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CAPÍTULO XXIII

A causa del bombardeo incesante, la circulación, que era muy poco intensa, fue suspendida en el puente durante las horas del día; los civiles lo cruzaban libremente, los militares lo pasaban corriendo uno a uno, pero en cuanto aparecía un grupo un poco importante, empezaban a lanzar shrapnells desde el monte Panos. Al cabo de algunos días se pudo observar una cierta regularidad. Las gentes se habían dado cuenta de cuándo el tiro era más nutrido o más débil y de cuándo cesaba; y de acuerdo con estas observaciones se desplazaban y se encaminaban a sus ocupaciones más urgentes, siempre y cuando las patrullas austríacas no se lo impidiesen.

La batería del Panos sólo disparaba durante el día, pero los obuses actuaban también por la noche, tratando de impedir los movimientos de tropas y el paso de convoyes por el puente.

Las personas cuyas casas se encontraban en el centro de la ciudad, cerca del puente o de la carretera, se trasladaron con sus familias al Meïdan o a otros barrios resguardados y situados algo más lejos, yendo a refugiarse a casa de familiares o de conocidos, con objeto de protegerse de los bombardeos. Aquella huida con niños y con los objetos más necesarios recordaba las penosas noches en que la "gran inundación" había azotado a la ciudad. La única diferencia era que en esta ocasión las gentes de distintos credos no se mezclaron unas con otras ni se sintieron unidas por un soplo de solidaridad en medio de la desgracia común; ni se reunieron, como antes, para buscar en la conversación un soporte y un alivio. Los turcos estaban en las casas turcas y los servios se recogieron, como apestados, en casas servias. Pero aunque divididos y separados de aquella manera, vivían más o menos del mismo modo. Amontonados, como estaban, en casas que no eran las suyas, no sabían cómo emplear el tiempo ni qué curso dar a sus pensamientos preocupados e inquietos. Ociosos, de brazos caídos, como siniestrados, temían por su vida y por sus bienes, y se veían torturados por esperanzas y por deseos contradictorios, que tanto unos como otros disimulaban de igual forma. Como en las épocas de las grandes inundaciones, los ancianos trataban de distraer y de calmar a cuantos los rodeaban, valiéndose para ello de bromas y de historias, y manteniendo una tranquilidad afectada y una serenidad fingida. Pero, al parecer, no valían para este tipo de desgracias las chanzas de otros tiempos ni los antiguos artificios, y daba la impresión de que las viejas historias habían perdido su color y las bromas su sal y su sentido; ahora bien, improvisar otras nuevas habría costado trabajo y llevado su tiempo.

Por la noche todos fingían dormir, aunque en realidad nadie pudiese pegar un ojo. Se hablaba en un susurro, a pesar de que nadie supiese a qué venía aquella circunspección cuando tronaba a cada instante ya el cañón servio ya el cañón austríaco. El miedo "de hacer señales al enemigo" penetró en la mente de todos, pero realmente nadie sabía cómo se hacían aquellas señales ni lo que significaban. Sin embargo, el temor era tal que no había una persona que se atreviese a encender una cerilla. Cuando los hombres querían fumar se metían en algún cuartito sin ventanas, o si las tenía las cerraban a piedra y lodo, o en último caso se echaban una manta por la cabeza y así fumaban. El calor pesado era agobiante. Todo el mundo sudaba, pero aun así las puertas y ventanas permanecían cerradas y cubiertas. La ciudad se parecía a un desgraciado que ante una serie de golpes que no puede parar se tapa los ojos con las manos y espera. Todas las casas parecían clausuradas por la muerte, puesto que el que quería conservar la vida debía hacerse el muerto, e incluso este medio no era siempre eficaz.

En las casas musulmanas la atmósfera era más soportable y las gentes se sentían un poco más a gusto. En ellas albergaban viejos instintos guerreros, que se habían despertado en un mal momento, viéndose desconcertados, decapitados en aquel duelo en el que rivalizaban, por encima de ellos, dos artillerías cristianas. Pero también entre los musulmanes existían preocupaciones grandes y ocultas, también conocían muchas desgracias para las que no encontraban ni salida ni solución.

En la casa de Alí-Hodja, bajo la fortaleza, había una verdadera escuela; a sus muchos hijos se sumaron los nueve de Muiaga Mutapdjitch, de los cuales sólo tres eran ya mayores, los demás eran pequeños y se llegaban unos a otros a la altura de la oreja. Para no tener que vigilarlos y llamarlos a cada instante, los encerraron, junto con los de Alí-Hodja, en una sala fresca y espaciosa, en la cual las madres y sus hermanos mayores luchaban con ellos en medio de una gran algarabía.

Este Muiaga Mutapdjitch, llamado el de Ujitsa, era un antiguo habitante de la ciudad. (Ya veremos más adelante por qué y en qué condiciones.) Era alto, tenía más de cincuenta años, el pelo completamente gris, la nariz aquilina, el rostro surcado de arrugas, la voz grave, los movimientos bruscos y marciales. Parecía más viejo que Alí-Hodja, aunque éste le llevase diez años. Se quedaba en casa de Alí-Hodja, fumaba sin descanso, hablaba poco y de tarde en tarde, absorto en sus pensamientos, cuya gravedad se reflejaba sobre su rostro y en cada uno de sus movimientos. No podía permanecer quieto. Se levantaba, salía de la casa y desde el jardín contemplaba las colinas que rodean la ciudad a un lado y a otro del río. Se mantenía con la cabeza alta, escrutaba el horizonte con la mirada, como si tratase de hacer pronósticos sobre el tiempo. Alí-Hodja, que no lo dejaba nunca solo y que se esforzaba constantemente en reconfortarlo y en devolverle la tranquilidad, salía en pos de él.

