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Sin saber cómo, se relajó la tensión que se conocía en el mundo por el nombre de "crisis de la anexión", que llegó a proyectar su sombra de mal augurio sobre el puente y la ciudad. La correspondencia diplomática y las negociaciones entre las capitales interesadas lograron llegar a una solución pacífica.
La frontera, aquella frontera que desde siempre se inflamaba con facilidad, no llegó a arder. Las tropas que habían ocupado la ciudad y los pueblos de la frontera empezaron a retirarse y a disminuir con los primeros días de la primavera. Pero los cambios que aquella crisis había producido persistieron una vez hubo pasado. La guarnición establecida en la ciudad a título permanente fue ampliada. El puente continuó minado, aunque nadie pensase más en ello, excepto Alí-Hodja Mutelevitch. El terreno situado en la meseta de la izquierda del puente, más arriba de la antigua muralla, y sobre el que se extendía el vergel del distrito, fue acaparado por las autoridades militares. Los árboles frutales que se encontraban en medio de él fueron talados, construyéndose en aquel lugar una casa de un piso. Era el nuevo círculo militar, ya que la casa donde hasta aquel momento había tenido su sede, una reducida planta baja, allá en el Bikavats, resulta demasiado pequeña para el número cada día mayor de oficiales.
De este modo, a la derecha del puente quedaba el hotel de Lotika y, a la izquierda, el círculo militar; dos edificios blancos casi idénticos. Entre ellos la plaza del mercado rodeado de tiendas, y más arriba del mercado, sobre una elevación del terreno, el gran cuartel que el pueblo seguía llamando la hostería de piedra, en recuerdo del parador de Mehmed-Pachá, que antaño se irguió en aquel sitio, para desaparecer después sin dejar huella.
Los precios que durante el otoño anterior habían experimentado un aumento motivado por la presencia de tantas tropas, no sólo no bajaron, sino que se inclinaron a una subida. Aquel año se abrieron dos Bancos, uno servio, el otro musulmán. La gente se valía de los giros como de un remedio. Las deudas crecían. La necesidad de dinero se hacía más imperiosa, porque era mayor la circulación. Sólo los que gastaban más de lo que ganaban llegaron a creer que aquella vida era ligera y hermosa. Pero los negociantes se sintieron asaltados por las preocupaciones. Los vencimientos de los créditos para el pago de las mercancías se hicieron cada vez más cortos. Eran escasos los clientes seguros. El número de productos que a causa de su precio excedían del poder adquisitivo de la mayoría de las personas aumentaba sin cesar. Se compraba al por menor y se dilató la demanda de las mercancías baratas. Únicamente los clientes dudosos seguían comprando sin trabas. No había más que un negocio seguro: los suministros para el ejército o para alguna institución estatal; pero semejantes bicocas no estaban al alcance de todo el mundo. Los impuestos del Estado y las tasas municipales iban haciéndose más pesadas, más numerosas; se acentuó la severidad en la recaudación de los impuestos… Los beneficios resultantes de aquella situación iban a parar a manos invisibles, en tanto que las pérdidas alcanzaban a las regiones más lejanas del imperio, afectando al pequeño comercio, incluidos los revendedores y los consumidores.
