40350.fb2 Un Hombre Que Se Parec?a A Orestes - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

Un Hombre Que Se Parec?a A Orestes - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

Segunda Parte

Egisto había terminado la visita matinal a sus armas, lo que le llevaba todos los lunes una hora larga, y la hacía acompañado del maestro armero, que era un cojo vizcaíno, y del oficial del inventario. En los primeros años de su reinado, Egisto conservó la tradición de hacer la revista en la plaza de armas, ensayando espadas y lanzas, tendiendo el arco, y disparando carabinas y escopetas contra vejigas pintadas de colores que un esclavo sostenía con una pértiga sobre las almenas. Ahora se limitaba a ver cómo estaban de limpias y engrasadas las hojas, y a acariciar la culata de su escopeta favorita, llamada «Fulgencia», recordando que con ella había abatido, metiéndole las postas en la frente, el jabalí gigante de Caledonia. Después de la visita de armería, el rey subía los cuarenta y ocho grados de la escalera de caracol de la torre vieja, para inspeccionar el servicio de anteojos, que estaba a cargo de un sargento de óptica física llamado Helión, algo pariente suyo por parte de madre. Y habiendo quedado Helión en la tierna infancia tuerto del derecho, se dedicó a suplir su déficit ocular con cristales de aumento, y así llegó a dominar la ciencia del catalejo.

Con él de servicio, el rey Egisto escrutaba el reino suyo, doliéndose de las provincias perdidas en los últimos años, que los condes fronterizos se quedaron con las tierras montañesas y con los valles fluviales, y aunque se decían vasallos, se quitaban de renta con mandarle una cesta de manzanas o un lechón, y todo lo más una piel de vaca. Y él no había podido acudir contra aquellos insurrectos porque estaba atado a su palacio por la dichosa espera de Orestes vengador, que no acababa de llegar. En los tiempos antiguos, los reyes de entonces subían todos los días a las almenas para estudiar los vados, los atajos de las colinas y el despliegue de la caballería en los llanos, entre los oteros, y las señales de marcha se daban por cohetes y por palomas mensajeras, y el rey felicitaba a las tropas agitando una bandera. ¡Todo se lo llevó Troya lejana, todo lo consumió! Y Egisto, en los primeros años de su reinado, tuvo que gastar la mayor parte de su tiempo y de su dinero en defender la corona, que al fin había llegado a ella por ese sendero que se llama crimen. Horas y horas sopesando sospechas, estudiando gestos y palabras, de puntillas por los corredores y las galerías buscando sorprender un conciliábulo subversivo, comprando espejos mágicos que dejaba en los salones y antecámaras con el pretexto de que estaba estudiando la cuadratura de la luna, y que al final lo engañaban, desnudos de toda imagen, cuando eran requeridos para que delatasen al conspirador. ¡Qué vida perdida! Y todo había surgido allí, en aquella torre, teniendo él dieciocho años y habiendo subido a que le dejasen mirar por el anteojo, lo que el físico de entonces le permitió. Egisto admiró el paisaje, y nombró en voz alta las pequeñas aldeas del otro lado del río, perdidas entre viñas y maizales, y después dirigió el anteojo hacia las murallas de la ciudad y las calles y plazas, que le parecía poder tocar con las manos los puntiagudos tejados rojos, y finalmente quiso contemplar el fino dibujo francés de los jardines reales, y estando en ello, entró en campo una dama vestida de azul, la cual se inclinó para dar de comer en su mano cañamones a un gorrión, y al inclinarse, el amplio escote de su blusa permitió ver unos hermosísimos pechos. La visión ruborizó a Egisto, y lo turbó, y se ponía a morir cuando estaba solo en su cuarto y los recordaba. Todos sus sueños iban a parar en caricias de sus manos, y todos sus desvelos en poder apoyar su cabeza en aquellas deliciosas manzanas nevadas. Egisto se asomó por encima del reloj de sol, estiró el anteojo, contempló los abandonados jardines en los que ya no se podía seguir la línea de los cuadros, y buscó en vano la sombra de aquella visión de antaño. ¡Qué terrible deseo al que había entregado toda su vida! Todavía ahora al rostro arrugado del viejo rey subía una oleada de sangre caliente, y se le secaba la boca como entonces. Pidió un vaso de agua a Helión, y éste le ofreció un trago de vino aguado del porrón de barro negro, que no tenía otra cosa a mano, y el rey hizo un buche y devolvió el líquido, salpicando las plumas de un grajo que se disponía a salir en busca de almuerzo. Triste, cansado, hambriento, tentando con la contera del bastón el borde de los escalones, el rey descendió lentamente de la torre. Y solo, encorvado, arrastrando la raída capa amarilla, se perdió por los largos, inacabables corredores, ordenados en espiral como la cáscara del caracol, y en cuyas bóvedas tejían sus telas las arañas incansables.

I

Toda la vida la había gastado en esperar. Dejaba en el lecho a Clitemnestra, y se dirigía, silencioso, de puntillas, espada en mano, hacia la sala de embajadores. ¿Sabría Orestes, si llegase oportuno, que era Egisto aquel que estaba allí, de centinela junto a la ventana, ensayando su perfil y su sombra a la luz de la luna? Egisto había conocido a Orestes niño, pero, ¿cómo sería ahora, adulto, el vengador? Egisto había ordenado que le hiciesen retratos del hijo de Agamenón, y tenía una docena, pero cada retrato daba un hombre diferente, rostros que en nada se asemejaban, bocas para palabras distintas, miradas que no se dirigían nunca a él, Egisto, que necesitaba ser reconocido por Orestes, no fuese éste a equivocarse e ir hacia otro, deslumbrante homicida. Decidió el rey colgarse del cuello con un cordón de cuero, de los de atar el piezgo del odre, un letrero de cartón en el que había pintado con letras rojas su nombre, y lo escondió en el lobo de bronce que estaba en la tercera escalera del trono, a mano derecha, metiéndolo entre la parte interior del muslo izquierdo y los testículos de la fiera. Cuando retiraba el cartón, tocaba éstos, y le parecía que una fuerza antigua y selvática lo saludaba, lo que tenía por buen augurio. Egisto, con el letrero sobre el pecho, avanzaba hacia la puerta. Diecisiete pasos justos hasta el poste de la primera reverencia. Si entonces tendía la espada, tirando al pecho del súbito enemigo, podría clavarla justamente en el corazón del que entraba, o en el cuello, pues pasaba la punta media cuarta del umbral. Imaginaba Egisto que aquel trozo de espada que asomaba por la puerta era luminoso como el ojo de un felino, como si él mismo hubiese puesto en la punta de la ancha hoja de acero uno de sus propios ojos, y vigilase en la oscuridad del largo corredor que descendía, en suaves curvas, hacia el jardín. Egisto veía con su espada. Noches enteras había consumido en esa espera, largas noches invernales, en las que el viento no permitía escuchar el catarro de la lechuza en la torre, y breves y dulces noches veraniegas, en las que el ruiseñor no cesaba de dolerse. Egisto prefirió, al principio de su centinela, la espera en las noches de lluvia al final de la primavera, pero las carreras de los ratones en el desván, rejuvenecidos con el tiempo tibio, le daban una sensación de compañía y tranquilidad que no era lo propio de su trágica expectación, y por eso pasó a preferir la espera en las noches lluviosas de comienzos de otoño. El viento arremolinaba hojas secas en las curvas del corredor, y el ruido que hacían al rozar con la piedra le parecía a Egisto los pasos de Orestes. Egisto, verdaderamente, lo pensaba todo como si la escena final se desarrollase en el teatro, ante cientos o miles de espectadores. Un día se dio cuenta de que Clitemnestra tenía que estar presente en todo el último acto, esperando su hora. Podría Egisto, en la pared del fondo, en el dormitorio, mandar abrir un ventanal sobre la sala de embajadores, un ventanal que permitiese ver la cama matrimonial, y en ella a Clitemnestra en camisón, la cabellera dorada derramada en la almohada, los redondos hombros desnudos. Cuando se incorporase, despertada por el ruido de las armas, en el sobresalto debía mostrar los pechos, e intentando abandonar el lecho para correr hacia el ventanal, una de las hermosas piernas hasta medio muslo, algo más, que la tragedia permite todo lo que el terror exige. Clitemnestra gritaría:

– ¡Hijo!

Y en ese mismo instante Egisto caía, mortalmente herido. Tendría que caer sin doblegarse. Agamenón había dado unos pasos, le había caído la espada de la mano, se había agarrado a un cortinón, se había llevado las manos al pecho… A Egisto le gustaría caer de otra manera. Como herido por el rayo. ¡Si pudiese mandarle recado a Orestes para que trajese una larga espada, de hoja sinuosa! O caer como cae una piedra en el sereno remanso de un río de oscuro rostro, y los espectadores, echando hacia atrás unánimes las cabezas, asustados, como queriendo evitar que la sangre los salpicase, simularían las ondas que se expanden en las quietas aguas. Egisto caía, y en el enorme silencio solamente se escuchaba el golpe en las tablas de su pesada espada, seguido de otros golpes, los del casco rodando por las escaleras, reflejando en su bruñida superficie la luz de las antorchas portadas por los esclavos. Ya estaba muerto el rey, y no podía levantarse a recibir los aplausos, ni a dirigir el asesinato de Clitemnestra. Con Orestes, él se batiría en silencio, pero entre la madre y el hijo era obligado que hubiese un diálogo. Habría que sugerirle a Clitemnestra unas frases, unos gestos, las posibles respuestas a las preguntas de Orestes, alguna pregunta a Orestes, en la que se revelase su corazón, a la vez de madre y de amante apasionada. Orestes preguntaría, naturalmente, cómo había consentido la reina en el asesinato del ungido, y llevado, después del crimen, el asesino al lecho nupcial. Habría que dar con el tono, con las palabras solemnes y significantes, y sin embargo próximas, del grito. Convendría buscar testigos de las grandes venganzas griegas. Por otra parte, lo mejor sería que uno de sus agentes secretos, en un puerto lejano, hubiese encontrado a Orestes y tratado con él el diálogo de la hora de la venganza. ¡Un toma y daca para el teatro! Un agente secreto que supiese enroscarse en el pensamiento serpentino de Orestes, plegarse a sus mil facetas como la luz a la cara tallada del diamante, penetrar a través de las rendijas de la ira al rincón más oscuro. El dramaturgo de la ciudad podía poner por escrito el diálogo. Egisto le explicaría las horas ocultas de la gestación del crimen y las horas espléndidas del amor. La conquista de la bella soberana había durado muchas semanas. Egisto, vestido de seda, sollozaba, se impacientaba, hablaba de darse muerte, se dejaba crecer las uñas para arañarse el rostro, se ofrecía para ir a averiguar si Agamenón vivía. Clitemnestra cedió el día en que Egisto menos lo esperaba. Pisó la reina, sin darse cuenta de ello, el galgo de Egisto, tumbado al sol, y que se levantó quejándose. Creyó la reina que el perro al alzarse se revolvía contra ella, y se echó en los brazos de Egisto. Las bocas se encontraron. Egisto prolongó el beso durante un largo minuto, y la reina se desmayó. Allí mismo fue, en la galería, y el galgo, ya tranquilo y deseoso de que lo acariciase el amo como solía, acudió adonde yacía la amorosa pareja, y se puso a lamer lentamente el cuello de Egisto, como cuando, en los días de caza, a mediodía, Egisto, fatigado, echaba una siesta debajo de un roble.

Cuando apareció el rey guerrero, a Egisto le fue muy fácil convencer a la reina de que aquel hombre, siempre armado y grosero, debía perecer. Clitemnestra decía que ella se sentía viuda, como si el marido se hubiese perdido en un naufragio. Una noche llegó un corredor avisando a Egisto de que asomaba el viejo rey, cuya nave había echado el ancla en la desembocadura del río. Y casi al mismo tiempo del aviso entraba Agamenón en la ciudad, cantando, golpeando con el puño de bronce en el escudo de madera y piel, pidiendo vino, probando su honda en los faroles, llamando a gritos a su mujer.

– ¡Vengo perfumado, palomita!

Le abrieron las puertas del palacio porque dio el santo y seña, y como era luna nueva, se sentó en la escalera principal afirmando que no se acostaría con Clitemnestra hasta dictar sentencia en todos los pleitos que dejara pendientes. Sus dos soldados alarmaban por calles y plazas, la gente despertaba, se abrían ventanas y se encendían luces. Agamenón, abriendo los brazos, imitaba el rugido del león, y ordenaba a su heraldo que advirtiese a las preñadas que no malpariesen con el susto, que aquellos rugidos eran el ritual del regreso del rey. Egisto avanzaba, descalzo, espada en mano. Las anchas espaldas de Agamenón parecían llenar el hueco de las escaleras. Egisto, al llegar al primer rellano, corrió, tomando impulso, y se dejó caer sobre ellas, y apoyando el golpe con todo su cuerpo, clavó a metisaca. Agamenón, herido mortalmente, se levantó y se tambaleó. No miró hacia atrás, y así no pudo saber quién fuera el matador. Se agarró a un cortinón rojo, doblegándose, buscando a tientas su espada con la otra mano, pero no pudo sostenerla cuando la halló. Intentó incorporarse, agarrado al cortinón ahora con las dos manos, pero el rey y el cortinón rojo cayeron a la vez. Rodaron unas monedas. Asomó sobre el balaustre del último piso la cara colorada de la nodriza de Clitemnestra:

– ¡Cayó el cabrón! -gritó el ama, y escapó, perdiendo una chancleta en la fuga. ¿La habría oído el rey antes de morir? El muerto estaba allí, medio envuelto en el cortinón. Sombras humanas se hundían en las paredes, se deslizaban fuera del patio, cerraban puertas. Egisto se había quedado a solas con el difunto. El miedo le había obligado a matar así, súbitamente, por la espalda. Flotaba en el aire el acre aroma de la resina de las antorchas apagadas con el pie por los esclavos presurosos. ¿De quién fue aquella mano que vertió de un cabo de vela un poco de cera en el pomo de la espada del rey, y lo posó luego allí? Egisto descendió tres escalones para poder ver el rostro del rey, tostado por los días de navegación. Colgaba la cabeza, mirando hacia las bóvedas con los ojos rojizos, que parecían cuentas de vidrio.

