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– Siempre te has explicado muy bien -afirmó Felisa García-, pero ha sido mi hijo. Estoy segura… Insiste a la niña para que tome un poco de caldo, hazme ese favor.
Salió de la casa sin añadir nada más. Leonor Dot, al quedarse sola, fue hasta la cazuela y levantó la tapa. Un humeante aroma de apio invadió la habitación. A Leonor le ronronearon las tripas. Miró a Camila. La niña continuaba sin hacer ningún movimiento, acurrucada con la cara vuelta hacia la pared. Su madre sirvió un tazón. Fue hasta la cama y se sentó con cuidado junto a ella. Le pasó una mano suavemente por el pelo.
– Bebe, cariño. Te lo ha traído Felisa.
Camila no respondía.
– Tienes que tomar algo. Haz un esfuerzo.
Le puso una mano en la frente y descubrió que estaba ardiendo. El médico militar ya le había advertido de que aquello podía suceder y le había dejado un cuenco con miel. Leonor calentó un poco de leche y disolvió en ella un par de cucharadas. Luego regresó a la cama. Sostuvo la cabeza de Camila contra su pecho y le acercó el vaso a la boca.
– Bébete esto. Debes luchar, cariño. Bébetelo.
Camila obedeció con dificultad, sin abrir los ojos. Poco a poco bebió la leche mientras Leonor pensaba que aquella tarde, en cuanto pudiera dejarla con alguien, iría a ver al capitán y le suplicaría que permitiera salir al médico para que volviera a visitarla.
En cuanto su madre le soltó la cabeza, la niña recuperó su posición contra la pared. Leonor se puso en pie y la miró con desolación.
– No podría vivir sin ti, Camila -le dijo-. Tienes que ser fuerte, porque hay mucha gente que te quiere.
Se alejó de la cama, cogió el tazón de caldo y salió al porche. Quiso beber, pero la garganta se le atenazó y no pudo abrir la boca.
Felisa García nunca había faltado a su palabra. Aquella tarde, en cuanto hubo acabado de recoger el servicio de la comida, tiró el delantal sobre la mesa de la cocina y salió de la cantina. Al poco rato, los soldados de guardia en el campamento la vieron pasar con los brazos en jarras encaminándose hacia el interior de la isla. A Felisa García le sobraba energía para buscar a su hijo por todos los valles de este mundo, pero no contaba con que le dolieran tanto las piernas. Le costó un gran esfuerzo ascender el último repecho que daba al valle de las voces. Apoyada en un pino, con los pies tan hinchados que las sandalias a duras penas los contenían, se maldijo por ser tan gorda y tan vieja mientras escudriñaba la espesura en busca de Andrés. No lo vio, y el muchacho no iba a contestar si lo llamaba, así que emprendió el descenso dispuesta a recorrer palmo a palmo aquel lugar.
Encontró a su hijo poco después, sentado sobre una roca cubierta de musgo. Aunque sin duda había advertido su presencia, pues Felisa avanzaba por el fondo del valle como un elefante, Andrés no movió un solo músculo. Su madre se plantó ante él resoplando, alzó una mano y le dio un bofetón tan sonoro que volaron todos los pájaros de los árboles.
– ¡Lo que has hecho no tiene nombre! ¡No tiene nombre ni perdón! ¡Me avergüenzo de haberte parido!
Sin mediar más palabras cogió al muchacho por el cuello de la camisa y lo arrastró de regreso al pueblo. Andrés se dejaba conducir. A ratos gimoteaba un poco y se llevaba una mano a la mejilla dolorida, pero no oponía resistencia. Cuando llegaron a la plaza empezaba a declinar el sol. Felisa García se dirigió resueltamente hacia la Comandancia. Sin embargo, a medio camino se detuvo unos instantes para reflexionar. Tomó otra decisión. Con su hijo cogido aún por el cogote, emprendió el ascenso a la casa de Leonor Dot. Entró allí sin llamar a la puerta y empujó al muchacho hacia la cama de Camila.
– ¡Mírala! -gritó-. ¡Quiero que la veas antes de que te encierren! ¡Quiero que veas lo que has hecho!
Andrés, con la cabeza hundida entre los hombros, se volvió asustado hacia su madre. Luego se acercó a la cama, se arrodilló junto a la cabecera y soltó un lamento largo y lúgubre, como el de los perros cuando aullan a la muerte. Camila se dio entonces la vuelta, entreabrió los ojos y sonrió levemente.
– Sabia que vendrías -dijo la niña.
Andrés, tras un instante de vacilación, le puso sus manos sucias sobre la cara. Camila respondió con un brazo huesudo y extremadamente pálido que alzó con asfixia para pasarlo por encima de su espalda.
Las dos mujeres los miraban con asombro. Fue Leonor la primera en reaccionar.
