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– Qué poco respeto -murmuró el capitán. Y alzando la voz-: ¡Recoja eso, hombre, que es la enseña nacional!
Paco, alardeando de una ineficacia asombrosa, se asía a un travesaño de la escalera para saltar más alto hacia los nudos metódicos que su hijo había tendido en la higuera. Para poder verlo sin levantarse, Benito Buroy se había inclinado hacia delante, los antebrazos sobre las rodillas y las manos entrelazadas, y miraba por entre los barrotes de la barandilla. En aquel momento sonó una voz que desvió su atención hacia el mar. Los dos alemanes se encontraban al final del muelle y parecían discutir, encarándose a poca distancia uno del otro. El capitán Constantino Martínez gritó a Paco que dejara de dar saltos y que usara la escalera, pero Benito Buroy se había puesto en pie y miraba en la otra dirección. Dejó escapar una exclamación de asombro.
Hermann Schmidt se abalanzaba sobre Markus Vogel, pero no llegó a alcanzarlo. Sonó un disparo que llenó de ecos la plaza, luego otro, y el aviador cayó de bruces al suelo. También cayó Paco, asustado por las detonaciones, arrastrando consigo la escalera que tanto se había resistido a utilizar.
Markus Vogel se agachó sobre el aviador para tomarle el pulso. A continuación, tras verificar seguramente que estaba muerto, le dio la espalda y se encaminó hacia la plaza. Benito Buroy, movido por algún oscuro presentimiento, bajó corriendo la escalera de la Comandancia y salió al exterior. Los soldados de guardia se le habían anticipado. Aterrorizados, apuntaban con sus rifles a un lado y a otro buscando al invasor inglés. Pero allí sólo estaba Paco, tirado por el suelo, y el capitán Constantino Martínez inmóvil como una estatua, y aquel alemán meditabundo que avanzaba hacia la mis alta autoridad de la isla con tranquilidad, como si nada hubiera sucedido. Cuando el capitán lo vio delante de si, alzó los brazos en un gesto instintivo de rendición. Tentado estaba de suplicar clemencia, pero Markus Vogel le entregó el arma. A Benito Buroy, que se había ido acercando a ellos, no le costó reconocer el Astra que tres semanas atrás le confiara el comisario de Palma.
– ¿De dónde ha sacado esto? -preguntó el militar, perplejo, tras coger la pistola.
– Es de Buroy -contestó Markus Vogel-. Se la he tomado prestada para hacer justicia a Camila… Perdonen que me haya permitido esta licencia, pero Hermann Schmidt era un ciudadano alemán. Mi país está en guerra y los tribunales no funcionan como debieran.
El capitán Constantino Martínez miró con renovada sorpresa a Benito Buroy, que se había quedado con los brazos caídos y la mirada perdida. Después de tantos años de sobrevivir a cualquier precio, de hacer lo que fuera para prolongar un poco más su agonía, le había alcanzado por fin la derrota definitiva.
A los pulpos les gustan los peroles viejos. El Lluent los compra a un chatarrero de la colonia de Sant Jordi, y por las noches, sentado en una piedra a la puerta de su casa, los va uniendo con un cabo largo hasta engarzar un collar gigante. Luego sale al mar en su barca y deja el collar hundido en el fondo con una boya en cada extremo. A los pocos días regresa a aquel lugar y va tirando del cabo para recuperar los peroles. En cada uno hay un pulpo instalado, tan contento, en el peor sitio posible. Los pobres pulpos se encuentran con la perdición cuando creen haber hallado un lugar donde vivir.
A nosotros nos pasó lo mismo que a los pulpos. Recuerdo la mañana en la que papá, tras probar suerte con varias llaves atadas con una cuerdecilla, consiguió abrir la puerta del piso de Barcelona. Era un piso que había sido de unos marqueses o algo así, con habitaciones muy grandes y balcones que daban a una calle con plátanos. Casi no había muebles, pero en las paredes se veía dónde habían estado porque sus siluetas se marcaban descoloridas en la pared, y se veía también dónde había habido cuadros colgados, rectángulos pálidos en los que yo imaginaba paisajes y cestas con frutas. Aquel piso parecía un álbum de cromos recién estrenado.
