro.
– Hoy vas a ser tú quien elija adonde vamos -dijo Camila-. Quiero que me lleves a un lugar donde el agua sea muy profunda.
A Andrés no le gustó aquella petición. No la entendía. Intuía que había algo malo en la profundidad, algo raro, tan raro como el comportamiento de su madre cuando lloraba y como el de Camila al pedirle que eligiera un lugar profundo donde bañarse. En ocasiones a Andrés le daba miedo lo que pensaban los demás. Le llenaba de ansiedad ver a los otros desorientarse o hacer cosas fuera de lo común, cosas que él no podía comprender pero que le parecían oscuras. Le daba pánico, por ejemplo, ver a su padre sentado bajo la parra hablando a solas, discutiendo en voz baja consigo mismo y retirándose por fin a la cama tropezando con las puertas y murmurando que la vida era una mierda. Le angustiaba no saber qué era lo que le hacía tanto daño a su padre, o que su madre anduviera como perdida secándose la cara con el delantal, o que Camila le mirase con los ojos convertidos en dos grietas inquisitivas. Pensaba Andrés entonces que las personas llevan dentro un enano maligno que a veces las obliga a comportarse de forma extraña. Al muchacho no le gustaba que la gente perdiera la transparencia y por eso mismo no podía soportar que le mirasen dentro, porque estaba seguro de que él también tenía su enano y en ocasiones hasta notaba su presencia, un bulto del tamaño de una rata que le viajaba por los intestinos.
Cargó el capacho a la espalda y tomó el sendero que bordeaba los acantilados. Más allá de la cala a la que iban siempre había otra de difícil acceso. Había que descender con cuidado y no tenía playa, sólo un diminuto banco de arena en la boca de una gruta. La oquedad que se abría en las rocas era amplia cuando se entraba en ella, pero luego se estrechaba y se perdía con ecos de mar en el interior de la isla. A Andrés le espantaba aquel lugar. Sin embargo, era consciente de que aquello era lo que quería Camila, pasar un poco de miedo, y aunque ni lo entendiera ni lo aprobara sabía cómo ofrecérselo. La niña caminaba a su lado sin parar de hablar. Le contaba que su madre estaba un poco celosa de ella, pero que ella lo entendía porque había sufrido mucho en la vida, y que de mayor iba a ser maestra en Barcelona, que era una ciudad tan grande que no habría cabido en aquella isla tan pequeña, y que dos días después sería su cumpleaños, trece años cumpliría. Andrés estaba al tanto de aquello, pues su madre, días atrás, lo había cogido de la mano y lo había llevado al chamizo donde escondía los preparativos para una gran fiesta. Una vez allí, delante de todas aquellas cajas, le había dicho que él iba a ser el encargado de montar las guirnaldas en la plaza, pero que fuera con cuidado porque Camila no podía enterarse. Y el muchacho esperaba aquel momento con tanta impaciencia que, cuando se acordaba de lo que iba a suceder, se le aceleraba el corazón y le faltaba el aire.
Llegaron por fin al lugar donde debían iniciar el descenso a la cala. Camila miró con los ojos muy abiertos la lengua de mar que se adentraba por entre los farallones, de un azul tan oscuro que no permitía ver lo que había en su fondo. Las aguas se agitaban allí con inquietud de vientos inexistentes, lamiendo las rocas y retirándose hasta dejarlas al descubierto. Aquella cala tenía una orientación que les impedía remansarse por completo, lo que le daba al lugar un carácter inhóspito de tierra despoblada. Camila tragó saliva observando a Andrés, que había comenzado el descenso y le tendía una mano para ofrecerle ayuda. Se arrepentía de no haber querido ir a su cala de siempre, pero le faltó humildad para retractarse. Rechazando la oferta del muchacho, se recogió la falda y puso un pie tembloroso en la primera roca. Poco después, con menos esfuerzo de lo esperado, se hallaban en el diminuto banco de arena. Andrés se sentó a un lado dejando el capacho entre sus piernas. Comenzó a rascarse la cabeza con la mirada fija en el suelo. Camila, maravillada por aquel sitio, avanzó unos pasos hacia el interior de la gruta. El mar se filtraba hasta allí creando un lago remansado del que sobresalía un peñasco situado en el centro, como un altar. Más allá, la bóveda se inclinaba y se hundía en las profundidades de la montaña. Camila se volvió y contempló la cala desde dentro de la gruta. Tuvo la sensación de encontrarse en una boca enorme que se dispusiera a engullir un tazón de caldo que la arrastraría hasta las tripas de la tierra, lo que le aceleró el pulso y la hizo salir con grandes prisas simuladas tras una bulliciosa alegría.
