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– ¿Eso cree? ¿Y qué hacemos con el rencor de ese marxista? ¿Voy a entrar en negocios con alguien que me odia y que sólo desea verme muerto? ¿Vamos a dejar que vuelvan todos a casa a seguir conspirando? Si hasta el cardenal Goma, que era un hombre de Dios y un santo, dijo que la única solución posible era conseguir su exterminio… Mire, mire allá.
El capitán Constantino Martínez señalaba en dirección al mar. A lo lejos, sobre las aguas mansas, se veían dos líneas grises que reverberaban como si fueran a evaporarse.
– ¿Los ve usted? Son barcos ingleses. Están ahí para impedirnos comerciar con Italia, y eso es todo por ahora. Pero antes o después acabaremos entrando en guerra. Bastante trabajo tendré entonces defendiendo la isla para controlar además si un comunista está pensando en apuñalarme por la espalda. El peor enemigo está en la retaguardia, amigo mío.
Aceleraron el paso, pues el militar quería dar parte de la presencia de la flota británica. Al llegar a la plaza y ver que ya estaba abierta la puerta de la cantina, Benito Buroy se encaminó hacia allí. Nada más entrar descubrió a Felisa García, que contemplaba el exterior a través de uno de los cristales cubiertos de grasa.
– ¿Quién era? -preguntó la mujer-. No he querido mirar.
– Alguien de aquí -contestó Buroy acodándose en la barra-. No me han dicho su nombre…Era carbonero.
Felisa García no apartaba la mirada del cristal, pero no parecía ver el exterior. Apoyó la mano sobre la superficie sucia del vidrio.
– Dentro de un rato mí hijo estará en su silla de ruedas en cualquier esquina de Madrid… Cuando era niño, a menudo me pedía permiso para acompañar a Pascual. Así se llamaba ese hombre, Pascual. A mi hijo le encantaba pasar las noches al raso viendo cómo salía el humo de la carbonera. Aprendió bien el oficio, los niños aprenden rápido… Es un trabajo que podría hacer ahora, si regresara.
Benito Buroy sintió la necesidad sorprendente de decir algo.
– Yo también estuve a punto de ser fusilado… -comenzó, pero se sintió ridículo y dejó la frase a medias.
– Ya veo que usted tuvo más suerte -le contestó la cantinera-. No hace falta que me cuente su vida.
Hacía más de un mes que ¡a viuda de Ricardo Forteza había llegado a la isla con su hija. Algunas noches, cuando Camila ya dormía, Leonor Dot bajaba a la cantina y se quedaba un rato de tertulia. Le gustaba conversar con Felisa junto a la mesa de la cocina, contemplando las estrellas por la ventana, con el rumor de fondo de las voces de los pocos clientes del bar y los golpes secos de las fichas de dominó. En aquella cocina se respiraba un ambiente de caverna cálida y acogedora. También lo eran las palabras de Felisa García que, a solas con su amiga, se entregaba a reflexiones filosóficas de aplastante sencillez. Tras un largo silencio introspectivo, soltaba «todo es tan sencillo y tan complicado, ¿verdad?», o bien «seríamos tan felices si no fuera por las desgracias», o quizá «me alegro de no haber estudiado como tú, Leonor, sería muy triste que supiera todo lo que tú sabes con la vida que llevo». A estas reflexiones Leonor Dot respondía invariablemente con una sonrisa, y entonces Felisa García recuperaba en parte su carácter atronador, daba una palmada en la mesa y exclamaba:
– ¡Qué mema soy, caray, si no sé ni pensar! ¡Las ideas se me agolpan unas detrás de otras y acabo diciendo tonterías!