Los ánimos en la pequeña ciudad no estaban serenos ni tranquilos. La brusca tregua no apaciguaba ni a los servios ni a los musulmanes. Entre los primeros se produjo un desencanto oculto; entre los segundos, un sentimiento de desconfianza y de miedo ante la idea de lo que pudiera reservarles el porvenir. Se esperó de nuevo la llegada de grandes acontecimientos, sin que realmente hubiese una razón visible ni un motivo directo para ello. El pueblo aguardaba algo y se veía invadido por el temor; para ser más exactos: unos aguardaban, mientras que los otros temían. Todas las cosas eran acogidas y examinadas desde ese punto de vista relacionándolas con aquella espera. Los corazones fueron presa de la inquietud, lo mismo entre los analfabetos, que entre los ignorantes, que entre los más ingenuos; pero, de modo especial, entre los jóvenes. Ya nadie consideraba satisfactoria la vida que hasta entonces se había llevado. Todos deseaban más, exigían más y temían lo peor. Los ancianos echaban de menos "la dulce tranquilidad" que fue considerada en tiempos de los turcos como la meta final y como la más acabada forma de la vida pública y privada; aquella paz cuyo reino se prolongó durante las primeras décadas de la dominación austríaca. Pero los ancianos no eran muchos y todos los demás querían una vida animada, bulliciosa, excitante, agitada…; querían sensaciones o el eco de las sensaciones que experimentaba el prójimo, o, al menos, una existencia llena de algazara y de estímulos que hiciese creer en una sensación. Este deseo no sólo cambió la configuración de las almas, sino también el aspecto externo de la ciudad. La antigua vida que se había desarrollado regularmente sobre la kapia, aquella vida integrada por conversaciones apacibles y tranquilas meditaciones, por bromas inofensivas y canciones de amor, aquella vida asentada entre el agua, el cielo y las montañas empezó también a variar.
El dueño del café se procuró un gramófono, una pesada caja de madera provista de una gran trompa de hojalata que parecía una flor de color azul claro. Su hijo cambiaba los discos y las agujas y daba cuerda sin cesar a aquel instrumento chillón que hacía vibrar la kapia y cuyo eco retumbaba en las dos orillas. Tuvo que adquirirlo para no quedarse atrás respecto a sus competidores, porque lo cierto es que los gramófonos se escuchaban no sólo en las asociaciones y en las salas de lectura, sino también en los merenderos más humildes a los que la gente había acudido antaño para sentarse bajo los tilos sobre la hierba o en las terrazas cuajadas de luz y en los que se había conversado a media voz, con pocas palabras. Por todas partes los gramófonos dejaban oír el chirrido de unas marchas turcas o de alguna canción patriótica servia o los aires de las operetas vienesas; todo dependía del cliente que hacía poner en marcha el aparato. La gente sólo iba ya a los sitios donde había algazara, brillo y movimiento.
Se leían los periódicos con avidez, pero al vuelo, de paso. Cada cual buscaba únicamente los diarios que exhibían en primera página titulares sensacionales impresos en grandes caracteres.
Los artículos que aparecían en los rincones, escritos con letra pequeña, no tenían lectores. Todo lo que pasaba iba acompañado por el ruido y el resplandor de las palabras aparatosas. Los jóvenes no estimaban que habían vivido, si por la noche, antes de dormirse, no resonaba en sus oídos el eco de las palabras del día, ni brillaba en sus ojos la imagen de las cosas nuevas.
A la kapia acudían los agas y los efendis de la ciudad serios y, en apariencia, indiferentes. Querían oír las noticias de los periódicos sobre la guerra Ítalo-turca de Tripolitania. Escuchaban vivamente lo que se escribía en la prensa sobre el joven y heroico comandante turco Enver-Bey, que derrotaba a los italianos y defendía la tierra del sultán como si fuese descendiente de Sokolovitch o de Tchuprilitch. Fruncían el entrecejo cuando llegaba a sus oídos la ruidosa música del gramófono que les molestaba en sus pensamientos. Y, sin demostrarlo, temblaban profunda y sinceramente por el destino de aquella lejana región turca de África.
Pero he aquí que en aquel momento, Pietro, el italiano, el señor Pero, de regreso de su trabajo, cruzó el puente con su traje blanco de polvo y cubierto de manchas de pintura y de trementina. Estaba más viejo, más encorvado; parecía más modesto y temeroso. Como sucedió con motivo del atentado de Luccheni contra la emperatriz, según una lógica que no llegaba a comprender, Pietro se sentía de nuevo culpable de un crimen cometido en algún lugar del planeta por sus compatriotas los italianos, con los que, desde hacía mucho tiempo, no tenía ninguna relación. Uno de los jóvenes turcos le gritó:
– ¿Qué es lo que quieres, cabrito, Trípoli? ¡Pues aquí lo tienes!
