40350.fb2 Un Hombre Que Se Parec?a A Orestes - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

Un Hombre Que Se Parec?a A Orestes - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

Tercera Parte

Con el dedo índice recorría en la carta marina el borde de la costa, y encontraba la desembocadura del río, de su río, frente a la que estaban pintadas dos pequeñas islas, una alargada en forma de lagarto, y la otra redonda como la luna. El río estaba en verde, y venía haciendo largo camino desde lejanos montes, pasando bajo puentes que estaban muy bien dibujados con sus arcos gemelos. Le hubiese gustado que le fuese concedido el oficio, si lo había, de estar en la isla redonda de vigilante de la muerte del río en el mar, oficiando solemnes ritos fluviales cada y cuando, yendo en barca desde la barra, estuario arriba, probando la salinidad de las aguas en copa de plata, hasta llegar adonde ya son dulces, y aquel punto lo señalaría con una bandera, y sería la frontera de su oficio. O al revés, tener la centinela del río en tierra firme, en una colina, y bajar en barca por el estuario hasta donde el agua era salada, y poner allí su frontera, con banderas, eso sí, en boyas. Tendría, en primer lugar, la amistad del río, y la de las gentes de la ribera, pescadores y carpinteros. Un día señalado le traerían los tales peces de regalo, pan y vino, y le mostrarían sus mujeres y sus hijos, todos vestidos de fiesta. Con ellos iría a la isla, o la colina, un músico, un tocador de dulzaina y tamboril, o de gaita de pastor, y Orestes se vería obligado a hablarles paternal, a darles las gracias, acariciándose la barba, o posando la mano izquierda sobre la cabeza de un niño rubio que se le había acercado para admirar su espada.

Porque ya fuese la recepción en la isla o en la colina, él estaría de pie, ofrecida al viento la amplia capa, con la larga espada colgando de su cintura. Una hermana del niño, con una blusa blanca muy ceñida, se acercaba para retirarlo, no molestase, y Orestes la miraba como él solía a las mujeres, dándole la vida en la mirada, mirándose en sus grandes ojos negros, asombrándose de tanta hermosura, y ella se ruborizaba. Nunca podía imaginar Orestes un paso suyo, un viaje, una navegación, una noche en una posada, la entrada en una ciudad, un almuerzo en un mesón, que al final no diese en una historia de amor, y reflexionando en ello lo atribuía a su soledad vagabunda más que al deseo sexual. Establecido en la isla, en las noches oscuras encendería una gran hoguera, avisando a las naves de los escollos, y de aquel trabajo, que haría solo, le vendría el olor a humo por el que sería reconocido en las tinieblas por sus fieles, en las horas angustiosas de la conspiración. Pero, ¿tenía verdaderamente fieles? ¿Lo esperaba alguien en la ciudad, alguien que le diese albergue y pan, y lo animase a la venganza, que era justa y necesaria? Éstas eran las palabras de Electra, cogiéndole la cabeza entre las manos, apretándole los hombros con las huesudas manos, besándole las rodillas: justa y necesaria. Orestes encontraba un compañero de juegos infantiles, que ahora le cubría la espalda, mientras Orestes, cauteloso, avanzaba hacia el lugar fatídico. Y este lugar, ¿cuál sería? Orestes recordaba perfectamente la terraza de los naranjos de maceta, y el patio de columnas con la gran escalera, y el campo entre la torre y las murallas, donde siempre pacía el corderillo blanco de su hermana Ifigenia, e Ifigenia hacía que pacía con él, mordisqueando prímulas y vincas. Orestes se descolgaba por una cuerda, y caía ante Egisto y su madre. No sabía desde cuándo había comenzado a imaginar que el acto de la venganza comenzaba porque él se descolgaba desde muy alto, ayudándose de una cuerda. ¿Con las dos manos agarrado a la cuerda y la espada sujeta entre los dientes? lmposible sujetar aquella pesada espada con los dientes. Si fuese un puñal sería fácil. Tendría que descolgarse agarrándose con una mano enguantada a la cuerda, y en la otra la espada. Antes de verle a él, los reyes mirarían hacia arriba, deslumbrados por el brillo de la espada, reluciente, envainada en la luz del sol. Alguna de las mujeres de sus sueños estaría presente. Una sola. La niña de la pamela, que había visto en la plaza de Mantinea, y a la que había ayudado a recoger del suelo las manzanas que le habían caído. O una mujer madura, aquella casada que se acercó furtivamente y le besó la mano. Ésa podría ser, cogiéndole la mano y besándosela en la huida, guiándolo hasta donde Orestes había dejado su caballo, y cuando el príncipe había montado, se inclinaba dos veces porque ella le ofrecía la boca. Aunque mejor sería que el reencuentro con esta mujer fuese en la isla, a la que llegaba a buscar una hierba que nacía allí, y era consejo de médico para curarle un mal sentimental, y aparecía Orestes y ella se desmayaba. Pero aquella invención no valía, que no vendría sola a la isla una mujer tan rica, sino con criados, y el propio médico recetando, y acaso el marido, que resultaba amigo. ¿Amigos? Orestes no tenía amigos. Le gustaría mucho tener amigos. Supongamos que no tiene que vengarse, y está en su ciudad natal. Pasea saludando a las gentes, come invitado, baila en las fiestas, discute con el que le cose el cinturón o le hierra el caballo, un cazador le trae plumas de águila o de faisán para su montera, la madre de su amigo más íntimo borda sus iniciales en una camisa nueva. Tiene amigos a los que coger del brazo y hacerles confidencias. Tiene amigos que le dicen que son sus amigos, y chocan los vasos de vino y beben los dos demoradamente, y cuando posan los vasos en la mesa se sonríen. Siempre hay en las ventanas gentes sonrientes que le dicen adiós, lo invitan a la vendimia, o han matado el puerco y quieren que pruebe el lomo, o pasa un pastor con su rebaño, y al verlo, busca el mejor cordero lechal y se lo tira por el aire, y Orestes lo recibe en los brazos y da las gracias. Pero nada de esto será posible si él se venga, si cumple la venganza.