– ¡Es el mejor escondite del mundo! ¡Voy a bañarme!
Andrés, que no se había movido, soltaba gruñidos y meneaba la cabeza. Sólo alzó la mirada cuando advirtió que la niña se quitaba el vestido rojo, lo extendía con precaución lejos del alcance del agua y depositaba sobre él su reloj de pulsera. Camila llevaba puesto un bañador con faldita y volantes en los hombros. Aquel bañador había llegado como todo desde Palma. Se lo había regalado Felisa García un par de semanas atrás diciéndole que ya era mayorcita y que no podía bañarse en bragas. Cuando se quitaba la ropa y se quedaba cubierta únicamente con aquella prenda, su cuerpo parecía menguar como el de los caracoles cuando los atravesabas con un palillo y los sacabas de sus caparazones. A Andrés le parecía admirable que la niña continuara siendo la misma, tan desprotegida.
Camila le echó un vistazo al dirigirse a la orilla. Se sentía un poco inquieta, pero jamás habría reconocido que le daba seguridad la compañía de Andrés. Fue hasta el final del banco de arena y comprobó que el agua era completamente opaca y se movía con una inexplicable densidad, como una gelatina de un azul muy oscuro. Pero era un agua mansa, ella lo sabía, la misma de siempre aunque más honda y por lo tanto insondable, como el alma. Al avanzar un paso se dio cuenta de que la arena se precipitaba hacia el fondo, que desaparecía bajo sus pies. Se hizo la señal de la cruz para protegerse de las medusas y de sus íntimas inquietudes. Luego, sin tiempo para arrepentirse, tomó aire y se dejó caer de barriga.
La noche anterior Paco se había acostado tan borracho que fue incapaz de desvestirse. Felisa, que había vuelto a ponerse su camisón mallorquín, lo dejó que durmiera tal como se había desplomado en la cama. El hombre pasó la noche roncando, removiéndose con estertores de animal degollado y exhalando por toda la habitación el olor penetrante de su sudor. De madrugada Felisa se levantó para poner en marcha la cantina, y unas horas después, servidos ya los desayunos, encontró a su marido sentado de nuevo bajo la parra con una botella de vino sobre la mesa y el cabeceo derrotado de la embriaguez. Lo miró con desesperanza acariciándose la cadera dolorida. Pero Paco, que había notado su presencia y le había dirigido un vistazo de soslayo, no parecía tener fuerzas para enfrentarse a ella.
– Cuando algo va bien, haces lo que sea para estropearlo -dijo, casi con dulzura, Felisa García-. Siempre ha sido así, desde que nos casamos. No hay peor enemigo que el que tienes en casa… ¿Y sabes qué creo? Que te falta valor para vivir, que un día de estos aparecerás muerto en cualquier rincón, muerto del asco que te das a ti mismo.
– Déjame en paz -farfulló el cantinero.
Entonces, como si una alimaña le hubiera mordido en un tobillo, alzó las piernas con una fuerza increíble y la mesa se le vino encima. La botella que había sobre ella se hizo añicos contra el suelo tras golpearle en el pecho. Felisa retrocedió un paso, asustada. Paco aparcó la mesa manoteando con infinita torpeza, se cayó de costado y se puso en pie tambaleándose, los ojos inyectados en sangre. A punto estuvo Felisa García de salir corriendo, pero su marido no hizo ademán de avanzar hacia ella. Se arrancó el collar y lo tiró en dirección a la higuera.
– ¡Que me dejes en paz, cono! -gritó sin fijar la mirada en Felisa, incapaz de encontrarla aunque estaba delante de él-. ¡Que me dejes! ¡No te necesito! ¡Vete a tomar por el culo, hija de puta!
Salió a la plaza. Tras algunas indecisiones tomó el camino que llevaba al monte. Felisa García vio cómo se alejaba zigzagueando. «Eso, vete», murmuró para sí misma. Puso en pie la mesa resoplando por el esfuerzo, luego fue a recoger el collar. Se le partía el corazón, pero ya no quería aguantar aquello por más tiempo, no quería seguir viendo cómo su hombre se desmoronaba cada día un poco mas. v no quería que la arrastrara con él ni ponerse a salvo sola. Lo que deseaba Felisa García era tener otra vida, ser otra persona quizás, vivir en otro lugar o no haber nacido nunca. Todo ello tan imposible que se le llenó la garganta de lágrimas y se puso a llorar allí mismo, sin disimulo, porque no había nadie a la vista y podía permitirse aquel lujo. Luego, cuando toda su tristeza ya estaba fuera y empapaba el delantal con que se había limpiado la cara, aspiró aire con fuerza y se dispuso a reemprender sus actividades. Para Felisa García la desesperación no era sino un descanso al que se entregaba a ratos y que le limpiaba las entrañas.