Allí, en el jardín ligeramente en cuesta, pero hermoso y grande, reinaba la paz propia del verano. Los puerros ya habían sido cortados y extendidos sobre el suelo: los girasoles estaban en todo su esplendor y las abejas y los abejorros zumbaban alrededor de sus pesadas corolas negras. Por las orillas empezaban ya a brotar. Desde aquel lugar elevado se veía más abajo la ciudad, que se extendía en la confluencia arenosa de los ríos, situada como dentro de la horquilla que ambos formaban y coronada por las colinas de alturas desiguales y de distintas formas. En la depresión que existía en torno a la ciudad y sobre los flancos abruptos de las montañas, algunas franjas regulares de cebada alternaban con campos de maíz verde.

Las casas blancas brillaban y los bosques que cubrían las cumbres formaban masas oscuras. Desde el jardín, el cañoneo, que se había moderado por ambas partes, producía la impresión de una simple serie de salvas disparadas con motivo de una fiesta. Ha de tenerse presente el enorme espacio de tierra y cielo que se extendía entre la casa y el campo de batalla. El día estival que acababa de nacer se brindaba sereno.

Muiaga, aunque preocupado, empezó a hablar. Contestó a las bien intencionadas palabras de Alí-Hodja y le contó su destino. No es que el hodja no lo conociese ya, sino que el bueno de Muiaga, ante el resplandor del sol, tenía necesidad de liberarse del modo que fuese del nudo que le aferraba la garganta y que lo atenazaba; por otra parte, aquel destino suyo se estaba decidiendo allí mismo, en cada uno de los instantes de aquel día de verano, en medio del fragor del combate.

No tenía todavía Muiaga cinco años cuando los turcos se vieron obligados a abandonar las ciudades de Servia. Los musulmanes se fueron a Turquía, pero su padre, Suliaga Mutapdjitch, que, a pesar de ser aún joven, figuraba como uno de los turcos más importantes de Ujitsa, a consecuencia de su elevada situación, decidió irse a Bosnia, territorio del que su familia era originaria. Metió a sus hijos en unas banastas y con el dinero que en semejantes circunstancias pudo conseguir de la venta de sus tierras y de su casa, abandonó Ujitsa para siempre. Con unos cuantos centenares de fugitivos de la ciudad llegó a Bosnia, donde había un gobierno turco, y se estableció en Vichegrado, lugar en el que vivía desde hacía mucho tiempo una rama de los Mutapdjitch de Ujitsa. Pasó unos diez años en la ciudad, y cuando empezaba a consolidarse su situación dentro del barrio del comercio, sobrevino la ocupación austríaca. De carácter brusco y poco acomodaticio, consideró que no valía la pena abandonar una potencia cristiana para ir a parar de cabeza a otra. Un año después de la llegada de los austríacos se marchó también de Bosnia acompañado de toda su familia y al mismo tiempo que algunos otros grupos que no querían pasar su vida en un país "en el que doblan las campanas". Fue a instalarse a Nova Varoch, en la región de Sandjak. (Por aquel entonces, Muiaga era un muchacho de algo más de quince años.) En aquel lugar, Suliaga Mutapdjitch reemprendió sus negocios y vio nacer el resto de sus hijos. Pero nunca pudo consolarse de lo que había tenido que abandonar en Ujitsa, ni pudo tampoco habituarse a las nuevas gentes ni las costumbres de Sandjak. Ésta fue la razón de su muerte prematura. Sus hijas, que eran de una gran belleza y que gozaban de buena reputación, hicieron buenos matrimonios. Los hijos acrecentaron el exiguo patrimonio paterno. Y precisamente cuando unos y otros se hubieron casado y empezaban a echar raíces en aquel nuevo ambiente, surgió la guerra balcánica de 1912. Muiaga tomó parte en la resistencia que las tropas turcas opusieron, cerca de Nova Varoch, a los ejércitos servio y montenegrino. La resistencia fue breve, pero no puede ser tachada de débil ni de frustrada. Sin embargo, como por milagro, como si la fortuna de las armas y la suerte de tantos millares de hombres no se decidiese en aquel lugar, sino en algún sitio lejano e independientemente de toda resistencia enérgica o débil, las tropas turcas evacuaron Sandjak. No pudiendo esperar al enemigo ante el cual, cuando era niño, se vio obligado a huir de Ujitsa y al que acababa de oponerse sin éxito, no pudiendo ir a ninguna otra parte, Muiaga se decidió a regresar a Servia, aunque tuviese que someterse a los poderes de los que su padre se había alejado. Así fue cómo, fugitivo por tercera vez, regresó con su familia a la ciudad en la que había pasado su niñez.