Y tras la palabra, le hizo "un corte de manga" y otros gestos igualmente obscenos.
El señor Pero, fatigado, inclinado hacia delante, con las herramientas debajo del brazo, se limitó a calarse el sombrero hasta los ojos, a morder convulsivamente la pipa y a apresurar el paso.
En su casa lo esperaba Stana, que también había envejecido y había perdido energías, pero que continuaba teniendo la misma lengua y el mismo genio. Pietro se quejó de los muchachos que le decían cosas incorrectas y que le exigían que devolviese Trípoli, un país del que hasta hacía unos días ni siquiera había oído hablar. Stana -como siempre- no quiso comprenderlo ni tener compasión. Una vez más le dijo que él tenía la culpa y que había merecido que lo injuriasen.
– Si fueses un hombre de verdad, y no lo eres, te habrías tirado a ellos con tu cincel o con tu martillo y les habrías roto los morros. Ya verías cómo así toda esa chusma no volvería a insultarte. Al contrario, se pondría en pie cuando tú pasases por el puente.
– ¡Ay, Stana! -respondió plácidamente y con un poco de tristeza el señor Pietro-, ¿cómo es posible que un hombre pueda romper con un martillo los morros de su prójimo?
Así pasaron todos aquellos años en medio de pequeñas y de grandes emociones y dentro de una constante necesidad de sensaciones. Y así llegó el otoño del año 1912, y a continuación el año 1913, con las guerras balcánicas y las victorias servias. Y por una rara excepción, lo que tenía una enorme importancia para el destino del puente, para la ciudad y para todos cuantos en ella vivían, pasó en silencio y sin que nadie se enterase.
Los días de octubre, rojos al principio y al final del mes, auros a mediados, discurrieron en la ciudad que aguardaba la cosecha de maíz y el aguardiente nuevo. Todavía resultaba agradable sentarse en la kapia, a primeras horas de la tarde, y recibir la caricia del sol. Parecía como si el tiempo hubiese detenido el viento en la ciudad. Justamente en aquel momento tuvo lugar el gran suceso.
Antes de que las gentes que sabían leer y escribir hubiesen podido sacar algo en limpio de las noticias contradictorias que daban los periódicos, había estallado la guerra entre Turquía y los cuatro Estados balcánicos. Y antes de que el mundo hubiese comprendido exactamente el sentido de aquella guerra y medido su alcance, la contienda había terminado con la victoria de las armas servias y cristianas. Todo había ocurrido lejos de Vichegrado, sin tiros ni estrépito de cañones en la frontera, sin ejecuciones en la kapia. Como suele suceder en las ciudades comerciales, los acontecimientos que habían tenido lugar lejos quedaron lejos e ignorados. Allá, en algún lugar del mundo, alguien juega a la lotería o se libra un combate; y es así, por curioso que parezca, cómo se decide el destino de cada uno de nosotros.
Pero si el aspecto externo de la ciudad permaneció tranquilo y sin variaciones, aquellos acontecimientos provocaron en los espíritus verdaderas tempestades, las más exaltadas tormentas de entusiasmo y los desalientos más profundos. Los servios y los musulmanes de la ciudad acogieron el hecho con sentimientos totalmente opuestos, como venía sucediendo con todo lo que pasaba en el mundo durante los últimos años. Aquellos sentimientos tan sólo coincidían en su intensidad y en su profundidad. En efecto, la guerra había colmado todas las esperanzas de unos y confirmado los temores de los otros. Los deseos que desde hacía siglos volaban delante de la marcha de la historia, no podían en los momentos presentes seguir su curso ni alcanzarla con sus alas fantásticas en el camino que seguía y que era el de las más audaces realizaciones.
Cuanto la ciudad podía ver y sentir de aquella guerra fatídica, se desarrollaba con la velocidad del rayo y con una sencillez desusada.