Aquella mañana iba a hacer lo que siempre hacía cuando volvía a ser ella misma después de pasear un poco por el universo inaccesible de los deseos. Felisa García regresaba a la realidad como quien se lava las manos. Decía «Ay, Señor», y se encerraba en la cocina a pelar patatas y a preguntarse qué guisaría más adelante, pues aún no lo tenía decidido. Y muchas horas después, al acostarse por la noche, se diría que no había para tanto, que a fin de cuentas tenía una casa donde había criado a sus hijos, la misma casa donde sus padres habían envejecido y se habían reunido con Dios, y que disponía de comida suficiente para alimentar a su familia y argumentos sobrados para saber que los demás la necesitaban. En realidad, pensaría, no encontraba motivos para sentirse infeliz, y si en la oscuridad del dormitorio le volvían las lágrimas las dejaría correr porque allí tampoco la veía nadie, y se diría «Felisa, eres débil, qué le vamos a hacer», hasta que más o menos se quedaría o no dormida.
Así que aquella mañana murmuró «Ay. Señor» con el collar de oro apretado contra el pecho, y regresó a la casa para buscar en la cocina el sentido último de todas las cosas. Un estofado…, se dispuso a filosofar limpiándose las manos en el delantal de las lágrimas, ¿había algo más importante que un estofado? Asomada a la olla que removía para que no se le pegara el guiso, pensó la cantinera que sin duda había cuestiones cargadas de trascendencia, cuestiones terribles incluso, que marcaban para siempre la vida de las personas, pero nada tan imprescindible como un estofado. «Al fin y al cabo todas las personas comen -razonó-, y al comer demuestran lo que son mucho más que cuando piensan. Al comer no se equivocan.» Ahí estaba el meollo de la cuestión. Si finalmente, después de remover Roma con Santiago, los hombres acababan sentándose a comer y sólo entonces sentían que volvían a ser un poco ellos mismos, un poco ellos en una situación normal y relajada, como quien está por fin donde debe estar, ¿por qué se empeñaban en considerar fundamentales todas las barbaridades que hacían allá afuera en nombre de ya no sabían qué ideas o fidelidades? ¿Por qué se empeñaban en ponerlo todo en peligro, si al final sólo deseaban sentarse a comer?
Felisa García removió un poco más el contenido de la olla, la dejó al fuego y preparó unos bocadillos para Camila y Andrés, que iban a darse un baño. Cuando los chicos se hubieron marchado, fue a buscar su recado de escribir, una libreta con las cubiertas manchadas de grasa y un lápiz tan mordisqueado que parecía un tallo seco. Se sentó a la mesa y dedicó un buen rato a sus ejercicios de escritura,
Al mediodía lo tenia todo a punto. Había puesto los manteles nuevos en las mesas del bar y la olla inundaba la cocina de un olor imprescindible. Su pequeño imperio estaba listo para el regreso a la normalidad pero Leonor Dot apareció antes que nadie con inquietudes en las que la cantinera, preocupada por otros asuntos, no había aún reparado.
– ¿Los has visto? -preguntó la recién llegada-. ¿No han regresado todavía?
Felisa García cayó entonces en la cuenta de que Camila y Andrés habían ido a bañarse. Miró a su alrededor como si los buscara por allí, pues aquella mañana se había acostumbrado a perder todo cuanto tocaba. Luego se volvió hacia su amiga con expresión de culpabilidad.
– Les he preparado bocadillos de panceta. Quizá se hayan entretenido. Los jóvenes sólo se acuerdan de nosotras cuando tienen hambre.
– Camila sabe que tiene que estar aquí a la una, es la única condición que le pongo… y ya son casi las dos.
Felisa, que se había limpiado las manos en el delantal y luego había empezado a estrujarlo como si degollara un pollo, contempló la cantina vacía.
– A lo mejor ha perdido el reloj -conjeturó-, No deberías dejar que fuera con él a bañarse.