– ¿Qué harías tú en mi lugar? -le pregunta al piloto retirado que le ha dado posada después de asegurarse, mordiéndola, tirándola al suelo, llamando al nieto para que leyese lo escrito en el reverso, de que la moneda de Orestes es de curso legal.

El piloto es un viejo calvo y desdentado, la nariz cubierta de verrugas negras, la barba rala, tartamudo, manos grandes y callosas, y la izquierda sin meñique. El piloto bebe un vaso, y le acerca la jarra a Orestes.

– Esta posada está ordenada como si fuese una nave en el mar. Tienes derecho a jarra y media al día de vino, y a dos jarras de agua de la fuente, que este año se prolonga el estiaje.

– ¿Qué harías tú en mi lugar? -pregunta otra vez Orestes.

El viejo se levanta y se sienta a la puerta de la casa, en el cepo de partir leña. Se rasca la calva cabeza.

– Vaya, yo en el momento haría cualquier cosa, cortarle los testículos al querido de mi madre Pero, pasados esos años que dices, y vistas las cosas con la frialdad que regala la distancia, y viendo que esa obsesión me estropea la puta vida, lo dejaría. ¡Claro que lo dejaría! Me haría otra vida por ahí, una vida de verdad, con oficio, con obligaciones, bien casado, la ropa siempre planchada, casa propia, hijos… Yo conocí a uno que quería matar a su padrastro, y el padrastro le mandaba melones cuando atracábamos en el puerto de la villa en que vivía. Era un marinero de mi nave. Y empeñado en que su padrastro le estaba comiendo una viña y una pareja de bueyes, amén de acostarse con su madre, y esto a nadie le gusta que lo haga un forastero. Yo le pedía que no lo matase, que sería un descrédito para la nave, y le aseguraba que, cuando menos lo pensase, el padrastro moriría de desgracia. Y así fue. Vino el padrastro con tres melones, resbaló en la escalerilla, se dio un golpe contra un ancla de repuesto que estaba en el muelle, y quedó en el sitio. Mientras comíamos los melones, yo le decía que aquello estaba previsto. Y lo mejor del caso es que al siguiente viaje, cuando mi marinero fue a hacerse cargo de su viña y de su pareja de bueyes, se encontró con que su madre se había vuelto a casar, y ya había otro en su cama, con la novedad de una red con membrillos colgada del techo, que el nuevo marido era muy delicado de nariz, y quería un perfume distinto al que reinaba en la habitación con sus antecesores.

– ¿No mató a la madre? -preguntó Orestes.

– ¿Y quién es uno para matar a su madre? Bebe y duerme, muchacho, que ya te despertaré para la cena, que hay salchichón con coliflor. ¡A lo mejor la misma cena que, a la misma hora, están haciendo tus adúlteros!

La hija mediana del piloto pasó con dos cántaros, que se balanceaban en una pértiga, hacia la fuente y dio las buenas tardes con una voz tan dulce, que a Orestes, sorprendido por aquel canto, se le cayó el vaso de la mano, derramando el vino.

Y desde su temporada en la casa del viejo piloto, le quedó la imaginación de estar comiendo, bebiendo o haciendo algo, o contemplando la luna, y decirse que lo mismo estaban comiendo, bebiendo, haciendo o contemplando los adúlteros en la ciudad natal, a la que no daba llegado, y que no era su ciudad, el lugar donde podría y debería vivir, sino un charco de sangre, en el que flotaba, como si fuera de corcho, una corona real de doce puntas.

I

Orestes vacilaba entre emprender el viaje hacia su ciudad por tierra firme o por mar. En cualquiera de los dos casos pensaba tomar el camino muy lejos, en el lugar más distante y adonde no hubiese llegado la noticia de la tragedia. Podría así inventarse más fácilmente nombres y patrias, motivos del viaje, que podían ser búsquedas de cosas extraordinarias, y corriéndose la noticia de que viajaba con tal fin un joven caballero, nadie sospecharía que fuese Orestes. Y en la etapa siguiente, ya era otro joven caballero, de otra patria, con otro motivo.