Clitemnestra, cuando Egisto saltó del lecho, le había pedido que se fijase si Agamenón conservaba todavía la barba rubia. La reina, por un raro escrúpulo, quería saber a ciencia cierta lo de la barba. Egisto contempló a sabor el rostro del rey muerto. No tenía barba. Estaba afeitado del día. El comprobar esto pareció tranquilizar algo a Egisto. Se tocó con ambas manos suyas su barba y la acarició. Agamenón se habría afeitado en la barbería del puerto, acaso pensando en la mujer, en no rozarle la suave piel de las mejillas con la militar barba puntiaguda.

– ¡Se había afeitado la barba: -dijo Egisto a Clitemnestra, sentándose en el borde de la cama e inclinándose hacia ella, buscando un beso.

Clitemnestra rechazó a Egisto y se echó a llorar.

– ¡No podía hacerme eso! ¡No podía hacerme eso! -decía la reina entre sollozos-. ¡Y que no piense que voy a ir a verlo!

Se pasó llorando hasta el alba. Y Egisto, arrodillado cabe la cama, apoyando la cabeza en los pies de la amante real, durmió. Durmió hasta que lo despertó la trompeta de diana. Soñaba que Agamenón, envuelto en el cortinón rojo, se acercaba, arrastrándose, e intentaba arrancarle la barba,

y la boca del rey se aproximaba, mostrando el enorme diente de oro, que iba a clavarse en los ojos de Egisto. Y Egisto no podía huir, las piernas no le obedecían. Lo salvaron la trompeta y los gallos del alba.

II

Pasaban los años. En la imaginación de Egisto la jornada regicida iba tomando aspectos nuevos. Egisto se decía a sí mismo, sorprendiéndose a veces de un añadido, que aquello no era invención sino recuerdo, y que, sosegando con el paso de los días, la memoria se hacía más generosa en detalles. La verdad era que Egisto tendía a ennoblecer su hazaña, a componer una figura heroica. Al pueblo se le había explicado que la muerte de Agamenón fuera forzosa, que el rey antiguo quería quemar la ciudad, porque habiendo mandado varias veces a pedir socorros de galleta y vino, no se había hecho caso de sus recados. Y aun fuera casual la muerte, que insistiéndole Egisto, en su calidad de apoderado de Clitemnestra, que estaba con un cólico de aceitunas aliñadas en la cama, que cesase en su empecinamiento, Agamenón se fue contra él y se clavó por su cuenta. Y la muerte fue porque se desangró, que la herida era pequeña. Egisto podía alegar la legítima defensa. Y la prueba de que no era criminal la daba Clitemnestra casándose con él de segundas. Se formó un partido, llamado «Los Defensores», que apoyó a Egisto por su gesto, impidiendo la quema de la ciudad, y el nuevo rey dio dinero para una bomba contra incendios, con lo cual sacó a los defensores de la política para bomberos voluntarios. La monarquía conservaba su pompa, y la ciudad era gobernada por los senadores. Egisto gozaba de Clitemnestra, cazaba en otoño, y en junio tomaba baños en una charca salutífera contra un sarpullido que se le ponía en el vientre. Si no fuese por el asunto Orestes, ¡qué regalada vida! Pero el nombre terrible, y la expectación de su llegada ensombrecían los días de Egisto y Clitemnestra. El gesto más habitual de la pareja era el de asomarse a la ventana y mirar hacia el camino. Muchas veces, coincidiendo con avisos del espionaje, se veía galopar por el camino a uno de capa roja, o seguido por lebreles, y Egisto y Clitemnestra se miraban y pronunciaban a la vez, interrogando, el nombre fatal:

– ¿Orestes?

Egisto se armaba, y esperaba. Llegaban, al fin, sus escuchas, y le daban las señas del forastero. Egisto ya sabía que lo de armarse era superfluo, porque estaba escrito que si Orestes llegaba a encontrarse frente a él, Egisto sería hombre muerto. Y se corrió por los países vecinos la fama del sereno sosiego de Egisto, quien conociendo su destino, hacía la vida cotidiana, paseaba con su amada por jardines y galerías, educaba halcones y los miércoles recibía lección de geometría. Varios colegas quisieron conocerlo, entre ellos un rey de tracios llamado Eumón, el cual aprovechó para visitar a Egisto y Clitemnestra uno de sus períodos de vacaciones, que las tomaba por semestres. La causa de estas largas vacaciones era que, a Eumón, cada seis lunas se le acortaba la pierna derecha y se le ponía como la había tenido de un año de edad, y tardaba otras seis lunas en volvérsele a su natural. Entonces, Eumón, por no perder el respeto de sus súbditos con la piernecilla aquella, salía de viaje, y no regresaba a su campo de tiendas de piel de potro hasta que estaba perfecto y podía mostrarse sin cojera en las procesiones. A Clitemnestra le gustó mucho ver la pierna de Eumón, que la traía, en los días de visita, de la máxima cortedad, y la acarició soñadora, porque le recordaba la de su primogénito cuando éste salió del regazo para los primeros pasos, tan redonda, la piel suave, y aquellos rollitos del muslo. Hospedaron los reyes a Eumón en palacio. Todavía tenían algún dinero para diario, y además, por aquellos mismos días, aconteció la muerte de la nodriza, la cual le dejó a Clitemnestra lo ahorrado, con lo cual pudieron hacer buenas comidas sin tener que pedirle una paga de adelanto al intendente. El gasto de espías arruinaba a la Casa Real, que los senadores habían decidido que, fuera de los augurios, eran los reyes quienes tenían que pagar de su bolsillo la prevención de la venganza. Egisto llegó a pensar que tanto gasto en vigilancia iba a poner lo vigilado en muerte por hambre. O, y esto le hacía sonreír, que puestos en círculo alrededor de la ciudad y del palacio avisos, escuchas, espías y contraespías, Clitemnestra y él tuviesen que abandonar secretamente la morada real y salir por los caminos a pedir limosna, pordioseros que no osaban decir su nombre ni su nación, mientras en la ciudad continuaba la vigilancia.

Eumón de Tracia quiso saber todo lo que había en aquel asunto, y Egisto le contó -y la reina, que estaba presente, se ruborizó, tapándose el rostro con el abanico- cómo se enamoró de doña Clitemnestra por la visión de los pechos, y más tarde por el trato nacido de llevarle regalos de seda e imperdibles ingleses, y contarle las novedades, y cómo ella le correspondió, impulsada por la soledad, con aquel marido ausente durante largos años, y por la emocionada sorpresa del asombro de Egisto cada vez que ella se mostraba ante él en las recepciones matinales.

– Verdaderamente, era una viuda cuando cayó en mis brazos, buscando consuelo. Todas mis palabras la habían llevado al convencimiento de que eso era, una lozana viuda moza, una bella mujer que se estaba desperdiciando, esperando a quien no regresaría jamás. Y por creerse viuda se me entregó, con lo cual, en puridad, nadie puede decir que hubo adulterio. Corrían noticias de que Agamenón volvía, pero su nave nunca dejaba ver la ancha vela decorada con un león azul. Pero un día cualquiera Agamenón volvió. Advertido a tiempo, pensé en salirle al camino y en retarlo a singular combate. Había un llano perfecto junto al pozo antiguo, cabe la robleda grande. Yo saldría de entre los robles, la armadura disimulada con ramas, y gritando mi nombre galoparía contra él. Pero considerando el asunto estimé conveniente esperarlo en la escalera principal de palacio, y allí cerrarle el paso. Era prohibirle su casa propia, decirle que no era. Además, pensando en excitarlo, había mandado colgar ropa interior de Clitemnestra, perfumada a lo violeta, en cuerdas tendidas de parte a parte en las escaleras. Quería cegarlo de ira para mejor dominarlo y darle muerte. Elegí cuidadosamente mi puesto en lo que podemos llamar sin más ojeo, y mandé picar el quinto escalón, que era el de mi espera, para no resbalar, que desde que los antepasados de Agamenón tuvieron el estanco de la sal gaditana en los bajos, no se ha podido quitar la humedad de aquella parte. La larga espada se mecía en mi mano derecha, y desde el balaustre del rellano, para darle más lucimiento a mi figura, iluminada perfectamente por cuatro faroles de cristales de diferente color, con un fuelle de mano un criado de confianza hacía menear, como si soplase viento del oeste, las largas y enhiestas plumas de mi casco. Y apareció al fin, gigantesco, enmascarado, envuelto en dos capas, en una mano el hacha y en la otra la espada, el rey Agamenón.

– ¿Dialogasteis? -preguntó el atento Eumón.

No se le había ocurrido aquello a Egisto. Habría que mandarle recado a Filón el Mozo que escribiese el texto, para recitarlo en otras visitas reales.

– Pregunté quién era aquel tal que, armado y nocturno, turbaba la paz de un pacífico matrimonio, el cual, acabada una modesta cena de caldo de pichón, se encontraba en la cama esperando la visita del sueño, que suelen pintar con alas, no queriendo aquella noche, primer día de Cuaresma entre griegos, goces conyugales. «¡Vete -le grité- a ensombrecer otros umbrales!» No me respondió, y aun pienso que queriendo hacerlo no pudiese, por haber perdido el habla agonizante en los largos años de ausencia entre bárbaros. Rugió, imitando el león, y avanzó hacia mí.

– ¡Cuando estaba acatarrado rugía muy bien! -comentó Clitemnestra.

– Rugió -prosiguió Egisto- y avanzó hacia mí. ¿Deja de ser un héroe un hombre astuto? Yo contaba con el tercer escalón, rezumando humedad salitrosa, y con sus zapatos claveteados. Sonreí. No pude evitarlo. Y al llegar al tercer escalón, resbaló. Al caer, dio media vuelta y me ofreció su espalda, y mi hierro entró fácil hacia el corazón. Ya no rugió más.

– Ulises no hubiese tenido nada que reprochar a tu astucia -dijo Eumón, que conocía los clásicos.

– Además -apostilló Clitemnestra suspirando-, se había afeitado la barba rubia. ¡Nunca se lo perdonaré!

Egisto miró para Eumón, quien se encogió de hombros.

– ¡Misterios de las mujeres! -dijo el tracio-. En mi país se estudian mucho estas salidas de las féminas. En la tertulia de esta noche os contaré algunos puntos.

III

Eumón el Tracio era alto y flaco y vestía a la moda de su país, que era un chaleco bordado y dos faldas forradas de diferente color. Tenía la clara mirada alerta de los pastores, y era más bien callado, salvo cuando la conversación trataba de pájaros, de mujeres o de mulas, siendo de estas últimas su nación la principal proveedora de las iglesias griegas, y las hacían a medida por encargo de metropolitanos y archimandritas, tanto en ancho como en alto y en balanceo. La ciencia de los criadores había llegado a tanto en el país de Eumón, que sacaban del vientre de la yegua madre la mula que querían, bebiendo en blanco, calzada de mano, bragada, y para el abad del monasterio de Olimpios, cana de cola, que era ése el gusto de Su Beatitud, y contó Eumón que una vez, necesitando el obispo de Adana un muleto con unas alas pequeñas en las patas, casi a raíz de los cascos, y tal como vienen las de Hermes en las estatuas antiguas, que quería monseñor sacar la bestezuela en un milagro, los abuelos de Eumón se comprometieron a lograr tal híbrido, y poniendo a la yegua bajo un asno zaino al que habían colocado unas alas de muestra, hechas con plumas timoneles de cuervo, y paseando el asno así vestido por delante de ella los nueve días siguientes al coito, llevando después la yegua a un campo donde todos los muletos destetados tenían aquel mismo adorno en las patas, no queriendo ser menos Aragow, que así se llamaba la yegua, dio a sus meses una cría alada, como pedía el mitrado de la ciudad de Adana, célebre desde Teófilos, el clérigo que vendió el alma al diablo.

– Decidme, ¿cómo no divulgasteis el arte ese? -preguntó Egisto.

– No compensa, querido amigo, salvo por encargo pagado en oro, que la yegua en su preñez hace tantos esfuerzos, que podemos llamar espirituales imaginativos, en sacar su cría a la moda, que después de parir ésta, queda definitivamente estéril, le entran melancolías, aborrece el trébol, adelgaza, y un día cualquiera se desboca y se tira por el gran precipicio de nuestra frontera helénica, cuyo fondo son unas rocas puntiagudas.

Eumón levantaba la mano derecha al hablar y tropezaba algo en las erres. La barba redonda la tenía arrubiada, y lo más notable de su figura eran las grandes orejas, que cerraban el pabellón hacia delante.