En Uvats 1, allí donde la frontera entre Austria-Hungría y Turquía seguía el río del mismo nombre y en el lugar en que un puente de madera separaba el cuartel austríaco del puesto de guardia turco, en aquel lugar, un oficial turco pasó, acompañado por una pequeña escolta, a territorio austríaco. Con un gesto teatral, rompió su sable en el parapeto del puente y se entregó a los soldados austríacos. En aquel instante, la infantería servia, vestida de gris, descendía por las colinas. Sustituyó a las tropas regulares turcas, de impedimenta arcaica, situándose a lo largo de la frontera entre Bosnia y Sandjak. Desapareció el punto en que se encontraban las fronteras de Austria, Turquía y Servia. La frontera turca, que todavía ayer se hallaba a unos 15 km de Vichegrado, retrocedió bruscamente a más de 1.000 km, a un lugar situado más allá de ledrena².
Tan numerosos y grandes cambios, realizados en un brevísimo espacio de tiempo, conmovieron a la ciudad hasta sus cimientos.
El trastorno tuvo fatales consecuencias para el puente sobre el Drina. Como ya hemos visto, el lazo ferroviario con Sarajevo había reducido a la nada su calidad de vínculo con Occidente, y, ahora, en un abrir y cerrar de ojos, dejó de servir de unión con Oriente. En verdad, aquel Oriente que lo había creado y que hacía aún unas horas mostraba, a orillas del río, su presencia, aunque debilitada, no menos real que el cielo y que la tierra, aquel Oriente se acababa de desvanecer como un espectro. El puente ya sólo unía las dos mitades de la ciudad y una veintena de pueblos situados a ambas orillas del Drina.
El gran puente de piedra que, según la idea y la piadosa decisión del visir de Sokolovitch, debía poner en contacto las dos partes del Imperio y, "por amor a Dios", facilitar el paso de Occidente a Oriente y viceversa, aquella maravillosa obra había quedado separada de Oriente y de Occidente y abandonada a sí misma, como un barco que naufraga o una capilla inutilizada. Durante tres siglos, el puente había soportado todo y sobrevivido a todo e, inalterado, había cumplido lealmente con sus fines; pero las necesidades humanas se habían desviado y las cosas habían cambiado en el mundo: ahora, su propio deber lo traicionaba. Teniendo en cuenta sus proporciones, su solidez y su belleza, las tropas habrían podido pasar por él y las caravanas sucederse unas a otras, durante siglos; pero he aquí que, a causa del juego eterno e imprevisto de las relaciones humanas, la fundación pía del visir se vio de pronto arrojada y puesta al margen de la corriente principal de la vida. El papel del puente ya no correspondía a su aspecto eternamente joven ni a sus proporciones, aunque gigantes, armoniosas.
Sin embargo, continuó erguido, tal y como el visir lo vio en su mente y tal como lo había creado su arquitecto: poderoso, bello y sólido, inaccesible a cualquier variación.
Fue preciso mucho tiempo y no pocos esfuerzos para que los habitantes comprendiesen todo lo que nosotros acabamos de comprender en unas pocas líneas y que tuvo lugar en apenas unos meses. Ni siquiera en sueños las fronteras llegan a desplazarse tan deprisa y tan lejos.
Todo lo que albergaba la mente de aquellos hombres, viejos como el mismo puente y mudos e inmóviles como él, se animó de pronto y comenzó a influir en la vida diaria, en el estado de ánimo general, y en el destino particular de cada uno de ellos.
Los primeros días del verano de 1913 fueron lluviosos y tibios. Uno de aquellos días estaban sentados en la kapia algunos musulmanes de la ciudad que se mostraban deprimidos y melancólicos. Unos diez ancianos rodeaban a un muchacho que les leía los periódicos, traduciendo las expresiones extranjeras e interpretando las palabras desconocidas. Al mismo tiempo les iba explicando la geografía. Todos fumaban apaciblemente y miraban imperturbables a la lejanía, pero sin que pudiesen ocultar del todo su preocupación ni su trastorno. Dominando su turbación, se inclinaban sobre el mapa en el que se indicaba el próximo reparto de la península balcánica.