– Tú -le había dicho Electra- declararás siempre que eres Orestes, y que te diriges, sin perder hora, a cumplir la venganza. La gente se apartará, religiosamente aterrada por tu sino fatal.

Y Electra insistía:

– La cabeza levantada, el manto desgarrado por las zarzas de los caminos, los zapatos cubiertos de polvo. Pides agua, bebes, te mojas los ojos y das las gracias.

»Orestes os da las gracias, dices. Y prosigues tu camino, y cuando estés a diez leguas de la ciudad, y supones que ya le ha llegado a Egisto la noticia de tu presencia, galopas a otro lugar, donde te haces reconocer, y después a otro y a otro, y así Egisto en cuatro días recibe la noticia de tu presencia en cuatro lugares diferentes, que una línea que tirases entre ellos haría un círculo alrededor de la ciudad. Te adelantarás desnudo, cubriéndote con el escudo.

Electra le rogó que se desnudase y embrazase el escudo, que era ovalado, de bronce forrado de cuero y tejo, y se pusiese en la puerta, a contraluz, lo que Orestes hizo. Electra se arrodilló y se echó ceniza por la cabeza.

Pero las cosas en los caminos resultaban diferentes. Orestes llegó a una aldea, y preguntó dónde podía pasar la noche. Era un país de pastores, y las casas, todas de planta baja y de piedra rojiza, cubiertas con pizarra oscura y paja, se extendían por la falda de una montaña rocosa. El pastor a quien se dirigió estaba arreglando un huso, y no levantó la vista del trabajo.

– Más abajo, junto al abrevadero, hay una casa para forasteros.

Era la primera noche que Orestes iba a pasar lejos de Electra. Cuando Orestes estaba en cama y ya se le acercaba el sueño, Electra venía silenciosa y solícita, lo arropaba, le tocaba los pies por si los tenía fríos, le frotaba la frente con las yemas de sus dedos mojados en aceite perfumado para que tuviese sueños felices, y se marchaba de puntillas, presurosa.

Llegó Orestes a la casa para forasteros, y preguntó si había cama. Le respondió un hombre gordo, con un gorro de piel calado hasta los ojos, el labio leporino, perilla de mosca y manco del siniestro, que la había y cómoda, con colchón de crin, y las mantas acabadas de lavar, como en todos los finales de verano.

– ¡Me llamo Orestes de Micenas! -dijo el viajero.

– ¿Cae muy lejos eso? -preguntó el gordo.

– Cien días.

– ¡Hombre, si fuese joven y estuviese más delgado, me iba contigo de criado, sólo por la comida y el calzado, por ver mundo! ¿A levante o a poniente?

– A poniente.

– Me gusta caminar hacia poniente, porque es el camino que hace el sol. Deja tu caballo que ya lo meteré en la cuadra, pon tus armas en el astillero y bebe de mi vino. Voy yo mismo a comprarlo a las bodegas, y acierto siempre en traer un tinto regoldador, que es muy del gusto de estos pastores. Yo no soy de aquí, sino de colonos emigrados, en la costa. Pero los piratas quemaron nuestras casas y tuvimos que repartirnos tierra adentro. Como esta gente come tanto queso y bebe tanta leche, necesitan un vino que les remueva el estómago. ¡Ése fue mi éxito! Yo me llamo Celión. ¿Cómo dijiste que te llamabas?

– Orestes.

– ¡Nunca oí tal nombre! ¿Es de mártir?

– ¡No! Fue inventado para mí. Echaron a suertes las letras y salió Orestes.

– Según eso, serás muy afortunado.

– Voy a mi patria porque he de cumplir una terrible venganza. El amante de mi madre mató a mi padre.

El gordo Celión, que sacaba una hogaza de pan de la artesa, volvió el pan adentro y bajó la tapa.

– ¡Eso no te exime del pronto pago!

Orestes abrió la bolsa de piel de topo y buscó en ella una moneda de plata. La echó rodar por la mesa. El gordo Celión la dejó caer en las losas del suelo, donde cantó. Antes de recogerla, sacó pan y vino, se quitó el gorro de piel y, poniéndolo sobre el corazón, le dijo a Orestes que le perdonase, pero que había costumbres mercantiles en su nación a las que no podía faltar, y que muchos, en aquellos tiempos de confusión, pasaban diciendo que iban a grandes venganzas, que les habían quitado el reino o la mujer mientras peleaban en Troya, y citaban la hospitalidad antigua, bebían un pellejo ellos solos, y se iban sin pagar.

Cogió del suelo la moneda y la miró, y con satisfacción comentó que era tebana.

– Es una moneda muy sólida, siempre en su peso.

– Ya ves que pago -dijo Orestes-, pero si alguien tiene derecho a hospedarse gratis en esta casa, soy yo. ¡Un padre muerto y una madre adúltera!

