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El oficial de forasteros se puso el sombrero de copa, adornado con las dos hebillas de plata, y requirió el paraguas, pero al llegar ante la puerta de su despacho vaciló, y finalmente volvió el paraguas al paragüero y colgó el sombrero en la percha, una amplia cuerna de ciervo sobre el cofre de los legajos. Se sentó ante su mesa, en el sillón giratorio, y de un bolsillo del chaleco sacó el reloj. Abrió la tapa posterior, y extrajo un papelillo doblado, que posó encima del vade verde.
– ¡Hace diez años que no recibo un parte sobre este asunto! -comentó mientras guardaba el reloj. Y se sorprendió a sí mismo de haber hablado en voz alta.
Pero el asunto era el asunto. Se repantigó en el sillón, cruzó las manos tras la cabeza, y con la mirada fija en el papelillo doblado recordó todas sus intervenciones en aquel caso.
El oficial de forasteros tenía un tío en las postas reales, llamado señor Eustaquio, al cual correspondía el revisado de mojones de legua, que estaba ordenado que siempre tuviesen la numeración clara: «A Tebas, doce leguas». Y por amor de su oficio, y porque tenía fina letra de lápida a la manera antigua, él mismo pintaba los mojones, y añadía debajo del numeral una seña, poniendo aquí una liebre y allá una paloma, un lobo o un san Jorge, y así las leguas eran llamadas por los viajeros por estas señas, la legua de la liebre, la legua de la paloma, etc. Lo supo el rey Egisto y le gustó la cosa, y quiso conocer al tal señor Eustaquio, el cual era un hombre pequeñito y obsequioso, el pelo muy blanco, miope declarado, algo picado de viruelas y chato, siempre calzado con bota enteriza y excusándose por estar afónico, lo que le obligaba a chupar hojas de menta. Eustaquio hizo delante de Egisto una muestra de letras y señas en una pizarra, y el rey mandó que desde aquel punto y hora solamente el señor Eustaquio pondría el título en los papeles reales. Con lo cual Eustaquio pasó a ser el hombre de los secretos regios, y tuvo derecho a dormitorio con retrete en el palacio. Eusebio, el oficial de forasteros, recordaba las visitas del tío Eustaquio a su casa, que salían todos a la puerta a recibirlo, y su madre, la hermana de Eustaquio, quemaba papeles de olor y hervía vino con miel.
Eusebio tomó la costumbre de acompañar al señor Eustaquio, después de la visita, hasta la puerta de palacio, y el tío posaba la mano derecha sobre el hombro del sobrino durante todo el tiempo que duraba la caminata, y le agradecía con medio real la compañía. Un día el padre de Eusebio le dijo a éste que había llegado la hora de pedirle un empleo al tío Eustaquio.
– La prisa es, hijo mío, porque vas creciendo y tienes ya la talla del tío Eustaquio, y aunque todavía le gusta subir hasta palacio con la mano derecha apoyada en tu hombro, ya con tus medras no va cómodo. Como sigas creciendo así y no pueda llegar fácil a tu hombro con su mano, aborrecerá este paseo que ahora le parece de gracioso respeto, y te aborrecerá a ti también. ¡Estos pequeños cuidan muy mucho la presentación!
Se le pidió al señor Eustaquio el empleo para el sobrino Eusebio, y el hombre de palacio estudió en qué podría servirle el sobrino, y cayó en la cuenta de que en los lazos de cintas para atar los legajos, lo que sería novedad para el rey, llevarle cada mañana un legajo con lazo de pompón, otro con lazo de flor, y los de pena de muerte con el nudo catalino de la horca, que es de cuatro cabos, según la moda inglesa. Y así entró Eusebio en los consejos y archivos, después de pasar un mes en la casa de una modista de niñas difuntas aprendiendo lazadas, iniciando de este modo la carrera administrativa que había de llevarle a aquel sillón giratorio de Oficial del Registro Obligado de Forasteros.
De los lazos, que se los pasó en ocasión oportuna a su hermano Sirio, ascendió a lector de partes en la cámara regia, y por lo bien que pronunciaba los nombres extranjeros lo puso Egisto el primero en la sucesión para la Oficina de Forasteros. Y fue estando de lector cuando, por vez primera, tuvo noticia del asunto. Del asunto Orestes. Había leído el parte detallado de la navegación y arribo de una nave con pasas de Corinto y lana continental, y anunció el siguiente, según costumbre:
– Pliego lacrado, en los sellos una serpiente que se anilla en un ciervo. Salto los sellos, despliego y leo.
– ¡Todavía no! -exclamó el rey levantándose del diván en el que, recostado, atendía a la lectura-. ¡Espera!
El rey era de mediana estatura, y pasaba el tiempo alisando el espeso bigote rubio con los dedos pulgar y anular de la mano derecha. Era muy inquieto de mirada, tanto que los que estaban largo rato con él llegaban a creer que sus ojos, de un celeste frío, salían de su rostro y se movían por la cámara regia escrutadores. Tenía la boca grande, las orejas en abanico, el cuello ancho y las manos gruesas y cortas. El conjunto era de la solidez del roble.
– ¡Espera!
En la frente del rey habían aparecido unas gotas de sudor. Egisto recobró la espada de ancha hoja que había dejado en un cojín, se acercó a la puerta, apoyó la espalda en ella, y con voz ronca que quería aparentar tranquila, ordenó:
– ¡Lee!
Y Eusebio leyó:
– «El hombre que hace un año compró una espuela en la feria de Nápoles, se parecía a Orestes.»
El rey levantó la espada, la hizo girar en el aire, y volvió a sentarse en el diván. Tenía la espada en las rodillas y repasaba el doble filo con el meñique.
– Tienes que aprender todo lo que se sepa acerca de espuelas, y especialmente de las espuelas de Nápoles. Yo tuve una, de las que llaman de cresta de gallo.
Eusebio aprendió todo lo que se sabía de espuelas, leyó tratados, recibió estampas con toda la variedad de ruedas. Lo sabía todo de espuelas. Cuando un forastero entraba a registrarse, Eusebio miraba si gastaba espuela.
– ¡Andaluza! -afirmaba, sonriendo.
Y no fallaba. Y ahora, al cabo de tantos años, cuando ya todos habían olvidado el nombre nefasto, este aviso. Sería un falso Orestes, como los otros. Hubo varios. Aquel que le murió el caballo a la puerta del mesón de la Luna. Era muy mozo. En el tormento dijo llamarse Andrés y estar huido de su madrastra, que lo requería de amores en los plenilunios. En una vuelta en el tormento, de las que llaman de pespunte, que es la segunda de la cuestión del torcedor, se le llenaron los ojos de sangre, dio un grito y expiró. Una semana después apareció la madrastra preguntando por él. Era rubia, muy hermosa, con un gran escote. La encontraron unas lecheras que venían de alba a la ciudad, ahorcada en el olivar del Obispo. Salió un romance con el caso. Dos años después, aquel otro, el de la mancha en el hombro izquierdo en forma de león. Lo denunció una de las pupilas de la Malena, una tal Teodora, muy bonita morena, que después se salió sostenida y paró en las Arrepentidas y más tarde puso una frutería. Éste aguantó en el potro y en el chorro. Decía que era celta, y que andaba por voto vagabundo. Nunca había oído hablar de Orestes. Pero, ¿cómo dejarlo libre? ¿No sabía ahora quién era Orestes? Sí, lo sabía todo de Orestes, y a lo mejor, suelto y por vengarse, se hacía Orestes, el pensamiento y la espada de Orestes, la sed de Orestes, consideró Egisto. Por seis monedas un soldado le puso la zancadilla y lo hizo caer por las escaleras de la torre.
– ¡Qué casualidad! -dijo el capellán, que le había tomado afición.
Se abrió la cabeza contra una cureña, y quedó parte de su sesada mismo encima del escudo real que decoraba el cañón. Hubo otro, vendedor de alfombras, que quedó por loco en perpetua con grillos, y otro que quiso escapar y acabaron con él los alanos del rey cuando ya estaba en el postigo del patio. Y al cabo de los años, este aviso. «Serpiente anillando un ciervo en la ciudad.» ¿Todavía Orestes? Pero, ¿lo habría habido alguna vez aquel Orestes?
Eusebio abrió el cajón de su mesa, para lo cual necesitó tres llaves diferentes, y sacó de él una libreta con tapas de hule amarillo. Allí estaba, resumido, el asunto Orestes. Sí. Un hombre en la flor de la edad llegaba, por escondidos caminos, a la ciudad. Traía la muerte en la imaginación, que es esta cosechar antes de sembrar, y tantas veces en el soñar había visto los cadáveres en el suelo, en el charco de su propia sangre, que ya nada podría detenerlo. En el pensamiento de Orestes, la espada tendría la naturaleza del rayo. La inmunda pareja real yacía ante él. Durante años y años, Orestes avanzó paso a paso, al abrigo de las paredes de los huertos, o a través de los bosques. El oído del rey era el amo del rey. Egisto escuchaba el viento en el olivar, los ratones en el desván, los pasos de hierro de los centinelas, la lechuza en el campanario, las voces y las risas en la plaza, a medianoche. ¿Orestes? A su lado, arrodillada en el frío mármol, su mujer se echaba el largo y negro cabello sobre el rostro. Y sollozaba.
Eusebio se rascaba el mentón, hojeaba la libreta.
– Supongamos que llega Orestes. Lo prendemos y a la horca. Supongamos que no lo podemos prender y que entra, sigiloso, en palacio. ¿A quién va a matar? ¿A aquellos dos viejos locos, escondidos en su cámara secreta, vestidos de harapos, que nadie conoce ya, cuyos nombres olvidaron las gentes, huesos cubiertos de marchita piel, corazones que laten porque el miedo no les deja detenerse? Los niños de la ciudad creían que Orestes era un lobo.
La verdad es que ya nadie nombra a Orestes salvo el mendigo Tadeo, el del mirlo. ¿No sería hora de acabar con aquel asunto? Ni se sabía si Orestes era rubio o moreno. Alguien inventó que un tal Orestes venía a vengar a su padre, asesinado por Egisto, que se había metido en la cama de su madre, y entonces comenzó la vigilancia, se alquilaron espías, se mandaron escuchas, se pusieron trampas en las encrucijadas, se consultaron oráculos. ¿Cuántos años no duraba aquello? ¿Quién seguía dirigiendo aquella búsqueda secreta? Lo más probable es que Orestes, de tanto andar en barco, hubiera naufragado, o se hubiese casado en una isla y ahora fuese dueño de una parada, pues salía en los textos como domador de caballos. Y si sabía disfrazarse tan bien como suponía Egisto, sería comediante en Venecia o en París. Pero Eusebio había jurado su cargo. Tenía que registrar a todos los forasteros que llegaban a la ciudad y descubrir si alguno de ellos era el secreto Orestes. Recordaba Eusebio que hacía años que había hablado del asunto Orestes con un capitán de la caballería, un tal Dimas, muerto de una pedrada en la revuelta del año sin trigo.
– Eusebio -le dijo el capitán-, me temo que mientras vivas siempre tendrás entre manos el asunto Orestes. Y ellos, los reyes, no podrán morir si no viene Orestes. El pueblo estará ese día como en el teatro. Quizá solamente falte el miedo. Habría que hacer algo de propaganda secreta, para que viniese a batir las puertas, como un viento loco. ¡Yo apuesto por Orestes!