Contemplaban el mapa sin llegar a ver nada en aquellas líneas que serpenteaban.
Sin embargo, sabían y comprendían todo, porque la geografía estaba en su sangre y porque sentían biológicamente la imagen del mundo.
– ¿A quién irá a parar Utchtchup 1 ? -preguntó, en tono indiferente, un anciano al muchacho.
– A Servia.
– ¡Ah!
– Y ¿Selanik²?
– A Grecia.
– ¡Ah, ah!
– Y ¿ledrena³?
– Probablemente, a Bulgaria.
– ¡Ah, ah, ah…!
No eran lamentaciones aparatosas y tristes, como las que profieren las mujeres y los seres débiles, sino suspiros sofocados y profundos que se perdían en el humo del tabaco que se escapaba a través de los bigotes poblados de aquellos hombres.
La mayoría de los ancianos que se hallaban en la kapia tenían más de setenta años.
En su niñez, la dominación turca se extendía desde Lika a Kordún 4 hasta Estambul, y de Estambul hasta las fronteras inciertas y desérticas de la lejana e infranqueable Arabia.
(Ha de aclararse que se entendía por dominación turca a la gran comunidad invisible y firme que, unida por su fe a Mahoma, acudía en cualquier parte del globo terrestre a la llamada a la oración del almuecín.)
Pero aquellos recuerdos de la infancia no bastaban para borrar otros más próximos: el retroceso de la dominación turca desde Servia a Bosnia y, después, desde Bosnia a Sandjak. Y ahora aquella dominación se desplomaba ante sus ojos, perdiéndose sus restos en algún lugar que su vista no alcanzaba, mientras ellos seguían allí, como hierbas acuáticas en tierra firme: engañados y amenazados, abandonados a ellos mismos y a su desdichada suerte. Todas las cosas vienen de Dios y están comprendidas, sin duda, en el orden de la divina Providencia; no obstante, se le hace difícil al hombre el entenderlo. Tampoco aquellas gentes lo lograban, se sentían oprimidas, su conciencia se confundía y la tierra se abría a sus pies; era inimaginable que las fronteras, que deberían permanecer invariables y firmes, se desplazasen y cambiasen, se alejasen para perderse como riachuelos caprichosos.
Estos eran los sentimientos y las ideas de los ancianos que estaban sentados en la kapia y que escuchaban, distraídos, las noticias que venían en la prensa.
E iban oyendo en silencio, aunque las palabras que los periódicos empleaban para hablar de los Imperios y de los Estados les pareciesen impertinentes, locas y fuera de lugar, y aunque cualquier modo de escribir se le presentase como algo impío, contrario a las leyes eternas y a la lógica de la vida, como algo que no llegaría a mejorar y con lo que un hombre honrado y razonable no podía resignarse. El humo del tabaco envolvía sus cabezas.
Arriba, por el cielo, navegaban, hechas jirones, las nubes blancas de un verano lluvioso; sus sombras pasaban rápidas y anchas por el suelo.
Por la noche algunos jóvenes, pertenecientes a familias servias, se quedaban sentados en la kapia hasta horas avanzadas. Cantaban, a grito pelado y con insolencia, unas canciones dedicadas a las armas servias. Nadie los multaba ni los castigaba. Entre ellos, se veía a menudo a estudiantes y a alumnos de las escuelas secundarias. La mayoría eran unos muchachos pálidos y delgados, de cabello largo, que se tocaban con sombreros negros, de copa plana y ala ancha. Durante aquel otoño, se reunían frecuentemente, aunque ya hubiese empezado el curso. Llegaban por tren de Sarajevo, y llevaban consignas, incluso un santo y seña. Pasaban la noche en la kapia y, sin esperar a que llegase el día, salían de la ciudad, dirigiéndose por ciertos caminos, que los muchachos de Vichegrado conocían, a Servia.