Le hubiese gustado a Electra el oírlo, porque ponía una emoción grave en sus palabras. Apoyaba la frente en la delicada mano, en la que lucía un anillo de oro.

– Si quieres -dijo Celión respetuoso-, no pagas el pan.

Y con un ancho y afilado cuchillo cortó de la hogaza una rebanada todo a lo largo y se la puso delante a Orestes, servida en una servilleta blanca. Daban las buenas noches los pastores que entraban, frotándose las manos, que la tarde había enfriado, y dándose palmadas en las espaldas. Celión servía diligente de su vino, y cuando cada cual tuvo su jarrilla en la mano, les presentó al forastero.

– Este joven caballero, único huésped hoy de servidor, se llama Orestes de Micenas, y viaja por vengarse del asesino de su padre, que está a todo en la cama de su madre.

– Os convido al vino -dijo Orestes, quien se sentía contemplado, con ojos asombrados, pero a la vez incrédulos, por los pastores.

– ¡Éste es de verdad! -apoyó Celión-. ¡Tardará cien días en llegar!

– ¿A quién matarás? -preguntó el más joven de los pastores, que llevaba al cuello un pañuelo rojo.

– En primer lugar -respondió Orestes-, al asesino de mi padre. Con espada, y cortando en el cuello.

– ¿Y en segundo lugar? -preguntó Celión-. ¿Te atreverás a matar a tu madre?

– Ése es mi secreto -respondió en voz baja, pero que todos oyeron, el príncipe Orestes.

– Yo -dijo uno de los pastores, hombre de madura edad, el rostro arrugado, los ojos azules, descubriéndose para contar y mostrando la crespa cabellera cana- conocí a uno que estaba en un caso semejante al tuyo. Tenía que matar al asesino de su padre, que se acostaba con su madre. Andaba afilando cuchillos en la sombra. No era de la aristocracia como tú, sino de familia de soladores de zuecos. El marido había salido cazador, y pasaba los días en los montes, a la perdiz y al conejo, y la mujer, por aburrimiento, se entregó al que les vendía los trozos de álamo para las suelas, después de probar en un oficial de torno que tenían en el negocio, pero éste, con el miedo de que llegase sin aviso el marido, que era su jefe, no lograba ponerse a punto. Al marido le soplaban que la mujer lo coronaba, pero él no lo creía, y al final dijo a los soplones que aunque fuese verdad, que más lo descansaba, y que muchas veces venía fatigado de la caza y tenía que ponerse a placer, y maldita la gana que tenía. A la mujer le dolió que su marido consintiese, que era prueba de desamor, y logró convencer al forestal de que acabase con el cornudo, lo que hizo. Y un hijo que había del matrimonio, creciendo, se enteró de que su padre no había muerto de accidente, al despellejar una liebre cortándose una vena y desangrándose en el monte, sino que le había dado muerte el amante de su madre. Y se puso en vengarse, escondiéndose detrás de los árboles, buscando la hora del cuchillo, o levantándose por las noches para sorprender al asesino entrando o saliendo de la casa. Y en una de éstas lo encontró, y lo apuñaló, y cuando encendió la luz, vio que se había equivocado, que el muerto era el tornero, que como ya no había miedo de que regresase sin

aviso el cazador, ahora servía muy bien.

– ¿Y qué hizo después el hijo vengador? -preguntó Orestes.

– ¡Nadie sabe nada del alma de nadie en este mundo! Ayudado por la madre disimuló el cadáver del tornero en un pozo abandonado, donde echaban perros muertos y cabras despeñadas, y la madre le dijo que lo que ella hacía con el tornero que era por medicina, y que qué iba a ser ahora de ella con aquella dolencia. Pero el hijo no creía tal cosa, que bien veía que todo era vicio, y queriendo meditar más profundamente en la condición de la madre, terminó por conversar en lugar neutral con el asesino de su padre, y lo encontró risueño y gran narrador, y se hicieron amigos, y como prueba de amistad el vendedor de madera de álamo le dijo al muchacho que no volvía a visitar a su madre, que se quedase sola con sus remordimientos, y que a él también le pesaba de la muerte del cazador, que era grande conversador, y asaba el conejo como nadie. Hicieron un viaje juntos, el vendedor de madera de álamo prohijó al muchacho, y se casaron con dos hermanas huérfanas que tenían una buena labranza.

Cuando se hubieron ido los pastores, regoldando, y Orestes hubo cenado migas y cecina, despidiéndose de Celión se fue para la cama, rogando al mesonero que lo despertase de alba. Y no le salía del magín la historia que había contado el pastor, y ya se veía en conversación con Egisto en una solana, el cual le ofrecía su amistad y dinero, un viaje por los antípodas y una joven esposa, que entrando Orestes rodando en el sueño, cada vez se parecía más a su madre Clitemnestra. Pero despertó sobresaltado, porque por una de las puertas del sueño había entrado sigilosamente Electra y lo contemplaba iracunda. Orestes dio un grito, que hizo acudir a Celión.