– Mis orejas, que aquí llaman la atención, y tu barquero, en el vado de la torre me tomó, creo, por el último adelanto veneciano en escuchas, en mi nación son poca cosa, y según los historiadores las grandes orejas de los tracios hípicos vienen de cuando los antepasados creían que era el viento llamado Bóreas el fecundador de las yeguas, y había que estar con el oído atento al canto suyo, para encerrar a éstas cuando se sospechaba la llegada de aquel falo silbador e invisible. Generalmente se las vestía con bragas de cuero, inutilizando así la violencia del ventarrón, aunque no sin perjuicios, que al verse el tramontano privado de sus goces carnales, se revolvía furioso contra el poblado, y derribaba tiendas y dispersaba pajares. De aquellas centinelas nos quedaron a los tracios estas nobles orejas.

Y el rey Eumón hizo una perfecta demostración de la movilidad de las suyas, abriendo y cerrando el pabellón, abocinándolo, y haciéndolo estremecer como hoja de higuera en día de vendaval.

Clitemnestra le recordó a Eumón que había prometido hablar de los misterios de las mujeres en la tertulia vespertina, y el tracio asintió, advirtiendo que, en conjunto, disentía de la novela francesa.

– La ciencia del misterio femenino -explicó Eumón- comenzó a cultivarse entre los tracios por la necesidad de penetrar en el secreto de las querencias de las yeguas. ¿Quién podrá negar que en la imaginación de cada yegua no haya un ideal masculino? En la imaginación de la yegua galoparán hermosos caballos, y nosotros, los tracios de las paradas, en vez de estos perfectos corredores les ofrecemos a las yeguas unos asnos, aunque lujuriosos, de agraria taciturnidad, aburridos los poitevinos, irritables los de Vich. Defraudadas, las yeguas jóvenes pasan largos períodos de histerismo, del que sólo las libra la forzada maternidad. Un gran criador, pariente mío, fabricó en madera siete caballos, a los que cubrió con pieles diferentes, capas varias desde bayo a ruano, y eran los símiles de tamaño natural. Mi pariente soltaba la yegua virgen por entre ellos, puestos en el pastizal, y estaba atento a la elección que la hembra hacía, púdicamente el primer día, con espantadillas, idas y venidas y sin saber con cuál quedarse, pero al segundo día ya se había decidido, y se acercaba lametona al preferido, ofreciéndole prueba de festuca en sazón. Entonces, con la piel del elegido, mi pariente vestía al asno padre de turno, y se le echaba a la yegua, la cual se entregaba fácil. Algún inconveniente solía haber con ciertos asnos, que no se dejaban disfrazar, ya que seguros de su buena presencia, querían ser aceptados por sí mismos en la cópula. Mi pariente, vistos los buenos resultados de esta práctica, especialmente con yeguas díscolas, y las más que salen así son de las delgadas y muy escogidas en alimentarse, dictó a un pendolista de Elea un tratado que se hizo famoso sobre la prudente libertad que se le puede conceder a la mujer en la elección de marido.

– ¡Mis padres eligieron por mí! -suspiró Clitemnestra-. Mi nodriza me dijo que Agamenón entraría desnudo en mi cámara, y que yo, para no asustarme, que no me fijase en otro detalle que en su barba rubia. ¿Cómo, Eumón de Tracia, me entró esa incoherente vehemencia, esa terquedad en que si volvía Agamenón, trajese, al cabo de los años mil, la misma barba lozana y puntiaguda?

Eumón apoyó el dedo índice de su mano derecha en la estrecha frente, y volviéndose a Egisto explicó el caso, diciendo que lo hacía por intuición, y por analogía con la interpretación de sueños.

– Y no es difícil la explicación, que estando como estabas, Clitemnestra, en la espera del peregrino, temías asustarte si aparecía de pronto ante ti, y trabajando todavía en lo oscuro de tu alma la advertencia preventiva de tu nodriza, sin darte cuenta te asegurabas con ella, diciéndote, sin

decírtelo, que evitarías el espantoso terror, y acaso el castigo por tu amor a Egisto, con sólo mirar para la barba rubia. No importaba nada el que, mirando para la barba rubia, te dejases hacer y saliese del paso Egisto cornudo por obra de Agamenón cornudo. O que te diesen muerte. Tú tenías que estar mirando para la barba rubia, no quitar ojo de la barba rubia, salvándote del miedo. Era, además, aquella mirada para la barba rubia, volver al día de la virginidad nupcial, de la preciosa inocencia tuya en la espera del gran Agamenón. De ahí tu desesperación al saberlo afeitado, que era

como si te quedaras sin el seguro contra el miedo, que en este caso era un seguro de vida. Y aun creo que podría profundizar más en el asunto, sin ofender a Egisto presente, considerando si Clitemnestra no añoraba aquel lejano día, la hora en que la barba rubia se le metió en la cama. Que la memoria viaja sin dueño, y encuentras en un vaso un agua que te fue sabrosa antaño, aunque ahora te cause horror o sea veneno.

– ¡Agamenón no era nada retozante! -comentó Clitemnestra, dirigiendo hacia Egisto la acariciadora mirada de sus ojos vacunos.

IV

Eumón invitó a Egisto a hacer un viaje por la costa, ambos disfrazados de correos latinos, y dejando asegurado un relevo de avisos, no fuese a llegar Orestes durante su ausencia y hallase a Clitemnestra sola, asomada a su ventana. Tras algunas vacilaciones de Egisto, quien creía faltar a su papel ausentándose del reino, e insistiendo Eumón en que él corría con todos los gastos, quedó decidida una romería de una semana. A hora de alba salieron los dos reyes de la ciudad, Eumón en su árabe inquieto y Egisto montando su viejo bayo Solferino, y formaban el séquito los dos ayudantes de pompas de Eumón y el oficial de inventario de Egisto, elegido porque tenía montura propia, y cerraba la compañía una mula cargada con las piernas de repuesto de Eumón, conducida por un criado etíope que en las cuestas se subía encima del petate, el cual iba envuelto en una lona blanca. Que quedaba por decir que Eumón tenía, para disimular en ellas la suya achicada temporalmente, unas piernas de madera de abedul con juego de tuercas en la rodilla, todas del mismo tamaño de su pierna natural, pero con diferente hueco, correspondiendo éste al distinto bulto de la pierna, según iba creciendo, que mermar lo. hacía en un día. Salieron a hora de alba, pues, los ilustres monarcas, y bajaron por el camino real a pasar el río por el vado del Sauce, eligiendo en la encrucijada el atajo que conduce, por entre colinas olivares, a la robleda grande, que quería mostrarle Egisto a Eumón el campo en donde, en los días de la arribada de Agamenón, pensaba salirle al encuentro a éste, poderosamente armado. El campo lo había, junto al pozo antiguo, pero no valía para justas que el colono lo había labrado, y tenía en aquel septiembre un maíz muy lucido, y en su fuero interno Egisto se alegró de aquella labranza, que desde que se le había ocurrido invitar a Eumón a visitar el campo de sus posibles hazañas estaba preocupado, no fuese el tracio a pedirle una muestra de galope y desafío, que era más que posible que supusiese una caída del viejo Solferino. Decidieron continuar por el camino real, almorzando de campo el lomo embuchado y las tortillas que había preparado de su mano la propia Clitemnestra, y que eran muy del gusto de Egisto. Llegada la hora del almuerzo lo hicieron cabe una fuente, bajo unos castaños, y pusieron los vinos a refrescar en el pilón en forma de concha jacobea, en el que caía el alegre chorro y del que revertía el agua para formar un arroyuelo que se iba de vagar por los prados costaneros. Eumón, que era más bien moreno, con los repetidos tragos de las botas aparecía colorado, y se quitaba la calor abanicándose con las propias grandes orejas, lo que era cosa digna de ver. Ofreció de postre el criado etíope unas manzanas, y acordaron todos que una siesta era lo pedido. Había un mirlo próximo, que estaba poniendo en música todo aquel dorado mediodía.

Reanudado el viaje, a media tarde, desde las ruinas de lo que había sido una antigua atalaya, la comitiva contempló en el horizonte el mar azul. Egisto se quitó el sombrero de cazador con que se tocaba e inclinó por tres veces la cabeza.

– El que uno esté como esté, pobre, la corona impedida, perdido el poder militar y olvidado en la sombra polvorienta de su palacio, no por eso deja de estar obligado a cumplir los ritos, como éste de saludar al Océano, por el cual mis antecesores en la corona llegaron a esta tierra y la conquistaron, y con el cual, según las historias, nos unen lazos de parentesco.

– Éste que aquí va -dijo Eumón indicando a uno de sus ayudantes de pompa, un hombre pequeño y moreno, picado de viruelas, que no había despegado los labios en todo el camino-, está emparentado con un pozo, que de él salió en niebla su bisabuela cuando su bisabuelo, que era mozo, le estaba dando de beber a su yegua.

– Hubo que enseñarla a hablar -añadió el ayudante-, aunque ya pasaba de los dieciocho, y como mi bisabuelo había dicho que no la tocaría hasta que diese consentimiento de palabra, aprendió en seis días el tracio, con el subjuntivo y todo. Desde aquella boda, los de mi familia saludamos a los pozos como tú saludas al mar.

El camino descendía desde los montes al mar por entre espesos bosques, y ya al final, en la llana marina, era como paseo de alameda, bordeado de mimbreras que empezaban a dorar y de altos chopos. Eumón, quien seguía dando tientas a las botas, propuso hacer noche en una posada que había antes de llegar al puerto, en la que habría una buena sopa de arroz y pollo asado, y cama limpia. El posadero conocía a Eumón, y lo recibió con alegría, disponiendo a gritos la cena, diciendo a cada uno cuál era su cama, y ordenando a un criado manco que tenía que trajese agua para que se lavasen los huéspedes. Mientras no hervía la sopa, Eumón tomó del brazo a Egisto y le rogó que se sentase con él un poco aparte, lo que hicieron los dos reyes bajo una higuera, junto a la puerta de las cuadras.

– Querido Egisto -dijo Eumón dándole una palmada amistosa al colega en la espalda-, desde que llegué a tu palacio y me hiciste confidente de tu tragedia, se me metió en la cabeza que tú y doña Clitemnestra quizás estéis viviendo una comedia de errores. Y cuando salió a relucir el asunto de la barba rubia de Agamenón, me afirmé en mis sospechas. Querido Egisto, ¿estás seguro de que el muerto era Agamenón?

Egisto miraba para Eumón, no sabiendo si aquellos eran propósitos nacidos de las abundantes libaciones, o si el tracio había reflexionado de verdad en su tragedia.

– El hombre aquel entró en la ciudad acompañado de un heraldo y dos soldados. Gritaba que era Agamenón y los soldados pedían mozas de gratis, que regresaban de la guerra de Troya. El heraldo anunciaba la presencia del rey en su torre. Y Agamenón rugió como el león.

– ¿Y después de muerto?

– Los soldados huyeron y no se volvió a saber de ellos. El heraldo, que estaba beodo, subiéndose a una almena, cayó al patio y se mató. Yo avisé a la funeraria que se hiciese un entierro de tercera, sin plañideras, que al fin, según declaración oficial, Agamenón volvía para quemar la ciudad.

– ¿Quién vio el cadáver? -insistía Eumón.

– Nadie. No lo vio nadie. Terminaron de envolverlo en el cortinón rojo y lo metieron en el ataúd. Por cierto que no servía ninguno de los ataúdes que había en la funeraria, que eran pequeños para aquel envoltorio, y hubo que hacer un ataúd como para un gigante antiguo. Ya me dijo Clitemnestra, al saberlo, que no fuese en el entierro de duelo, que haría el ridículo, yo de mediana talla y en la caja mi antecesor, enorme como un buey.

– ¿Nadie le vio la cara?

– ¡Nadie! ¡Solamente yo, que no lo había visto nunca!

– ¿Había dicho alguna vez Agamenón que se afeitaría?

– ¡Nunca! Solía jurar por su barba rubia, y en las iras se arrancaba pelos de la parte izquierda, en el mentón, con lo cual siempre tenía allí un campo ralo. ¡Hay ficha de la policía!

– Querido Egisto, dame la mano derecha, que te voy a hacer partícipe de mis secretos pensamientos. Yo me imagino ser Orestes, el príncipe. Mi padre está ausente, en la guerra. Mi madre, la blanda Clitemnestra, está en brazos de un hombre de sociedad, venido a menos, famoso cazador, llamado Egisto. Los augures, arrodillados delante de las tripas, ven, como yo veo ahora el farol de la puerta de la posada columpiarse en el espejo de tus ojos, el futuro de la polis: regresará el rey, y tú, el amante real, matarás. Queda un hijo, que es una espada vagabunda, esperando el momento de la venganza. Egisto debe morir, y morirá. La espada de Orestes es infalible. Se asegura que la hermana fugitiva, Electra, se le ha metido en la cama al hermano para impedirle dormir, y por tener un hijo en cuya sangre vaya doblada la intención de la venganza. En palacio, la otra hermana vela con una luz junto a las almenas. Fíjate en que todo está escrito. Todo lo que está escrito en un libro, eso va pasando, vive al mismo tiempo. Estás leyendo que Eumón sale de Tracia una mañana de lluvia, y lo ves cabalgar por aquel camino que va entre tojales, y pasas de repente veinte hojas, y ya está Eumón en una nave, y otras veinte, y Eumón pasea por Constantinopla con un quitasol, y otras cincuenta, y Eumón, anciano, en su lecho de muerte, se despide de sus perros favoritos, al tiempo que vuelve a la página primera, recordando la dulce lluvia de su primer viaje. Pues bien, Orestes se sale de página. Orestes está impaciente. No quiere estar en la página ciento cincuenta esperando a que llegue la hora de la venganza. Se va a adelantar. No quiere perder sus años de mocedad en la espera de la hora propicia. Está cansado de escuchar a Electra. No quiere estar atado de por vida al vaticinio fatal. Quiere vivir la libertad de la tierra y de los mares, está enamorado de una princesa de una isla, tiene naves y caballos, recibe cartas de emperadores que quieren alquilarlo por general en jefe, le gusta escuchar música o jugar al polo, o a las cartas. Y decide ir a buscarte y darte muerte.