En verano, coincidiendo con las vacaciones, la ciudad y la kapia se animaban con la llegada de los estudiantes que volvían a casa. Su presencia se dejaba sentir en la vida de Vichegrado.
A finales de junio, aparecían un grupo de alumnos de los institutos de Sarajevo. Más tarde, durante la primera mitad de julio, iban llegando, uno tras otro, los estudiantes de derecho, de medicina y de filosofía y letras, procedentes de las universidades de Viena, de Praga, de Gratz y de Zagreb. El aspecto exterior de la ciudad se transformaba con su aparición. En el barrio del mercado y en la kapia podían verse sus siluetas jóvenes, diferentes, extrañas; se distinguían por su comportamiento, su manera de hablar y sus trajes. No encajaban dentro de los hábitos establecidos y de las eternas costumbres de la gente de la ciudad. Llevaban trajes de colores oscuros y de corte moderno. Pertenecían a aquel "Glockenfaçon" que pasó en toda la Europa central, por ser el último grito de la moda y suma del buen gusto. Sus sombreros eran de paja blanda, panamás de ala baja, adornados con una cinta de seis colores discretos. Calzaban anchos zapatos americanos con la puntera levantada hacia arriba. La mayoría llevaban bastones de bambú considerablemente gruesos. En la solapa ostentaban la insignia de los Sokols o de alguna asociación de estudiantes.
Estos jóvenes traían palabras nuevas y nuevas bromas, y nuevas canciones, bailes nuevos aprendidos durante el invierno anterior y, sobre todo, nuevos libros y nuevos folletos servios, checos y alemanes.
También antaño, en la primera época de la ocupación austríaca, se iban los jóvenes de la ciudad a cursar sus estudios fuera de ella, pero nunca habían sido tantos ni habían estado inspirados por un espíritu semejante. Durante los veinte primeros años habían salido algunos graduados de la escuela normal de Sarajevo, y dos o tres muchachos habían estudiado derecho o filosofía y letras en Viena. Mas eran una rara excepción, chicos modestos que habían aprobado sus exámenes discretamente y sin destacar y que, una vez terminados sus estudios, se habían perdido en el inmenso ejército gris de la burocracia estatal. Pero he aquí que, pasado algún tiempo, se aumentó bruscamente el número de estudiantes que acudían a la ciudad. Con la ayuda de las asociaciones culturales nacionales, podían ir a las universidades tanto los hijos de los campesinos como los hijos de los pequeños artesanos. Y así el espíritu y el carácter de los mismos estudiantes experimentó un cambio.
Ya no eran los estudiantes de ayer, aquellos de los primeros años que siguieron a la ocupación, muchachos tímidos e ingenuos, absortos en sus estudios, en el sentido más estricto de la palabra. No eran los mozos alegres y divertidos, futuros señores que, en una época determinada de su vida, gastaban en la kapia la plenitud de sus fuerzas juveniles; aquellos mozos de los que decían sus familias: "casémoslos para que dejen de cantar". Eran unos nuevos seres que estudiaban y que iban perfilando su educación en distintas ciudades, en diversos Estados, bajo diferentes influencias. Regresaban de las urbes, de las universidades y de los institutos en que estudiaban, deslumbrados por un sentimiento de audacia orgullosa cuyo primer sabor, aún no definido, los colmaba; volvían entusiasmados por las ideas sobre el derecho de los pueblos a la libertad y de los derechos del individuo a la alegría y a la dignidad. En sus vacaciones del verano tornaban a la ciudad trayendo concepciones liberales referentes a las cuestiones sociales y religiosas y al entusiasmo de un nacionalismo reavivado que, en los últimos tiempos, sobre todo después de las victorias servias en las guerras balcánicas, se había convertido en una creencia común y, en algunos jóvenes, en un deseo fanático de acción y de sacrificio personal.