Y tras asegurarse de que estaban solos en el campo, levantando la voz y llevando la diestra mano a la visera del casco emplumado, añadió solemne:
– ¡Siempre hay que estar en el partido de los héroes mozos que surgen de las tinieblas con el relámpago de la venganza en la mirada!
– ¡Coño, eso parece de la tragedia! -había comentado Eusebio. Pero él cobraba por descubrir a Orestes, y debía registrar al forastero que le señalaban en el aviso.
Yo nací -dijo el mendigo Tadeo- de un padre loco, al que le daba por salir a la calle a enseñar gimnasia helénica a los perros, y se hacía entender de ellos por voces extrañas y ladridos imitados, tal que los perros le seguían y los más terminaban dando las vueltas que él mandaba, y poniéndose en dos patas. Finalmente dijo que iba a lograr un perro volador, y eligió el foxterrier de la viuda de un solador de zuecos, a la cual prometía -estando los tres, padre, perro y viuda envueltos en una misma manta, que la viuda era muy friolera en sus septiembres- sacos de dinero si el perro volaba desde las más altas torres a su regazo, haciendo ochos en el aire. El foxterrier, que se llamaba Pepe, no pasó de la primera prueba, que era volar desde el campanario menor de la basílica a la plaza. Saltó y cayó como bola de plomo, destripándose. La viuda lloraba, pero los entendidos alabaron la voz de mando de mi padre, que obligó al foxterrier al salto. Mi padre era de la ciudad, pero mi madre vino de afuera, en un velero del lino. Te digo que era muy hermosa, con su pelo rubio y sus ojos azules, siempre sentada en el patio, los pies descalzos al sol, posados en flor de genciana. Nunca se supo el porqué de haberse quedado en tierra cuando zarpó el velero, pero la tomaba las más de las noches una pesadilla que la despertaba, y entonces corría hacia la ventana, gritando que se tiraba al mar y que no quería volver. Mi padre la acariciaba, le ponía paños calientes en la nuca, y le hacía beber una copa de anisete. Se llamaba Laura, y aseguraba no recordar nada de su familia, salvo de una tía que calcetaba medias dobles de invierno para el rey de su ciudad, uno de los que fueron a Troya, y allí lo favoreció la lepra, tal que tuvo que salirse de la batalla y perderse por los bosques tocando la campanilla. En su isla lo tienen por santo y andan buscando sus restos por todas las selvas, que corrió la novedad de que volaban hacia él cuando dormía las palomas torcaces y le lamían el rostro, de modo que cuando murió, su cuerpo era una podredumbre, pero la cara la tenía de mozo, y la barba dorada. Lo que es doble milagro, si te fijas bien, ya que sabes que los palumbus no pueden echar la lengua fuera de la caja del pico.
Tadeo era solamente ojos, labios carnosos, y aquella enorme lengua roja que sacaba a pasear por los labios. El resto de su cabeza y rostro era una maraña de pelo canoso, que le cubría las orejas y las mejillas hasta la nariz. Mientras hablaba, sus pequeños ojos, claros y vivaces, lo vigilaban todo, el fuego que ardía en el hogar, las gentes que entraban y salían, la moneda de cobre que al suelo caía al dar una vuelta el tabernero, de qué barrica echaba, o si el gato se acercaba al plato de mollejas salteadas. Tenía la voz muy varia de tonos, y musical, lo que le vendría de las tertulias suyas con los mirlos a los que enseñaba marchas y tonadas.
– Con mi madre tan delicada y los pies al sol, y mi padre paseando en busca de perros para su catequesis, yo crecí libre, vagando por la plaza y las huertas, ladrón de uvas y de higos, velando nidos, viendo hacer la instrucción a los quintos, y al anochecer ayudando, por la merienda, a encender el horno en la tahona. Algún día que otro mi madre tenía humor para enseñarme las letras, y yo aprendía por libre algo de música con el bombo de la charanga real, que vivía cerca de nuestra casa, y el cual era como eco, que de todas las piezas y óperas no sabía más que las frases a las que tenía que estar atento, porque daban entrada a sus golpes. Ya tenía yo trece años, o catorce, cuando un día encontraron a mi padre muerto en un prado, con doce perros alrededor, que debían estar aguardando su voz de mando. Mi madre lo lloró muy bien, puso un paño de luto debajo de los pies, encima de la flor de genciana, y acordó pedir una pensión al rey por ser viuda de hombre célebre. Un escribano venía a casa a redactar la instancia, que no daba perfilada porque quería acompañarla de un tratado sobre la disposición de los caninos para el baile, y a mí me sopló la criada vieja de la tahona que a lo mejor le estaban naciendo cuernos al difunto. Me puse a espiar, y logré ver a mi madre en camisón, abrazando al escribano. Interrumpí el trance, y mi madre, llorando, me dijo que me equivocaba, que estando de siesta le había entrado la pesadilla, confundiendo al escribano, que entraba en aquel momento, con el mar, y de ahí que se arrojara en sus brazos. El escribano temblaba desde el tupé hasta el tintero, y yo decidí ir a ver cómo era el mar, abandonando con lágrimas en los ojos la ciudad natal, lo que no tenían necesidad de hacer los murciélagos de los soportales de la plaza, que nunca pasaban fuera del arco del Palomar.
Se echó vino y bebió, y se sonó ruidoso con un grande pañuelo a rayas de colores, que más parecía falda de escocés. El hombre del jubón azul lo escuchaba atento, jugando con la sortija de la piedra violeta, y de vez en cuando dejando su mirar encantarse por el vivo fuego de sarmientos que ardía bajo la ancha y ennegrecida campana del hogar. Un narrador de oficio escucharía al fuego contarse historias a sí mismo.
– Once días durmiendo de fortuna, tomando atajos, el estómago vacío, acabada la bolla que me dieron de despedida en la tahona, y reventadas las zapatillas, tardé en llegar al mar. Las olas rompían en las rocas, y al acercarme al faro por un estrecho sendero entre ellas, el agua salada me mojó el rostro. El mar, como ya me suponía, no se parecía en nada al escribano de la instancia. Me quedé sentado en una peña, durante una larga hora, contemplando el juego de las olas en la caleta, y viendo un dos palos que viajaba hacia donde se pone el sol, y me puse a imaginar que en el velero regresaba mi madre a su país lejano, con los sus ojos azules de melancólico mirar, y los pequeños pies descalzos puestos al sol. ¡Ojalá tenga allí flor de genciana para posarlos!, me decía a mí mismo. La verdad es que, poco después de mi huida, mi madre desapareció, dejando abandonada la casa, que es ahora una ruina, y solamente queda cubierta la cocina, que es donde yo me cobijo.
Tadeo necesitó beber dos vasos seguidos para limpiarse de aquellas tristezas y prosiguió:
– Me dijeron los torreros del faro que a mano izquierda quedaba una aldea, donde contrataban forasteros para el corte de leña. Me alistó un hombre rico llamado Petronio, el cual me tomó algún afecto visto cómo cundía en el trabajo, y la amistad que hice con sus perros y con su perdigón manso, que supe curarle un lobanillo. Me hizo dormir en buena cama, y su hija, una jorobadita llamada Micaela, me dejaba a la puerta, por las noches, una jarrilla con leche… Yo, señoría, no quería contarte mi vida, sino llegar a este punto. La jorobadita andaba triste, y más de una vez la encontré llorosa, sentada debajo de la higuera del patio. Yo sospechaba que la traía desconsolada su jorobía, que era de espinazo curvo y subido, tal que la punta de la corcova le llegaba hasta el cuello. Por delante estaba conforme, y los pechos muy redondos y puestos, y como tenía las piernas finas y largas, como suelen los más de los jorobetas, de frente no desagradaba. De cara era redonda y los ojos almendrados. Yo le hacía finezas de flores que cogía regresando del bosque, le regalé una alondra, le mostré cómo se silba variado con cañas de centeno verde de desigual tamaño, y le enseñé a saltar a la comba, juego de niñas que en aquel país no conocían. Las horas libres, pues, se me iban en consolar a la jorobada Micaela, pero no lograba alegrarla, y aun podía decir que cada día andaba más triste, enflaquecía y se disponía a marchitar. Una tarde de domingo, estando solos en el jardín echando barcos de papel en los canalillos, de pronto Micaela se echó a mí y me abrazó. Yo me puse a pensar si le habrían entrado amores, y si dado el caso de ofrecérseme, visto que por delante no parecía mal, si debía aprovecharme, pese a ser mi huésped y amo su padre, el señor Petronio. Lloraba Micaela abrazada a mí, y yo no sabía qué hacer.
– ¡No lo puedo olvidar! -decía Micaela entre sollozo y sollozo.
Y a mis preguntas repetidas contó que hacía un año la había llevado su padre a una gran ciudad vecina, que era de los focenses y puerto libre de grecogalos, donde había mercado de toneles, y el señor Petronio dejó sentada a la hija en un serón de higos pasos, en el muelle, mientras él pagaba a un armador el transporte de los toneles comprados en la feria. Era algo más de mediodía. El muelle estaba desierto, que las gentes estaban en sus casas almorzando, y las más en el real de la feria. Por una calle que salía al muelle entre los almacenes de grano avanzaba un hombre. Alto, la cabeza descubierta, se envolvía en una amplia capa roja. En la mano derecha llevaba una bengala de plata. Al llegar a la altura de Micaela se detuvo y la miró, la paseó toda ella con la mirada de sus ojos negros. Se acercó un poco más. Micaela tuvo miedo, y cruzó los brazos sobre el pecho. El hombre sonrió. Era muy joven. Micaela creía tener ante ella una alta torre o un árbol gigantesco. El hombre era muy hermoso, y estaba perfumado con agua de madreselva. El intenso aroma llegaba hasta el vientre de Micaela. El desconocido dejó caer la capa que lo embozaba, y tendió hacia la muchacha el brazo que sostenía la bengala de plata. La punta de la bengala tocó su hombro izquierdo. El hombre sonrió levemente. Ahora se veía lo mozo que era. Por tres veces la bengala tocó el hombro izquierdo de la jorobadita. Una ola de calor invadió el cuerpo de la muchacha. Algo que era a la vez fuego y placer, quemadura y refresco de lima le obligó a cerrar los ojos. Creyó que iba a desmayarse, y tuvo sed, mucha sed. Inmóvil, se dejaba herir. La despertó la voz de su padre.
– ¿Te sientes mal? ¡Es que estás sin comer y apenas desayunaste! ¡Vamos, que nos esperan una sopa de nueces y unos pichones!
Micaela se levantó y miró cómo el hombre de la capa roja continuaba su paseo hacia la punta del muelle.
– ¿Quién será? -se atrevió a preguntar a su padre, con una voz que a ella misma le sonó extraña, la voz de la mujer desconocida que pregunta en el teatro quién es ella misma.
– Es un príncipe. Todos los días viene varias veces a la orilla del mar a ver si de las aguas sale un caballo, en el que ha de ir a galope a su ciudad a cometer un gran crimen por venganza. El caballo se lo mandará su dios, que no es el nuestro.
– ¿Está loco?
– ¿Quién lo sabe?
– ¿Tiene nombre?
– ¡Orestes!
– Fue -concluyó Tadeo- la primera vez que escuché el nombre. El nombre del hombre. El nombre del león.