Poco después apareció el Lluent, que acababa de amarrar la barca. Había salido por la costa a comprobar las nasas, pero no había visto a los jóvenes bañistas. Tras tomar asiento y frotarse un poco los muslos doloridos aclaró el pescador que él había ido hacia el sur, en dirección contraria a la que solían tomar Camila y Andrés. Más tarde entró Benito Buroy. Se encogió de hombros al ser interrogado, hizo un gesto de negación con la barbilla y fue a sentarse a su mesa del fondo. El último en llegar fue el aviador alemán. La imposibilidad de entenderse con los isleños había entregado a Hermann Schmidt a una radical misantropía que entretenía con largos paseos, y ya sólo aparecía por la cantina para comer. Tres días después llegaría la barca que iba a sacarlo de allí, y aquello era lo único que le interesaba.
– Nunca se han retrasado tanto -dijo Leonor Dot con la voz quebrada-. Esto es que les ha pasado algo, seguro que les ha pasado algo.
Se asomó a la puerta para contemplar la plaza, cruzó los brazos y, cubriéndose la cara con una mano, comenzó a sollozar. Felisa García intentó retirarle la mano de la cara, pero Leonor se resistió.
– Perdóname… -dijo-. A veces pierdo los nervios. No podría soportar que le pasara algo a mi niña. Ya son demasiadas cosas…
La cantinera soltó un exabrupto, salió al exterior y se encaminó hacia la Comandancia Militar, Poco después regresaba con el capitán agarrado por un brazo, mientras el camión abandonaba su reposo a la sombra en dirección al campamento.
– ¡Ya está! -afirmó, como si todo estuviera resuelto-. Constantino ha enviado una patrulla a buscarlos. Dígaselo, Constantino… Dentro de nada los traerán cogidos por las orejas. ¡Me va a oír ese idiota de Andrés! ¡Vaya si me oirá!
El capitán contempló algo azorado a Leonor Dot, que tenía los ojos enrojecidos y los labios tan apretados que le temblaban levemente.
– No se preocupe -dijo.
Ante la pobreza de aquella aseveración pensó que era conveniente revestirla con un argumento más sólido. Y, recordando su constante otear del horizonte en busca de la escuadra enemiga que devastaría Cabrera y los pasaría a todos por las armas, empezando por él, buscó tranquilizar a aquella mujer de la misma manera que se tranquilizaba a si mismo. Hinchó el pecho y concluyó con aplomo:
– Las tragedias que no se esperan son las únicas que al final suceden. Se lo digo yo, que soy militar.
Hacia ya casi tres horas que los soldados habían salido en busca de los jóvenes desaparecidos, y aunque no había ninguna noticia de ellos, el capitán Constantino Martínez acababa de pasar por el bar para pedir de nuevo a Leonor Dot y a Felisa García que no se preocuparan, que todo estaba bajo su control. Luego había vuelto a encerrarse en su despacho a esperar, tal como hacían ellas, sentadas a una de aquellas mesas con manteles nuevos. Las dos mujeres se miraban sin saber qué hacer.
Un rato antes, Leonor Dot había suplicado al Lluent que la sacara en su barca, pero el pescador se negaba asegurando que el cielo se veía triste, que el mar estaba sombrío y revuelto y que en aquellas condiciones no podrían acercarse a la costa. Y estaba en lo cierto. La proximidad del atardecer encrespaba las aguas, que hasta en el interior de la bahía se movían con inquietud de agitaciones submarinas. Parecía que una tormenta se estuviera gestando bajo las olas, pero nada de aquello importaba a Leonor Dot. Fuera de sí, había golpeado al Lluent con los puños gritándole que era un viejo borracho y cobarde, hasta conseguir que el pescador acabara desoyendo por primera vez los avisos del cielo y se embarcara, aunque sin aceptar llevarla con él, para regresar al poco tiempo empapado por completo y con los brazos entumecidos. «Si el mar no te deja, no se puede», había comentado con desesperanza mientras amarraba la barca de nuevo al espigón. Desde entonces paseaba por el muelle como un animal enjaulado.