Nunca habría sido capaz de sospechar que Leonor Dot pudiera admirarla, pero había algo en su mirada que llevaba a la cantinera a sentirse próxima a aquella señoritinga, a elucubrar que al fin y al cabo no eran tan distintas y que ella, Felisa García García, a pesar de haberse criado en aquel rincón miserable, podía llegar a hacerse una idea general de lo que era el mundo con sus grandezas y sus miserias. Junto a Leonor Dot, Felisa se veía arrastrada a poner palabras a sus sensaciones, lo que no era tarea fácil. Se había acostumbrado a vivir en un permanente y difuso malestar que, al intentar definirlo en sus largas y lentas tertulias en la cocina, adquiría mil matices insospechados y una riqueza que la dejaba perpleja y hasta a veces un poco mareada. En esas ocasiones intentaba salir de sí misma y hablaba de lo primero que se le ocurría:
– Uno de los soldados, un chico de Logroño que estudia para maestro, me ha dicho que la pimienta la trajeron los árabes del lejano oriente. ¡Qué barbaridad! Si supiera leer, leería libros sobre la pimienta.
– Los libros hablan de todo, Felisa -contestaba Leonor Dot-. Si quieres, te enseño a leer.
Pero la cantinera meneaba la cabeza y decía que no tenía tiempo ni ganas, que cada uno era como era y, de la misma forma que se habría referido a un rasgo físico o a un atributo del carácter imposible de evitar, que ella había nacido analfabeta y que así moriría el día que Dios lo dispusiera.
Una de aquellas noches, tras pasar un rato de plática con Felisa, Leonor Dot salió de la cantina y ascendió lentamente hasta su casa. Había luna llena, tan grande y luminosa que la noche parecía más bien un día mortecino. La tierra reverberaba como si las piedras estuvieran veteadas de metales preciosos, y las sabinas que jalonaban el camino habían cambiado su color verde por un gris blanquecino que las hacía parecer fósiles vegetales- Algunos pájaros cruzaban el cielo alertados por la claridad. Leonor Dot se detuvo a contemplar el mar metálico y brillante, pero al cabo de unos instantes se sintió acariciada por el frío y por aquella sensación de soledad, de desamparo definitivo, que la atacaba en cuanto bajaba un poco la guardia. Se encaminó en silencio hacia la casa pensando que aquella noche le iba a resultar difícil conciliar el sueño. La llave que encontrara Camila estaba puesta en el cerrojo, pero ya nunca la usaban. Empujó la puerta con suavidad.
En un primer instante la sorprendió que la luz de la luna inundara la habitación, pues ella misma había echado las cortinas antes de bajar a la plaza. Casi de inmediato ahogó un gemido y se llevó una mano al pecho. Camila dormía boca abajo, descubierta y con el camisón alzado hasta la cintura. Tenía los pies cruzados, las pantorrillas relajadas y en los muslos las primeras curvas que delataban que pronto sería una mujer. Su culo, como una fruta palidecida, aparecía blanquísimo bajo aquella fosforescencia plateada. Camila dormía protegida por la luna mientras Andrés, de pie junto a la cama, absolutamente inmóvil y boquiabierto, la contemplaba con el gesto de arrobo estupefacto con que se asiste a un milagro.
Leonor Dot avanzó unos pasos antes de reaccionar. Luego, viéndose sacudida por la ira al comprender lo que estaba sucediendo, se lanzó sobre el muchacho y comenzó a golpearlo con las palmas de las manos.
– ¡Hijo de puta! ¡Eres un hijo de puta!
Andrés ní se movió ni intentó defenderse. Se limitó a cubrirse la cabeza con los brazos. Camila extendió una mano ciega en busca de la sábana. Su madre, sin dejar de golpearlo, empujó con fuerza a Andrés hacía la puerta.
– ¡Vete de aquí! ¡No quiero volver a verte! ¡Vete!
El muchacho obedeció la orden con la actitud demente de una res asustada. Dejó la casa a la carrera, cruzó el camino y se perdió en el monte. Leonor Dot salió detrás de él. Con los puños cerrados y la respiración agitada, soltó una última amenaza que sonó a vidrios rotos en aquella noche tan diurna:
– ¡Te mataré si vuelvo a verte!