El hombre del jubón azul se levantó y se acercó al fuego. Nadie lo observó, salvo Tadeo. Tadeo lo vio como se ven el sol y la luna. El hombre del jubón azul se acercó al fuego, lo tocó con la punta herrada de su bastón de caña, y las llamas ascendieron en largas lenguas doradas, derramándose por el suelo y vistiendo las paredes. Fue solamente el tiempo de un relámpago, pero fue.
Cuando el hombre del jubón azul volvió a sentarse y pidió más vino, Tadeo comentó:
– Micaela, en su inocencia amorosa, creyó que había quedado preñada del desconocido, hasta que la desengañó su nodriza. ¡Mira que si el león, paseando, hubiese tenido su primogénito en una jorobada, en tierra de selvícolas y carboneros!
El barquero colgó la pértiga en los dos ganchos de hierro del pedrón de atraque, y sentándose en el escalón, con las largas piernas balanceándose sobre la corriente, encendió el largo y retorcido cigarro negro. El humo que expulsaba por narices y boca, como no había viento, se quedaba sobre el ala de su sombrero, neblina haciéndose y deshaciéndose en suaves curvas azuladas. El río cruzaba ancho y lento por entre colinas pastizales, en las que se veían los rebaños paciendo, desplazándose poco a poco desde lo alto hacia los campos de la ribera, donde al atardecer entrarían a abrevar en los pilones de piedra, puestos en escalera, y el agua vertiéndose de los de arriba en los de abajo. A los carneros padres les gusta beber en el chorro. La barca tenía en el centro un tablado redondo para pasar los caballos de los viajeros, y en el medio y medio del tablado, un poste para arrendar las bestias. Los días de fiesta de guardar el barquero ataba en el poste un palo con una bandera negra y oro, que nadie sabía de qué reino fuese, y ya se la había regalado a su abuelo un peregrino. El país aquel, que llamaban del Vado de la Torre, era muy hermoso, con sus prados, sus bosques de abedules y de chopos, y la majestad transeúnte del río. Sus cinco aldeas estaban situadas en la falda de las respectivas colinas, abrigadas del nordeste, las casas pintadas de blanco, y entre casa y casa, higueras y cerezos, y entre pastizal y pastizal, largas filas de manzanos.
El barquero apagó el cigarro cuando ya lo había quemado hasta la mitad, y guardó la punta del resto en una bolsita de cuero que llevaba colgada del cinturón. El oficial de forasteros se había sentado a proa de la barca, y parecía distraerse viendo las truchas que se acercaban raudas a la orilla, ya porque había brincado al agua un saltamontes, ya porque se había distraído una rana a la espera de una mosca entre los juncos, cuya flor, de un amarillo intenso, aseguraba que acababa de abrir.
– Las gentes van y vienen, señor Eusebio, y puede decirse que este vado es el gran teatro del mundo. Por ejemplo, hombres de obra de treinta años, dos docenas a la semana. Hombres con jubón azul, media docena a la semana. En las ciudades costeras gusta el azul, así como en las del interior el verde, y en las aldeas el negro. ¿Jinetes? Casi todos llegan montados a las orillas, y por eso tengo poste de arrendar en la barca. ¿ Conocidos? Los tratantes en lana, por ejemplo, o los criados de los monjes de Simón Pedro, que vienen a poner las nasas por Pascua y por San Juan, y se
llevan las arrobas de truchas y de anguilas que piden los severos ayunos de sus amos. Tratantes de lana y criados de frailes, esos son anuales. ¿Más conocidos? El señorío de la ciudad que tiene cortijos en la vega del río, cerca de la foz, y los que vienen a comprar madera, y los que traen el vino de la ribera baja, en pellejos. De éstos conozco hasta la edad de sus mulas, y el nombre de cada pellejo, que sabes que los titulan con santos mártires. ¡Cientos de conocidos! Cuando la guerra, pasó una muchedumbre. ¡Cientos de desconocidos! Todo barquero es Caronte, señor Eusebio, y pasa a la humanidad entera en su barca.
Eso dijo Filipo el barquero, y se quedó mirando para su señoría el oficial de forasteros, quien asintió con una inclinación de cabeza a aquella filosofía.
– Y si me preguntas por viajeros raros y curiosos, tengo mi lista. Primero de todos, el monstruo de las dos cabezas, la una de pelo rubio y la otra de pelo negro, la rubia de mujer y la morena de hombre.
»Cobraban sus padres medio real por mostrarlo en la feria de los Santos Inocentes. La cabeza de mujer tenía castos pensamientos, y pasaba las horas soñando con ángeles que volaban entre flores, y pedía que le pusiesen maestro que le enseñase poesía religiosa, mientras la testa masculina se empecinaba en la cuestión del sexto, y no cesaba de exigir que sus padres gastasen parte de la ganancia en buscarle una pechugona que lo aliviase. La cabeza de mujer gritaba que si aparecía la tal, que a ella le diesen veneno, que no podía valerse, lo que era verdad, que las piernas y brazos del monstruo solamente atendían las órdenes de la cabeza de hombre, y además sólo había sexo masculino.
»Me contaron que por consejo de un sabio romano, los padres decidieron separar la cabeza femenina, dejando al lujurioso suelto, que hiciese su vena. Y a la cabeza femenina le pusieron un soporte hecho con cuatro vejigas de cerdo, que habían de estar siempre llenas de aire caliente, y ésta era la dificultad de la vida, pero la ganancia de la cabeza como parlante, en las grandes capitales exhibida, lo compensaba. Uno de Buenos Aires que pasó hace dos años en mi barca, me dijo que la había visto allá, y que los que la explotaban, que eran dos libaneses, andaban forrados de plata.
Filipo se levantó para echar un trago de la bota que tenía colgada a popa, y se sentó al lado del señor Eusebio.
– Permíteme que te diga, señoría, que sé por donde vienes. Recuerda que ya me interrogaste otras veces. Una de ellas -y querías darme tormento, de lo que no te culpo a ti sino a las exigencias de tu magistratura-, cuando aquel caso del jinete de las dos espadas. Ya recuerdas, aquel que se le veía mozo, con el sombrero de pico y las plumas rojas, cuando estaba montado en su bayo, y de pronto desaparecía, y este prodigio se averiguó por un cestero que estaba reparando las nasas de los monjes, un curioso llamado Fenelón por mal nombre, el cual se apercibió de que el mozo era visible a caballo solamente, y en descabalgando, si hacía una seña, se evaporaba y así se estaba, perdido en el aire, salvo si precisaba hacer aguas menores, en cuyo caso se presentaba obligadamente en visible naturaleza.
– Es el argumento de necesidad de que hablan los teólogos griegos en el epítome de milagros -apostilló el señor Eusebio.
– Si ese fuese el hombre que hace tantos años buscáis, y cuyo nombre no pronuncio porque soy apolítico, ya no había reyes en tu ciudad.
Obligó a hacer una pausa una libélula que los sorprendió surgiendo de entre los juncos. Cantaba la vecina alondra, y la tarde, al caer, se envolvía en una capa de oro.
– No -dijo el señor Eusebio-, no era él. Sin embargo, siempre sospeché que aquel caballero anónimo intentó ver a la infanta. Como sabes, no es fácil. Aun para un invisible de a pie no es fácil. Doña Ifigenia vive en la torre nueva del palacio, que no tiene puerta, y todo el tráfico se hace por roldana, que suben y bajan serones. Ella sube y baja en sillón con espejo. Las ventanas bajas tienen reja, y las de arriba están siempre cerradas, aseguradas con plomo, que a la reina le entró el temor de que le diese a la muchacha por defenestrarse en una melancolía mensual.
– ¿Dices «la muchacha»? ¿Cuántos años hace que decimos «la muchacha»?
– Decirle muchacha a la infanta es, ante todo, respetar la Constitución. Y sacas a colación uno de mis grandes temas, que es el de la eterna juventud. Si algún día me hacen senador, mi discurso de toma de posesión versará sobre ello. ¿ Nunca has oído hablar de las islas de la primavera perpetua? Te embarcas para ellas, llegas a mediodía, y allá moras feliz, el cuerpo sano, luengos años, siglos más bien. El agua de una fuente prodigiosa te mantiene en la perfecta edad, que son los treinta y tres años, según toda la escuela de Alejandría y los neoplatónicos florentinos. Solamente te es permitido el amor continente, y los banquetes vegetarianos. Lees, paseas, escuchas música, juegas a los bolos, duermes con la cabeza apoyada en un haz de lirios, conversas con las ninfas, ves las puestas de sol, no necesitas gabán, y no hay tuyo ni mío. En Irlanda se discutió si habría, al menos, propiedad de la ropa interior y de los pañuelos de nariz, pero el asunto quedó para tema de concurso, y no he recibido noticia de lo resuelto. Los eruditos en islas de la eterna juventud, o Floridas, coinciden en que tanto como la virtud del agua de la fuente de Juvencia, es necesario para la perpetua primavera corporal que el humano abandone todo apetito sensual y se dedique a perfeccionar un único sueño, que lo habitará todo. Así como los cartujos de Parma andan diciendo por su huerta eso de «morir habemos», los floridos andan diciendo en voz alta su sueño, hasta que llegan a verlo de bulto, como en retablo, o en paso de figuras vestidas, como en el teatro. ¿Me sigues? Que notarás que abrevio esta metafísica para que mejor penetres mi argumento. Entonces, me digo yo, sin estar en ninguna Florida, pero sí en su patria, libre de toda preocupación mundanal, nuestra doña Ifigenia, no teniendo más que un solo sueño, y viviendo y durmiendo con él, viéndolo en los espejos y reconociendo señales suyas en todas las cosas que pasan, desde la lluvia hasta la risa de un niño, o la carrera de un gato por un pasillo, se conservará en su sueño como una muchacha, porque ella sabe que ésta su condición juvenil es necesaria para el cumplimiento de su sueño. Ifigenia moza es necesaria para la venganza. Tanto como la espada del infante vengador.
– Según tú, señor Eusebio, Ifigenia sueña con la venganza…
– En caso contrario, ¿ cómo se conservaría moza? La hermana joven, yendo por los soportales en la noche oscura a buscar el hermano y decirle la entrada secreta o la centinela comprada, es conditio sine quae non. Todo está estudiado, Filipo amigo. Los augurios no pueden ser puestos en duda: la hermana, en dulce juventud, bella si una hubo, irá a reconocer al vengador que llega en las tinieblas. Y el que no envejezca Ifigenia es una probabilidad mayor de que la venganza pueda llegar repentina, el día menos pensado. Probablemente, aunque Ifigenia quisiese no podría envejecer. El orden universal descansa sobre las adivinanzas.
– ¿Se lleva con sus padres? -preguntó Filipo, curioso de nuevas de las estancias reales.
– Ama a su madre. Eso sí, antes de sentarse a desayunar con ella, la reina Clitemnestra tiene que bañarse, que el aroma del sudor de Egisto que trae de la cama matrimonial corta la leche que bebe Ifigenia. ¡Físicos anduvieron en consulta!
Filipo estaba asombrado de tanta novedad y agradecido a la confianza de Eusebio, el cual había viajado hasta la barca solamente por saber si había pasado por allí uno de jubón azul, y si se sospechaba de dónde procedía. Los que habían pasado con esa ropa de moda eran conocidos, Filipo
los había saludado, y uno de ellos le había dejado de regalo, precisamente, aquellas tagarninas de Macedonia que estaba fumando.