La kapia era el lugar principal de sus reuniones. Acudían a ella después de la cena. En la oscuridad, bajo las estrellas o al claro de luna, en la paz nocturna, por encima del bullicioso río, resonaban las canciones, se dejaban oír las bromas, las conversaciones animadas, y una serie de discusiones interminables, nuevas, audaces, ingenuas, sinceras, desenvueltas.
Con los estudiantes solían reunirse sus compañeros de la infancia, aquellos que cursaron a su lado los primeros estudios, y que después se quedaron en la ciudad para trabajar como aprendices o como dependientes de comercio o como modestos secretarios del ayuntamiento o como empleados de alguna empresa. Entre ellos, los había de dos tipos: unos que se mostraban satisfechos con su suerte y con la vida que llevaban en una ciudad que no abandonarían jamás. Miraban con curiosidad y simpatía a sus camaradas instruidos; los admiraban, sin compararse nunca a ellos, y participaban, faltos de envidia, en su modo de ir desenvolviéndose y en el curso de sus estudios. Otros no se habían reconciliado con la existencia que, impuesta por las circunstancias, se veían obligados a seguir; anhelaban algo que consideraban más elevado y mejor, algo que se les escapaba y que, con cada día que pasaba, se les presentaba más lejos y más inaccesible. Aunque continuaban siendo amigos de sus compañeros de la escuela, se separaban de ellos a causa de su ironía grosera o de su silencio hostil. No podían participar en un plano de igualdad en sus conversaciones. Por esta razón, constantemente torturados por el sentimiento de su inferioridad, subrayaban en las conversaciones, de una manera exagerada e insincera, su tosquedad y su ignorancia, que se hacían más sensibles ante la educación de sus compañeros. Otras veces, al amparo de su zafiedad, se burlaban de todo con amargura. En uno y otro caso, la envidia brotaba de ellos como una fuerza casi palpable. Pero la juventud soporta fácilmente la presencia de los peores instintos y vive y se desenvuelve entre ellos con libertad, despreocupada.
La ciudad ha disfrutado y disfrutará de noches estrelladas y de constelaciones maravillosas y de claros de luna, pero nunca albergó, ni tal vez vuelva a albergar, a unos muchachos como aquéllos, que pasan la noche en la kapia, enzarzados en apasionadas conversaciones en las que salían a la luz grandes ideas y grandes sentimientos. Fue una generación de ángeles rebeldes que se aferraban al breve lapso de tiempo, en el que todavía tenían todo el poder y todos los derechos de los ángeles y el orgullo ardiente de los rebeldes.
Aquellos hijos de campesinos, de comerciantes y de artesanos de una pequeña ciudad bosníaca perdida, recibieron del destino, sin realizar apenas un esfuerzo, una oportunidad de salir al mundo y una gran ilusión de libertad. Abandonaban su ciudad impregnados de las cualidades provincianas que habían nacido con ellos; escogían por sí mismos, de acuerdo con sus inclinaciones, con las características del momento o con los caprichos del azar, la carrera que iban a seguir, las distracciones que iban a llenar sus ocios y el círculo de sus conocimientos y amigos. La mayor parte de ellos no podía ni sabía sacar provecho de cuanto había logrado ver; y, sin embargo, todos tenían la impresión de que podían conseguir lo que quisieran y de que cuanto caía en sus manos les pertenecía.