Regresó a la casa y cerró la puerta con llave. Camila, desentendida por completo de lo que estaba sucediendo, se había tapado y dormía de nuevo. Su madre cubrió la ventana con la manta. Luego se tumbó vestida en su cama. Contra lo que había temido, gracias quizá a haber descargado la soledad y los nervios sobre ¡a espalda del pobre retrasado, no tardó en conciliar el sueño.
A la mañana siguiente se le había pasado la indignación, pero sus gritos nocturnos habían alertado a Felisa García. La cantinera, que había dejado transcurrir la noche en vela esperando en vano oír a su hijo meterse en la cama, esperó a que bajaran a por su desayuno. Se sentó a la mesa con ellas y preguntó qué había sucedido. Leonor Dot se resistía a contárselo, pero Felisa, que barruntaba algo y era incapaz de vivir de espaldas a las malas noticias, le exigió que lo hiciera. Leonor se lo explicó entre sonrisas, disfrazándolo de anécdota sin importancia. Camila bebía en silencio un vaso de leche. Felisa García contemplaba con tristeza a la niña secándose, en un gesto mecánico, las manos en el delantal.
– Perdonadme, perdonadnos a los dos -dijo-. Andrés es incapaz de hacer daño a nadie, pero no sabe controlarse. Dios mío, todo es por mi culpa. Yo fui la que parió a ese muchacho… No ha venido en toda la noche y no sé dónde se esconde.
– No te preocupes, Felisa -intervino la niña en un tono extrañamente dispuesto y feliz-. Yo sé dónde está. Ahora lo traigo.
Cogió un chusco de pan y, mordiéndolo con fruición, salió apresurada de la cantina. Al quedarse solas, las dos mujeres se miraron a los ojos.
– No ha tenido ninguna importancia…-comenzó Leonor Dot.
– Pero es una señal -dijo la otra en un susurro, mirando a un lado y a otro temerosa de ser oída-. Camila contagia alegría y a los hombres les gusta romper las cosas bonitas. Aquí no son todos como Andrés, que no sabe ni sorberse los mocos. Hemos de ir con cuidado, Leonor. Entre las dos la tendremos vigilada.
A aquellas alturas la niña pasaba corriendo por delante de los barracones militares. Poco después dejaba a un lado la casona en ruinas y comenzaba a ascender la loma que la separaba del valle de las voces. Encontró a Andrés sentado en una roca. A la sombra del pinar, todavía no se había evaporado la humedad de la noche. Andrés estaba muy pálido y los brazos le temblaban. Al verla agachó la cabeza hundiendo la mirada en el regazo. Camila se sentó con confianza a su lado. El se apartó un poco. La niña se entretuvo observando un pájaro que trinaba y saltaba de rama en rama frente a ella.
– Eso no se hace, Andrés -dijo por fin.
Y, tras pensárselo un poco, alzando las piernas para mirarse los zapatos, añadió:
– Quizá algún día te dejaré que me veas… pero te prohíbo que vuelvas a espiarme.
Hoy hemos tenido una gran sorpresa. Acabábamos de llegar a casa después de la comida y ya se había sentado mi madre en el porche dispuesta a dormitar un rato, cuando han golpeado la puerta con suavidad. No era Felisa, pues ella da unas palmotadas que deben de oírse desde Mallorca. Un poco intrigada he ido a abrir, y me he encontrado a Markus con su barba blanca y una indecisión que me ha hecho pensar, tontamente, que se había equivocado de casa. Él ha vuelto a mirarme de esa forma extraña, como si mi cara fuese un mapa, y me ha dicho: «Necesito a alguien para jugar al ajedrez».
Le he pedido que no se quedara en la puerta. Entonces Markus me ha seguido con cuidado, como si llevara los zapatos llenos de barro y le preocupara mancharlo todo. Mi madre se ha puesto un poco nerviosa al verlo plantado a la entrada del porche, con esa forma de estar que tiene él tan complicada. En nuestro piso de Madrid, y también en el de Barcelona, sí sabía mi madre cómo recibirá la gente, y los que llegaban se sentían en seguida cómodos y en confianza. Pero ahora lleva mucho tiempo sola. Al ver a nuestro visitante se ha puesto en pie. Tras dudar un poco, se han dado la mano. «No tengo nada que ofrecerle, aquí no hay nada, nada», se ha disculpado mi madre gesticulando. Y a continuación ha soltado una risita ridícula, sin motivo, y me ha pedido que sacara la otra silla.