– Pero no tenía todavía motivos. Yo no había rematado a Agamenón.

– ¡Ni le importa! Tú tienes que matar a Agamenón el día en que el rey regrese. Orestes tiene que ir a matarte a ti, porque tú has dado muerte a Agamenón. Pero, para Orestes, su intervención se reduce a matar a Egisto. Muerto Egisto, se acabó su papel. Hace mutis y se va a sus vagancias. Si se adelanta y te mata, evita la muerte de su padre, lo que no le importa, y finiquita su obligación. Además, que le da asco que te acuestes con su madre.

– ¡No hay otro más higiénico que yo! -se asombró Egisto.

– ¡El asco no es por lo físico! Orestes quiere salir de la rueda, vivir libre. Y finge ser Agamenón que regresa. Se disfraza, disfraza a sus criados, imita el rugido paterno.

– ¿Yo maté a Orestes? -pregunta Egisto poniéndose de pie, cruzando los brazos sobre el pecho.

– ¡Casi seguro! El muchacho había bebido para darse ánimos. En puridad, matarte a ti en aquel momento era matar a un inocente. Eras el querido de su madre, eso sí. ¡Lo único! Y si infaliblemente te hubiese dado muerte llegando en su momento a vengarse, en aquella ocasión, borracho e impaciente, no tenía ninguna probabilidad. Lo mató la prisa juvenil.

– ¿Y Agamenón?

– ¡Habrá muerto en Troya, o andará por ahí buscando empleo!

A Eumón, de tanto como había hablado seguido, se le secó la boca y fue a echar un trago y a ver cómo andaba la cena. Egisto se sentó en las raíces de la higuera y consideró todo lo dicho por el tracio. ¿Habría estado todos aquellos años esperando a un Orestes que estaba muerto y enterrado? ¡Su gran enemigo, su matador, podrido en la tierra, envuelto en el cortinón rojo! ¿Cómo estar seguro? Porque sin una prueba irrefutable lo dicho por Eumón no lo libraba de la larga, paciente, temerosa espera. ¿ Le contaría las sospechas de Eumón a Clitemnestra? ¡Orestes muerto! ¡Por eso no daba nadie con él!

Silbó como echando el miedo de su pecho, y se dirigió a la posada, en la que entró preguntando cómo estaba la sopa y pidiendo un vasito de anisete, que siempre que cabalgaba varias horas necesitaba un carminativo.

V

Madrugando al siguiente día para ir hacia el puerto, que un campesino que llevaba al mercado dos sacos de manzanas, bien estibados en las parihuelas de su asno, avisó que se avistaba navío griego, antes de montar hizo Egisto un aparte con Eumón, y recordándole su discurso de la noche pasada, le preguntó si creía verdaderamente que el muerto de la escalera de palacio era Orestes.

– El vino me hizo confuso parlanchín, amigo Egisto, y me limité a decir en voz alta mis más secretas deliberaciones. En mi país paso por intelectual escéptico, y no veas en mis palabras de ayer otra cosa que no sea un intento de ayudarte a hacer más llevadera tu terrible espera. El muerto puede ser Orestes, o no serlo. Lo que importa es que tú tengas la seguridad, o la esperanza, de que lo haya sido. Unos días estarás cierto de ello, y otros no. Pero, con las dudas, tu vida será diferente. Un hombre que duda es un hombre libre, y el dudoso llega a ser poético soñador, por la necesidad espiritual de certezas, querido colega. La filosofía no consiste en saber si son más reales las manzanas de ese labriego o las que yo sueño, sino en saber cuál de las dos tienen más dulce aroma. Pero esto es arte mayor. Bástete saber que tu vida será diferente con las dudas, como te decía, y que si es lo mismo morir de Orestes que de una fiebre sabatina, a la fiebre no la tienes por visita irremediable.

– ¡Es que si no fuese Agamenón el muerto, quedo disminuido en la tragedia! -casi sollozó Egisto.

– ¡Tu valor no se discute, amigo! -afirmó Eumón abrazándolo-. Ya verás como si profundizas en el asunto, terminas saliendo del escenario para platea, ves el argumento con nuevos ojos y acabas separando de ti el Egisto regicida!

No entendió muy bien Egisto toda aquella reflexión del intelectual tracio, pero se sintió animado al ver lo que a su colega filósofo, lo que era un descubrimiento, le había preocupado su pleito. Ayudaba la mañana a un ánimo ledo, que era de esas límpidas de principios del otoño, cuando sopla suroeste y la luz parece surgir de la tierra misma. Las palomas picoteaban por entre las patas de los caballos, y desde su jaula en el dintel de la puerta de la posada despedía a los viajeros el jilguero. Se escuchaba próxima la respiración del mar, y Egisto admiraba el vuelo grave de las gaviotas.

La nave griega que se esperaba llegó puntual, y antes de que comenzase la descarga de mercancía, que la más de ella eran serones de higos y barricas de vino, descendieron los pocos pasajeros, y entre ellos uno mozo, que con la mano derecha sujetaba por el mástil un laúd italiano. Vestía de verde, y no cubría la alborotada cabellera rubia. Eumón y Egisto se habían sentado en unos sacos de centeno, contemplando la maniobra y curioseando el pasaje.

– A mí -dijo Eumón- lo que más me gusta de la arribada de una nave es que descienda de ella una hermosa mujer desconocida. Ahora estamos disfrazados, por exigencias de tu incógnito, pero yo en estos casos me visto de gala, anuncio que soy rey tracio y me pongo en el muelle a contemplar el atraque y el desembarque, jugando distraído con monedas de oro, y de vez en cuando dejando caer una al suelo, que recoge uno de mis ayudantes de pompa, que anda alerta no se pierda. La hermosa mujer desconocida busca con la mirada de sus ojos verdes a quién preguntar dónde es la posta, y me ve a mí y se acerca, y entre reverencias la instruyo, y me ofrezco a acompañarla y darle custodia, si se dispone a viajar por caminos solitarios.

– ¿Y en qué acostumbra a parar el asunto? -inquirió Egisto.

– Si te he de decir la verdad, lo más bonito es que todo quede en una despedida muy sentida, la dama en su caballo disponiéndose a partir, y yo acercándome presuroso, como movido por una fuerza ciega, y besándole el pie apasionadamente. A veces me propaso hasta el tobillo. Lo que no quiere decir que no se me hayan entregado algunas, ya por obsequios, ya por insistencia en la ronda, ya por hallarse muy lejos de su patria. Pero, ya te digo, lo mejor de la llegada de una nave es la expectación de si habrá o no desconocida.

No la hubo en aquella ocasión, y los dos reyes se dirigieron al mozo del laúd, presentándose como correos que esperaban navío que viajase hacia Occidente.

– Somos latinos -dijo Eumón el tracio-, y de oficio correos, y venimos de recorrer toda Grecia en busca de un tal Orestes, para entregarle un pliego sellado.

– Yo -respondió el mozo- soy de nación hiperbórea, y en ella nunca se pronunció tal nombre, que no somos tan sonoros. Este es el primer viaje que hago, con permiso de mis señores padres y después de haber aprendido la lengua en que estamos hablando de boca y estilo de un prisionero de guerra. El motivo de mi viaje es escuchar sirenas, y trasponer sus tonadas para laúd, y desembarco en este puerto averiguando si modernamente, en las playas próximas, ha sido oída alguna de estas señoras.

El mozo rubio arrancó de su laúd unas voces melodiosas, e hizo una graciosa reverencia. Sonreía con los ojos azules, y toda su figura era el cromo de la alegre mocedad en una revista ilustrada.

Intervino entonces en la conversación uno pequeño y gordo, amulatado, que mascaba caña amarga y la espumilla rojiza le quedaba en la comisura de los labios, el cual había estado hasta entonces muy afanado pintando con brocha gorda una seña en colorado en los sacos de centeno en los que se habían sentado los dos reyes.

– Soy siríaco, y llevo diez años en este puerto en el trato del centeno, ilustres extranjeros, y nunca supe que por esta parte cantase la sirena, y no se me hubiese escapado la noticia, porque como todos los de Damasco, criados en el bazar, soy muy amigo de novedades. Además, por herencia de un tío mío, de familia de pilotos levantinos, tengo en un pergamino tres cláusulas interrogantes para sirenas, a las que estas damas de la mar no pueden negarse a responder, y me gustaría hacer la prueba.

El siríaco tenía ojos negros de muy vivo mirar, como si estuviese guardando cuatro tiendas a la vez, y por más señas le faltaban dos dientes y tenía la mano derecha cubierta de verrugas azuladas. A preguntas de Eumón y de Egisto se negó a decir cuál era el tema de esas cláusulas interrogantes, y en la respuesta trató a Egisto muy respetuosamente, dándole de señoría y haciendo como un intento de inclinar la cabeza. El tracio se fijó, y se dijo que quizás el siríaco hubiese ido tierra adentro a comprar grano, y reconociese a Egisto por haberlo visto en alguna procesión. Dado que no bajaba dama del barco, y que no había mayores novedades en el puerto, convidó a Eumón a unas jarras de vino en la taberna, que tenía un salido cubierto de cañizo.

– ¡Brindo por las sirenas cantoras! -dijo Eumón levantando su jarra.

– En los mares de mi país, las que hay son silenciosas, y andan tristes, sombras somnolientas que se dejan llevar por las olas de aquí para allá, ven pasar indiferentes los navíos y no responden a los galanes que les ofrecen alma y cuerpo. La culpa del silencio sirenal de aquel norte -prosiguió el mozo del laúd- la tuvo un misionero irlandés, que en su isla está en los altares, y se llamó o llama Tigearnail de Clones. El monje era muy ascético, y cuando acudió a evangelizar mi provincia, nos quitó del aquavitae y del baile agarrado, y habiendo llegado a sus oídos que muchos jóvenes salían al mar a escuchar sirenas, y los más entusiastas se entregaban con estas cálidas al amor carnal, aunque sabían que en ello les iba la vida, y viendo en un arenal a un caballero barbilampiño, llorado de progenitores y parientes, ahogado por la flor marinera que lo había desvirgado, se empeñó en librarnos de aquella plaga. Volvió por cierto tiempo a su isla, y encerrándose en una biblioteca que fuera de san Patricio, aprendió en los libros de ars magna un gran secreto que toca a la naturaleza del canto de las sirenas. La cosa es que la sirena, cuando canta, lo que sale de su boca se condensa caliente en el aire, en una como nubecilla que de lejos alguien tomaría por un ave marina, y cuando la sirena termina su canto, se queda sin voz hasta que dicha simulada ave o nube, enfriándose al no recibir ayuda de boca de la sirena, desciende, y la sirena la aspira, y ya puede repetir el concierto. Las sirenas, que cada una tiene su canción, juegan a robarse unas a otras el repertorio. Y san Tigearnail de Clones mandó tejer a cuenta del patrimonio real una gran red de más de doscientas varas de lado, de finísima malla, y educando dos docenas de cuervos que había traído de lrlanda en sostenerla en el aire, mandó que se propalase que el príncipe heredero, de quince años, lindo como un limón maduro, salía a sirenas con un ardor que su padre no podía contener. Y las sirenas todas, por ver cuál de ellas disfrutaba de aquel bomboncito, se apiñaron en un estrecho, y viendo pasar la barra una barca con brioso y solitario remero, y el brillo de las cadenas de oro que llevaba alrededor del cuello era como si de día compitiese con el sol una luz de faro, soltaron cada una sus coplas de encanto, y cuando todas las músicas estuvieron en el aire, gaviotas hechas como de vilanos estivales, y se produjo el instante silencioso de la recuperación del canto, a una seña del misionero los cuervos gaélicos dejaron caer la red. Recogida,

fue quemada con todas las canciones cautivas, y éste es, señores, el motivo del silencio dolorido de las sirenas címarianas.

– ¿Y había príncipe heredero? -preguntó el siríaco.

– No, que el remador era un lego, acólito de san Tígearnail, y he de contar como nota curiosa que, pese a los detentebala y escapularios de defensa que llevaba en su pecho, lo encandilaron los cantos a la vez de aquellas hermosas, cuyas desnudas formas adivinaba en las ondas, y bien alimentado como estaba y continente como fuera toda su vida, se le acumuló en la sangre el licor venéreo, y reventó por las partes.

– ¡Nunca tal pasó con mis garañones -comentó Eumón-, y eso que a alguno tuve a dieta un año largo!

Pasaron el día los reyes paseando por el puerto, dando una vuelta en lancha, recogiendo caracolas, acompañados del mozo del laúd, quien les dio un concierto, y nunca Egisto había logrado, desde los años de la adolescencia, horas más felices. Cuando regresaron a la taberna, ya tenía el siríaco preparada la cena, y levantada una tienda de lona y pieles para que durmiesen dentro de ella, en cojines de pluma, aquellos forasteros. El orégano del adobo del cordero perfumaba el atardecer.