– ¿Pasa algo, señoría?

– ¡Grité soñando! -respondió Orestes.

– ¡Eso será que no tienes costumbre del ajo verde de las migas! -comentó apagando el farol de la escalera el mesonero.

I I

Orestes, sentado en un poyo sobre el que había doblado su capa, esperaba en el patio a que viniese a buscarlo el mayordomo que iba a llevarlo ante el tirano de aquella ciudad, que estaba sobre el mar, amurallada en una colina, y tenía un pequeño puerto abrigado, alegre con los tantos colores de las velas de las naves surtas en él. Las murallas eran de verdosa caliza, con grandes manchas de hiedra plateada, pero las cosas, los palacios, los muros de las huertas, los palomares, aparecían muy bien encalados. En los huertos se veían naranjos llenos de fruto rojizo, y aquí y allá elevaba su copa puntiaguda el ciprés. En el patio de la casa del tirano, a la sombra de los arcos y en la vecindad de la fuente, se estaba fresco en aquel caluroso mediodía de septiembre. Las golondrinas, despidiéndose antes de emprender viaje hacia el sur, volaban sobre un enjambre de hormigas aladas, hartándose de dulzor. Orestes se sentía vigilado por alguien que se escondía detrás de una columna, o protegido por la persiana del balcón podía cómodamente ver cómo el príncipe se desabrochaba el cuello del jubón, se acercaba a la fuente, bebía en el chorro y se alisaba el pelo con las manos mojadas. Vuelto a su asiento, le entró el sueño al príncipe, quien despertó dando unas cabezadas y escuchando la voz del mayordomo que lo invitaba a seguirle.

– Perdona, extranjero, pero es la costumbre la que me obliga a cachearte, no lleves arma escondida. Y te advierto que ante mi señor no puedes sentarte, salvo que él te dispense, y has de hablar siempre con los brazos cruzados a la espalda.

El tirano estaba sentado en el suelo, en unos cojines, en el centro de una gran sala. Los pesados cortinones de terciopelo de los balcones cerraban el paso a la luz y al aire caliente de la cuadrada plaza. Iluminaba la pieza la claridad que entraba por las puertas abiertas. Ya en la sala, Orestes no vio al tirano hasta que le indicó el mayordomo donde se sentaba, diciéndole al oído que hiciese una reverencia de corte.

– Señor, me llamo Orestes de Micenas, y viajo hacia poniente, obligado por el cumplimiento de una venganza.

El tirano contemplaba a Orestes, quien se había detenido a unas tres varas de sus pies, con los brazos cruzados a la espalda. El tirano cumpliría los cincuenta años, y lo que llamaba la atención en su rostro afilado eran sus ojos claros, muy separados bajo espesas cejas que todavía lucían rubias, aunque la barba fuese ya más entrecana.

– ¡Una venganza! -exclamó como si estuviese aburrido de escuchar cada día aquella respuesta-. ¿Sientes odio?

Preguntó esto con voz afectuosa, y antes de que Orestes respondiese lo invitó a que se sentase a su lado. A cada rato entraba un esclavo y ponía ante el tirano un barreñón rojo, pintado con brincos de delfines, lleno de agua fría, y el señor sumergía allí las manos hasta medio antebrazo. Orestes recordó los consejos de Electra, que tocaban a la vez a los hombres y a los dioses:

– La justicia no sufre el odio.

El tirano se sonrió, y se salpicó la cara y el pecho con agua fría.

– Ésa es una respuesta política, pero el corazón lo que pide, las más de las veces, es la justificación del odio. Por eso hay dos bandos y partidos en las ciudades. Las gentes se reúnen para pedir que baje el precio del trigo, pero lo que buscan es mi caída, mi degüello, arrastrarme por el camino de ronda hasta el puerto, y partirme en pedazos antes de echarme de comida a los congrios. ¿De quién vas a vengarte?

– Del asesino de mi padre, el rey Agamenón.

– ¿Un rey? ¿Quién lo mató?

– El amante de mi madre, llamado Egisto. Yo los vi juntos y desnudos, a los adúlteros, en el mismo lecho, siendo todavía niño que no podía con la espada paterna.

– ¿La vas a usar ahora?

– La llevo en mi caballo, envuelta en lana pura sin hilar, engrasada con aceite de la lámpara de un templo famoso, después de que hubo bebido en él, en noche de luna llena, una lechuza glotona.

– ¡Me gustan las gentes que observan los ritos!

Sonrió el tirano a Orestes, y viendo cómo el sudor brotaba en la cara del príncipe, le invitó a que usase del agua fría, sumergiendo las manos, mojándose la nuca y la frente.

– ¿No puedes desentenderte del asunto? ¿ Quieres recobrar el reino perdido? ¿No puedes esperar? ¿Solamente vives para eso?