Markus ha estado un rato sentado en el porche contemplando la bahía. Luego, nos ha propuesto dar un paseo por la playa. En Cabrera no hay ajedrez pero eso no es un problema para él. Según me ha explicado mientras bajábamos por la ladera cubierta de aladiernos, lo importante son los signos, que están en nuestra cabeza. Lo demás lo encuentras tirado por el suelo. Así que hemos buscado un ajedrez caído en la arena. Los peones eran pequeños cantos redondos, blancos y negros. En cuanto a las piezas mayores, cada uno ha tenido que espabilarse con las suyas. Yo he elegido para las torres dos piedras más grandes que se aguantaban de pie, cáscaras de erizo para los alfiles y unas caracolas para los caballos. La reina era una concha recubierta de nácar, y el rey una chapa de gaseosa que, aunque bastante oxidada, puesta boca arriba recordaba la forma de una corona. Markus no se ha molestado tanto en buscar sus piezas porque paseaba junto a mi madre. Hablaban de las selvas de Baviera, de árboles tan altos como catedrales, y hablaban de París y de Venecia. y de libros y de los diferentes tipos de rosas. Trataban cada tema muy brevemente, picoteando de una tarta tan rica que no les dejaba tiempo para más. A veces estaban en silencio durante un rato, buscando las palabras. Y cuando uno de ellos opinaba acerca de cualquier cosa, el otro le daba siempre la razón. Desde el destierro y después de tantos años infelices, no eran capaces de estropearse el uno al otro los recuerdos.
A mamá le ha ido muy bien ese paseo por la playa. A nuestro regreso le ha enseñado a Markus su huerto. Lo han recorrido con tanto detenimiento, con tanta atención y respeto como si estuvieran visitando un museo. Más tarde, después de que Markus dejara por dos veces que yo le ganara al ajedrez sobre un tablero dibujado a lápiz en la mesa, mamá ha querido abrir una de las botellas de champagne de Felisa. «Es un sacrilegio beberlo caliente -ha dicho mamá-, pero seguro que a Felisa le hará ilusión que hayamos brindado con su Veuve Clicquot. A usted le tiene mucho cariño.» Han estado un buen rato sentados en el porche mientras yo me peleaba con un problema que me ha puesto Markus, un mate en tres jugadas que casi me vuelve loca pero que he logrado resolver. Al anochecer hemos bajado los tres a la cantina. Markus se ha encerrado en su mundo de signos y casi no ha abierto la boca. Pero ha cenado con nosotras, sentado a nuestra mesa junto a la ventana, y no daba la impresión de haberse equivocado de sitio ni de estar allí por obligación, como el día de la paella. Cuando hemos acabado, mamá ha dicho que era hora de que regresáramos a casa. Yo aún debía estudiar un poco antes de acostarme. Ya era de noche, y a oscuras no se puede andar por el campo. Así que Felisa, amenazándolo con no darle más tabaco, ha obligado a Markus a quedarse con Andrés en el jergón donde dormía su hermano hasta que se fue a la guerra. Él la ha obedecido, como hace siempre. Nunca he visto a nadie que obedezca con tanta facilidad. Pero seguro que mañana, cuando, algo más pronto de lo normal, bajemos a desayunar, ya habrá desaparecido.
Hacía un rato que habían cenado y Camila estaba a la mesa, bajo la luz del lirio de la tulipa, resolviendo unos problemas de matemáticas que le había puesto su madre. Leonor Dot había salido a tomar el fresco, pues era una noche calurosa. Pero entró de nuevo, con los brazos cruzados sobre el pecho y las manos agarradas a los hombros. Leonor Dot hacía aquel gesto cuando se sentía preocupada. Dijo que algo sucedía en el muelle, que se oían voces de alarma.