Con el dinero que llevaba y con la ayuda de algunos turcos de Vichegrado, entre los que figuraban unos parientes suyos, trató durante aquellos dos últimos años de montar un negocio. Pero el asunto no resultaba fácil, porque, como hemos visto, la época era ingrata e insegura y resultaba difícil lograr ganancias, incluso para aquellos cuya situación estaba sentada. Muiaga tuvo que vivir de su dinero, esperando tiempos mejores y más sosegados. Y he aquí que ahora, tras haber llevado durante dos años la existencia penosa de un refugiado, el buen hombre veía desencadenarse una tormenta, en medio de la cual no podía hacer nada, se veía en la precisión de seguir ansiosamente la evolución de los acontecimientos y de esperar con temor su terminación.

De todo esto hablaban ahora en voz baja sin que viniese a cuento. Los dos hombres conversaban sobre cosas que les eran de sobra conocidas, las cuales podían examinar empezando por el final, por el principio o por el medio. Alí-Hodja, que quería y apreciaba enormemente a Muiaga, seguía hallando palabras para consolarlo y devolverle la tranquilidad, y no porque creyese posible encontrar un remedio para sus males, sino porque experimentaba la necesidad de manifestarse así, y porque sentía que era su deber compartir de la manera que fuese la mala suerte de su honorable y desdichado compañero, de un verdadero musulmán. Muiaga estaba sentado, fumaba: componía la imagen exacta de un hombre a quien el azar ha abrumado en exceso. Su frente y sus sienes estaban perladas de gruesas gotas de sudor que permanecían quietas unos instantes para ir luego agrandándose, hasta que el peso las hacía deslizarse por el rostro surcado de arrugas de Muiaga. Pero éste no las notaba ni se las enjugaba. Con sus ojos apagados contemplaba la hierba y, absorto en sus pensamientos, escuchaba sólo lo que pasaba dentro de él, algo que era más fuerte y más bullicioso que cualesquiera palabras de consuelo, que el más vivo cañoneo. De vez en cuando hacía con la mano un ligero signo negativo y pronunciaba unas palabras, que eran más una parte de su diálogo interno que una respuesta a lo que decían y a lo que pasaba en torno suyo.

– Querido Alí-Hodja, hemos llegado a un extremo en que no sabemos dónde vamos a meternos. Sólo Dios puede ver lo que mi difunto padre y yo hemos hecho para permanecer puros en nuestra fe y en nuestras costumbres musulmanas. Mi abuelo murió en Ujitsa y quizá ya no exista ni la más ligera huella de su tumba. Enterré a mi padre en Nova Varoch, y ni siquiera sé si su sepultura habrá sido hollada por ese rebaño de cristianos. Yo pensaba que, al menos, yo moriría aquí, en este lugar en el que aún puede oírse la llamada a la oración, pero me parece que está escrito que nuestra descendencia será reducida a la nada y que nadie llegará a ver los sepulcros de su familia. Sin embargo, Dios quiere que sea así. Me doy cuenta de que ya no podemos ir a ninguna parte. Ha llegado la época en que la verdadera fe no tiene más remedio que devorar sus propias entrañas. Y, ¿qué puedo hacer yo? ¿Irme con Nail-Bey y con sus Schutzkorps y perecer con un fusil alemán en las manos: deshonrarme ante este mundo y el otro o permanecer así, esperando a que lleguen los servios y aceptar aquello de lo que durante cincuenta años hemos venido huyendo?

Alí-Hodja iba a pronunciar algunas palabras de consuelo que proyectasen una luz de esperanza, pero fue interrumpido por una salva de la batería de las Rocas de Butko, a la que respondieron inmediatamente los cañones del Panos. También empezaron a tronar los del Golech. Tiraban exactamente por encima de las cabezas de los dos hombres, bastante bajo, de suerte que varios proyectiles de diversos calibres tejieron una trama en el cielo, produciendo un ruido melancólico que se agarraba a las entrañas y comprimía los vasos sanguíneos hasta producir un dolor. Alí-Hodja se levantó y propuso que fueran a cobijarse bajo el alero. Muiaga lo siguió como un sonámbulo.

En las casas servias que se hallaban alrededor de la iglesia, en el Meïdan, no se oían, por el contrario, lamentaciones contra el pasado ni se sentían temores ante el futuro. Sólo existía el miedo al presente. Reinaba en ellas una extrañeza particular, muda, que se mantiene siempre entre los hombres después de que han sido víctimas de un gran terror, después de que han padecido arrestos y muertes sin que hayan sido precedidos por ninguna orden ni por ningún juicio. Pero tras aquella consternación se ocultaba lo que siempre se había ocultado: un oído alerta, como antaño, hacía más de cien años, cuando ardían en el Panos las hogueras de los insurrectos; se había despertado la misma esperanza que entonces, la misma prudencia, la misma resolución de soportarlo todo si no quedaba otro remedio, y la misma fe confiada en hallar un final feliz.

Los hijos y los nietos de aquellos que, en aquel mismo lugar, encerrados como ellos en sus casas, ansiosos y sorprendidos, conmovidos en lo más profundo de sus corazones, prestaban oído tratando de percibir el ruido débil del cañón de Karageorges, emplazado en lo alto de Veletovo, los nietos y los biznietos de aquéllos escuchaban ahora, en medio de la cálida oscuridad, el estampido del trueno de los pesados proyectiles que pasaban sobre sus cabezas; y adivinaban por el sonido cuáles eran servios y cuáles alemanes, y les dedicaban palabras de entusiasmo o maldiciones, según el caso, y les daban nombres y motes. Todo esto siempre que los proyectiles pasaban altos y que los tiros iban dirigidos a las zonas de los alrededores, pero cuando el cañoneo descendía hasta el puente y la ciudad, se callaban e interrumpían sus palabras, porque tenían la impresión -lo jurarían- de que en medio del silencio total, en el centro de tanto espacio, uno y otro bando tiraba sobre ellos y sobre las casas en las que se encontraban. Y sólo cuando el estrépito de la cercana explosión había cesado, sólo entonces empezaban a hablar de nuevo con voz alterada, asegurándose unos a otros que el proyectil había caído a poca distancia y que era de un tipo muy peligroso en comparación con los demás.