A mamá no le gustó. Se paseaba por las salas vacías con encogimiento y cierto temor. No se atrevía a tocar nada. Dijo que allí habían vivido otras personas, y en su voz creí advertir una inquietud parecida a la que nos causan los fantasmas, como si aquellas otras personas nos pudieran ver y no estuvieran nada contentas de que nosotros entráramos en su casa.
– Déjate de monsergas -dijo papá, abrazándola-. Aquí vanios a ser muy felices.
Pero mamá tenía razón. Aquel piso tan grande y tan vacío era un perol en el fondo del mar. Una trampa disfrazada de hogar. A veces pienso que todas las casas son sólo trampas, pues en ellas te sientes a salvo cuando en realidad no lo estás. Y es que una casa, aunque tenga tantas llaves que nunca sepas cuál es la que necesitas, no protege a los que viven en ella. No nos protegió a nosotros la de Barcelona aunque papá consiguió algunos muebles, y yo comencé a ir a un colegio que estaba en la esquina, y había un hombre muy simpático que nos traía la leche y todo parecía normal. Sin embargo, a las pocas semanas a nuestra vecina la mató una bomba cuando iba por la calle y encontramos a su marido llorando tirado en el portal. Luego papá no vino por la noche, ni al día siguiente, y mamá iba de un salón a otro de aquel piso enorme sin hacer nada, como sonámbula, y un buen día me dijeron que estaba en el hospital y me cuidaron unas monjas a las que yo les daba mucha pena, pues no se cansaban de decírmelo. Mamá se recuperó, pero no he vuelto a ver a papá y no regresamos a aquella trampa en la que dijo que íbamos a ser tan felices.
A veces las cosas suceden como en un juego del escondite en el que alguien te quiere hacer daño, pero daño de verdad. Así nos sucedió a nosotros, y supongo que por eso, porque siempre hay alguien que nos persigue, me emocionaba tanto cuando de pequeña jugaba a esconderme. En el momento en que me descubrían, el corazón me daba un vuelco y era como si se acabara una época de mi vida, una época en la que me sentía oculta y a salvo sin estarlo en absoluto. Ahora ya no juego. Me he hecho mayor y ya sé que esconderse no sirve de nada, que antes o después te encuentran porque todos quieren ganar y para ganar necesitan sacarte de tu refugio.
Así mueren los pulpos, que a Felisa le encantan y que prepara a la gallega, con pimentón y sal gruesa. A todos nos gustan mucho y los comemos a menudo, porque la costa está llena de pulpos que buscan una casa donde sentirse a salvo de nosotros.
Cuando sonaron los disparos, Leonor Dot se hallaba sentada en el porche de su casa. Las dos detonaciones le despertaron los ecos de otras más lejanas en el tiempo, aquellas que les amenazaban desde la calle y les impedían acercarse a las ventanas de su piso de Barcelona. El pulso se le aceleró y ¡as manos se le crisparon aferradas a los barrotes de la silla. Permaneció muy quieta unos instantes atenta al sonido de gritos o de nuevos disparos, pero no llegaron. Se puso en pie y miró hacia la plaza. La copa de la higuera le tapaba el muelle, y eso le impidió advertir ningún movimiento extraño. De la chimenea de la cantina brotaba el humo de los fogones de Felisa. Pese a todo, Leonor Dot sabía que el ruido de un arma cambia para siempre el rumbo de la vida.