Las palabras del tirano correspondían a las horas de desaliento de Orestes. «¿No puedo desentenderme de este asunto? ¿No puede esperar la venganza? ¿Solamente he de vivir para ella? ¿El reino perdido? ¿Qué reino, qué súbditos?» Electra mataba una paloma, y le obligaba a que mojase las manos en la sangre.

– Tienes que acostumbrarte a andar así -le decía.

El tirano palmeó, y acudió un esclavo con refrescos de lima y nieve. Los dos hombres bebieron a sorbos, alegrando la boca con aquella agua fría.

– Yo también fui un vengador -dijo el tirano-. Yo quería pensar en otra cosa, pero mi madre no me dejaba.

Se levantó, se acercó a uno de los balcones, apartó el cortinón, miró a la plaza y volvió a sus cojines. Era un hombre muy alto, muy ancho de pecho.

– Yo tenía que matar al segundo marido de mi madre, porque andaba a escondidas enamorando a una hermana mía. Salí de la ciudad para prepararme para el crimen, para poder estudiar el asunto, atando todos los puntos, no fallase el golpe. El calor de la sangre moza me traía otros pensamientos, pero tres veces al día recibía una señal de mi madre, unos hilos rojos atados a una punta de flecha. Sí, lo mataría con flecha. Tenía que terminar con aquel asunto, quería dedicar mi vida a otras cosas. Pero mi ayo me decía que no podría, que sería peor después de la venganza, que andarían voces volando tras de mí, acusándome del crimen.

»-No dormirás, no hallarás casa fija, te mirarán como a un leproso. ¡Serás un perpetuo vagabundo! ¡Y no serás un hombre justo si dejas con vida a tu hermanilla!

Bebió de un golpe toda la nieve que quedaba en el fondo de la copa.

– No, no sería un hombre justo.

– ¿Te vengaste? -preguntó Orestes.

– Todo salió de muy diferente manera de cómo yo imaginaba. Me entrené en el arco, y cuando me hallé maestro, volví a la ciudad en busca del padrastro. Era la hora en que él acostumbraba a salir del baño. Tenía siete espejos y se iba mirando en ellos mientras se paseaba secándose. Se detuvo un momento y se inclinó, para mejor secarse una pantorrilla. Tendí el arco y disparé la flecha contra su cuello. Me había equivocado. No le había disparado a él, sino a su imagen, reflejada en uno de los espejos. Asomó la cabeza, me vio, y se echó a reír. Reía con sonoras carcajadas, arrastrando la toalla, desnudo, pegando saltos, sin miedo de una segunda flecha mía. Reía y gritaba, acudieron esclavos, acudió mi madre. Mi padrastro reía y reía, no podía dejar de reír, se ponía rojo, y de pronto quedó serio, mirándome fijamente, dio un paso hacia mí y cayó muerto. Su cabeza rebotó en el mármol. Le salía sangre por la boca y por las narices. Yo dije que había entrado a mostrarle mi arte en flechas, y que lo había encontrado en aquel ataque.

Le echaron la culpa a que había comido higos por la mañana, y no había hecho la digestión. Y dieron la muerte por natural. Y pese a ello yo tenía la amarga certeza de haberle dado muerte. Lo peor era que, aunque vengador, no podía exhibirme como tal, desterrado ritual en cortes extranjeras.

¿Y cómo iba a castigar a mi hermana? Mi madre me pedía que la ahorcase, que ella iría a tomar las aguas a un balneario de la montaña, y mientras tanto yo la ahorcaba. Me dejó la cuerda, una trenza flamenca de tres cabos, dos amarillos y uno blanco, que hacía muy fino.

»-¡Volveré dentro de quince días! -me dijo mi madre al despedirse.

»Encontré a mi hermana en el jardín, con las manos cruzadas sobre el vientre, mascando un tallo de avena loca, los ojos cerrados. Y en aquel momento tuve la intuición de que estaba preñada.

»-¿Para cuándo? -le pregunté-. ¿Para cuándo es el niño?

»Me miró asombrada, y se echó a llorar.

»-Para la vendimia -dijo.

»-Te buscaré marido -afirmé.

»-¡Ya lo tengo! ¡Ya me lo tenía buscado el difunto!

»Así era. Ya le tenía buscado el difunto un marido, un gentilhombre campesino, que llegó a pedir la mano saludando desde lejos con un sombrero verde. Me cogió del brazo, y me dijo que no podíamos negarle la niña, que ya sabía yo su estado, y que perdonase el desliz, pero que a la muchacha le había caído el pañuelo al camino y él se encaramó a la muralla de la huerta para devolvérselo. Hubo boda. Mi madre no quiso asistir, se negó a chupar los carametas que mandó el yerno, y decía que se había quedado sin hija. Pero, unos meses más tarde, lloraba de alegría acunando el retoño.

Sonrió, recordando la estampa de la abuela y el nieto.

– Por eso -le dijo a Orestes- te pido que lo dejes por algún tiempo. Quédate aquí domando caballos. Tengo hijas y sobrinas en edad de casar. Puedes elegir la que más te guste. Si te asomas esta noche a la ventana de la cámara que he ordenado disponer para ti, las verás en el patio,

jugando al diávolo. ¡Hay muchas vidas, querido amigo!