Fue en casa de Ristitch donde buscó refugio la mayoría de la gente del barrio del comercio. Estaba situada esta casa un poco más arriba de la del cura, siendo algo rnás grande y más bonita que ésta y estando protegida del fuego de los cañones por dos huertos de ciruelos, dispuestos, sobre dos pendientes, a ambos lados de la casa. En ella había un escaso número de hombres y muchas mujeres cuyos maridos habían sido detenidos o llevados como rehenes; aquellas mujeres se habían refugiado en la casa con sus hijos.

En aquel edificio grande y rico vivían sólo Mihailo Ristitch, su mujer y su nuera, que se había quedado viuda. Al morir su marido se negó a volver a casarse y a regresar a su casa, quedándose a vivir con sus ancianos suegros y educando a sus hijos en casa de éstos. El hijo mayor huyó a Servia dos años antes, pereciendo, como voluntario, en la Legión de Bregalnitsa. Tenía entonces dieciocho años.

El viejo Mihailo, su mujer y su nuera se ocupaban de servir a sus huéspedes como si fuese la fiesta de su santo patrón. El anciano, sobre todo, se mostraba infatigable. Estaba destocado, lo cual no era corriente en él, ya que, por regla general, no se quitaba el fez rojo; su abundante cabellera gris le caía alrededor de las orejas y sobre la frente, y sus espesos bigotes, amarillentos en su parte inferior a causa del humo del tabaco, le rodeaban la boca como una eterna sonrisa. Cuando se daba cuenta de que alguien se sentía intimidado o más entristecido que los demás, se acercaba a él, lo animaba, le ofrecía rakia, café, tabaco.

– No puedo, Mihailo, te lo agradezco como a un padre, pero me parece que voy a ahogarme -se defendía una mujer todavía joven señalando con la mano su cuello blanco y ovalado.

Era la mujer de Pedro Gatal de Okolichta. Hacía unos días que Pedro marchó a Sarajevo para arreglar sus asuntos. La guerra le sorprendió en aquel lugar y no se había vuelto a saber nada de él. Las tropas la habían expulsado a ella y a sus hijos de su casa y había pedido asilo a Mihailo Ristitch, que era compadre de su suegro. La mujer se sentía abrumada por la preocupación que le producían la desaparición de su marido y su casa abandonada. Se retorcía las manos, suspiraba y sollozaba alternativamente.

Mihailo no le quitaba ojo y se mantenía constantemente cerca de ella. Se había enterado por la mañana de que, cuando Pedro regresaba de Sarajevo, había sido detenido en el tren y tomado como rehén, que lo habían conducido a Vardichta, y que allí, como consecuencia de una falsa alerta, había sido fusilado por equivocación. No se lo habían dicho todavía a la mujer y Mihailo vigilaba para que no se lo comunicasen bruscamente, sin miramientos. Ella se levantaba a cada instante, quería salir al patio y echar una mirada a Okolichta, pero Mihailo la retenía y le daba toda clase de razones, porque sabía que las casas de los Gatalovitch estaban ardiendo y quería evitar a la desdichada mujer aquel espectáculo. Bromeaba, sonreía y no paraba de ofrecerle algo:

– Toma, Stanoika; toma, muchacha. Un vasito sólo. Es un bálsamo, una especie de brebaje que disipa las preocupaciones. No es rakia.

La mujer bebía dócilmente. Y, a continuación, Mihailo daba de beber a todos y, con su infatigable e irresistible cordialidad, los obligaba a reconfortarse. Luego se dirigía nuevamente a la esposa de Pedro Gatal, que se mostraba algo más tranquila, limitándose a mirar pensativamente ante ella. Pero Mihailo no la dejaba. Le aseguraba, como a un niño, que todo aquello pasaría, que Pedro volvería de Sarajevo sano y salvo y que podrían los dos emprender el camino hacia su casa de Okolichta.

– Yo conozco bien a Pedro; asistí a su bautizo. Se habló mucho tiempo de aquel bautizo. Me acuerdo como si fuese hoy. Yo era entonces un muchacho en edad de casarme. Con motivo del bautizo de Pedro fui a Okolichta con mi difunto padre, que era el padrino de los hijos de lanko Gatal.

Y se puso a contar la historia del bautizo de Pedro Gatal, una historia que todos conocían, pero que aquella noche, en medio de las horas de angustia, les parecía nueva.

Hombres y mujeres se aproximaron, prestaron oído y, mientras escuchaban, olvidaron el peligro y dejaron de preocuparse del ruido del cañón en tanto duró el relato de Mihailo.