Se llevó una mano al cuello con angustia. Pensó que, por mucho miedo que sintiera, debía acudir a ver lo que sucedía aunque sólo fuera para poner a salvo a Camila. No iba a permitir que le hicieran daño otra vez. Estaba dispuesta a envolverla en una manta y llevársela al monte, al valle de las voces o al acantilado remoto de Markus Vogel, a cualquier lugar donde nadie pudiera verla ni tocarla. En aquel momento su hija la llamó desde el interior de la casa.
Felisa García, en la cantina, también había oído los disparos. Fue hacia Andrés, que estaba sentado en su rincón de la cocina, y le entregó lo que tenía en las manos, una patata y un cuchillo. «Ya vuelvo», le dijo. Cruzó el bar y salió a la plaza. Vio que el alemán ermitaño entregaba una pistola al capitán y que al final del muelle yacía tendido el cuerpo del piloto. Pensó que se había hecho justicia de b forma que debía hacerse, entre hermanos de país y de sangre. Markus Vogel había demostrado ser lo que ella siempre había pensado, un hombre de honor, y si todavía quedaban jueces de verdad le perdonarían que hubiera matado a aquel depravado. Pero eso ya no era de su incumbencia, bastante tenía con mantener en pie su pequeño mundo. Regresó a la cocina, recuperó la patata y el cuchillo que le había dado a su hijo y comenzó a pelar el tubérculo sobre el mármol. Andrés, con las manos entre los muslos y la barbilla hundida en el pecho, eligió aquel preciso instante para hablar por primera y última vez en su vida.
– Margarita. -dijo con una voz que a su madre le sonó la de un extraño.
Felisa García se quedó inmóvil, la hoja del cuchillo hundida transversalmente bajo la piel de la patata. Había comprendido de inmediato lo que Andrés quería decirle. Sin embargo no miró a su hijo ni sintió la necesidad de alegrarse de que hubiera hablado por fin. Sólo pensó que las cosas eran como eran, sucias y complicadas, y que le parecía prudente dejarlas como estaban para no hacer daño a nadie más. Saber la verdad podía ser, a veces, una molestia añadida a todas las que poco a poco se iban solucionando. Si aquella mala historia se había cerrado con la congruencia necesaria para olvidarla, bien estaba. Y si la conciencia de Andrés lo había obligado a hablar en nombre de una verdad que llegaba demasiado tarde para evitar la muerte de un hombre, no pasaba nada porque allí sólo estaba ella, que no quería escucharle. Ya encontraría la manera, más adelante, de demostrarle lo orgullosa que estaba de haber oído su voz, la voz de un extraño.
De nada iba a servirle a la cantinera acallar la verdad para evitar nuevos males. Mientras ella retomaba el gesto cotidiano de pelar la patata, Leonor se sentaba en la cama de Camila y le cogía una mano entre las suyas. La niña estaba menos pálida y tenía los ojos más grandes y brillantes que nunca. Miraba a su madre con una placidez turbadora.
– Yo tuve la culpa, mamá. Quise que Andrés me llevara a un lugar donde el agua fuera muy profunda…Y él siempre me obedece.
Leonor sabía que aquella reacción de su hija era normal después de una agresión como la que había sufrido, pero ignoraba lo que tenía que hacer para contrarrestarla.
– Tú no tienes la culpa de nada, faltaría más -se limitó a contestar.
Camila cerró los ojos lentamente y tardó un poco en volver a abrirlos. Pero su voz sonó clara y sosegada:
– Fueron unos pescadores que llegaron en una barca, los mismos a los que el Lluent echó del bar.
Leonor Dot recordó a los marrajeros que habían montado la bronca en la cantina, y la abstracción angustiosa que hasta aquel momento le atenazaba el estómago se vio de pronto sustituida por un ácido deseo de venganza. Quiso disimular ante Camila, pero al ponerse en pie trastabilleó desequilibrada por una agresividad interna que se veía incapaz de contener. Hasta aquel momento no había odiado al violador de su hija, pero al saber quiénes habían sido, al recordar las caras de aquellos tres hombres, pudo imaginar el horror que se había desatado en la cala desierta y supo que daría todo lo que tenía, lo poco que aún le quedaba, por verlos muertos.