Tadeo se arrodilló en una arpillera, ante el augur Celedonio, como solía cuando le cortaba a éste una uña muy enconada en el pulgar derecho, y el corte se lo hacía cada tres sábados, y aseguraba Celedonio que habiendo tantos y excelentes podólogos en la ciudad, ninguno llegaba al arte por libre de Tadeo, el cual levantaba la uña lentamente, la cortaba en redondo y la limaba por el borde interior, que era donde le apetecía clavar, sin que Celedonio tuviese que dejar de leer varia de arúspices para dar un ¡ay! Tadeo le había pedido permiso a micer Celedonio para que lo acompañase un forastero que había conocido en la plaza, y cuyo nombre y nación no había osado preguntar, pero que era un caballero cortés y muy convidador, entendido en hípica y en piedras preciosas, y dado a grandes taciturnias mirando arder el fuego o correr el agua.
– ¡Esos son silencios aristocráticos! -dijo Celedonio.
– Es un hombre -había añadido Tadeo- que sabe escuchar. No te interrumpe, y llega un momento en que la historia que le cuentas la sigue a un tiempo con los oídos y con la vista, que de su magín saca estampas para ella, y entonces vas tú y te animas y floreas la historia con adjetivos de sorpresa. Y cuando yo le dije que eras augur titulado y hombre de la corte, me aseguró que te saludaría con mucho gusto, y que si no tenías inconveniente, para amenizar la tertulia, mandaría traer pan, cecina y almendrado, y media cántara de vino.
– Que sea tinto! -pidió Celedonio.
Y allí estaban los tres en la sala de consultas, el forastero sentado en un sillón de cuero, Celedonio en una banqueta poniendo la uña a remojar en agua de citrón, y Tadeo arrodillado a sus pies, amolando la navaja en la piedra. La jaula con el mirlo colgaba en la ventana, a la caricia del sol poniente. Cada vez que Tadeo iba a casa de Celedonio, el augur se veía obligado a encerrar sus cuervos en las jaulas del desván, que desde el primer momento los auxiliares de negra pluma se habían mostrado celosos del ave cantora, y como andaban sueltos por la casa, asaltaban la jaula, por si entre mimbre y mimbre podían darle un picotazo al mirlo. Uno de los cuervos, sobre todo, lo tomó tan a pecho, que pasó una semana larga sin querer adivinar por alfitomancia preñeces o si se encontraría dinero perdido, y Celedonio tuvo que suplirlo por arte magna etrusca degollando pichones, lo que no le dejaba ganancia, cuanto más que Celedonio, por respetos sacralis, no se atrevía a comer las avecillas, regalándoselas a su asistenta., que se las llevaba, decía, para un arroz.
– En este país -explicó Celedonio al forastero-, los augures estamos en las leyes como parte del gobierno, pero hace años que el rey no nos convoca, debido a la penuria del tesoro en lo que toca a la consulta áulica, y en lo que se refiere al demos por temor a que los augurios dados en forma, coincidiendo tripas y estrellas en la misma opinión, se cumplan, trátese de sequía, batalla imperial, paso de cometa, naufragio, peste bubónica o terremoto. Pero hubo tiempos en que se nos escuchaba, y no se movía una paja sin pedirnos consulta.
Celedonio era pequeño y rechoncho, calvo, la nariz gruesa y abombillada en la punta, y la boca grande, el labio inferior caído. Unos brazos pequeños, como de oficial de juzgado municipal, terminaban en unas manos grandes, gruesas y velludas, debido esta gran pilosidad, según explicaba Celedonio cuando alguien aludía al caso, a la sangre de los patos tadorna tadorna, en cuyas entrañas inquiría si era consultado sobre navíos en la mar. Al augur le afectaban mucho las calores, y aun en invierno solía tener sudorosas la frente y la doble papada. Vestía casulla amarilla, y siempre al alcance de la mano tenía un abanico veronés.
Terminada la obra de Tadeo comenzó la merienda, y a preguntas de Celedonio respondió el forastero, entre vaso y vaso, con aquel hablar sosegado que tenía, que venía de muy lejos y que al caballo en que viajaba le habían asaltado unas fiebres, y que a unas cinco leguas de la ciudad lo había dejado en un mesón, y con el caballo y el equipaje quedaba un criado suyo de confianza.
– El objeto de mi viaje es ver países, tratar gentes, escuchar historias, admirar prodigios variados, ver teatro y conocer caballos padres. En estas dos últimas cuestiones puedo opinar algo -añadió el forastero modestamente-. Y porque de alguna manera habéis de llamarme, don León es fácil, si no tenéis inconveniente.
– No lo hay -dijo Celedonio, tras hacer buches con el tinto y trabajar con el mondadientes, que se le había metido una hebra de cecina entre dos muelas-. En verdad que no lo hay. Yo también soy muy amigo del teatro, don León, pero a los augures nos está prohibido en esta ciudad, ya que el pueblo respetuoso teme que estando nosotros en los tendidos viendo la pieza, apasionados por el protagonista, o de una mujer hermosa que salga, hagamos suertes a escondidas dentro de una bolsa con habas blancas y dientes de liebre, y modifiquemos el curso de la tragedia, y llegue a anciano respetable un incestuoso, o Medea reconquiste a Jasón, y todo quede en besos a los niños.
– Por la amistad de Tadeo, ilustre augur senatorial, supe de un miedo que hubo en la casta real de tu ciudad. ¡No te obliguen las leyes de la hospitalidad a responderme, amigo Celedonio! ¿Cuál fue el miedo? ¿Lo hay todavía?
– Pues me llamas amigo y está delante Tadeo, que aunque mendigo es hombre libre, o acaso por eso mismo, y me ha servido más de una vez de agente secreto en difíciles asuntos, nada se opone a que te cuente que el tal miedo lo provoca la certeza de que un día Orestes, hijo de Agamenón, va a aparecer en la ciudad nocturno, armado de larga espada. Siete veces nos fueron pedidos augurios, y las siete veces dieron que Orestes llegaba armado, dispuesto a dar muerte al rey Egisto, lo que al fin era cosa natural, siendo como es Egisto el matador de su padre, y también a su madre, la reina Clitemnestra. Los augurios salieron, y yo tomé parte en toda la ópera, que Orestes vendría, y que su hermana Ifigenia, moza y muy hermosa, avisada cuando iba para el lecho virginal, acudía en camisa corta a reconocerle y a mostrarle los pasadizos secretos que llevan a donde Egisto vive descuidado, y Clitemnestra pasa el tiempo depilándose, mientras considera que este segundo marido es más viril que Agamenón, lo que no tiene nada de particular, ya que es de menor talla y menos gimnástico que el difunto.
Se abanicó Celedonio, bebió y se limpió el sudor con la toalla que Tadeo había usado para secarle el pie de la uña enconada.
– El rey Egisto se sobresaltó y prohibió el nombre de Orestes, mandó poner registro de forasteros, envió agentes a averiguar qué era de Orestes por esos mundos, algunos de ellos venecianos y otros britones, contratados a peso de oro, y nos tuvo a los augures todo un año trabajando en averiguar cómo vendría el vengador secreto, por cuál puerta, cúyo el largo de sus pasos y cúyo el golpe de su espada contra el escudo real, que hubo que reforzarlo, que se quebró en los entrenamientos. No se vivía en la ciudad. con el miedo, y para distraer a las gentes, y para que el miedo no se hiciese política, siguiendo en esto el talento del secretario florentino, se corrió la voz de que lo que se esperaba no era a Orestes, que andaba perdido por Oriente, sino un león rabioso. De ahí el juego que te contó Tadeo. Un león terrible que le había dado por devorar a la familia real, lo que explicó, además, el encierro de la niña a los populares.
– ¿Y vendrá Orestes?
– No se sabe cuándo. Los años han ido reduciendo el miedo a fábula, como la esópica del zagal y el lobo, y ya solamente los ancianos, sentados a la sombra de los plátanos en las tertulias de verano, recuerdan el asunto y discuten el final de la tragedia, que sin la venida de Orestes está en el aire. La policía sigue investigando, aunque con menos diligencia y gastos. Los reyes van viejos, y no salen al público ni se dejan retratar. Y a nosotros, los augures, nos mantiene en honra, y hay en el cuerpo la interior satisfacción, el hecho de que Ifigenia no envejezca, y se conserve en la hermosura de los dieciocho años, y la piel tersa.
– ¿No se casa? ¿No tiene pretendientes?
Al forastero parecía habérsele avivado la curiosidad, y levantaba la mano al interrogar a Celedonio.
– Tuvo buenos partidos, pero los rechazó todos con pretextos variados, o haciéndoles viajar para que le trajesen músicas y recetas de postres de almendra, y los rondadores se cansaron, se fueron y no volvieron. Uno se volvió loco, y porque lo echaban de la ciudad que decía que quería raptar a Ifigenia, pugnaba por desasirse de los guardias y quitarse los ojos, dejándolos en el jardín, colgados en un rosal, para que, aunque él ausente, siguiesen ellos claros admirando a Ifigenia. Además, según me contó su nodriza, la moza no se dejaba apretar en el agarrado, en los bailes de palacio.
– Me gustaría ver la muchacha -dijo don León.
– No podrás -afirmó Tadeo-, que no sale de su torre. ¡No conseguí verla yo en veinte años, yendo todos los días a comer la sopa boba a la puerta excusada de palacio!
– Podríamos -sugirió don León como ensoñando- hacerle llegar la noticia de que uno que a Orestes se parece se acerca escondiéndose entre los abedules al palomar real cuando ya va a amanecer, escucha el rumoroso despertar de las palomas y, viendo la primera salir a volar, el desconocido regresa a su refugio secreto, en las ruinas hedrosas de la ciudad primera, donde precisamente, el que hace llegar a Ifigenia la noticia, lo escuchó conversar con sombras antiguas en octavas reales.
– No, no puede salir de la torre -aseguró Celedonio-, porque, ¿quién la bajaría sin que chirriase la roldana y no la viesen los centinelas? ¡La roldana no la aceitan adrede!
– Podría bajar por sábanas atadas y faldas viejas cortadas -apuntó Tadeo.
– Sí, atando sábanas -aceptó don León-, cinturones, pañuelos, cordones de corsé, cortadas en tiras las grandes cortinas forradas de la antecámara. Ella se acercaría al palomar y estudiaría mi figura a la indecisa luz de los albores. Cantaría un gallo, y ella saldría de la duda diciendo: ¡ No, no, todavía no eres Orestes! Quizá, para cerciorarse, tocase con una de sus manos mi frente, mis labios, mi cuello, o escuchase con la palma abierta los latidos de mi corazón. Y, desconsolada, regresaría descalza como había venido a mí, y semidesnuda, rodeada de todas las palomas, a que la izasen su nodriza y sus doncellas hasta la única ventana de la alta torre.
– ¡ Sería bonito paso! -comentó Tadeo-. ¡Y aun podría enamorarse de ti!
– Y tú, ¿cómo la esperarías? -preguntó Celedonio, levantándose, retrocediendo hasta situarse detrás de la mesa del oficio, cruzando los brazos sobre el pecho, pero sin dejar el vaso lleno de vino que sostenía con la mano derecha.