III

¡Hay muchas vidas! En su vagabundaje, Orestes solía recordar las palabras de su amigo el tirano, y también la hermosa estampa, en la noche, de las muchachas jugando al diávolo a la luz de las antorchas. Corrían, saltaban, giraban, y levantando las amplias faldas al correr dejaban ver las blancas piernas. Corrieron, cantaron y jugaron a echarse con las manos agua de la fuente. Hasta que, siendo ya la medianoche, vino la nodriza más antigua y las llevó a la cama. Eran seis, pero Orestes no olvidaba a una menuda y rubia que mismo debajo de una antorcha se recogió el pelo, atándolo con una cinta que sujetó con los dientes. No quiso quedarse allí, al servicio del tirano, aunque éste le ofrecía cambiarle el nombre. Podría haber quedado si, contrariando a Electra, no hubiese dicho que viajaba a Mícenas a cumplir con la obligación de una venganza. Pero habiéndolo dicho, todos los que lo habían oído estarían pendientes de él, del día de su marcha, y si se retrasaba en partir comenzarían las murmuraciones. Y si pretendía una de las muchachas de la familia del tirano, y casaba con ella, la mujer estaría siempre con el temor de que una mañana no lo iba a encontrar en el lecho, que Orestes, antes de que la juventud se fuese, había salido a cumplir su juramento. Y peor todavía si dejaba algún hijo. ¿Y osaría acariciar a éste con las manos manchadas de sangre?

Orestes andaba ahora por países donde nadie sabía que existía tal ciudad de Micenas, y por eso no podían indicarle el camino más corto.

– ¡Vete hacia el mar, que en los puertos saben de todas las ciudades y mercados del mundo!

Pero Orestes amaba los bosques y los estrechos senderos montañeses. Aquel era un mundo sin correos, no podían llegarle recados de Electra, y nadie le preguntaba su nombre. Había una taberna en cada aldea, y Orestes ponía una moneda en el mostrador.

– ¿Vas a estar con nosotros una semana? -le preguntaba el huésped, guardándose la moneda en el bolsillo interior del chaleco.

La mujer le lavaba las camisas, y un criado le herraba el caballo, que Orestes advertía que desde allí partía para un largo viaje. Los aldeanos ricos, viéndolo tan cortés, lo convidaban a cenar en sus casas, y el posadero le llenaba la bota para el camino. Le iban bien aquellos vinos ásperos de la meseta. Siempre había una muchacha para decirle adiós. ¡Hay muchas vidas!

– ¿Cómo te llamas? -preguntó el tabernero-. ¡Aquí tenemos la costumbre de interrogar a los extranjeros!

– Me llamo Egisto -dijo Orestes.

– Ése es el nombre de un rey que hay no sé dónde.

– El mismo, pero yo no soy ese rey, aunque sea más noble que ese rey.

– ¿Cuál es el nombre de tus padres?

– No se sabe, que me hallaron en el campo amamantado por una corza, con doce libras de oro a mi lado, en doce bolsas. Y una serpiente sujetaba con su boca mi cordón umbilical, no me desangrase.

Los bebedores se apartan, y el tabernero, poniéndose un paño de secar sobre la cabeza, exclama solemne:

– ¡Eres casi sagrado!

Tuvo que marcharse a escondidas de aquella aldea, porque la gente venía de más doce leguas a verlo, y las mujeres tocaban sus hijos en sus riñones. Una soltera de treinta le había mandado recado diciéndole que quería tener un hijo de él, que sería el consuelo de su vejez.

Orestes estaba ante el mar. En el horizonte se veía la costa de la Hélade Firme, y ante ella la línea oscura de las dos islas en la desembocadura del río. Eran las dos islas que él había buscado en la carta, en los primeros años de su regreso. Un hombre que llevaba al hombro un remo se le acercó.

– Si vas a pasar a la otra banda, lo mejor es que vendas aquí tu caballo. ¡Es un caballo viejo!

– ¡Es mi caballo! -respondió Orestes.

– ¡Fue un buen caballo!

– ¿Cómo sabes de caballos, tú que eres marinero?

– No creas que duermo con una yegua. Pero a la vista está que es un caballo viejo, y que ha debido ser un hermoso caballo en sus buenos años.

Orestes contempló su caballo, que desensillado pacía al lado de la playa. Era la primera vez que lo miraba, teniendo en la mente aquellas dos palabras: «caballo viejo». Sí, el veloz ruano había envejecido en su compañía. El corazón de Orestes se llenó de una extraña ternura. ¡Años de incansable caminar! ¿Y no habría envejecido también él, Orestes, en el viaje de regreso, perdido por los caminos?

– ¿Entiendes de hombres como de caballos? ¿Cuántos años tendré yo?

El marinero, apoyado en el remo, miraba a Orestes de arriba abajo.

– ¡Quítate el casco!