– No ha sido él -dijo-. No le hagas más daño.
Paco se había asomado a la habitación de Andrés, pero no se atrevía a acabar de entrar. Había dejado transcurrir el día anterior en la cama hasta que, avanzada la tarde, no pudiendo soportar el olor del vómito y en vista de que Felisa no regresaba, se había levantado para cambiar él mismo las sábanas. Luego se había vuelto a acostar y se había quedado otra vez dormido. En aquel momento acababa de despertarse. Ya hacía rato que había amanecido.
– Felisa -dijo desde la puerta-, no sé lo que me pasó… No recuerdo nada, es como sí me hubiera vuelto loco. Creo que sí, que me volví loco. Sólo recuerdo que anduve mucho… No debiste decirme que era el enemigo público número uno. Felisa García parecía no escucharle. Sentada en la cama de Andrés, le había quitado la chaqueta del pijama y observaba sus brazos cubiertos de moratones. Obligó al muchacho a darse la vuelta y descubrió que tenía también un enorme hematoma en la espalda.
– No te muevas -le dijo-. Ahora vengo. Fue al descansillo y se detuvo delante de su marido, que al verla venir había retrocedido hasta la puerta de su dormitorio.
– El chico no está bien. Voy a pedirle al capitán que haga venir al médico.
Avanzó hacia la embocadura de la escalera, pero se detuvo de nuevo y se volvió hacia Paco con un gesto de abatimiento.
– Lo que dije fue que no había nada peor que tener al enemigo en casa. Eso fue lo que dije, no que fueras el enemigo público número uno… ¿Quién te crees que eres? Para eso no darías la talla.
Bajó a la cantina, salió a la plaza y se encaminó renqueando hacia la Comandancia Militar. Le dolía la cadera. El capitán Constantino Martínez, que se encontraba en su despacho dejando pasar las horas, la recibió convencido de que nada bueno podía depararle una visita de la cantinera. Así era, en efecto. Felisa García quería que dejara salir al médico para que fuera a ver a su hijo.
– Pero ¿qué es lo que pasa? -exclamó, enfurecido-. Basta con que arreste a ese hombre para que todo el mundo lo necesite. ¿Es que se han puesto todos de acuerdo?
Sin embargo mandó llamar al doctor, que acudió a la cantina custodiado por dos soldados. El hombre no parecía intranquilo por su situación. Sabía bien que en realidad no tenían nada contra é!, y que el capitán se limitaba a poner a salvo el buen nombre del ejército antes de echar tierra sobre el asunto. Se acercó a Andrés, al que habían sentado en una silla del bar, y lo reconoció meticulosamente.
– Le han pegado una soberana paliza -concluyó-. Fíjense qué cardenales, se han ensañado con él. Miren, tiene hasta la palma de una mano marcada en la cara.
Felisa García, a sus espaldas, se removió incómoda y dejó escapar una tosecita. El doctor había aplicado una oreja al pecho del muchacho. Se quedó completamente inmóvil, tan atento a lo que oía que parecía estar sintonizando la radio. Los dos soldados, los padres de Andrés y hasta el capitán Constantino Martínez, que había acudido a curiosear, guardaron un respetuoso silencio y contuvieron la respiración. Después, el médico palpó largo rato los costados de su paciente, hundiendo los dedos como si amasara pan. Sólo por prolongar un poco la tensión dramática le miró las pupilas.
– Tiene un par de costillas rotas -diagnosticó por fin volviéndose hacia la cantínera-,pero son de las flotantes. No se puede hacer nada. Ya se irán soldando por sí solas. Mientras tanto, no dejen que el chico haga ejercicios bruscos.
Felisa García se volvió enfurecida hacia el capitán.
– ¡A mi hijo le atacó el mismo que forzó a Camila! ¡Seguro que él intentó defenderla! ¡Ese hombre es un monstruo, Constantino! ¡Tiene que encontrarlo!
El militar estaba harto de que todo dependiera de sus oficios. No podía decir que se tratara de algo fuera de lo normal, pues era él quien mandaba en la isla. Pero estaba harto de hacerlo sin que nadie le prestara la más pequeña ayuda.
– ¿Y no puede hablar? -saltó, señalando a Andrés-. ¡Tuvo que ver quién era! ¿Tan tonto es que no puede decirnos su nombre? ¿No puede abrir la boca aunque sólo sea por una vez?
– ¿Cómo va a hablar, si en su vida ha dicho una palabra? -intervino Markus Vogel, que acababa de entrar en la cantina y miraba con indignación al capitán.
– Pues estamos apañados -sentenció el militar-. La niña no suelta prenda, éste tampoco. ¿Qué cono quieren que haga? Yo lo mío lo tengo todo controlado. A ver ustedes, qué me cuentan… Quizá deberían mirarse en los bolsillos.