El forastero se levantó a su vez y se acercó a la puerta, que abrió de par en par. Envolvió la esclavina roja en el brazo izquierdo, y lentamente avanzó hacia la ventana. Levantó el bastón de caña con puño de plata como héroe que levanta una espada que quiere herir. Se detuvo, la cabeza erguida, mismamente donde el último rayo de sol de la tarde le besaba los pies. Y era verdaderamente, en la mirada asombrada de Tadeo y Celedonio, una larga espada la que sostenía su diestra.
– ¡Orestes! -gritó el augur, sin darse cuenta de lo que decía.
En el desván gritaron a la vez, horribles y desafinadas voces, el mismo nombre los cuatro cuervos, y Tadeo se arrodilló. Pero ya, habiéndose hecho el silencio e ido el rayo de sol, el forastero aparecía de nuevo sentado en su silla, sonriente, indiferente, como si todo hubiese sido un espejismo, o un sueño que hubiese durado lo que un parpadeo. Don León se golpeaba la barba con el puño del bastón. Celedonio abrió la puerta y derramó en la losa del umbral el vaso de vino.
– ¡Estás en tu casa, príncipe! -dijo solemne, abriendo los brazos.
El mirlo, dándole entrada Tadeo, silbó una marcha.
Cuando el forastero y Tadeo abandonaron la casa del augur, Celedonio se dirigió al desván a ver qué había sido de los cuervos. Los cuatro estaban muertos, degollados. Celedonio comprobó que el corte iba de derecha a izquierda y de abajo arriba, como estaba anunciado para Egisto. La sangre de los cuervos goteaba en el platillo del gato negro, que lamía gustoso y tranquilo.
Teodora, en los cuarenta cumplidos, con su frutería en la rúa de los Alcaldes, viuda del sacristán mayor de carros de autos sacramentales, había tomado la costumbre de acudir los martes a la tarde, que era día de lavado y planchado, a la casa de la Malena, donde viviera sus floridos años de pupila de mérito, especialmente solicitada por viudos y militares retirados. Fuera uno de éstos, un estratega mitilénico emigrado, el que la sacara sostenida, y cuando el general se quedó sin dineros, pasó ella a la Casa de Arrepentidas, donde conoció al sacristán con el que había de casar, que iba a elegir voces para un paso de mucho arte, en el que salía Dama Voluptuosidad seduciendo a un mozalbete, que por ella abandonaba diligente a doña Gramática. La Malena había muerto, pero había dejado su nombre al burdel, que ahora lo regía un tiple vaticano, muy bien castrado, que yendo por mar a recoger una herencia en Levante naufragó, y por la voz, los pescadores que lo salvaron de las aguas lo tomaron por doncella, y se lo vendieron barato a la Malena una vez descubierta la verdad del caso. La Malena le tomó afición al latino, quien dormía con la cabeza apoyada en sus nalgas, sabía de cuentas y cantaba con mucho sentimiento los cuplés de moda. El tiple se llamaba Lino, y era capuchino por parte de padre. Teodora se llevaba con Lino, que le compraba la fruta para el personal y la convidaba con refresco de malva. Las pupilas, mientras almidonaban las almohadas -que era uno de los méritos de la casa-, escuchaban las historias que corrían por la ciudad, y con especial apetito aquellas en las que salían altezas y todo el señorío. Y fue el propio Lino, que era algo novelero, quien le preguntó a Teodora si sabía de un forastero que andaba de ocultis por la ciudad, mostraba una pieza de oro y tomara por criado a Tadeo, el mendigo del mirlo, al que había comprado ropa nueva. También se decía que Celedonio andaba espantado con los augurios que le sacó.
– Algo escuché -dijo la Teodora-, y vi a ese desconocido que dices, que lo llevó Tadeo a mi tienda a comprar higos y limones.
– ¿Es elegante? -preguntó Florinda lusitana, que era la romántica de la compañía, vestida de celeste, ufana de sus largas pestañas, que parecía que mariposas de luto volaban en sus ojos.
– Es un hombre alto y moreno, el pelo rizo, la cintura estrecha y las manos más finas que vi, con largos dedos y uñas barnizadas. Tiene un aire tristón, y no pasará de los treinta. Viste jubón azul y calza tabaco y plata, y Tadeo le lleva la esclavina y el bastón. Probó de los higos, escogió de los mejores, y les entendí que iban a salir al camino del vado a esperar a un criado, que le traía caballo y equipaje, que andaba incómodo el señor sin mudar camisa.
Lino se interesó por la barba, motivado a que siempre andaba preguntando si encontraban la suya en su cara, y una tal Amelia por la dentadura, que era huérfana de un belga que fabricaba pasta dentífrica mentolada.
La Teodora explicó que la barba la llevaba redonda, y que la dentadura se la viera cuando mordió el higo, y era blanca y sin tacha.
– Tadeo le llamaba don León -añadió Teodora.
– Se corre entre los grandes que se parece al hermano ausente de doña Ifigenia -dijo Lino pidiendo secreto a todas, que sabía la cosa, añadió, por un senador que en los ratos libres le gustaba venir a actuar de masajista de tobillos en la casa.
– ¡Siempre lo están esperando! -comentó Teodora-. Yo tuve que ver con el proceso de uno que llegó a esta casa, y andaban los inquisidores siguiéndole los pasos,
Pidió la frutera otro refresco de malva, bebió a sorbitos y, viendo al patrón y a las mozas con tanta curiosidad, contó el suceso.
– Llegó anocheciendo, que estaba ama Malena encendiendo el farol de reglamento en la puerta, y era un muchacho rubio, que se puso colorado cuando pasamos al salón. Y no bien entré yo, ya me echó mano, y bien sabéis que estas elecciones súbitas son cosa de tímidos. Le tiró una moneda a Justiniano el acordeonista, que en paz descanse, que dijo que le apetecía un baile. Tenía un acento que no era del país, y me miraba a los ojos mientras dábamos vueltas. ¡A lo mejor era tan inocente que pensaba enamorarme, y yo tan usada! En la cama me fijé en su hombro izquierdo, en el que tenía una mancha rojiza en forma de león. Me dijo que era de nacimiento, y de un susto que pasara su madre en un parque zoológico. Volvió otras veces a verme, y yo le tomé cariño. Me traía melindres de yema y vino dulce, y siempre echábamos un baile antes de ocuparnos. Dormía yo una mañana, que había estado hasta altas horas con un cabo que me contó sus batallas, que es cosa muy pesada de oír, con tanta bayoneta calada, y cómo se llama la mujer del comandante, y todo eso que todas vosotras sabéis como yo, y siempre terminan éstos sacando el retrato de los hijos, que lo mandaron hacer antes de salir para la guerra, y el primogénito aparece con el casco emplumado del padre. ¡Y aún son más entristecedores los que sólo tienen niñas! ¡Ganas de llorar ausencias!
– ¡Las tiene más de la mitad del género humano! -aseveró Lino.
– Cuento que dormía y me despertó ama Malena, que estaba el señor Eusebio de los forasteros en el salón esperándome, pero que no era para cama, sino que me traía un papel interrogante. El señor Eusebio, muy educado, me preguntó por el muchacho, y yo le respondí que me prefería a las otras, y añadí lo del baile y lo de los convites, y que no me propinaba en mano, sino dejando los reales debajo de la almohada. Quiso saber cómo decía llamarse el muchacho, y yo le dije que no le sabía nombre alguno, lo que era la verdad, y que toda la casa lo conocía por el rubio. En los transportes, yo le llamaba así. Después me dijo su señoría que se esperaba a un peligroso criminal, y que las señas de él coincidían con las de mi rubio, y si yo podía añadir alguna. Por ejemplo, lunares, cicatrices, dientes de oro… Recordé lo de la mancha en el hombro izquierdo y lo dije, y el señor Eusebio, con un carboncillo, me dibujó una en papel de barba que era igual a la del rubio, y yo se lo aseguré, y él, entonces, me tomó juramento de secreto delante de Malena, y por las cenizas de mi padre, aunque no lo conocí y por lo tanto no sabía si estaba vivo o muerto, me aseguró don Eusebio que en los papeles sellados haría muy decente. Y para que no me tuviesen por cómplice, que firmase que denunciaba yo misma al desconocido de la mancha, que si no era bandido saldría libre y podría volver a la querencia, que lo era servidora, y que si era criminal, por la ayuda a la justicia me daban gratis cartilla de por vida, y sería muy apreciada en las visitas de tabla. Dije que sí a todo, y prendieron al rubio, y pasaron semanas y yo lo esperaba, que ya dije que le había tomado cariño, y además tenía un juego alegre y no era de los que contaban penas sino viajes, y el rubio no venía. Y una noche apareció un soldado, un mercenario mulato con pendiente en la oreja, y preguntó por mí, no para llevarme a la cama, que no tenía suelto, sino para un convite, y confidente me dijo que el rubio había palmado de una zancadilla que lo echó por las escaleras resbaladizas de la segunda batería, y fue de cabeza a un cañón grande. Le pregunté si se había averiguado que era el valiente bandolero, y entonces al oído me dijo que no era tal bandido, sino un príncipe, y que un compañero suyo había escuchado un interrogatorio en el tormento, y todo era preguntarle los jueces dónde tenía su espada, dónde sus leales, y el rubio negaba, diciendo que era celta y tenía voto de vagabundear por siete años, y que nunca había oído hablar de ése cuyo nombre callo, del vengador que va a venir un día. Pero no le valió de nada la terquedad. Llevé el mulato a mi cama, que bien me merecía este regalo por la noticia que me traía, y no le importó nada que yo llorase al rubio mientras él trabajaba, y al irse me dijo en secreto:
»-¡Ojo, cariñosa! Las señas del que buscan son mancha en forma de león en la espalda, lunar con dos pelos en el pecho, y cicatriz de lanza en el muslo izquierdo.
»-¿Las tres señas en uno mismo? -pregunté.
»-No, pero el hombre que buscan ha de tener necesariamente una de las tres.
Las pupilas comentaron el asunto durante las horas de plancha, y todas juraban que si llegaba alguno con una seña de esas, o con dos o las tres, que lo callarían, le darían para que se fugase, o lo esconderían en el equipaje, y que no les importaba nada que viniese a la ciudad a ser el matador de sus padres, que el muchacho no podía librarse de lo que estaba augurado.
Y en esta conversación estaban, y ya todas enamoradas de un galán que ni siquiera sabían sí existía, cuando entró por la puerta la voz de Tadeo pidiendo permiso, y apareció el mendigo vestido con ropa nueva, seguido de don León, quien sin decir más que las buenas tardes examinó las pupilas, girando lentamente la levantada cabeza, y con el puño de su bastón señaló a la portuguesa Florinda, la cual, al ver acercarse a sus pechos aquel lebrel de plata acostado, se desmayó y cayó al suelo sin soltar la plancha, que al golpear contra el piso se abrió y derramó las brasas encendidas. El amo Lino dio un gritito, a la Teodora se le cayó el vaso de la mano, y la Polaca se tumbó en el medio y medio de la reunión, levantando las sayas, como hacen las mozas de su país, en las aldeas, cuando se anuncia con trompetas que llega violadora la Orden Teutónica.