En los tiempos en que el famoso pope Nicolás era cura de Vichegrado, lanko Gatal, después de numerosos años de matrimonio, que le habían proporcionado una caterva de hijas, tuvo un hijo. A la semana siguiente, el niño fue llevado a bautizar. Algunos parientes y unos cuantos vecinos acompañaron al feliz padre y al padrino. Ya mientras bajaban de Okolichta, hicieron frecuentes altos y bebieron rakia ardiente de la bota del padrino. Y cuando, cruzando el puente, llegaron a la kapia, se sentaron un rato para descansar y echar otro traguito. Era un frío día de un otoño tardío y no había en la kapia ningún camarero ni ningún turco de la ciudad de los que solían ir a tomar café. Por esa razón, las gentes de Okolichta se instalaron como si estuviesen en su casa, abrieron sus bolsas de provisiones y la emprendieron con un nuevo frasco de rakia. Bebiendo a la salud unos de otros, de modo elocuente y con todo su corazón, se olvidaron de la criatura y del pope que había de bautizarla después del servicio. Como por aquel tiempo -allá, hacia 1870- no estaba permitido que repicasen las campanas de las iglesias, el feliz cortejo no se dio cuenta de que el tiempo pasaba y de que el servicio había terminado hacía un buen rato. En sus conversaciones, en las que se mezclaban audazmente el futuro lejano del niño y el pasado de los padres, el tiempo no tenía importancia ni era tomado en consideración. En vanas ocasiones se despertó la conciencia del padrino, el cual advirtió que tenían que seguir la marcha; pero los demás le hicieron callar inmediatamente.

– Bueno, amigos míos, vamos a cumplir con nuestras obligaciones de cristianos -balbució el padrino.

– ¿Qué diantre te pasa para molestarnos? Ninguno de esta parroquia se ha quedado sin bautizar -respondieron los otros mientras le alargaban sus botas con rakia.

También el padre, en un determinado momento, mostró prisa por seguir, pero la rakia les hizo continuar en donde estaban dentro de la mayor armonía. La mujer que hasta aquel momento había tenido al niño en sus brazos amoratados de frío, lo puso sobre el banco de piedra y lo envolvió con una manta de colorines. La criatura estaba tan tranquila como si estuviese en la cuna, y a ratos dormía, a ratos abría unos ojos curiosos que daban la impresión de que ella también participaba de la alegría general. ("Se ve que el pequeño es de nuestra ciudad -decía el padrino -, le gusta la compañía y la fiesta.")

– A tu salud, lanko -exclamó uno de sus vecinos -, que tu hijo sea feliz y que viva muchos años ¡Quiera Dios que sea tu orgullo y que gane la estima de los servios, y que alcance honores y bienes, y que viva en la abundancia! ¡Quiera Dios que…!

– ¿Qué os parece si vamos a bautizarlo? -interrumpió el padre.

– No te preocupes del bautizo -exclamaron todos, y de nuevo la rakia pasó de mano en mano.

– Raguib efendi Borovats no fue bautizado y fíjate qué buen mozo es: puede derribar un caballo -dijo uno de ellos en medio de la risa general.

Pero si aquellas gentes habían perdido, en la kapia, la noción del tiempo, el pope Nicolás no la había perdido: esperó un rato delante de la iglesia, después de lo cual montó en cólera, se puso su pelliza de piel de zorro y bajó, desde el Meïdan, a la ciudad. Allí alguien le dijo que el grupo se encontraba con el niño en la kapia. Partió en aquella dirección para reprenderlos como él sabía hacerlo, pero le acogieron con tanto afecto y con una alegría tan sincera, con tan solemnes excusas, con tan cálidos deseos y tan buenas palabras, que el pope Nicolás, que era un hombre brusco y severo, pero vichegradés con toda su alma, los perdonó, aceptó la bota y tomó un bocado. Se inclinó sobre el pequeño, le dio unos cuantos nombres cariñosos, mientras que la criatura miraba tranquilamente su amplio rostro de ojos azules y barba pelirroja.

El relato que corrió más tarde, según el cual el pequeño había sido bautizado en la kapia, no está de acuerdo con la realidad, pero sí es cierto que se entablaron en aquel lugar largas conversaciones en el transcurso de las cuales se bebieron sus buenos vasos de rakia, brindándose abundantemente. Sólo cuando la tarde ya estaba avanzada, toda la alegre comitiva se puso en marcha hacia el Meïdan. Una vez allí fue abierta la iglesia, donde el padrino balbució con lengua estropajosa, en nombre del nuevo ciudadano de Vichegrado, las palabras de renuncia al diablo y a sus obras.

Así fue bautizado el amigo Pedro, al que Dios dé salud. Y ya ha pasado de los cuarenta sin que le haya faltada nada -dijo Mihailo por terminar su relato.

Todos bebieron una vez más rakia y café, olvidando la realidad para poder soportarla. Ya hablaban más fácilmente, con más libertad, y les pareció que había en la vida cosas más humanas y más alegres que aquella tiniebla, aquel miedo y aquel cañoneo asesino.

Pasaron así la noche, como habían pasado su vida, hecha de peligros y de sufrimientos, pero, al mismo tiempo, luminosa, inquebrantable y justa. A impulsos de instintos hereditarios, desmenuzaban su existencia, la dividían en impresiones momentáneas y en necesidades inmediatas, dentro de las cuales se perdían constantemente. Sólo de aquella manera, viviendo cada instante por separado, sin mirar hacia delante ni hacia atrás, era imposible soportar semejante vida y conservarla para cuando llegasen mejores días.