Fue en ese instante cuando apareció Benito Buroy, seguido poco después por Hermano Schmidt. El primero cruzó el bar sin apartar la mirada de Markus Vogel y tomó asiento en su mesa del fondo. El aviador alemán, en cambio, no llegó ni a avanzar dos pasos hacia el interior de la cantina. Se detuvo al ver la reunión en torno a aquel desgraciado que, desde que lo sorprendiera espiándole en el cementerio, huía nada más verle.
Andrés, que permanecía sentado con el torso al descubierto y los labios llenos de babas, Urdo un poco en reconocerlo porque estaba aturdido, pero al ciarse cuenta de quién era se le desorbitaron los ojos. Recordó el día en el camposanto cuando se le vaciaron ¡as tripas atrapado por aquel hombre que iba a matarlo a palos, y le resonó de nuevo en la cabeza su vozarrón brutal que parecía el de un diablo soltando maldiciones, y revivió el terror con que esperó el primer golpe y la fuerza de su bota en el costado cuando le hizo rodar por el suelo.
Dejó escapar Andrés un sonido gutural muy prolongado, como si un miedo contenido largo tiempo encontrara por fin la grieta de los labios para manifestarse. Luego, tirando con estrépito la silla en la que estaba sentado, salió corriendo hacia la escalera que conducía a su dormitorio.
El aviador alzó una ceja observando en silencio al fugitivo. Luego miró a los presentes con desgana, meneó la cabeza dando a entender que ni podía ni tenía ganas de explicarse, y salió a sentarse bajo la parra junto al Lluent.
– ¿Habéis visto a Andrés? -saltó Felisa García-. ¿Le habéis visto? ¿Por qué le asusta tanto ese hombre? Apostaría la vida a que ha sido él quien ha traído la desgracia a este pueblo. ¿Quién si no? Dime, Constantino… ¿Quién si no?
Benito Buroy, apoltronado en la balconada de la Coman dancia, veía pasar la mañana dejándose llevar por oscuros pensamientos. A raíz de la agresión que sufriera dos días atrás la hija de Leonor Dot. Markus Vogel había abandonado su retiro y se había instalado en una casita de la plaza, una ruina abandonada que condensaba en las paredes todo el salitre del mar. Caminaba por el pueblo como un sonámbulo, en apariencia desentendido de su suerte, pero evitando las horas o los lugares solitarios. A Benito Buroy aquella proximidad le era tan dañina como su ausencia. No podía, tal como estaban las cosas, salir de la Comandancia y, con todo el mundo presente, pegarle un tiro al alemán. Debía reconocer que Markus Vogel, además de ser un hombre valiente, sabía lo que hacía. Si a pesar de todo se liaba la manta a la cabeza y lo mataba allí mismo, se suponía que el comisario acudiría a rescatarlo del lío en que se habría metido, pero Buroy tenía razones sobradas para sospechar que el policía no iba a molestarse por él. Y al día siguiente llegaba la barca de Palma.
En eso pensaba cuando vio salir a Andrés del chamizo de su padre arrastrando una descomunal caja de cartón. El chico volvió sobre sus pasos para regresar con una escalera que apoyó en la higuera centenaria. Luego sacó de la caja una guirnalda de banderitas españolas y la tendió desde el árbol hasta el emparrado. Con los marros orientados hacia el suelo, como un toro que embiste, regresaba a la caja a por otra guirnalda, la anudaba a la higuera y desde allí hasta la reja de la ventana del capitán, o hasta el balcón desmoronado del Lluent, o hasta una piedra que había dejado caer en la playa después de calcular, cargándola a un lado y a otro, la perfecta simetría del patriótico entoldado. El ambiente de verbena era ya casi completo cuando el capitán Constantino Martínez vino a estropearlo. Llegó en el camión del campamento, saltó del vehículo y alzó la mirada hacia lo alto con la misma admiración con que observaría la fachada de un ministerio italiano. Acto seguido fue a la cantina y pronunció con voz estentórea, dejando vía libre a su natural incisivo:
– ¿Qué pasa aquí?;Es que va a venir el Generalísimo y yo no me he enterado?
Benito Buroy, desde la balconada, vio que Felisa salía de la cantina secándose las manos en el delantal, y que los hombros se le abatían por una súbita tristeza, y que corría hasta su hijo, se le abrazaba y le hablaba al oído acariciándole la cabeza. Un poco más allá, Markus Vogel y Hermann Schmidt se internaban por el muelle paseando juntos sm hablar. El capitán sonreía feliz bajo el emparrado viendo a Felisa coger por la cintura a su hijo y acompañarlo hasta la cantina.
– ¿Tú crees que estamos para fiestas? -soltó el militar a medida que Andrés se le acercaba-. ¡Señor… Señor! ¡Qué paciencia hay que tener!