Intentó serenarse. Debía informar de inmediato al capitán, conseguir que los buscaran por el archipiélago entero o por la costa peninsular si hiciera falta, que los juzgaran por su crimen. Ya estaba harta Leonor Dot de la impunidad con que gentes, siempre acerbas y extrañas, le iban destrozando la vida. Estaba tan alterada que fue hacia la puerta sin decirle nada a Camila. Salía al camino cuando oyó tras ella la voz de su hija.
– Mami, hoy es mi cumpleaños.
Leonor se detuvo, agarrotada por la sensación insoportable de estar perdiendo el control de su vida y la de su hija, el control de sus sentimientos, de sus deseos, de todo lo que dependía de ella. Ya no era capaz siquiera de demostrar su cariño. Sólo pensaba en defenderse a arañazos, en abrirse paso como un animal acorralado. Estaba dejando de ser humana.
Se volvió intentando esbozar una sonrisa.
– Ya lo sé, mi amor. No te he dicho nada porque quería darte una sorpresa. Tápate bien, que regreso en un instante.
Cerró la puerta con cuidado. Una vez fuera de la vista de Camila, se alzó las faldas y echó a correr hacia la cantina.
Se acercaba la hora de comer. En la barra estaban el Lluent, que iba a embarcarse aquella tarde, y Benito Buroy. Tomaban en silencio unas copas de vino. Aunque no hablaban, se hacían mutua compañía. Lo cierto era que los clientes de Felisa García se habían visto drásticainente reducidos a raíz de los últimos acontecimientos. Leonor Dot y su hija llevaban dos días recluidas en su casa, Hermann Schmidt dormía el sueño eterno en una habitación vacía de la Comandancia Militar, y en otra habían encerrado a Markus Vogel. Hasta el médico militar, que ocasionalmente aparecía por allí, seguía arrestado en el campamento en espera de que el capitán se acordara de él. Pero el capitán Constantino Martínez se había enclaustrado en su despacho, donde se entregaba con frenético encono a lamentarse de su mala suerte. Todavía resonaban en la plaza los gritos indignados que profirió una vez hubo asimilado que los aiemanes se habían liado a tiros en el muelle con una pistola aparecida en Cabrera como por ensalmo. «¡Se me va a caer el pelo, Buroy! ¡Por su culpa se me va a caer el pelo!»
Ya se disponían los dos clientes solitarios a compartir mesa cuando apareció Leonor Dot, muy sofocada. Pasó ante ellos sin verlos y abrió la puerta de la cocina, que volvió a cerrarse a su espalda con un golpe seco. Aun así podían oír su voz. Explicaba a Felisa García, entre jadeos, que era el cumpleaños de Camila y que necesitaba urgentemente un pastel. El Lluent había cogido la botella para rellenar las copas de vino, pero la voz de Leonor Dot siguió llegándoles a través de la puerta cerrada. Decía que habían sido los marrajeros quienes habían agredido a la niña.
La botella se le escurrió al pescador de entre los dedos y se hizo añicos contra el suelo. Clavó una mirada enloquecida en Benito Buroy, que continuaba con la copa en la mano y ni siquiera había pestañeado. En aquellos momentos pensaba Buroy que nadie, de entre toda aquella gente acostumbrada por tantos años de guerra y de miseria a eludir los golpes, había logrado proteger a la niña, ni ponerse después a salvo de la sospecha que había recaído sobre codos ellos. Nadie había sabido defenderse, y la vida, esa historia escrita por un loco, los había arrastrado una vez más a ninguna parte. A él también, por no saber matar a Markus Vogel. En cuanto pisara Mallorca sería enviado de nuevo a un penal o a arrastrar piedras en el faraónico Monumento a los Caídos que había empezado a construirse en las cercanías de Madrid. Eso si no lo fusilaban. Lo cierto era que no le importaba demasiado. Sólo sentía lástima por Camila, y por el pobre Otto, que caería sin duda en una depresiva y muy viciosa dilapidación de su salud. Pero qué importaba también aquello. Después de lo que había sucedido en Cabrera, ya sabía que todas las personas, cada una a su manera, llevan a cuestas un expediente depurador.