El dramaturgo de la ciudad se llamaba Filón, y en los carteles ponía Filón el Mozo, para distinguirse de otro Filón que había tenido el mismo oficio y había vivido y escrito en la ciudad pasos con bobo y una comedia que todavía se representaba y que era «El caballero de Olmedo» cambiado, que estaba don Alonso con doña Elvira Pacheco en un balcón, en una feria que llaman Medina del Campo, y cuando el caballero se despedía para regresar a su Olmedo, a ella le entraba un delirio celoso al pensar en que viniendo noches frías, que ya era otoño, el caballero llegaría a su casa tiritando, y metiéndose en cama se arrimaría a su mujer buscando el calorcillo, y entonces, sin pensarlo, la doña Elvira vestida de hombre corría a esperarlo en una encrucijada y lo bajaba del caballo de un escopetazo. Y lo que admiraba al público, que en la ocasión silbaba, era que en el último acto doña Elvira estaba en su balcón viendo cómo daban garrote a dos que hacían de criados negros de un tal Miguel, que andaba huido vestido de fraile por sospechoso del crimen, y la dama tomaba refrescos, se abanicaba y reía cachonda con galanes nuevos. Los pellejeros, que tenían palco propio con farolillo, gritaban:
– ¡Puta! ¡Puta!
Y la que hacía de dama Pacheco tomaba aquello como éxito, porque silbidos y gritos probaban lo bien que le salía el disimulo. Actriz que no lograba esto, lo tenía por fracaso. Una vez, siendo niña, la reina Clitemnestra debutó de sombra, avisando al caballero que no saliese, y estaba linda en un árbol en figura de ave cuando la flor de Olmedo pasaba por debajo de la rama, y el papel de Clitemnestra fue con canto.
Filón el Mozo tenía el encargo, hecho por el Senado, de llevar a tablas la historia de la ciudad, en doce piezas, saltándose, eso sí, al rey Agamenón, y pasando desde la preñez de su madre a Egisto, que aparecía ya casado, tomando unas copas con los repatriados de Troya. Pero Filón el Mozo, pese a las prohibiciones del senador de comedias, que le registraba la casa de cuando, en cuando, escribía en secreto la tragedia sabida, y tenía suspendida la labor en la escena tercera del acto segundo, que era allí donde tenía pensado dar la llegada de Orestes. Todo el acto primero pasaba con la arrogancia de Egisto, la reina sólo pensando en su hermosura, e Ifigenia deseando quedarse sola para abrir ventanas y mirar hacia los caminos. El texto estaba así, en borrador:
EGISTO. – ¡Me voy a jugar a barra! La lectura de la «Gaceta» me fatiga. ¡Hay exceso de burocracia! Un rey debía ser un padre solemne y amistoso, descabalgando junto a un olivo para juzgar a sus súbditos. ¡Los reyes no debíamos saber leer ni escribir!
CLITEMNESTRA. – Yo también estoy fatigada. ¿No notáis que envejecí de ayer a hoy?
EGISTO (acariciándola). – ¡Es la luna que está menguante, y quiere que todo mengüe con ella! Pero ya vendrá la luna nueva, amada mía. ¡Adiós! ¡Adiós, Ifigenia! ¡Múdales el agua a los peces de colores que re regalé!
Ifigenia (levantándose). – ¡Adiós, señor!
EGISTO. – ¡Pensar que todo un reino depende de mi maduro pensamiento! ¡Pensar que si yo enfermo se pierden las cosechas! (Sale.)
CLITEMNESTRA (levantándose). – ¡Voy a lavarme el rostro con leche de burra! ¡No quiero envejecer, Ifigenia! (Se mira en el espejo.) Tendrá razón Egisto, será la luna menguante. ¡No, no son arrugas, sino sombras! ¡Esperaremos la luna nueva, que es tan cosmética! ¡Adiós, hija! Por la tarde haremos música. (Sale.)
Y quedaba sola Ifigenia, asomada a la ventana. Era el momento en que Filón tenía que hacer que la infanta viese a alguien cabalgando par el camino real, y ese alguien se parecía a Orestes. Debía aparecer por la derecha, para que la gente no lo confundiese con el caballero de Olmedo, que entraba por la izquierda, y los críticos de la ciudad siempre estaban aireando plagios. O sería mejor ponerlo de a pie, disfrazado de peregrino, e Ifigenia comenzaría a sacar el parecido por cómo se apoyaba en el bordón para contemplar, desde la legua de San Jorge, las torres de la ciudad. ¿Cuáles serían las primeras palabras de Ifigenia? ¿Los amigos de Orestes le mandarían una voz secreta a la princesa, al tiempo que ésta iniciaba el reconocimiento? Aristotélicamente hablando, el reconocimiento se hace desde dentro, y es una memoria que toma cuerpo esencial. Filón pondría señas que hiciesen aumentar la expectación. Por ejemplo, los perros del camino se apartaban, sin dar un ladrido, cuando el viajero llegaba a su altura, y corrían a esconderse entre las viñas, salvo un perdiguero burgalés del rey, que andaba suelto y corría a lamerle las manos. Filón quería que el público se diese cuenta de que se había hecho en el campo y en la ciudad un silencio como nunca había habido, y para ello podía sugerir en el acto primero que en aquella parte del palacio había un eco muy sensible, que respondía en las noches de verano al ruiseñor del bosque, tal que parecía que el pájaro cantaba en el patio, y ahora sería, pues, verosímil que el eco diese, cuando el viajero llegaba al puentecillo sobre el foso, los pasos suyos en los tablones, si iba a pie, o el del trote de su caballo, si iba montado. Vueltas y vueltas le daba Filón a la escena, y no le salía como la quería, de sobresalto y apasionante, y buscaba objetos que en las tablas diesen el vivo retrato del horror que entraba: una lámpara que se apagaba súbitamente, un espejo que se quebraba porque Ifigenia movía
los labios ante él como si dijese el terrible nombre, o la corona de Egisto que estaba sobre una cómoda y el gato, al pasar, la tiraba al suelo. E Ifigenia se estremecía con los presagios. Había recogido la corona caída en el suelo, y la sostenía contra su pecho, que al fin era la corona real. Ifigenia avanzaba hacia la ventana con la corona apoyada en su pecho.
En la ocasión, a la actriz que hiciese el papel habría que ponerle un sostén Directorio, para que se viesen bien los lozanos senos, y la corona fuese como en repisa de nieve. En un aparte el Coro diría esta imagen poética. Ifigenia temía acercarse a la ventana, retrocedía, se arrodillaba, se sentaba en el borde de una silla, hasta que al fin se decidía. Levantaba la cabeza y se decidía. Ya estaba en la ventana. Ya tenía ante ella las amarillentas colinas fronterizas, los oscuros bosques, la amplia vega regadía, los viñedos y las tierras de pan. Ya podía, con la mirada de sus ojos verdes, recorrer paso a paso el camino real, desde que aparecía en la curva del mojón de la legua del lobo, hasta que bifurcaba junto al palomar de bravas del rey. Filón, para poder enseñar en su día en el teatro a la primera actriz la marcha vacilante de Ifigenia, la quiso mimar él mismo. Tomó en sus manos y la apoyó contra su pecho la corona de latón dorado que se usaba en el «Edipo», y que había traído del teatro a casa para restaurarla, que le había caído precisamente el cristal de fondo de vaso que figuraba el gran rubí tebano, y que en el momento de quedarse Edipo sin ojos, figuraba uno en la frente, encendido, como si el santo rey fuese terrible cíclope, raro monóculo. Y caminó Filón haciendo lo que imaginaba para la escena tercera con Ifigenia sola y dudando, y recitando el texto:
Ifigenia (deteniéndose). – ¿Quién me llama? ¿Qué voz viaja hacia mí, cuyas aladas palabras pasan rozando mis orejas sin que pueda entender el mensaje? (Avanza dos pasos y se arrodilla.) ¡ Soy una niña delicada, y pesará demasiado el cántaro cuando me lo llenen de sangre y vaya a derramarlo a la tumba de mi padre! (Se levanta, avanza otros dos pasos y se sienta en el borde de la silla.) ¿ Se apagó la lámpara porque llega otra luz más brillante? ¿He de ser yo quien dé la bienvenida a la nueva luz y la introduzca en mi alcoba? ¿Y si no fuese mi hermano? ¡Que esas equivocaciones se dan en las grandes tragedias! ¡Bien mejor sería que anduviese en amores, tortolilla que se esconde en el surco, a la sombra de las amapolas! ¡Ay, quién se llevará mi virgo! ¡ Ay, si pudiera huir a donde no hayan oído nunca el ruido que hace una espada al chocar contra un escudo! (Se levanta, duda un momento, pero al fin se decide: la cabeza levantada, la corona apretada contra el pecho, se acerca a la ventana.)
Filón se había acercado a la ventana, con la corona de Edipo apretada contra el pecho. Y miraba como miraría Ifigenia, hacia el camino real. La ventana de Filón no da al campo, y no puede verse desde ella el camino. La ventana de Filón da a una calle que, por los obradores y tiendas que allí existen, llaman de los Bordados. La calle es estrecha, calzada de uña de perro. Junto a la puerta de uno de los obradores está un hombre alto, que ata al cuello y echa hacia la espalda una esclavina roja con vueltas negras. Está eligiendo un paño bordado con punto de brisa. Lo mira al trasluz, para averiguar las figuras del dibujo. Filón no lo reconoce. No, no es de esta polis. A Filón le sorprende la gracia sosegada de los movimientos del desconocido. Ahora le ve el noble perfil, la puntiaguda barba. El forastero se vuelve para darle el paño, que lo ha comprado, a un criado que lo sigue, y en un dedo de sus manos brilla una piedra preciosa acariciada por el sol. Y Filón, que tiene el sentido repentino de las casualidades que son necesarias para componer el argumento del drama, reclama, en su imaginación, aquella piedra para la corona real, para sustituir el perdido rubí tebano, y le da a Ifigenia el primer tema de la gran escena del reconocimiento: a la corona real de Egisto, que fue de Agamenón, le falta una piedra, que el hermano vengador, el príncipe que llega oculto y cubierto de polvo, sediento y dejando más allá de las colinas un juego de cegadores relámpagos, trae en una sortija. Filón se inclina, siempre con la corona de Edipo en las manos, para mejor ver cómo el forastero, seguido de su criado, camina por la empinada calle hacia la plaza.
«Por mucho que tarde en escribir el segundo acto -se dice a sí mismo Filón-, no se me olvidará el grave andar de Orestes…»
El problema del metisaca -explicaba el diestro cortando el aire con el florete- se estudia por paralelas. Generalmente, en duelo, por lo menos en esta ciudad, se tira a hacer sangre. ¡Mero pinchazo! Pero en batalla o en asesinato, el metisaca permite el doble golpe fulgurante: hieres por vez primera y retiras, y como el herido se encoge, vuelves por segunda vez, ahora media cuarta a la derecha, y en viaje paralelo al primero. Si has estado bien, en esta segunda entrada le aciertas con el corazón. En esta casa se tira lo que se puede por figura geométrica, triángulos y tangentes, y los pies manteniéndose en el ángulo recto. Y el metisaca doble, repito, que es tan de mi gusto, consiste en trazar las paralelas en el aire.
El diestro, que era más bien pequeño, usaba medio tacón, y tenía la nariz sorprendentemente movediza, gustándole que las visitas se fijasen en el detalle para poder explicar que su intuición era olfativa, y que había terminado por tener la nariz tan suelta y casi giratoria por seguir con ella, más que con los ojos, el juego de la espada.