VI

– Me llamo Ragel -dijo el siríaco mientras se ceñía por enésima vez la faja, que debía parecerle que cada vez que se apretaba se quitaba la barriga-, y siendo todavía un niño me pusieron mis padres a servir, que éramos doce hermanos, y en casa no había piñones para tantos. Tuve muchos amos, los más de ellos mercaderes, ya de telas, ya de granos, y con el dinero que pude ir ahorrando, que no fue mucho debido a mi gula, nacida quizá de que no se me pasa nunca el recuerdo de las hambres infantiles y temo que vuelvan, y entonces devoro un cordero entero, o media docena de gallinas con arroz; digo que con el dinero que fui ahorrando me establecí en esta ribera, y ahora comercio en cereales, yendo a comprar centeno y avena en las ferias del Vado de la Torre, donde soy muy apreciado por la señora condesa doña Inés la Amorosa, porque le cuento piezas de teatro y le explico puntos de lana, que de un amo escocés que tuve, que vino a cazar centauros a la Hélade Firme, aprendí a calcetar en las largas horas de la espera.

El siríaco al hablar se dirigía siempre a Egisto, como olvidado del resto de la compañía, y fue a Egisto a quien sirvió primero, ofreciéndole las que creía las mejores tajadas, y abriendo para él la sesada, y preparándosela con perejil y bayas de enebro.

– ¿ Y tu don escocés encontró centauros? -preguntó uno de los ayudantes de pompa de Eumón, el más flaco y pequeño, buen cabalgador, que respondía por Cirilo.

– No encontró centauros vivos mi amo don escocés, pero en la cueva en la que tuvo que refugiarse un día de horrible tempestad halló el esqueleto de uno, y pasamos allí dos semanas lavando los huesos y numerándolos, y eran en total ciento nueve, y mi amo decía que aquella cifra contradecía la ciencia anatómica paduana, de lo que parecía muy satisfecho. Se llevó el esqueleto en tres cajas precintadas, y me dejó de recuerdo seis agujas de calcetar y una gorra a cuadros rojos y verdes, que mucho sentí perderla, que un día en que paseaba por el muelle vino una ventalada súbitamente y me la arrancó de la cabeza, llevándola al mar.

El oficial Cirilo pidió permiso a Eumón para contar una historia, a lo que el rey accedió gustoso. Estaban todos sentados en sus cojines alrededor del fuego, haciéndose lenguas de la generosidad de Ragel, pródigo ahora en limonada y en melones dulces, y Egisto había llamado a su vera a su oficial de inventario, que parecía mustio y distraído, como que estuviese pensando en cosas que pasaban a mil leguas. No se quitaba el ancho sombrero marrón con toquilla carmesí, cuyas alas le ensombrecían medio rostro, y en el viaje se retrasaba siempre un poco, evitando la conversación con los ayudantes tracios. Gastaba bigote, rubio, espeso y caído, y tenía las manos muy blancas. El sirio Ragel alimentó el fuego con unas astillas de roble bravo y virutas de aliso, que se consumen en azul. Y Cirilo contó:

– En un valle entre montañas, en mi país natal, nació un niño cuyas orejas, siendo nuestra nación ya abastecida de ellas en exceso, sorprendieron por lo grandes, peludas y puntiagudas, y desde que el niño nació, las orejas no cesaban de crecer, tanto que cuando el crío fue destetado, y entre nosotros se usa hacerlo al año justo, las orejas eran mayores que todo el cuerpo y le caían como dos alas negras hasta el suelo. Para que el infante aprendiese a andar, discurrieron ponerle un artilugio en el cuello, que era un aro de madera del que salían dos varas, y a éstas se ataban las orejas. Pero el niño, que aprender aprendió a caminar, se cansaba, y habiendo ido a verlo, por las noticias que le llegaron del caso, el gobernador de la provincia le regaló un caballito enano. El niño, bien atado a su bayo, hacía su vida montado, comiendo y aprendiendo el alfabeto, apurando las necesidades en vejigas, haciendo recados, y finalmente durmiendo sin apearse, que buscó el truco de que el caballito se echase de panza, apoyada la cabeza en un haz de paja, con lo cual el niño, que se llamaba Critón, podía desbruzarse como en almohada de cama. Se comentaba el asunto en todo el país, y los padres de Critón decidieron cobrar a los que llegaban curiosos a ver el teratillo, a quien ya llamaban el centauro de Tracia. Y de boca de pastores, un día de viento favorable, debió de llegar a un campo de centauros veros la noticia de que había uno de muestra en un valle de Tracia, y el cabeza de los centauros mandó hacer un censo por si se había traspapelado alguno, y no, que estaban codos en el campo; visto esto se pasó a averiguar cuál centauro se había deslizado hasta mi valle en busca de moza, sin dar parte a una oficina que hay entre ellos, que concede salvoconductos para incumplir el sexto con humanas de religión ortodoxa, que para las otras hay libertad. Y por un pastor viejo que era apreciado entre centauros por haberles enseñado a distinguir las hierbas purgantes y a silbar en caramillo de juncos, y regalado un plano de París de noche, pidieron permiso aquellos para enviar un embajador a reconocer a su congénere. Concedido éste, una mañana galopó hasta mi aldea un hermoso centauro, la capa hípica de percherón normando y la parte humanal pilosa en trigueño, el rostro bien barbado y noble, los ojos claros y la cabellera trenzada sobre la nuca. Fue bien recibido, aceptó una jarra de cerveza, y se le explicó por el alcalde de barrio que no era tal centauro lo que había, que eso era hipérbole como anuncio de barraca de feria, y que lo que había era un niño orejudo y un bayo enano. Sin perder el centauro la cortesía, pero notándosele el cabreo, rogó que se olvidasen de llamar centauro de Tracia a aquella anormalidad, que la palabra centauro era marca registrada en Homero y en Plinio, entre otros, y que no podía usarse a capricho, y que lo que era un centauro, bien a la vista estaba. Hizo muestras de trote y de galope, tendió el arco, relinchó, y después de hacer unos pasos de escuela española, se sostuvo en el aire, apoyándose en el erecto miembro jaspeado. Y se fue, saludando a las mujeres que aplaudían. Yo estaba allí, encaramado a una cerca de madera, y no le quité ojo durante toda la embajada. ¡No se me olvidará nunca!

– A mi patrón escocés, que se llamaba sir Andrea, le preocupaba dónde tendrían los centauros el ombligo, si en el vientre humano o en el caballar. ¿ Pudiste fijarte en ello?

– Me fijé. Los centauros tienen el ombligo en su vientre humano.

Fue muy apreciada la historia contada por Cirilo, y Ragel comentó que lamentaba no tener la dirección en Escocia de sir Andrea, que le escribiría dándole una novedad tan importante para el progreso de las ciencias como era la del ombligo centáurico.

El fuego se apagaba, y el sueño tomaba por los ojos a los viajeros, ayudándose del canto del mar, que es como escuchar moverse una cuna. Envueltos en sus mantas se echaron en los muelles cojines, y a poco dormían todos, con gran variedad de ronquidos, menos Ragel, que vigilaba sentado a lo moro junto al brasero. Cuando el siríaco consideró a todos sumergidos en el profundo sueño primero, se deslizó hacia Egisto, y, sacudiéndolo de un brazo lo despertó, rogándole, cuando le vio abrir los ojos, que callase y lo siguiese fuera de la tienda. Egisto se aseguró de que llevaba el largo puñal a mano y la bolsa con las tres monedas en las bragas, y salió silencioso como le pedía Ragel, el cual al verlo fuera de la tienda se arrodilló y le besó la mano.

– Tú eres el rey Egisto, y yo soy tu criado Ragel el Sirio, a sueldo de tu registro de forasteros y a la escucha de la venida de Orestes. Te reconocí por haberte visto una vez en el hipódromo.

Egisto explicó a Ragel el porqué de aquel viaje, y que callase su descubrimiento, que no debía saberse nunca que, esperándose de un año para otro la venida de Orestes, el rey Egisto salía de vacaciones pagadas.

– No te hubiera molestado, mi señor, si no fuese que me urge recordarte que hace cuarenta y dos meses que no recibo paga alguna, y el trato del centeno anda mal, con la guerra de los Ducados y con la carga de alimentar a los que huyen de ella y se apiñan en los campos del Vado de la Torre, a la limosna de la condesa doña Inés. Y además porque es mi obligación prevenirte contra ese que llamas tu oficial de inventario. Puede decirse, mi señor Egisto, que yo huelo mismo los disfraces. Orestes no es, pero bien podría ser su criado Flegelón, que es el espía de los espías de tu hijastro.

Dijo esto Ragel, y a Egisto le entró la risa, y cogiendo del brazo al siríaco se apartaron de la tienda y caminaron por la arena, y Egisto no dejaba de reír y de apretar el brazo de Ragel.

– ¡Tienes olfato! Y cuando te cuente que acertaste en lo que se refiere al disfraz de mi oficial, también verás por qué no puedo pagarte los atrasos de que me hablas, y créeme que me gustaría hacerlo, ya que pareces tan fiel. Mi oficial de inventario verdadero, un tal Jacinto, sufrió hará cinco años un ataque del que quedó paralítico del lado derecho, y sin habla, y en su cama está, llagado y dolorido, esperando la muerte. El uniforme de oficial de inventario era de él, comprado con adelantos sobre su sueldo. Ahora yo no podía nombrar un nuevo oficial de inventario, que no tengo con qué pagarlo, ni con qué comprar un uniforme nuevo. Ni siquiera tengo suelto, amigo Ragel, para comprarle a la mujer de Jacinto el uniforme de su marido. ¡Así andan las casas reales! Y por invención de la susodicha mujer llegamos a un acuerdo, que fue que una cuñada del baldado se hiciese pasar por hombre, pegándose un bigote y vistiendo el uniforme, y así el sueldo, o la esperanza de sueldo, mejor, quedaba en la misma casa. Y como yo no puedo pasar sin oficial de inventario, que el inventario es una de las columnas de la monarquía bien ordenada, acepté la propuesta. De modo, Ragel, que mi oficial es una mujer honrada, lavandera que fue de la inclusa, y por eso sabe llevar muy bien, con cruces y palotes, el apunte de las prendas interiores y exteriores, y no ese Flegelón de que hablas, ojo derecho de mi hijastro Orestes.

VII

Clitemnestra esperaba sin impaciencia el regreso de Egisto, aunque nunca se habían separado desde el día de los amores, y pasaba aquellos días consumiendo las más de las horas pintando a la acuarela las etiquetas para los frascos de mermelada de mora y para las cajas de jalea de membrillo, que eran ambas un triunfo de su confitería, y después del almuerzo salía a pasear por la terraza, llevando en brazos al gato Tinín y jugando con una sombrilla napolitana de flequillo. Ahora no podía bajar a pasear por los jardines, que los dos criados que quedaban en palacio de la antigua familia de siervos los habían transformado, parte en huerto -en el que cosechaban excelentes ajos y muy buena remolacha de mesa- y parte en prado, aprovechando para riego el agua del baño donde sumergían sus cuerpos los antiguos reyes antes de ser ungidos. En este prado pacía la vaca frisona, muy lechera, única que quedaba de la ganadería regia, y la leche y lo que daban las crías se repartía a medias entre el rey y los dos criados. De tierras aforadas de la herencia materna de Egisto llegaban en otoño a las arcas reales parvas rentas de centeno y de miel, y por Adviento algo de vino y unas pruebas de cerdo. De esto, y de una gratificación para sal y pimienta que el Senado acordaba cada enero, vivía la augusta familia. De los días agamenónicos quedaron en el palacio dos armarios con camisas, que fueron arreglándose para Egisto, y la sobra de falda sirvió para pañuelos de nariz, y en el guardarropa del rey se hallaron dos docenas de capas. Éstas las reclamó para sí doña Clitemnestra, y cada año gastaba una en hacerse un traje nuevo, siempre con mucho escote, y se daba mucho arte para el adorno de abalorios y de cintas al traspaso. Cuando la reina estrenaba traje, mandaba la noticia a la Gaceta, que la publicaran en primera página, en recuadro. La reina le preguntaba al oficial de inventario si las señoras de la aristocracia seguían su moda, y éste le respondía que bien quisieran todas, pero que unas damas no se atrevían a imitar la majestad, y otras no hallaban modista que diese con el punto en el corte de falda o de corpiño, o de la manga japonesa.

Clitemnestra era una mujer más bien pequeña, y lo que sobresalía en ella era la blancura de su piel. En la redonda cara reposaban dos grandes ojos castaños y serenos, y pese al pelo rubio, cejas y pestañas las tenía negras. Lo que los ojos tenían de quietos, lo tenía su boca de movible, que siempre estaba haciendo mohínes, mojando los labios con la puntita de la lengua, iniciando un silbido o imitando pájaros. Abundante de pecho, era muy delgada de cintura, y apretaba el corsé inglés lo que podía, aun a costa de una respiración dificultosa, que por otra parte la ruborizaba deliciosamente.