La vida (he aquí una palabra que a menudo brotaba en sus conversaciones, así como en la literatura y en la política de la época, en las que aparecía escrita con una respetuosa uve mayúscula), la vida se presentaba ante sus ojos como un objeto, como un campo de acción en el que dar libre curso a sus instintos liberados, a sus curiosidades intelectuales y a sus hazañas sentimentales que no conocían fronteras. Todos los caminos se abrían ante ellos: probablemente no llegasen a poner el pie, sino en un escaso número de aquellos caminos, pero no obstante, la embriagadora voluptuosidad de la vida consistía en eso precisamente, en que podían (al menos en teoría) escoger libremente la senda que quisiesen y pasarse después a otra, y a otra, según les viniese en gana. Todo lo que los demás hombres, pertenecientes a otras razas, a otros países y a otros tiempos habían logrado crear y poseer en el transcurso de las generaciones, merced a esfuerzos seculares, a costa de sus vidas, de renuncias y sacrificios más grandes y más valiosos que la vida, todo esto se ofrecía a ellos como una herencia accidental, como un peligroso regalo del destino. Parecía increíble y fantástico y, a pesar de todo, era cierto: podían hacer lo que quisiesen de su juventud, y hacerlo dentro de un mundo en el que las leyes de la moral social y personal, incluso la lejana frontera del crimen, estaban, por aquel entonces, en plena crisis, siendo libremente interpretadas, aceptadas o rechazadas por cada grupo y por cada individuo. Aquellos jóvenes podían pensar como querían, juzgar sin trabas acerca de cualquier cosa; osaban decir lo que les venía en gana y, para muchos de ellos, sus palabras valían tanto como actos y satisfacían sus necesidades atávicas de heroísmo y de gloria, de violencia y de destrucción, pero sus palabras no llevaban implícita la obligación de actuar, no suponían una responsabilidad en el que las había dicho. Los más capacitados despreciaban lo que les era necesario aprender y subestimaban lo que podían hacer, vanagloriándose de lo que ignoraban y entusiasmándose con aquello que quedaba más allá de sus fuerzas.
Es difícil imaginar una manera más peligrosa de entrar en la vida. Habían elegido el camino más seguro para ir a parar a las acciones excepcionales o al desastre total. Sólo los mejores y los más fuertes se entregaban a la verdad, con un fanatismo de faquir, a la acción y ardían en ella. Inmediatamente eran glorificados por sus contemporáneos como mártires y como santos (no hay generación que no tenga sus santos) y se los levantaba sobre el pedestal de los ejemplos inimitables.
Cada generación humana tiene su opinión particular en lo que a la civilización se refiere. Unos creen que participan de unos momentos en que empieza a adquirir empuje; otros, que son testigos de su decadencia. En realidad, por regla general, resplandece, se mantiene o se extingue en función del lugar desde donde la contemplamos. La generación que, en aquellos momentos, ventilaba en la kapia, bajo las estrellas, junto al río, una serie de cuestiones filosóficas, sociales y políticas, no pasaba de ser una generación semejante en todos los aspectos a las demás. Creía también que estaba alumbrando los primeros fuegos de una nueva civilización y que apagaba las llamas de otra anterior que estaba a punto de consumirse. Lo único que puede decirse en su favor es que hacía mucho tiempo que no había habido una juventud que hubiese hablado y soñado con más audacia de la vida, de la voluptuosidad y de la libertad; una juventud que hubiese recibido menos a cambio de su sufrimiento y del pesado yugo de la esclavitud que pesaba sobre ella. Mas durante aquellos días del verano de 1913 todo cuanto acaba de relatarse se ofrecía todavía de un modo indeterminado. No pasaba de ser un juego nuevo y emocionante que tenía por escenario el viejo puente que, al claro de luna, aparecía en las noches de junio blanco, puro de líneas, joven e incólume, perfectamente hermoso y sólido, más sólido que todo lo que el tiempo pudiese brindar, más fuerte que todo lo que las gentes pudiesen pensar o hacer.
<a l:href="#_ftnref42">1</a>. Uvats: localidad que se encuentra en la confluencia del río Uvats con el Lim, afluente de la derecha del Drina. (N.del T.)2. Adrianópolis. (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref43">1</a>. Uchcchup o Uskub es el nombre turco que se da a Skoplia. (N. del T.)2. Salónica. (N. del T.)3. Adrianópolis. (N. del T.)4. Lika es una region de llanuras entre el macizo montañoso de Velebit y los montes Kapela. Kordún es una region de colinas situada en el noroeste de Lika, fue una region que Austria convirtio en zona militar para vigilar a los turcos. (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref44"> </a>