Mientras tanto, en la cocina, Felisa García se devanaba los sesos. No había considerado, dadas las circunstancias, que fuera necesario un pastel. ¿Quién iba a pensarlo, si su única preocupación había sido abortar los preparativos de la fiesta, silenciarla por respeto a la tragedia que estaba viviendo la niña? La cantinera se maldecía a sí misma. ¿Cómo no se había dado cuenta de que tendría que ser Camila, precisamente ella, la primera en resurgir de las cenizas y pedir el regreso a la normalidad? ¿O es que no sabía Felisa que Camila encerraba la fortaleza de un toro en aquel cuerpo frágil como el tallo de un tulipán? Qué estúpida había sido, qué estúpida. Pero aún estaba a tiempo de inventarse algún apaño.
Sacó de un cajón una hogaza de pan blanco, la abrió por la mitad y la untó con un taco de mantequilla que guardaba escondida para los desayunos de Andrés. Luego recuperó otro de sus tesoros, una barra de chocolate que había llegado en una de las cajas de su cuñado y que reservaba para las fechas navideñas. Fundió el chocolate en un cazo. Sin dejar de removerlo fue vertiéndolo sobre la hogaza. Mientras espolvoreaba azúcar, se volvió con cara de pocos amigos hacia Andrés y Leonor, que no se habían movido.
– Pero ¿qué pasa? ¿Nunca habéis visto improvisar un pastel? ¡Leonor, dame las velas, están en ese estante! ¡Y tú, busca las guirnaldas, creo que tu padre las ha tirado a la basura! ¡Vamos, espabila!
Andrés, desbocado por el entusiasmo, salió corriendo a remover en los cubos. Leonor Dot encontró el paquetito que envolvía las trece velas diminutas y se apresuró a entregárselo a la cantinera.
– Mientras acabáis voy a hablar con el capitán -le dijo-. Es importante que sepa…
Felisa García se revolvió como si la otra le hubiera dado un pisotón.
– ¡Ni se te ocurra! ¡Todo a su tiempo! Como dice el señor Buroy, la justicia es una venganza que se sirve fría. Ahora lo principal es celebrar el cumpleaños de Camila.
Leonor la miró con sorpresa y un poco de indignación.
– Si no los detienen podrían escapar -se quejó.
– ¿Ésos? ¡Pero si son unos desgraciados! ¡Y unos ignorantes, eso es lo que son! Te aseguro que no están muy lejos, ni siquiera saben que el mundo es enorme y hay miles de lugares donde esconderse. Andarán por alguna tasca de Palma o de Ciudadela. ¡Quizá ni se hayan movido de la colonia de Sant Jordi, fíjate en lo que te digo!… ¡Paco! ¿Dónde cono se ha metido ese hombre?
El cantinero, que en aquel momento se encontraba sentado en la taza del retrete, al oír las voces se pasó un papel de periódico por el trasero y salió del excusado intentando aplacar el ronroneo de sus tripas. Abrió la puerta de la cocina y asomó la cabeza, cuidándose mucho de poner un píe en los dominios de su mujer.
– ¡Paco, ya era hora! -exclamó Felisa al verlo-.Ve a por el pinchadiscos. Y tú, Andrés, llévale la comida al capitán. ¡Venga, volando, que nos vamos a celebrar el cumpleaños de Camila!
Cargó ella con la tarta y salió al bar. Al ver a los dos hombres que esperaban en la barra hizo un mohín de fastidio, pero no se detuvo.
– El local está cerrado -anunció al pasar junto a ellos.