Clitemnestra nunca declaraba su edad, y desde que el marido zarpó para la guerra y entró en la tragedia, daba las fechas por un vestido que estrenara, por el temporal que estropeó las claraboyas o por una caída que tuviera. Era en el razonar confusa, en el hablar voluble, y nunca sabía terminar una historia; le salían ramas en cada párrafo, y por ellas se iba poco menos que gorjeando, que su decir era una mezcla de grititos, risas, suspiros, confidencias, lágrimas, voces de mando, citar con sus abuelos y mucho «¡ya lo decía yo!», y estando en la mayor animación, de pronto callaba y se quedaba mirando para el techo, como si viese volar mariposas, con la boca entreabierta y la cabeza ladeada. En algunas de estas ocasiones, Egisto se ponía a cuatro patas y comenzaba a ladrar, y entonces Clitemnestra salía de su ensoñación y gritaba pidiendo socorro, abrazándose al primero que encontraba. Y de este comportamiento de Clitemnestra en todo susto con perro, comenzó Egisto a sacar algo que no eran celos, pero lo parecían, considerando que si en un paseo solitario de Clitemnestra saliese un can ladrando hacia sus finos tobillos, la reina se abrazaría, verbigracia, al capitán de lanzas, que casualmente pasaba por allí, regresando del mercado, como solía, de comprar un tubo de fijapelo, o al dependiente de la joyería que venía a ofrecer un anillo con piedra meteorítica, bueno para el reuma, y el galán, espantando al animal, se aprovechase de la señora reina, que tardaba en salir del susto. Tentado estuvo Egisto una tarde, en la que aparecía Clitemnestra especialmente distraída, de hacer una prueba en la terraza, usando un sordomudo demócrata que servía en el riego de rosales, y que además de sus opiniones políticas, era propalado de rijoso por las criadas. El rey estaría escondido tras una columna para impedir que el hecho se consumase.

Profundizando en el tema, Egisto se decía que así como la reina cayó en sus brazos por el susto del pisotón del galgo, pudo haber caído en brazos de otro por el pisotón de un foxterrier, lo cual quitaba todo el mérito a su conquista de la reina moza, a sus canciones y flores, a sus suspiros y serenatas, y Clitemnestra, entregada una vez, por propia dignidad no tendría más remedio que confesarse enamorada de Egisto, disculpando con la joya brillante de un gran amor la súbita caída. Y así, pues, fue casualidad el que Egisto se transformase en el matador de Agamenón y en la víctima de Orestes. ¡Parecía todo aquello asunto de novela psicológica!

Clitemnestra se sentó en un diván en un rincón del gran salón, y cuando llevaba allí media hora, hundida en un mar de viejos cojines, los más de ellos rotos o descosidos y soltando pluma, se acordó de que no había música ni sesión de lectura, que hacía más de diez años que había muerto Solotetes. Estos olvidos le sucedían con frecuencia, especialmente en otoño, cuando se ponía a régimen de compota de manzana, que es tan evasiva. Y recordando a Solotetes se echó a llorar, mientras alcanzaba un espejo de mano, que no lloraba bien si no tenía el mirador delante. El tal Solotetes había llegado de enano a palacio, recién casada ella con Agamenón, y sus padres, no valiendo el mozo para servicios armados por su poca talla, lo habían educado en cítara, lenguas y arte de la lectura. Se ponía de pie en un tablado, y a la luz de un farol -encendido aunque la lectura la hiciese a mediodía y en la terraza-, leía las novelas alejandrinas, imitando voces, pasos y ruidos, el galope de un caballo, el ladrido lejano de los perros, un niño que llora hambriento, una moza que canta en una viña, un suizo que pone en hora un reloj de cuco, una campana de ermita cercana al mar, un etíope que estornuda porque ha llegado al paralelo 17 viajando a llevarle un recado a Otelo, el gallo matinal, el ratón que come una nuez, el alguacil toledano que llama a la puerta de un judío, el gato en celo, el viento lebeche, el suspirar de una romana, la caída de las gotas de veneno en el vaso de limonada y el rodar de una moneda de oro que cae en suelo de mármol y va a perderse debajo de una alfombra pérsica. Esto último lo imitaba tan bien, que una vez que lo hizo en la procesión de San Basilio volvió la cabeza el arzobispo, alarmado, creyendo que era una onza que tenía escondida en la tiara, no se la llevase un sobrino suyo, fabricante quebrado de cosméticos, que estaba procesado por corrupción de menores. La gracia de Agamenón era meter el enano en una piel de liebre y echarlo en el patio a los galgos. Cuando los perros se acercaban veloces, venadores al fin, el enano imitaba el horrible cacareo de la gallina búho del Ponto Euxino, y los galgos se detenían y no osaban atacar, pese a que Agamenón los azuzaba. La dicha gallina búho sale en la infeliz historia de Persílida y Trimalción, amantes desventurados, que ella parió en una playa, de un pirata, mientras él estaba en prisiones del tirano de Siracusa por negarse a vestir de mujer y hacerle los gustos al soberano. Al final de la novela se encontraban en una inundación, y Trimalción reconocía el niño en una lancha de salvamento.

Clitemnestra terminó de recordar a Solotetes, se enjugó las lágrimas y se dirigió a la cocina a hervir la leche, que su cena era un tazón de ella, endulzada con dos cucharadas de miel. Comenzaba a anochecer. La reina tuvo un escalofrío melancólico. Ya en el dormitorio regio, se desnudó rápidamente y espulgó la camisa a la luz del candil. La cama era inmensa, situada en un estrado de seis escalones, bajo un zodíaco de bronce, del que colgaba un paño azul en el que estaba pintado el rapto de Europa. A Clitemnestra le gustaba, porque el toro se parecía a Egisto en la mirada. Por cierto, que en todo el día no había tenido tiempo de acordarse del amante esposo, que andaría por la orilla del mar contemplando naves. A Clitemnestra le gustaría hacer una navegación como las que leía Solotetes, anclando el barco en una pequeña bahía una noche de luna llena. Le dificultaba ahora el embarque el elegir el traje que más la favorecería, y dudando entre uno blanco, de piqué, o una bata a rayas rojas y amarillas, regoldó, y se durmió con el agrio de un buchizo de leche que le había subido a la boca, como a niño que acaba de mamar.

VIII

Después de pasar la mañana caminando por la ribera, haciendo carreras los ayudantes de pompa de Eumón por la playa, pisando espuma de las ondas moribundas los cascos de los pesados percherones; viendo en los pequeños puertos llegar las barcas con las abundantes caladas, y Ragel, que se había unido a la compañía, conocía la diversidad de peces y los nombraba, ya por Aristóteles, ya por Linneo, hicieron en el atrio cubierto de una ermita abandonada, antaño dedicada a san Evencio Estilita, un almuerzo de salmonetes egeos, que dijo el siríaco que estaban en sazón. El vino del país era un blanco alegre, levemente dulzón, y tan cordial en el abrazo que parecía un viajero más de aquella compañía en vacaciones. Los salmonetes los cocinó a las finas hierbas un marinero viejo, manco del izquierdo, que usaba la ermita para almacén de salazón, quien les mostró a los viajeros la columna sobre la cual, en días de antaño, había estado la imagen del patrón, y se decía que el que lograse subir a ella, y permaneciese allá arriba en oración durante todo un día, al cumplirse las veinticuatro horas, si no estaba en pecado mortal, vería todo el oro que estaba perdido en el país, y brillar los tesoros ocultos de los filibusteros.

– Se cuenta de un tal Andión que subió, y estuvo las horas precisas, y amaneciendo vio dos cuernos de oro mismo en lo que debía de ser el desván abierto de su casa, donde colgaba el pulpo seco, y se tiró de la columna abajo, y corrió, diciéndose por el camino cómo no había visto nunca aquella riqueza en su casa, y cuando llegó a su desván descubrió que el tesoro tenía dueño, que los cuernos lo eran de un sátiro elegante, que vestía los suyos con oricalco, y en su ausencia araba en su mujer.

Probaron todos a subir a la columna, y no era fácil, tan lisa y alta tres varas, pero Eumón lo logró, quitándose la pierna de madera, y utilizando la infantil como de faja de despuntador de cipreses.

Habían discurrido pasar la noche en las ruinas del faro, que fuera el de aquella costa tan famoso como el de Alejandría o el de Malta, y era fama que había sido construido metiendo de cimiento, con la primera piedra, el cadáver de un tritón adulto con su bocina. El faro estaba situado en el extremo de una larga punta de roca oscura, y quedaban de él la alta torre y una sala de columnas. El mar rompía sonoro, y las gaviotas hacían y deshacían en el aire un techo de alas.

Preguntó Eumón al siríaco si perturbaría la navegación el encender en las luminarias más altas una hoguera, a lo que contestó Ragel que no, que por lo que él sabía el faro seguía en las cartas, aunque dado de ciego por avería, y se ofreció a subir por si funcionaban las tapaderas de los deslumbres, que son unas piezas de latón que se manejan desde abajo con cuerdas, como quien toca campanas. Subió Ragel ágil el caracol de la escalera, y regresó con la nueva de que las tapaderas funcionaban, y que bastaría con aceitar el eje, y que anudando las cuerdas del petate de las piernas postizas de Eumón a los cabos que colgaban, restos del uso pasado, él se comprometía a armar el juego. Leña había bastante en el entresuelo. Los viajeros se acomodaron en la sala de columnas, al abrigo del vendaval, habiendo uno de los ayudantes de pompa fabricado una escoba con unas ramas y barrido un rincón, y el oficial de inventario ayudó a Ragel a engrasar el eje de las tapaderas con el aceite refinado que llevaba en sus alforjas en una alcuza, que siempre desayunaba con pan remojado en óleo.

Poniéndose el sol, acudió una mujer con la cena que había encargado Eumón en la aldea vecina, y la portaba en una cesta de mimbre dorado, cubierta con un mantel muy blanco, y consistía la tal cena en un surtido de empanadillas de anchoa y en mojama con aceitunas, con un postre de pichón en vino dulce. La mujer estaba en los treinta, y era una morena sonriente, de pecho suelto y pierna fina, y le gustó a Eumón, que no le quitaba ojo. El rey tracio la convidó a cenar y a quedarse a ver el juego de luces del faro. La mujer dijo que no podía quedarse, que se llamaba Erminia y que tenía dos hermanos pequeños, que su padre se había casado de segundas, y un novio carpintero de ribera, con el que pensaba casarse para Pascua Florida y con el que parrafeaba de crepúsculo, que era la moda, y que el juego del faro lo vería muy bien desde la puerta de su casa, la tercera a la derecha saliendo de la aldea hacia el camino real. Miró para Eumón al decir esto, como si le estuviese dando la dirección, no fuese a perderse, y cobrando de manos del mismo Eumón, quien fue generoso en la propina, cogió la cesta apoyándola en la cintura, se echó como un manto el blanco mantel por la cabeza y se marchó dando alegres buenas noches. Eumón se levantó y se acercó a la puerta para verla caminar por el estrecho sendero entre las rocas, y en el silencio de la noche y sobre el respirar del mar se oyó el cantar de la mujer. Todos escucharon atentos, sorprendidos de aquella apasionada voz que se alejaba en la noche.

– ¡Así será el canto de la sirena! -dijo Ragel al mozo del laúd, quien acariciaba las cuerdas del instrumento, como queriendo aprehender en ellas el amoroso canto.

– ¡Así será! -dijo Eumón, sentándose, y tomando con ambas manos una jarra de vino, y bebiendo bien más largo de como acostumbraba.

Llegó desde el mar la noche, salió el creciente de parte de tierra, y se asomaron a sus ventanas las parpadeantes estrellas. El viento había caído, y solamente se escuchaba el juego de las olas entre las rocas. Egisto, que había buscado en su maleta un calcetín de lana y se lo había puesto de gorro, que le temía a la rosada nocturna, dijo que ya era hora de encender el faro, lo que subió a hacer Ragel, encargándose los ayudantes de pompa de tirar de las cuerdas. Los dos reyes salieron a un montículo próximo, acompañados del hiperbóreo del laúd, y pocas cosas de las que habían visto en su vida les gustaron tanto a los reyes como el alumbrar del faro, haciendo señas variadas en las tinieblas, abriendo y cerrando los ojos, derramando en el aire, con la ayuda de la lengua del viento, una lluvia dorada de llamas. El músico hizo decir a su laúd una música soñadora, hecha de susurros en las cuerdas graves y de brincos alegres en la prima. Los dos reyes creyeron hallarse en el mar, dueños de navíos, hábiles pilotos, deslizándose en la noche, guiados por la luz del faro, hacia la isla Florida, donde es la fuente de la eterna juventud. En su entusiasmo, Egisto se quitó el improvisado gorro de dormir, y saludó con el calcetín de lana a las gentes que en tierra firme debían de estar contemplando cómo el gran príncipe en su perfecta nave viajaba seguro en la noche, llevando en la estela la otra mitad de la pálida luna. Eumón aplaudió, y Egisto dijo que iba él a tirar de las cuerdas, para que los ayudantes del tracio y el oficial suyo de inventario pudieran pasar al montículo a contemplar las luces, antes de que se acabase la leña.

Y tomando del brazo a Eumón, añadió, confidente:

– Y si tú, amigo Eumón, quieres ir a hacerle una visita a Erminia, desaparece en las sombras, que yo diré que has ido a ver el faro desde el bosque, que quieres averiguar el efecto de la combinación del canto del ruiseñor, que se despide hasta mayo, con las luces del faro.

– Amigo Egisto, la monarquía no reconoce el adulterio por parte de rey, pero prefiero quedarme con la imagen en la memoria de aquel perfil moreno sobre el manto blanco, y en el corazón con el cantar de Erminia alejándose en la noche, digo yo que hacia la luna. A lo mejor en la cama lo perdía todo, y lloraría como quien pierde una esmeralda.