– Las más de las veces -terminaba de explicar- es por el tirón que me da la nariz que mí espada acierta a parar o halla fácil los espacios intercostales del enemigo.
Y se acariciaba el apéndice nasal, delgado, abierto de bocas, aguzado en la punta y marfileño.
Desde que había leído «Los Tres Mosqueteros», el diestro gastaba una melena a lo Aramis, que teñía de rubio. Era flaco y muy nervioso, y tenía la mirada dramática del espadachín que, médico de su honra, en toda dolencia receta el acero. No sabía estar sin la espada en la mano, y cuando recibía forasteros se situaba debajo de su retrato al óleo, en el que aparecía vestido de negro, flexionada la pierna derecha, y saludando con la espada, como al comienzo de lección. Se llamaba Quirino, y tenía la única sala de esgrima de la ciudad. La mocedad, en los últimos, años, había perdido la afición al arte, y prefería pasar las tardes en el pichón, tirando ya con escopeta, ya con flecha.
Fue Tadeo quien le insinuó a don León que podrían pasar un rato en la sala de Quirino, ya que se había puesto aquella tarde de lluvia y no podían ir a pasear por la orilla del río como tenían dispuesto, visitando de paso las ruinas del puente viejo, que don León había visto en una estampa, decía, y en el petril del primer arco había un hombre que tocaba la guitarra. La verdad es que la insinuación de Tadeo era interesada, ya que quería ver cómo andaba su amigo, el del jubón azul, en espada, visto lo que se hablaba en secreto de la terrible facilidad de Orestes para dar la muerte en la hora de la venganza.
– Mi arte de espada -dijo don León a Quirino- no es tan depurado como el tuyo. Mi arte es simple y militar, y poco más he aprendido que aquello de «contra tajo, estocada, y viceversa». Además, que en mi país no se conoce el florete, no hay duelos de honor, y toda la geometría que se sabe es agrimensora para deslinde de huertos después de las inundaciones. Yo lo que tengo -añadió don León- es que veo muy bien el cuello de mi contrario, jugando la espada ancha de doble filo, y voy a él de corte, que no de punta, y tajo con medio molinete como verdugo con hacha.
Quiso Quirino ver la prueba de esta habilidad, y puso en el centro de la sala uno de los muñecos del juego del estafermo, que era él quien tenía la exclusiva por privilegio real, ofreciendo a don León una espada larga, de hoja acanalada, de la familia del mandoble milanés. Don León la tomó, la halló ligera, la blandió y se puso frente al gigantón del estafermo. Ágil, simulaba el ataque adelantando la pierna, o se defendía retirándose, sosteniendo el terreno. Levantaba, con gracia de bailarín, el brazo izquierdo, y giraba alrededor del estafermo rápido y muy seguro de sí mismo. El señor Quirino sujetaba al muñeco por la cintura y lo llevaba de aquí para allá, poniéndolo fuera del alcance del atacante. Y en una de éstas, cuando rápidamente lo apartaba, pretendiendo pasar hacia la espalda del hombre del jubón azul, éste, con un quiebro sólo de cintura, se halló en el punto crítico, y descargó el golpe en el cuello del muñeco, de derecha a izquierda, y la cabeza de cartón piedra con los mofletes pintados de bermellón quedó colgando sobre el pecho del estafermo unos instantes, antes de desprenderse del todo y caer al suelo. Tadeo aplaudió y el señor Quirino admiró el golpe.
– ¡Magister meus! ¡Admirable! ¡Eso que la espada está mellada!
Y en su entusiasmo, el pequeño Quirino, aunque la postura era forzada, puso uno de sus pies en la cabezota, y desenvainando la espada, se apoyaba en ella, ofreciéndose a la admiración del público, como si fuese el vencedor de Goliat y acudiese Israel jubiloso a saludar al héroe benéfico.
Mandó Quirino calentar agua para el baño a un criado de nación finesa que tenía, específico para estas higienes balnearias, y mientras tanto, convidó a una copita de vino dulce, y aunque había sobradas sillas, prefirió sentarse en la cabeza del estafermo.
– Mi padre, que en paz descanse -contó Quiríno a don León-, enseñaba esgrima en Provenza, a pie y a cabailo, y era muy apreciado. Se llamaba señor Elido, y había que creerle, porque no era nada hiperbólico, que había aprendido de un centauro retirado el arte de la jineta. Se había ido a vivir a Provenza porque no podía pasar sin comer cada día ajos fritos por mor de mantener el juego de las articulaciones y los huesos sin sombra de reuma, cosa necesaria para su oficio, y solamente en Provenza había ajos de la calidad y la frescura que él exigía. Yo mismo hago curas de ajos en las lunas húmedas, y por el mismo motivo. Adiestró mí padre a los más de los gentileshombres provenzales, y en los mayos salía con ellos al campo a fingir batallas contra imperiales o saboyanos, y en una de esas excursiones, habiéndose adelantado con el señor vizconde de los Baux, atravesando un pinar encontraron una madre que corría dando gritos, llevando de la mano a una hija suya, y la hija tendría quince años y era rubia, muy agraciada. Mi padre y el vizconde le preguntaron a la fugitiva el porqué de las lágrimas, y la madre, haciendo arrodillar a la hija, explicó que había aparecido un dragón en la comarca, que había caído en la tema de pedir aquel bello fruto de su vientre para moza, que se estaba quedando ciego y quería ganarse la vida por ferias y fiestas haciendo de tarasca, desde Germania a Cataluña, y que si no le daban la niña de grado, que entraría en la aldea abafando y devorando. Mi padre le dijo que se sosegase, que él iría con su lanza a la bestia, y que el señor vizconde se llevase la niña al seguro de su gran castillo. Y así fue, y el vizconde, después de darle a la madre diez escudos de plata en garantía, se despidió con la niña a la grupa de su caballo, y mi padre, lanza en ristre, se fue al dragón. Y llegó tarde a combatirle, que aquella misma mañana, saliendo el animal de un prado florido en el que un ciego le daba lecciones de canto a cambio de la noticia de dónde había escondido un violín Guarnerius, y el dragón aprendía fácil, que tenía buen oído y voz delicada; digo que el dragón, perdido el bien de la vista, se había despeñado por un acantilado en el camino orillamar, y yacía, pestífero, rota la bolsa del bafo, entre las rocas, medio sumergido, y la cabeza enorme, con la lengua verde asomando entre los aguzados dientes, surgía de las ondas. Y mi padre, desde aquel día, no soñaba más que con alancear dragones, y que venía desde Aviñón un pintor de milagros a retratarlo al lado de la bestia muerta, el valeroso con el pie izquierdo apoyado en la cabeza del draco. Y murió mi padre de no poder ver cumplido su sueño, y cuando estaba con delirios imaginativos no podían entrar en casa personas con tricornio, que los tomaba por infantes del dragón, de cabeza con cresta emplumada -que es como salen del huevo estas criaturas-, y quería alancearlos, y gritaba que viniese el pintor para el retrato, y a mi madre le pedía que le trajese las calzas bermejas. Y de los sueños de mi padre le quedó a servidor el deseo de que un día me pongan de campo -y soy muy aficionado, como todos los artistas, a que me retraten-, al óleo, con el pie izquierdo sobre la cabeza de una bestia. De ahí que cuando rodó la cabeza del estafermo no me pudiese resistir a hacer un ensayo.
El señor Quirino se acercó a don León -arrastrando la cabeza de cartón piedra, que no quería cambiar de asiento-y le dijo, confidencial:
– ¡El golpe de derecha a izquierda y de abajo arriba! ¡No lo puede mejorar nadie! Hace años que vinieron dos detectives a averiguar si yo se lo había enseñado a alguien, que corría la voz de que llegaba Orestes a vengarse, pero antes quería perfeccionarse de espada antigua. Yo no se lo había enseñado a nadie. Pero, si por un casual viniese Orestes secreto, te lo mandaría a que se lo enseñases, infalible. ¡Y no porque yo tenga afición a los regicidios, sino por amor del golpe perfecto!
Don León dijo que le gustaría mucho conocer a aquel Orestes, y pasó al baño, que ya estaba el finés esperando, en la mano la caña con la que sorbía un buche de agua caliente, y se la soplaba después al bañista en los riñones. Y cada buchada era de un cuartillo, más o menos.
Tadeo había asistido en silencio a aquella escena de la prueba de espada de don León, y quiso tomar el arma, por ver si eran fáciles aquellos tajos, y pese a haber sido el mendigo leñador en su mocedad, no la pudo levantar de donde la había posado aquel a quien ya tenía por señor. Quirino, a su lado, se rascaba la cabeza.
– No te esfuerces -le dijo a Tadeo- y déjala donde está. Mientras al acero lo habite el pensamiento airado del que lo usó para la venganza, no habrá quien lo mueva, salvo el héroe. Dentro de pocas horas ya habrá enfriado y entonces podrá levantar la espada cualquier mozalbete.
Escupió Quirino en la hoja, e hirvió el salivazo y humeó, como si hubiesen caído unas gotas de agua en un hierro al rojo vivo.
El herrador, sudoroso, tiró martillo y clavos en el cajón, y metió la cabeza bajo el chorro del pilón, y se dejó estar por unos instantes a su caricia. Se mal secó con un delantal viejo, que le quedaron goteando barba y pelo, y de éste venían los hilillos de agua que le caían por la frente.
– Ya se ve -le dijo a don León- que entiendes mucho de caballos, y me gusta mucho el tuyo, cuya raza no conozco ni creo haber visto nunca otro semejante, que lleve el lucero dorado, y la cola negra azulada, que es lo más insólito que presenta. Mis abuelos estuvieron en Troya herrando los caballos de los aqueos, y mi padre viajó hacia Poniente, enseñando a aquellos bárbaros atlánticos el arte de la herradura, que ignoraban, y yo herré, de mozo, para el César de Roma, y nunca, hasta que me trajiste tu caballo, supe que se ayudaba a un feliz viaje clavando una herradura de plata en la mano de cabalgar del corcel. ¡Todos los días se aprende algo! Y te felicito porque puedes permitirte este gasto, que una herradura de plata se va en pocas leguas.
– Mi caballo -explicó don León- es, si puede decirse esto de caballos, de raza divina. Sabrás que en cierta isla de Levante apareció un día en la playa, como resto de un naufragio, un caballo labrado en madera, policromado, que seguramente ejerciera de mascarón de proa en una nave. Y el tal caballo era de cuerpo entero y debía encajar en la proa por los cascos traseros, levantándose sobre las olas encabritado. Era de una talla perfecta y lo más al natural que puedas imaginarte. Lo recogieron los isleños, y a hombros, y relevándose, lo llevaron al atrio del alcalde, quien salió con su mujer de la mano a admirarlo, y quedó con los ancianos en decidir qué se haría con aquel presente de las olas.
– ¿Estará vivo? -preguntaba la alcaldesa, que era casi una niña, muy ensortijada y con un ramo de flores en la cintura.