Sólo un hombre podía encontrar a los dos jóvenes, e iba a hacerlo por casualidad. Después de tantos meses de reclusión, Markus Vogel conocía al dedillo todos los recovecos de la isla. A menudo salía a caminar por la soledad absoluta de aquellos parajes, o a observar desde el monte la vida en la plaza. Aunque no solía aparecer por allí, y la amenaza de Benito Buroy se lo impedía ya por completo, había días en los que necesitaba espiar a los otros para sentirse acompañado. Y aquél era uno de esos días. Mientras Leonor Dot y Felisa García esperaban sentadas a una mesa de la cantina, él cruzaba el monte en dirección al pueblo. Un rato después llegaba al sendero que horas atrás tomaran Camila y Andrés, y se asomaba al escarpado que se despeñaba hacia las olas más allá del cementerio. Allí se detuvo a contemplar la línea de la costa que el mar había ido quebrando hasta formar diminutas calas que se resguardaban entre los brazos de roca que aguantaban la erosión. En una de ellas, no lejos de donde estaba, alcanzó a ver una patrulla militar. Los soldados husmeaban por entre las grietas como si buscaran erizos. Markus Vogel conocía bien aquel lugar, pues era ahí donde Camila solía bañarse. En más de una ocasión había espiado a la niña desde lo alto del acantilado. Le gustaba verla flotar con los brazos en cruz, ingrávida sobre el lecho marino, tan inmóvil y tan viva en medio de aquel paisaje desolado.
Alzó la mirada hacía lo alto. Un trueno le había retumbado en el estómago y el cielo se encapotaba con rapidez. Markus Vogel cambió de idea y decidió regresar a su cueva antes de que la lluvia lo sorprendiera, pero ya era demasiado tarde. Caían sobre él goterones lentos y espaciados que rompían sobre las rocas como burbujas grávidas. El ermitaño sabía que aquél era el preludio de una tormenta que no tardaría en descargar. Comprendió que no tenía tiempo para alcanzar su refugio, pero conocía un lugar donde guarecerse. Cerca de allí había una cala con una gran cueva.
Retrocedió bordeando el acantilado hasta llegar a un saliente en el que crecía un corazoncillo de flores amarillas. En aquel lugar se abría una falla que el paso de los siglos había convertido en una escalera de vértigo. Fue entonces, al acercarse a ella, cuando vio desde lo alto del acantilado, en la pequeña lengua de arena, a Camila tumbada de costado, inmóvil.
El ermitaño tuvo que serenarse para iniciar el descenso. El corazón le bombeaba con tanta fuerza que le daba la impresión de que iba a perder el equilibrio, pero aun así fue bajando con cautela repitiéndose a sí mismo que lo importante era llegar, mantenerse firme para socorrer a Camila. De vez en cuando se detenía, miraba hacia abajo y gritaba el nombre de la niña, pero ella continuaba sin moverse. Cuando alcanzó la cala, avanzó unos pasos con la misma lentitud con que había descendido, como si también allí pudiera despeñarse. Lo que en realidad hacía era demorar el momento en que Camila estaría entre sus brazos. Tenía miedo de la frialdad de su cuerpo.
La niña le daba la espalda. Estaba desnuda y con el cuerpo encogido a merced de las olas que, tras batir en las rocas que la rodeaban, se desplomaban con placidez sobre la arena. La espuma blanca jugaba con su melena, que se abría y cerraba como un abanico movido por una mano invisible. Unos tallos de algas, de un color verde intenso aunque transparente, se habían enredado entre sus pies. Parecía que el mar la hubiera depositado allí tras pasearla por sus ocultas profundidades.
Markus Vogel se repuso a la impresión y tocó el hombro de Camila. Al hacerlo encontró la frialdad que tanto lo asustaba, pero aquello, en lugar de paralizarlo por completo, le devolvió el aplomo que necesitaba para voltear el cuerpo de la niña, contemplar un instante la palidez de su cara y apoyar un oído contra su pecho. No supo si era su propio corazón el que le bombeaba en el interior de la cabeza. Se separó del torso de Camila, tomó aire un par de veces y volvió a intentarlo. Entonces pudo escuchar, con perfecta nitidez, que dos corazones latían dentro de él.
Aquello acabó con sus defensas. Cogió a la niña por las axilas, la abrazó contra su pecho y, mientras le palmeaba las nalgas y las piernas para limpiarla de arena y de algas, comenzó a gritar pidiendo ayuda. Pero los soldados se encontraban muy lejos de aquel lugar y Markus Vogel estaba solo junto al mar embravecido, bajo aquella lluvia morosa y persistente. Nadie iba a acudir en su ayuda. Buscó a su alrededor cualquier cosa que le permitiera cubrir a Camila, y fue entonces cuando descubrió a Andrés sentado en una roca junto a la gruta que se abría en el acantilado. Asentía compulsivamente con la cabeza, la mirada extraviada y las manos atenazadas en las rodillas.