No pensaron que pudieran estar en peligro, sólo que debían ofrecer su ayuda. Dejaron todo y, sin siquiera cerrar la puerta de la casa, bajaron a la carrera hasta el pueblo. En la plaza había un gran desbarajuste. Felisa había salido a la puerta de la cantina con un garfio enorme en la mano. Insultaba a gritos a Paco, que caminaba pasmado de un lado a otro, los brazos abiertos y la cabeza gacha, como si anduviera buscando algo por el suelo. Camila y su madre fueron hasta la higuera. Las hojas dejaban escapar un suave rumor en la oscuridad. Benito Buroy y los soldados de guardia abandonaban la Comandancia y corrían con lámparas de aceite hacía el muelle, donde estaba amarrada la barca del Lluent. Los siguieron sin entender lo que sucedía. Pero, al llegar, vieron que el capitán sacaba la pistola de la cartuchera, saltaba a bordo y comenzaba a disparar a ciegas contra el agua oscura. Leonor Dot soltó un grito cuando sonaron las detonaciones y se detuvo tapándose la cara con las manos. Camila siguió adelante. El Lluent, completamente empapado y trémulo, hundía un bichero en el agua y tiraba de él con desesperación. Benito Buroy entregó una lámpara a Camila, le pidió que la sostuviera en alto y saltó él también a la barca. El capitán, que había agotado el cargador, chamulló unas cuantas amenazas, lo cambió por otro y continuó disparando al agua. Parecía haberse vuelto loco, pero los demás no le hacían caso. Benito Buroy lo apartó con el hombro para ayudar al Lluent a tirar del bichero. Unos y otros gritaban como si anduvieran enzarzados en una escaramuza con un enemigo invisible. A Camila le palpitaba e¡ corazón con tanta fuerza que tenia la sensación de haberse tragado un sapo.
Entonces alzó más la lámpara y lo vio. La luz indecisa iluminó el costado de la embarcación y también las aguas, negras como la tinta. Había un monstruo adherido al casco. Tenía la piel plateada y era más largo que la barca del Lluent. Estaba boca arriba, con sus grandes fauces abiertas. Sangraba por todas partes. Por el vientre abierto le asomaban los intestinos, que se movían en el agua como una extraña planta de carne.
– ¡Dios mío! -dijo Felisa García, que había llegado resoplando hasta donde estaba Camila-. ¡Es el atún más grande que he visto en mí vida! ¡Debe de pesar más de trescientos kilos!
Llevaba todavía el garfio en la mano. Se lo entregó a un soldado y lo empujó con tanta fuerza que a punto estuvo de tirarlo al agua.
– ¡Muévete, gilipollas! ¿Qué quieres, que se lo coman las
Entre todos amarraron al monstruo. Cuando lo alzaron la barca se ladeó de tal manera que el agua entró en tromba en la bañera. Pero consiguieron poner el atún a salvo de unos depredadores a los que nadie pudo ver, y que muy probablemente ni siquiera habían entrado en el puerto. Benito Buroy soltó una maldición y se miró una mano intentando comprobar, entre tanta sangre, si é. también san Erraba. Se había cortado con algo. El capitán, visiblemente orgulloso de su hazaña, se guardó la pistola en el cinto. Y el Lluent, extenuado, desembarcó con grandes esfuerzos, caminó unos pasos por el muelle y cayó de bruces. Leonor Dot fue corriendo a ayudarle mientras Felisa García, incapaz de contener sus emociones, gritaba a todos que eran una pandilla de inútiles.
Un rato después el atún se encontraba por fin sobre el muelle, la plaza había recuperado la tranquilidad, Benito Buroy alzaba el brazo con la mano envuelta en un trapo, y la cantinera, ya calmada, palmeaba la espalda del Lluent, que se había quedado sentado en el suelo.
– Llevo todo el día con él -dijo el pescador con voz apagada-. Me ha costado seis horas vencerlo. Ni sé cómo lo he hecho, carajo.