Amaneció. Aquello significaba únicamente que el cañoneo comenzaría a hacerse más vivo y que el incomprensible e infinito juego de la guerra continuaría a la luz del sol. Y es que los días ya no tenían, en sí mismos, ni nombre ni sentido; el tiempo había perdido su significación y su valor. La gente sólo sabía esperar y estremecerse. Aparte de eso, pensaban, trabajaban, hablaban, caminaban como autómatas.

De ese modo -o de otro parecido- vivían los habitantes de los barrios altos situados algo más abajo de la fortaleza, en el Meïdan.

Abajo, en el centro de la ciudad, quedó poca gente. A partir del primer día de guerra se dio orden de que las tiendas se mantuviesen abiertas a fin de que los soldados de paso pudiesen realizar sus compras más indispensables, pero, sobre todo, para demostrar a la población que el enemigo estaba lejos y que no amenazaba ningún peligro a la ciudad. La orden, no se sabe cómo, seguía en vigor, incluso cuando empezaron los bombardeos; pero todo el mundo se esforzaba, con un pretexto más o menos justificado, en cerrar las tiendas durante la mayor parte del día. Aquellas que se encontraban muy cerca del puente y de la hostería de piedra, como la de Pavlé Rankovitch y la de Alí-Hodja, estaban cerradas todo el día por hallarse demasiado expuestas a los cañonazos. También el hotel de Lotika permanecía cerrado; el techo había sido destruido por un proyectil y los muros estaban acribillados de shrapnells.

Alí-Hodja sólo bajaba una o dos veces para ver si todo estaba en orden, y después se volvía a casa.

Lotika, con toda su familia, abandonó el hotel el primer día en que el puente empezó a ser bombardeado. Pasó con los suyos a la orilla izquierda del Drina y se refugió en una casa turca nueva y espaciosa. Aquella casa se encontraba a cierta distancia de la carretera, metida en una depresión y rodeada por el espeso follaje de un vergel, que le servía de protección. El propietario estaba en el campo con toda su familia.

Lotika y los suyos abandonaron el hotel a la caída de la noche, cuando solía reinar un silencio absoluto. De todos sus criados sólo había permanecido con ellos el fiel e inmutable Milán, un solterón que siempre iba muy bien arreglado. Hacía ya tiempo que no se tenía necesidad de expulsar a nadie del hotel. Los demás criados huyeron, como suele ocurrir en semejantes circunstancias, cuando fue disparado el primer cañonazo sobre la ciudad. Como siempre, Lotika fue la que se encargó de dirigir la mudanza y la que dio las órdenes oportunas para efectuarla, sin que nadie interviniese. Designó los objetos más indispensables y los más valiosos que había que trasladar, indicó los que podían dejarse, se preocupó de cómo debía de ir vestido cada uno y de lo que tendría que ponerse el hijo idiota y cojo de Debora, enferma y desconsolada, y de Mina, que estaba loca de miedo. Aprovechando la oscuridad de la calurosa noche de verano, cruzaron el puente con algunos trastos, llevando al niño enfermo en un carrito de mano y con las maletas y los paquetes. Por primera vez, desde hacía treinta años, el hotel se quedaba completamente cerrado y sin un alma viviente. Siniestro, tocado por los primeros proyectiles, parecía ya una vieja ruina. Apenas empezó a pasar por el puente aquel grupo integrado por sanos y enfermos, por jóvenes y viejos, cuando ya daban la impresión de esos judíos errantes, de esos desdichados fugitivos que, en todos los tiempos, han hollado los caminos del mundo.

Pasaron a la otra orilla y llegaron a la enorme casa turca en la que iban a vivir. Lotika se encargó de colocar cada cosa en su sitio y puso en orden a su familia y arregló sus equipajes de siniestrados. Pero cuando le llegó la hora de irse a la cama, en aquella casa medio vacía y que no era la suya, sin los cacharros y los papeles que la habían rodeado durante toda su vida, se le quebró el corazón y, por primera vez desde que tenía conciencia de sí misma, le abandonaron de golpe todas sus fuerzas. Su grito de dolor retumbó en la casa vacía. Fue algo que nadie había visto ni oído jamás, algo cuya existencia no podía ser sospechada: el llanto de Lotika, violento, abrumado y ahogado como el de un hombre; un llanto que no retenía, que no podía retener. Reinó en la familia una estupefacción llena de temor, un silencio casi religioso; a continuación, estallaron los sollozos, los lamentos generales. Para ellos, el derrumbamiento de las fuerzas de Lotika era un golpe más duro que la guerra, que el éxodo y que la pérdida de su casa, ya que, con ella, podía arreglarse todo y superarse las dificultades; pero sin ella no se podía hacer ni imaginar nada.

Cuando amaneció el día siguiente, un día radiante de verano con el cielo cubierto de nubes rojas, con un abundante rocío, lleno del canto de los pájaros, en lugar de la Lotika de otros tiempos que, hasta la tarde de la víspera, había regido la suerte de todos los suyos, en lugar de aquella Lotika apareció, desplomada en el suelo, una judía vieja e impotente que ya no era capaz de cuidar ni de sí misma, que lloraba como un niño, sin saber decir de qué tenía miedo ni qué era lo que la hacía sufrir.