– Hubo que convencerla de que no -prosiguió don León- acercando el torrero del faro una mecha encendida a las bragas del caballo, que no se movió. Quedó en el atrio el caballo en espera de una decisión, sin guarda de vista, que aquella es una isla pacífica en un mar solitario. Y no se sabe cómo a las yeguas de aquellas gentes les llegó la noticia del bayo y su hermosura, y como las dejaban sueltas al aire libre en las eras, porque era tiempo de verano, sin ponerse de acuerdo, que se sepa, llegaron todas a un tiempo al atrio a admirar el noble bruto, yeguas viejas y yeguas mozas. Lo que pasó cuando las yeguas comenzaron a rozarse con el caballo y a lamerlo no se sabe bien, que el alcalde despertó cuando su atrio era una feria de relinchos, y ya el caballo de madera, se ignora de cuál espíritu vivificado, cubría la yegua del abad mitrado de Santa Catalina, que la habían mandado del monasterio a la granja del monte a reponerse de un catarro, y las otras yeguas, decepcionadas, mordían y coceaban a la elegida. Gritó el alcalde, salió a la ventana en camisón la alcaldesa, y corrió el alguacil a encender un farol, y cuando lo hubo encendido se vio el cuadro que dije. El caballo, al darse por descubierto, como ya había terminado la cobertura, salió galopando hacia el mar. La yegua del abad quedó preñada; y de la cría que hubo desciende mi caballo, que saca en su capa los colores del decorado de su abuelo. El abad, que aunque gordo era letrado, explicaba la elección de su yegua por el aroma de incienso que despedía, que le quedaba a la montura suya de llevarla en las procesiones, y añadió en una homilía que algunas reglas ascéticas tenían prohibido el incienso por afrodisíaco, argumentando que sí Salomón violentó a la reina de Saba fue porque ésta le presentó una caja de plata llena de incienso en cuadradillos.
– ¿Y qué fue del caballo? -preguntó el herrador.
– Se discutió mucho el caso, y aunque hay conformidad en que volvió al mar, que andaba tempestuoso en aquellos días equinocciales, los más piensan que pudo, dentro del caballo de madera, haberse escondido uno del mar, de las cuadras siempre vagantes y espumosas de Poseidón, que fue dios con las gentes antiguas idolátricas. Y de ser así, el que se escondió lo haría por influencia acaso de la historia del caballo de Troya, escuchada la noticia por el caballo marino a algún remero en cualquiera de los puertos helenos, donde las tabernas están en la playa, bajo grandes parras, como sabes.
– ¡Notable asunto! -exclamó Tadeo, cada vez más sorprendido de las novedades que aportaba su amo, y convencido de que estaba sirviendo a un propietario de grandes secretos.
– Y este caballo -prosiguió don León- tiene además la novedad de que yo me embarco en Málaga para Atenas, por ejemplo, en una nave pisana, y yo voy durmiendo en mi camarote y mi caballo va por su cuenta a nado, y llega puntual para que yo lo cabalgue, salvo que pase cerca de una tierra donde haya una yegua en celo, que entonces se da unas vacaciones, y yo tengo que esperarlo paseando por los muelles. ¡Sale a su abuelo!
Dijo esto, y puso su mirada en la de Tadeo, el cual halló el relato de don León, que nunca había hablado tanto, como una respuesta a lo que el mendigo le había contado del encuentro de Orestes con la jorobadita en un puerto del país vecino.
El herrador no sabía si tomar por verdadera aquella historia del caballo, pero al fin éste estaba allí, con su lucero de oro y su cola azul, herrada la mano de cabalgar en plata. Y viendo don León que el herrador quedaba confuso e incluso inquieto, le dijo:
– ¡No me burlo, herrador! Y como el caballo llegó hace poco de una natación, y yo no he tenido tiempo de limpiarlo ni de mandarlo limpiar, y hace un mes que no conoce el cepillo ni su cola el peine, mira en ésta las huellas del Océano.
Y don León, seguido del herrador y de Tadeo, se acercó al trasero del caballo, rebuscó en la larga cola, sacó unas algas y tres cangrejillos que mostró a los dos atónitos en la palma de su mano.
El oficial de forasteros tenía sobre su mesa todos los informes acerca del caballero del jubón azul que se hacía llamar don León. No había dado un paso ni dicho una palabra, que no estuviesen allí, en letra de Iturzaeta -que era la reglamentaria en la policía política-, en aquellos grandes folios sellados. El señor Eusebio esperaba la visita de don León, que, según había avisado Tadeo, iría aquella misma mañana a registrarse. El señor Eusebio tomaba notas, se golpeaba la nariz con el manguillo de la pluma, cerraba los ojos para mejor seguir el hilo de su pensamiento. ¿Era o no era Orestes? Ateniéndose a los augurios antiguos, no lo era. Además, había desaparecido la expectación temerosa, apetitosa del derramamiento de sangre como de una liberación. Orestes entraba nocturno en la ciudad, y no bien llegaba ya hacía que Ifigenia tuviese conocimiento de vagos rumores y sospechas acerca de su venida. Segundo, entraba armado. Tercero, se escondía en el foso. Cuando los falsos Orestes, para Eusebio no hubo nunca dudas acerca de su inocencia, pero la razón de Estado llega a ser maquinal, y obra como un fin, creando una realidad propia ante la cual los humanos somos como siervos fantasmas de la gran idea. Se cortan cabezas no potque sean cabezas, es decir, pensamientos capaces de armar un brazo terrible, sino porque las excepciones prueban el argumento soberano. Ahora bien, se estaba despertando en la ciudad una extraña curiosidad ante las idas y venidas de aquel forastero, y algunos sacaban a relucir la historia de Orestes. ¿Viviría Orestes? Eusebio tenía archivadas noticias y noticias acerca del infante. Su hermana aseguraba que había sido un niño tímido y callado, que hacía castillos con tacos de colores, y pasaba las horas absorto, con las manos a la espalda, ante la corona paterna. Su madre lo tenía por travieso incorregible, inquieto desobediente, siempre soñando aventuras lejanas y pintando barcos en las paredes. Constantemente los testimonios se contradecían, desde el de la nodriza al del maestro de primeras letras. Unos lo daban por juguetón alegre, por doncel franco y generoso, y otros lo ponían de hipócrita y avaro, amigo sólo de aduladores. Cuando se fue, llegaban las nuevas más dispares de parte de los agentes secretos: que se hiciera caballero andante, que no salía de los prostíbulos, que iba al templo siete veces al día, que no dormía por jugar a dados, que regalaba monedas de oro en los hipódromos, que estaba preso por deudas, que lo querían casar con una princesa de Siria, que era marica probado, que juraba vivir de pan y agua hasta la venganza, que se emborrachaba para olvidar… ¿Quién casaría todo esto? Eusebio pensaba que si él hubiese tenido gusto por la carrera política, le habría dado a Egisto las noticias de la perversidad y desgracia de Orestes, y a Ifigenia las de la espléndida nobleza y grave actitud de su hermano, ejemplo de príncipes exilados. Pero mejor estaba en su registro, con sus pantuflas, sin problemas mayores, tratando extranjeros, yendo a baños de mar en los septiembres, cita semanal con viuda, y todo el año acostándose cuando las campanas de la Basílica tocaban a vísperas y benditas ánimas, salvo que hubiese teatro. Ahora había venido a complicar las cosas este forastero. ¿Lo detendremos por falso Orestes? Él no ha dicho que sea el príncipe. Detenerlo supondría volver al tiempo de las sospechas y del miedo cerval. Al miedo de la venida de Orestes se le echaba la culpa de todo mal: abortos, pérdidas de vino, ciclones, fiebres, e incluso caídas de andamio y muertes súbitas. Una escasez de paños negros que hubo, se probó que tuvo su origen en que un viajante le dijo al oído a un tendero que había encontrado a Orestes en una frontera, y que venía con la terquedad de imponer a todos lutos por su padre, y los mayoristas acapararon. No, no se detendría a Orestes, al falso Orestes. Era preferible correr el riesgo, una probabilidad entre un millón, de que fuese Orestes. Se le invitaría, si su conducta lo justificaba, y continuaban los rumores en barberías y tabernas, a que abandonase la ciudad. Y a esta decisión había llegado el señor Eusebio, cuando el ujier le anunció que aguardaba audiencia don León. El señor Eusebio metió los informes en el cajón, y mandó que pasase el forastero.
Don León, en la puerta, hizo una cortés inclinación de cabeza, y aceptando la invitación del señor Eusebio para sentarse ante él, se excusó por no haber acudido antes al Registro de Forasteros, pero estuvo a la espera de su caballo y paje de equipajes, y en una maleta traía la autorización paterna para viajar que, siendo primogénito de ley bizantina, le era necesaria. Y se la mostraba al señor Eusebio, en pergamino y con cuatro bulas, todas colgando de cintas púrpura, pues eran plomos imperiales.
– Me llamo León, hijo de León, y viajo por ver mundo, estudiar caballos y comparar costumbres por medio del teatro.
El señor Eusebio asintió sonriente.
– ¡Aristocráticas ocupaciones! ¿Sois rico?
– En su provincia tiene mi padre una torre, y alrededor una buena labranza, y por parte de madre, que en paz descanse, heredé en Armenia rebaños, y el peaje de un puente muy transitado. Llevo conmigo doce onzas legales.
Y sacando una bolsa de dentro del jubón, la desató sin prisas, y echó encima de la mesa, rodándolas, las doce monedas de oro.
– Son romanas -añadió.
– ¿Religión? -preguntó Eusebio, quien había comenzado a escribir en el libro registro.
– El alma es inmortal.
– ¿Estado, edad, señas particulares?
– Soltero, treinta años, una mancha en forma de estrella sobre el ombligo.
El señor Eusebio vacilaba en pedirle al extranjero que le mostrase la tal mancha, pero no tuvo que decidirse a hacerlo, que ya don León desataba las calzas, que las usaba como llaman de mantel, y levantando la camisa y bajando la cintura de las bragas, mostraba la mancha. Era un estrella casi en celeste, de doce puntas, y una de ellas más alargada y oscura, como la que en la rosa amalfitana de los vientos da el norte.
– ¿Os estudiaron alguna vez la seña?
– Sí, adivinos griegos. Anuncia, según ellos, robusta ancianidad, abundantes hijos y felices venganzas. Veremos si la aciertan, porque todavía soy joven, aún no encontré esposa, y no me obliga venganza alguna.
El señor Eusebio admiró la educación del fotastero, y gustó de su mirada sosegada y franca, y de la nobleza de sus gestos, como por ejemplo cuando derramó las monedas de oro sobre la mesa. Para hacerlo de aquella manera, hacían falta señorío y generosidad. Tocó el señor Eusebio la campanilla, y mandó que se acercase el oficial sigilante, y acudió éste con la pasta roja y el sello, y don León tendió la mano diestra para que se la sellasen. Lo que hizo el señor Eusebio con la facilidad que da la costumbre, pero al levantar el sello, se fue pegada a él la parte de pasta donde debía quedar grabado EGISTVS REX. El forastero mostraba la palma abierta, con aquel fallo en el sellado, a la altura de la hebilla del cinturón, la cual figuraba una serpiente animada en un ciervo, emblema que había sido hacía años de los amigos de Orestes, y que todavía, cuando los agentes secretos lo veían en cualquier parte, les obligaba a decir que Orestes regresaba. El señor Eusebio y el extranjero se miraron. Don León sonrió y exclamó, más para sí mismo que para el señor Eusebio:
– ¡Si todos los Orestes posibles fuesen Orestes, no valdría la pena ser Orestes!
Y salió.
El señor Eusebio se golpeó suavemente la frente, como ayudando a su cerebro a dilucidar aquella frase, que parecía tomada del libro segundo de la Sibila, y que tanta verdad decía.