Orestes se quitó el casco.

El marinero dio un par de vueltas alrededor de Orestes.

– ¡Cuarenta y dos años!

– ¿Un hombre viejo?

El marinero, apoyado en el remo, miraba a Orestes a los ojos.

– Mientras viajes, no serás un hombre viejo. Pero el día en que decidas descansar, aunque sea mañana, lo serás.

El marinero se fue con su remo al hombro, diciéndole que si quería posada que la había en el puerto, al otro lado de aquel montículo. Y Orestes se quedó a solas con su caballo en la playa. El viejo ruano se había saciado pronto, y se acercaba, como solía, a rozar con su hocico la espalda del amo. Orestes pasó un brazo por el cuello del caballo, y comenzó a imaginar el discurso que haría a una embajada que le mandaba Electra desde Tebas, reprochándole el retraso en la venganza.

– ¡Éste es el compañero fiel de mi viaje! ¡Un viejo caballo! Sería inhumano venderlo, ya para carne embutida para leñadores, ya para labores agrarias. ¡Antes darle muerte por mi mano! Decidle a Electra apresurada, que tan pronto como mi caballo exhale su último suspiro, yo embarcaré en una nave, que ya estoy frente a la costa donde desemboca el río paterno.

Dijo en voz alta, y señaló la línea oscura de las dos islas, y la que más allá difuminaba la neblina de la tarde. Y el caballo escuchó las nobles palabras de Orestes, y no queriendo retrasar más el cumplimiento de la terrible venganza, se arrodilló, rozó dos veces la cabeza contra la arena, relinchó agudo como hacía por las mañanas en oyendo añ gallo dar entrada al alba, e intentando levantarse, para morir de pie -que aquello de arrodillarse debía de haber sido una oración secreta propia de los hípicos-, no pudo, y cayó muerto, con las patas por el aire. Orestes desnudó la espada de la venganza, se arrodilló en la arena manteniendo el acero en alto, la empuñadura sujeta con las dos manos contra el pecho, y permaneció así toda la noche velando el cadáver de su caballo, mirando hacia el mar. Las olas rompían sonoras, y en la otra orilla se había encendido una luz roja.

Pasaron más años, ocho o diez. Al fin había salido una nave para la otra banda, y Orestes pisaba tierra en la desembocadura de su río. Orestes, que se veía tan distinto, ya en el umbral de la ancianidad, del Orestes de los años de juventud, se preguntaba quiénes serían aquéllos a los que había de dar muerte terrible, cambiados también con el paso de los lustros, usados por los inviernos. ¡Semanas enteras pasaban sin que se acordase de sus nombres! Quizá lo que más le obligaba ahora al cumplimiento de la venganza era la muerte de su viejo caballo. No debía defraudarlo. Pero, ¿vivirían todavía Egisto y Clitemnestra? ¿Qué habría sido de su hermana Electra? Pero lo importante ahora era caminar, llegar nocturno a la ciudad, cerciorarse de que podía sacar rápidamente la espada vengadora de entre las mantas de viaje. Había comprado otro caballo, un tordo muy brioso, alegre en las horas matinales. Al llegar al vado, silbó reclamando la barca. Desde la otra orilla le contestó un muchachuelo saludando con la gorra, y gritando que ya salía. Fue

fácil meter el tordo y atarlo, y la barca se dirigió, río abajo, hacia la otra orilla, aprovechando la corriente, para dejar a Orestes y a su montura junto a las piedras del paso antiguo.

– Había un barquero llamado Filipo -dijo Orestes.

– ¡Mi abuelo, que Dios tenga en su gloria!

– ¿Hace mucho que murió?

– ¡Unos quince años!

El muchacho apoyaba con la pértiga el viraje de la barca hacia la izquierda.

– ¿Murió de viejo?

El tema de la ancianidad le venía ahora a mientes a Orestes a cada instante. Como él envejecía, todo envejecía.

– Viejo era, pero no murió de senectud, que fue que estaba poniéndole una bandera nueva al palo de popa, y llegó corriendo el criado de la posada del Mantineo diciéndole que en la paz que firmaban en los Ducados se aseguraba la construcción de un puente en el vado. Mi abuelo gritó que no era posible, que no podía haber puente mientras no viniese un tal Orestes, que tenía él que pasarlo en la barca, y estaba en la ley que puente quita barca. El criado gritaba más, diciendo que habría puente y pasaría la diligencia, y que el Mantineo iba a ser rico y poder casar la hija paticoja. Y mi abuelo erre que erre en que no habría puente mientras no pasase a Orestes vespertino, sin apearse en la barca de su caballo ruano, y estaría lloviendo. Y en su excitación no se dio cuenta de que daba un paso en falso, cayó al agua y se ahogó, que habiendo pasado toda la vida en el río no sabía nadar.

– ¿E hicieron el puente? -preguntó Orestes.

– Empiezan para la semana que viene. ¡Pero que yo sepa no ha pasado el río el tal Orestes vespertino!