Entonces se produjo otro milagro, El anciano Tsaler, pesado y soñoliento, que, ni siquiera en su juventud, había tenido voluntad ni pensamiento propio, aquel hombre que se había dejado conducir, con toda la familia, por Lotika y que nunca había sido joven, se reveló de pronto como un verdadero jefe de familia, dotado de una gran prudencia y de una notable resolución, capaz de tomar las decisiones necesarias y con la fuerza suficiente para llevarlas a la práctica. Consoló y cuidó a su cuñada como a un niño enfermo y se ocupó de todos del mismo modo que ella lo había hecho hasta entonces. Aprovechando los ratos de tranquilidad, iba a la ciudad y volvía trayendo del hotel abandonado los alimentos, los trastos y los vestidos indispensables. Encontró en algún sitio a un médico y lo condujo junto a la enferma. El médico comprobó que la mujer, agotada, padecía una depresión nerviosa total, recomendó que se la alejase lo antes posible de aquel lugar, que fuese sacada de la zona en que se desarrollaban las operaciones militares y recetó unas gotas. Tsaler se las arregló con las autoridades para obtener un coche y transportar a toda la familia a Rogatitsa, primero, y, después, a Sarajevo. Sólo tenían que esperar uno o dos días, hasta que Lotika se recuperase lo suficiente como para poder viajar. Pero la mujer seguía postrada como una paralítica, lloraba ruidosamente y, en su lenguaje pintoresco y enmarañado, pronunciaba palabras incoherentes que ponían de manifiesto una desesperación extrema, un gran miedo y un profundo hastío. Junto a ella se arrastraba por el desnudo suelo el desdichado hijo de Debora, que miraba con curiosidad la cara de su tía, llamándola con aquellas exclamaciones guturales e ininteligibles que Lotika comprendía tan bien, pero a las que ya no podía responder. No quería ni comer ni ver a nadie. Sufría indeciblemente imaginándose una serie de dolores puramente físicos. A veces, le parecía que se abrían de pronto, debajo de ella, dos tablas que tapaban una trampa traidora, y entonces le parecía caer a un abismo desconocido sin que pudiese agarrarse a nada, sin que nadie la defendiese, a no ser sus propios gritos. Otras veces, creía ser grande, ligera y fuerte; imaginaba que tenía piernas de gigante y poderosas alas, y que corría como un avestruz, pero dando zancadas más largas que de la casa a Sarajevo. Bajo sus pies chapoteaban los ríos y los mares, como si fuesen unas pequeñas charcas, y las ciudades y los pueblos crujían igual que arena o cristal. Aquellas sensaciones aceleraban los latidos de su corazón y la hacían jadear. No sabía dónde se detendría ni a qué lugar la conduciría aquella carrera alada, pero comprendía que se escapaba de las tablas que se abrían debajo de ella con la velocidad del relámpago. Se daba cuenta de que caminaba y de que dejaba tras de sí una tierra en la que no era conveniente seguir, sentía que cruzaba, como a través de llagas pestilentes, por pueblos y por grandes ciudades en los cuales las gentes se engañaban y mentían por medio de cifras y palabras. Cuando habían concluido sus comedias con palabras y cuando las cifras se habían embrollado, cambiaban sin más de juego, de igual modo que el mago hace girar el escenario. Y, en contra de lo que se decía y de lo que se esperaba, se veían avanzar cañones, fusiles y otros artefactos mortales, y avanzaban nuevas gentes, con los ojos inyectados en sangre, con las cuales toda conversación, todo trato, todo acuerdo resultaba imposible. Ante aquella invasión, Lotika dejaba de ser un pájaro gigante para convertirse en una pobre anciana impotente que reposaba sobre el duro suelo. Pero las gentes surgían a millares, a millones, y disparaban, y producían la muerte a mansalva, y degollaban metódicamente, y reducían todo a la nada, despiadadas y sin razón. Uno de ellos se inclinó sobre la mujer: no podía verle la cara, pero notó cómo apoyaba la punta de su bayoneta sobre su pecho.

– ¡No! ¡Socorro, salvadme! -gritó Lotika, despertándose y desprendiéndose del chal gris que la tapaba.

El idiota, agazapado junto al muro, la examinó con sus grandes ojos negros en los que había más curiosidad que piedad o miedo. Mina acudió, calmó a Lotika, enjugó el sudor frío que cubría su rostro y le hizo beber un vaso de agua en la que había echado unas gotas de valeriana, cuidadosamente contadas. El largo día estival, extendiéndose sobre la verde llanura, parecía interminable, y nadie podía recordar cuándo había despuntado; sólo pensaban en la caída de la tarde. En la casa también hacía calor, pero no se notaba el fuego del sol. Se oyeron unos pasos. Alguien llegaba. Un soldado o un oficial hizo su aparición casualmente. Había alimentos y fruta en abundancia. Milán preparó café. Toda la escena habría dado la sensación de una estancia en el campo, si no hubiera sido por el desesperado grito de Lotika que se dejaba oír de vez en cuando. También rompían la ilusión el fragor de los cañones que llegaba hasta aquel lugar oculto y que producía la impresión de que algo no iba bien en el mundo, de que la desgracia general estaba mucho más próxima y era mucho mayor de lo que hacía pensar la apacible serenidad del día.

El hotel de Lotika y sus habitaciones fueron reducidos a este estado por la guerra.