– ¡ Tristitia post coitum! -comentó el del laúd-. ¡Con eso quería quitarnos de encima de las muchachas san Tigearnail!

Acabada la leña y terminado el juego de las luminarias del faro, se echaron a dormir, preparándose para la jornada del siguiente día, que la harían hacia el Vado de la Torre, de regreso a la ciudad de Egisto. Y queda por contar de aquella etapa que, estando en el aceitado de las tapaderas de los ojos del faro, el siríaco Ragel se confesó al oficial de inventario que era un ojo del servicio de Egisto, por lo cual nada tenía de extraño que supiese que su género era el femenino y el motivo de andar travestida por aquellos pagos. El oficial de inventario se quitó el sombrero y despegó el bigote, y mostró una cara agraciada, y sonrió al tratante en cereales, diciéndole que se llamaba Eudoxia y que la cansaba aquel inútil trabajo, con la pobreza del rey, y que si encontrase marido que lo dejaba, y en muriendo su cuñado, que ya era cosa de semanas, podía la mujer, su hermana, vestir el uniforme. Preguntó Ragel a Eudoxía si podía verla de cuerpo entero, que el traje masculino deformaba, y él no quería apalabrarse a ciegas, y Eudoxia le anticipó la visión del pecho, que era redondo y lleno, desabrochándose el jubón, y para el resto, dijo, como dormirían en la posada del Vado de la Torre, que dan las habitaciones a la solana, que ya se citarían para las altas horas. Hubo un beso de muestra antes de que Eudoxia se pegase de nuevo el bigote. Y bajando cogidos de la mano las escaleras, Eudoxia se rió, y Ragel, preguntando la causa de la risa, fue respondido por el oficial de inventario que unos meses pasados, estando ella con un catarro goteado, tanto que se le despegaba el bigote, hizo de oficial de inventario un medio sobrino suyo, sin que Egisto lo supiese, y vaya burla de Ragel, metiéndole mano a la que creía moza, encontrarse con un muchacho.

– ¡Y como es un burlón, sabiendo que eres espía de Egisto, igual te decía que te confundías, que era el mozo Orestes!

– ¿Orestes? -comentó sobresaltado y en voz alta el siríaco.

Y como estaban en la bóveda de la leña, se hicieron ecos aquí y allá, y parecía que huía alguien, repitiendo la última sílaba del nombre fatal.

IX

Egisto despertó el primero, que tenía horas militares, y levantándose salió a la entrada del faro, orinó en cuclillas, hizo unos ejercicios de respiración y se remojó la cara con agua de mar que había quedado de la marea alta en el hueco de una roca. Imaginaba, contemplando el mar, que acercándose a tierra la nave en que viajaba Orestes, la luz del faro le había servido de guía, evitando fuese a perderse en unas rompientes, y ahora desembarcaba el vengador en una playa cercana, y ambos por distintos caminos, el matador y el que había de morir, irían a encontrarse tan inevitablemente como se encuentran los dos lados que forman un ángulo, a la puerta de la ciudad. Y con el juego de luces del faro, él había hecho irremediable su propia muerte. Se distraía Egisto inventando coincidencias, y al final siempre se asustaba, temiendo que la realidad se diese a imitar sus imaginaciones. Cuando regresó a la sala de columnas que había servido de dormitorio, para cerrar la maleta, recoger las mantas y envolver las caracolas y conchas que llevaba de regalo a Clitemnestra, ya estaban los compañeros desayunando de las sobras de la cena y echando un trago, y el oficial de inventario le daba la prueba de su pan aceitado al siríaco Ragel. Era la más hermosa de las mañanas de otoño. Chillaban las gaviotas peleándose por las migas que les echaba el mozo del laúd, y del brasero de la hoguera que habían hecho en las luminarias del faro todavía salía una humaza blanca, como de chimenea de cocina en la que quemaran mimbres, tal la del hogar de un marinero, que se alegra desde el mar conociendo por aquella seña que su mujer, madrugadora, ha encendido el fuego.

Habían acordado Egisto y Eumón hacer el camino de regreso por tierras del condado del Vado de la Torre, pero Egisto no quería entrar en el castillo a saludar a doña Inés de los Amores, a la que tenía ofrecida una caja de música, y la caja estaba reservada en una tienda de Esmirna, con tres escudos de señal, y era de marfil calado, y el relieve representa a la dama del unicornio.

– Era yo mozo -dijo Egisto- y quedé en volver con la caja de música, precio de un beso a boca abierta, al reino de doña Inés, que es la soberana del Vado, siempre eligiendo galán y nunca casándose, pero surgió Clitemnestra y ya sabéis de mi vida y el porqué de no haber podido darme aquel fino gusto.

Y tampoco quería Egisto pasar el río en la barca, por no ser reconocido del barquero Filipo, que fuera de sus siervos antiguos, cuando los reyes mandaban en los ríos. Que pasasen todos, que era una linda cosa meter los caballos en la barca e ir a sabor de la corriente desde las ruinas del puente al pedrón de la otra orilla, el barquero a popa con la larga pértiga, que él iría en su Solferino a cruzar el río una legua más arriba, y ya les saldría a la venta del Mantinco a hora de almuerzo. Se aceptó la propuesta, y Egisto decidió separarse de la compañía al llegar a las lomas que dicen del Ahorcado. Éstos eran dos oteros gemelos, que separaban la marina propiamente dicha del país del río, y si en la cara que daba al mar, como barrida por el viento salado, aparecían desiertos, con grandes calveros areniscos y barrancadas de desnudas paredes, donde capas rojizas alternaban con otras de cantos rodados, por la banda del río era un país de bosques espesos que los nativos llamaban la Selva. El camino que llevaba al vado atravesaba sotos de castaños, ancheaba en un claro del hayedo, cruzaba el sombrío robledal, y terminaba su viaje llaneando por entre prados regadíos, bordeado de abedules y de chopos. Los prados de cada vecino estaban separados por mimbreras y manzanos, y las blancas casas con sus huertos aparecían de muros bajos encalados, en los que ahora, en otoño, coloreaba en rojo la hiedra.

Preguntó Eumón por qué se llamaban del Ahorcado aquellas lomas, y respondió el oficial del inventario, que desde sus tratos con Ragel se aproximaba al resto de la comitiva y aparecía locuaz, que un leproso se había marchado de su casa cuando lo dio el médico del lugar por gafo, a vivir de limosna, tocando la campanilla por los caminos para que los viandantes se apartasen. Dejaba mujer guapa y moza, y ella le juró que le sería fiel, y que los viernes, junto a una fuente que brota vera del camino -y que se podía ver desde donde estaban hablando-, le dejaría el almuerzo de vigilia, visto que es el día en que los ricos dan limosna de la carne que les sobró el jueves, y temen no se les conserve para el sábado, y el leproso consideraba que la guarda de la abstinencia era condición para el milagro de su curación, que andaba pidiendo a los santos anárgiros. Pero llegó un viernes en el que no halló el bacalao con manzanas asadas, y se sentó a pensar qué haría si es que la mujer estaba enferma, cuando llegó un perro que tenía de guarda en la casa y le era muy afecto, y en la boca portaba el can un borceguí que el gafado, por el color amarillo, conoció como del médico que, dándolo por leproso, lo echara de vagabundo. Y el doliente, estimando que no podía añadir al mal de la lepra la indignidad de los cuernos, en el único árbol que había en estas lomas, y que era un pino castellano, se colgó.

– El ahorcado -explicó el oficial del inventario- fue bajado del árbol con pértigas, por miedo al contagio, y tenía atado a su cinturón, con sus propios cordones, el borceguí del médico, y otro gafado que pasó por allí y examinó al difunto, dijo por altavoz que no estaba leproso. La viuda se marchó del país, y el médico nunca más se atrevió a diagnosticar lepra en un marido con mujer moza, aunque la tuviese.

Se despidieron los dos reyes, y viendo cómo Egisto obligaba a un trote corto al viejo Solferino, Eumón se dijo que le había de hacer a Ragel el encargo de un caballo para el rey, y que se lo mandaría como regalo de despedida. Desde los años de mocedad, nunca Egisto se había visto solo en el campo, saludado por el sol, libre cabalgador. Cantaban los pájaros en los alisos, volaban los cuervos en los barbechos, y sobre su cabeza describía anchos círculos, indolente cazador de gazapos, el gavilán. ¿A qué llaman los hombres vivir? En un repente, el corazón del viejo rey había recobrado el ritmo de la juventud. Egisto osó canturrear el comienzo de un romance antiguo, con andante de lanza y banderola que salía a librar cautiva. Y viendo un fresno joven en el lindero del bosque, apeándose del caballo tiró de navaja y cortó la más esbelta rama, la que limpió y redondeó en los nudos, y con un cordón del jubón ató su puñal y su pañuelo verde de sonarse en los oficios en la punta más fina. Y ya dueño de lanza con banderola, trotó por aquellos claros, poniendo la mano izquierda de visera por ver si aparecía a lo lejos la figura de una aventura, y deteniéndose pensativo en las encrucijadas, como los héroes que pintan los libros de caballerías. El propio bayo Solferino parecía contagiado del entusiasmo real, y sacaba el andar braceado de sus buenos días de picadero. Egisto inclinaba de vez en cuando la cabeza, fingiendo saludar a pasajeros que no había, población transeúnte de las novelas bizantinas escuchadas en el salón de palacio a Solotetes. Saliendo de un espesura de álamos plateados, junto a un regazo, asustando torcaces bebedores, pasó una corza joven, que se detuvo un instante y levantó la dulce mirada hacia el rey. ¡Igual era una infanta encantada que acababa de llegar de los bosques de las Ardenas, huyendo de las cazas!

– ¡Te doy salvoconducto! -le gritó Egisto-. ¡Soy el rey!

La corza no lo escuchó, y pareció irse en vuelo sobre los grandes helechos. Se terminaba el bosque, y ya se veían los dos molinos y el estrecho paso junto a la represa. Y con el bosque se terminaba aquella hora de libertad y de fortuna. Egisto temió ser visto desde los molinos con aquella lanza que parecía de niño pobre que saliese a jugar a cañas, y deshaciendo el ingenio, guardando puñal y pañuelo, tiró la rama de fresno a la cuneta, y al rey le pareció que con ella, que allí quedaba en el polvo, había tirado al suelo el último día feliz de su vida. Por el rostro de Egisto se deslizaron dos gruesas lágrimas.

Pasó el rey el río por el camino de los molinos, y a las doce horas en punto llegó a la venta del Mantineo, donde lo esperaba Eumón con el resto de los viajeros, quienes bajo la parra ya vendimiada probaban los vinos y hablaban de doña Inés, la condesa de aquellos campos y de aquella torre, que se veía desde allí altiva y oscura en una colina hacia el sur, guardando el vacío, y de la guerra en los ducados vecinos, que se habían hecho insurrectos sastres y podadores, y querían cónsules de libre elección. Y Ragel contaba y no paraba de los delirios amorosos de doña Inés, y a él mismo, un anochecer de noviembre con viento y lluvia, y se había visto obligado a echarse el capizuelo de cuero por la cabeza, lo confundió la señora, primero con un correo alemán, y le pedía noticias de un amante que decía que tenía por allá, y después con el propio amante, que se había teñido el pelo de negro y se había recortado la perrera en flequillo, y llegaba a escondidas por ver si la dama le era fiel. Descubierto que era Ragel el Sirio, doña Inés, decepcionada, no le dejó entrar en la casa y le hizo dormir en la huerta, al abrigo del tejadillo que cubría el lavadero.

– No me marcharé -dijo Eumón paseando con Egisto mientras la hija rubia del Mantineo ponía la mesa- sin pasar a saludar a esa dama tan enamoradiza, y el pretexto será que somos colegas. ¿Y qué edad tendrá?

– Pasará algo de los treinta y cinco, pero dicen que se conserva como de quince, y cuando aparece en lo alto de la escalera creerías que es una imagen policromada de altar, María Magdalena que se ha puesto a andar. Y yo creo -aseveró Egisto- que el día en que doña Inés comenzó con eso de los amores locos, a querer hacer de cada viajero desconocido un amante suyo, y a entregarse, en sueños de palabras, a varones que venían de lejos perfumados con anís, fue cuando dio en imaginar que Orestes, tras mi muerte, se refugiaba en su torre y ella lo esperaba a la puerta de su condado, con un candelabro encendido en una mano, y la copa de vino en la otra. Su ama, Modesta llamada, me dice que nunca nombra a Orestes, pero que todos los desconocidos que pasan por la torre, y a los que declara súbito amor, son como las apariencias del que vendrá un día. Por eso yo quería, en mi malicia defensiva, y por muestra de la mente siempre avizor, haciéndole el regalo de la caja de música, ver de llevarla a la cama media hora, en uno de sus calores que le dan, que se pone a temblar como el centeno verde, y desgarra pañuelos con los agudos dientes, y adelantarme en la prueba de la niña al hijastro vengador.

– ¿Es virgo? -preguntó el tracio, curioso.

– ¡Eso puede jurarse! -afirmó Egisto-. ¡Y aun estoy, por meditación que no por informes, en que también lo sea Orestes!

El rey de la tragedia se empinó para alcanzar un pequeño racimo que habían olvidado en la parra los vendimiadores, y el tracio lo contempló con pena. Egisto iba viejo, terminando la sesentena. Se metía de hombros, y cuando llevaba el vaso a la boca le temblaba la mano. Inquieto, de vez en cuando se levantaba de donde estaba sentado, miraba alrededor, y se iba a otro asiento, siempre frente a la puerta. Eumón se alegró de haberle dado ocasión para aquellas vagancias por los campos y la marina.

En la venta, con el cotidiano y vespertino paso de refugiados, había poco que comer, y caro, y el almuerzo quedó reducido a un poco de truchuela cocida con calabazo dulce, y de postre un higo por cabeza, miguelino reventado, que derramaba sus azúcares por la corteza verde y rosa. Y quejándose el siríaco Ragel al Mantineo -el griego fugitivo, gordo y bien barbado, siempre sudoroso, que daba nombre a la posada- de la mala calidad de los vinos, aseguró el mesonero que nada hace más daño a los vinos que el ruido de la guerra, y es sabido que los caldos se vuelven y ensombrecen, y al final quedan como agua muerta.

– Tenía un odre de tinto galiano que estaba en su punto, y aún no lo había subido al estante y estaba cabe la puerta, que quería que lo tomasen dos heladas, cuando llegó una viuda joven con dos críos, y se echó junto a él, tomándolo de almohada, y llora que llora toda la noche, y a la mañana siguiente el vino era vinagre, y había perdido la color.

Desde la posada, que está en un alto y tiene como un serrallo abovedado alrededor de un patio cuadrado con fuente y abrevaderos, decidieron seguir a la ciudad sin hacer noche allí, lo que contrarió a Ragel, quien aseguraba a los reyes que en anocheciendo comenzaba el paso de huidos de la guerra, y a lo mejor podía escucharse una buena historia, y que no todas las viudas mozas que pasasen iban a llevar dos niños en brazos. Lo que le dolía al siríaco era no poder hacerle la prometida revista de cuerpo al falso oficial del inventario.

Salió la tropilla no bien terminado el almuerzo, y caminó por el atajo que va entre brezales y eras de centeno a salir adonde dicen la legua del lobo, y cuando llegaron al mojón, donde el camino real comienza a descender, en amplias curvas, hacia la ciudad, vieron a ésta, blanca y redonda, y era la hora de encender faroles, y ya se veían aquí y allá alegres luces.

– ¡Es el hogar! -dijo el tracio respetuoso, quitándose la birreta.

– ¡Es la prisión! -dijo Egisto inclinando la cabeza. Entraron en la urbe por la puerta del Palomar, y hallaron la puerta de palacio abierta.

– ¿No tienes centinela? -preguntó Eumón a Egisto.

– ¡Vienen cuando quieren! ¡Deben andar ahora en el vareo de las castañas!

La puerta la había abierto una campesina, que había hallado allí refugio, según explicó a Egisto, porque habiendo traído una cerda preñada a la feria de San Narciso, adelantándose con la sesión de fuegos artificiales -que ella había llegado de prisa con su troyano por encontrar temprano un buen lugar a la sombra en el ferial-, el animal se puso a parir, y le pareció que no molestaría en aquel caserón viejo y desierto. Y allí estaba, tumbada en paja la cerda, que era galesa recastada, con manchas negras en el lomo, y doce lechones mamaban incansables, propietario cada uno de una teta fecunda. Egisto le recomendó cuidado, no fuese a provocar un incendio con la vela que había encendido a los pies de una lucha antigua en mármol que adornaba la pared, y eran Héctor y Aquiles, y si bien en el relieve simulaba que suspendían el diálogo de sus espadas por escuchar los consejos de un dios que asomaba entre nubes, la verdad era que parecía que habían dejado de golpearse con el hierro por escuchar el monótono murmullo glotón de los infantes porcinos. Egisto le dio a la campesina una semana para que dejase el lugar, recomendándole que quedase limpio y barrido, y que quemase algo de espliego al irse.

Cada cual se fue a su cama, y el oficial del inventario, que no dormía en el palacio real porque con la visita tracia no había sábanas para todos, invitó a Ragel a seguirle hasta el portal de su casa. Se oyó en la plaza la voz de un sereno que daba las diez y lloviendo, cuando Egisto, tras despedirse de los tracios, entró en la cámara nupcial. Clitemnestra dormía en el medio y medio del ancho lecho, en la boca un trozo de raíz de regaliz que le hacía como de chupete, y el hermoso y largo cabello, siempre una nube de oro, derramado sobre la almohada. El rey suspiró y se desnudó en silencio, sacando las tres monedas que llevaba ocultas en las bragas y metiéndolas debajo del colchón, envueltas en el pañuelo verde que le había servido de alegre bandera. Por primera vez desde sus bodas, no dejó de mano una de las antiguas y largas espadas, de sonoro nombre. Llovía, y las gruesas gotas de las enormes nubes que pasea el sudoeste tamborileaban en los cristales. Se batió, lejana, una puerta, pero Egisto ya dormía, fatigado del largo viaje.

X

La piel del rey amarilleó como pergamino. Calvo, debajo de la corona, cubriéndose la cabeza, se ponía trozos de tela, buscando que fuesen de vivo color. Ya no podía su mano con las espadas agamenónicas, tiradas en el suelo en un rincón del gran salón, las hojas oxidadas, y de su cinto sólo colgaba un pequeño puñal. Cada vez veía menos, y el temblor de sus manos iba en aumento. A las horas de paciente espera habían seguido otras de alocada inquietud, y Egisto, movido por no se sabe qué sueño o instinto se echaba a caminar lo más rápidamente que podía por los largos corredores, cada vez con más curvas, cada vez más estrechos y oscuros, desembocando uno en otro, y durante horas caminaba sin hallar una salida, bajo el vuelo raudo de los grandes murciélagos, hasta que al fin se encontraba frente a una puerta que, abierta, le daba paso a la terraza, donde ya era noche cerrada, y la casi ceguera de Egisto le impedía contemplar las estrellas que, apáticas y lejanas, presidían su destino. Orestes no acababa de llegar, y la vida se le iba al viejo rey. Podría morir de aquel lobanillo negruzco y venoso que le estaba saliendo junto a la nuca, o de aquel loco galopar de su corazón, que lo escuchaba a la vez en las sienes y en los pulsos. Se arrodillaba y doblegaba, intentando contener aquel caballo loco que se desbocaba en su pecho, se encabritaba, y se detenía ante el obstáculo, quieto un minuto interminable. Por el lobanillo, le parecía que a veces le entraba en la cabeza una corriente de aire frío, que se esparcía por ella, y el aire frío, helado, le iba llenando, y terminaría por estallar, como una vejiga hinchada en exceso. Otras veces era como si hubiese hallado sitio en el lobanillo una rata, y trabajaba continua y ruidosa

en roer un trocito de madera que debía haberse metido allí no se sabía cómo, salvo que el lobanillo fuese como un melocotón y tuviese hueso. Con frecuencia, quedándose adormilado en un rincón de la cocina, veía, como de bulto, sus días infantiles, en su casa de campo cercana a la ciudad, su padre saliendo a cazar llamando a gritos sus lebreles, la madre bordándole jubones en la solana, el criado Diomedes cazando para él con liga mirlos y jilgueros, que encerraba en pequeñas jaulas colgadas en la ventana de su cuarto. Se detenía en un recuerdo, y no sabía salir de él, husmeándolo, reconociendo su veracidad por un aroma que iba unido a una habitación determinada, o a una persona, o al tiempo, a la época de la recogida de los membrillos, o cuando venían los siervos a hacer la sidra. Su padre olía siempre a perro, al sudor ácido y orinado de los perros que vienen cansados del monte, cuando Egisto apoyaba su cabeza en las rodillas paternales. Su madre era como un pañuelo de batista perfumado con lavanda, y lo sentía pasar delicadamente por su frente. Abría el ojo derecho Egisto para comprobar si aún estaba allí el pañuelo en la blanca mano, o si era memoria que él hacía, y el pañuelo estaba, y el olor en el aire, tibio y azulado. Flotaba el pañuelo sobre él como una nubecilla blanquecina, y el rey se sentía ahora seguro, acunado en los brazos maternales, y se dejaba ir descuidado, río del sueño abajo. Pero aquella hora sosegada era muy breve, y despertaba sobresaltado, corriendo todo lo que le permitía su reuma, a cerrar puertas y ventanas, cuyos picaportes y fallebas nunca encontraba, a detener el viento que entraba por doquier oponiéndole sus manos abiertas, con los dedos llenos de anillos de latón amarillo, y gritando a criados que no había que no dejasen apagar las lámparas, que nadie había encendido. La piel del rey, reseca, amarillenta, se cubría de pequeñas manchas rojizas, como lunares. Egisto se sentía incómodo dentro de aquella piel tirante, y si acercaba sus labios a la mano, la encontraba salitrosa y fría. Pero, ¿quién osaría despellejar a un rey? Y, sin embargo, Egisto necesitaba una piel nueva, una piel de Moscovia que oliese a tanino, o la piel suave de un lechón, o de una mujer joven. Los humanos debían mudar de piel como las cobras, y Egisto se imaginaba sumergido en la piel húmeda de una serpiente, reluciente porque el ofidio se había rozado en el río contra las hojillas babosas de la ruda temeraria, y así el rey podía deslizarse por entre los prados de trébol hacia el camino, a vigilar la llegada de Orestes, quien pasaría a su lado sin verlo, con sus grandes zancadas insolentes. Egisto podía morderle en el tobillo, habitados sus dientes por venenos antiguos y regicidas, que en un instante espesan la sangre del mordido y éste ve soles rojos, antes de caer redondo, con la lengua fuera, y los ojos abiertos que nadie los podrá cenar. Egisto oía resonar en su cabeza, como en vacía nave de alta bóveda, el ruido de las espuelas de Orestes al chocar entre sí cuando el príncipe se detenía un instante para asegurarse de que no se le había caído del carcaj la flecha de plumas azules. Egisto, serpiente, silbaba, y Orestes volvía la cabeza, buscando el silbador en la oscura noche y fría. Sí, la noche era fría. Egisto tenía mucho frío, y vestido de serpiente no podía acercarse al fuego, junto al cual molía lentamente mijo en un almirez la reina Clitemnestra. Unos hombres se asomaban al balaustre de la escalera principal y mostraban la piel de Egisto a otros que llenaban el patio. Era su piel, desde los pies hasta el cuello, como si lo hubiesen degollado. Su piel abierta, seca, raspada por dentro, con las señales de los clavos que la habían tenido tendida en una tabla, al viento norte.

– Mide algo más de vara y media -dijo una voz.

– Pueden sacarse dos tambores -comentó otra.

Las voces sonaban indiferentes, comentarios de tratantes muy usados por los regateos. Probaban su piel, estirándola, oliéndola, midiéndola a cuartas, enrollándola.

– ¡Yo la compro! -afirmó una voz joven desde el rellano de la escalera-. ¡Pago al contado en oro amonedado de este reino!

– ¿Cómo se llama el comprador? -preguntó el oficial del registro de forasteros, señalando con una enorme pluma negra, una pluma arrancada a las alas de una ave gigante de remotos cielos.

– ¡El comprador se llama Orestes! -gritaba la voz joven, cada vez más cerca.

Pero Egisto se palpaba, y aún tenía la piel en su cuerpo, la piel reseca y amarilla, la piel suya, la piel que olía a Egisto. Y se negaba a entregarla, ni en sueños ni despierto, y gritaba y gritaba, pero nadie lo escuchaba, y menos que nadie los hombres que seguían vendiendo su piel.

– ¿Nadie da más?

Los pequeños lunares rojizos se iban convirtiendo poco a poco en moscas que se posaban, volaban y volvían a pesarse, y cuando se agrupaban sobre su ombligo o sobre una pequeña llaga que Egisto tenía en una rodilla, componían un borrón brillante y verdoso. Eran unas moscas grandes, de alas azuladas y el cuerpo verdoso, con finas estrías amarillas, y en la cabeza tenían un solo ojo, que a veces crecía y toda la mosca era un ojo purulento e inquieto. Egisto se daba cuenta de que se estaba pudriendo, y por esto no le causó sorpresa alguna el escuchar a Orestes rechazar su piel.

– ¡Está mal curtida! ¡Devolvedme mi oro!

Una moneda rodó sobre el cuerpo de Egisto, una moneda enorme, como la rueda de un carro. Se escondió debajo de su piel, y era como un escudo protector escondido allí, contra el que se romperían todas las espadas. Pero por los ojos entreabiertos de Egisto, el noble Orestes, irreprochablemente armado, entró dentro del cuerpo del viejo rey, y ya no valía el escudo. Orestes avanzaba dentro del rey, por un estrecho sendero que hay en la espalda de todo cuerpo humano, y al avanzar le deshacía las entrañas con las espuelas, con la espada, con las crestas de gallo del casco de guerra, con los diamantes de las sortijas de sus dedos, con la misma mirada iracunda, con los largos y curvos colmillos de jabalí, con las palabras fatales.

– ¡Egisto morirá como un perro!

Y Egisto, despertando o resucitando, huía a tientas a esconderse, a sumergirse en las tinieblas de un calabozo secreto, a ocultarse detrás de una enorme tela de araña. Y poco a poco regresaba al mundo, con su eterna y misma piel. Y se arrodillaba junto a las rodillas de Clitemnestra, y se abrazaba a ellas, mientras la reina seguía moliendo el mijo para las papas de la cena, o ya las tenía hechas y comía lentamente, soplando cada cucharada. Apoyaba el plato en la cabeza de Egisto, y exclamaba:

– ¡ Pobre, pobre!