También la tienda de Pavlé Rankovitch estaba cerrada. Durante el segundo día de la guerra, Pavlé y algunos otros notables servios fueron tomados como rehenes. Unos cuantos fueron llevados a la estación, en donde respondían con sus vidas del orden, de la paz y de la regularidad en la circulación; otros se encontraban cerca del puente, al final de la plaza, en una pequeña barraca de madera en la cual se hallaba, durante los días de mercado, la báscula pública, y en la que eran pagados los derechos de peaje. Aquellos rehenes respondían también con su vida de que nadie destruiría ni produciría daños al puente.

Pavlé permanecía sentado en una silla de las que se emplean en los bares. Con las manos en las rodillas y la cabeza baja, parecía un hombre que, completamente agotado después de un gran esfuerzo, se dejara caer para descansar un rato y se quedara inmóvil, conservando la misma postura durante largas horas. Cerca de la puerta, sentados sobre unos sacos vacíos, estaban dos soldados reservistas. La puerta se encontraba cerrada y reinaba en la barraca una semioscuridad y un calor pesado. Cuando pasaba silbando, procedente del Panos, algún proyectil, Pavlé tragaba saliva y escuchaba tratando de adivinar dónde había caído. No ignoraba que el puente estaba minado desde hacía tiempo, y pensaba en ello constantemente, preguntándose si alguno de aquellos proyectiles podría hacer estallar la carga de explosivos, en el caso de que fuese a parar a ellos. Cuando se procedía al relevo, oía cómo el suboficial daba instrucciones a los soldados que montaban guardia. Aquellas instrucciones terminaban siempre así: "a la menor tentativa de atacar el puente o al menor signo que dé a entender algo parecido, fusilaréis inmediatamente a ese hombre". Pavlé se acostumbró a tales palabras y llegó a creer que no se referían a él. Le preocupaban más los proyectiles que estallaban junto a la barraca y que hacían saltar metralla. Pero lo que más le hacía sufrir era lo interminable del tiempo y sus insoportables pensamientos.

Pavlé daba vueltas en la cabeza a lo que le había sucedido a él, a su casa y a todos sus bienes. Y, cuanto más pensaba, más le parecía que todo aquello era una pesadilla. Pues, ¿cómo se podría explicar de otro modo la desgracia que había caído sobre él y sobre su familia durante aquellos últimos días? Dos de sus hijos, estudiantes, habían sido detenidos el primer día. Su mujer estaba en la casa con sus hijas. El gran taller de Osoinitsa, en el que se construían las cubas, ardió ante sus propios ojos. Aquellos de sus siervos que vivían en los pueblos de los alrededores, probablemente habrían perecido o se habrían dispersado. Todo el dinero que había prestado en la ciudad, se había perdido. Su tienda, la más hermosa de todas, permanecía cerrada y, con toda seguridad, sería saqueada o incendiada por alguna bomba. Y él estaba sentado en aquella barraca, siendo rehén, respondiendo con su cabeza de lo que, en modo alguno, dependía de él: de la suerte del puente.

Los pensamientos brotaban en su cabeza como una ola tumultuosa y desordenada, y se entrecruzaban, para desvanecerse después. ¿Qué relación tenía él con el puente, él, precisamente, que no se había ocupado en su vida más que de sus asuntos y de su casa? Nunca había acudido a la kapía, ni siquiera cuando era un simple dependiente, cuando estaba soltero; no había ido a aquel lugar a cantar o bromear, como solían hacer los despreocupados jóvenes de Vichegrado. Volvía a pasar ante sus ojos toda su vida, revelándose una serie de detalles de los que ni siquiera se acordaba.

Volvió a su memoria la forma en que llegó de la región de Sandjak, con catorce años, hambriento, con sus opanci deformados. Se puso de acuerdo con un hombre rico, que se llamaba Pedro, para entrar a su servicio, a cambio de lo cual se le daría un traje, dos pares de opanci cada año y la comida. Tenía que ocuparse de los niños, ayudar en la tienda, sacar agua del pozo, limpiar a los caballos. Dormía en el hueco de la escalera, en un lugar reducido y oscuro, sin ventanas, en el que ni siquiera podía tumbarse todo lo largo que era. Soportó aquella deplorable existencia y, a los dieciocho años, pasó a la tienda, "a sueldo", ocupando su antiguo puesto otro muchachito de Sandjak. Fue entonces cuando aprendió a conocer y a comprender el sentido del ahorro, cuando se dio cuenta de la áspera y extraña voluptuosidad y de la fuerza enorme que lleva consigo una buena economía. Durmió durante cinco años en una habitacioncilla, detrás de la tienda. En aquellos cinco años nunca encendió lumbre, nunca recurrió a la luz de una vela para acostarse. Tenía veintitrés años cuando el propio Pedro lo casó con una muchacha, buena y acomodada, de Tchainitch. También ella era hija de un comerciante. Una vez casados, empezaron los dos a economizar. A partir de aquel momento, los negocios comenzaron a activarse, los beneficios fueron más fáciles, los gastos más ligeros. Pavlé empleó su dinero, evitando, al mismo tiempo, todo gasto. Por este medio, logró adquirir una tienda y fue amasando su fortuna. En aquella época no resultaba difícil conseguir dinero. Mucha gente logró entonces ganancias cómodas, aunque también se perdía con facilidad el dinero. Pero Pavlé lo defendía y, día a día, iba acumulando más. Cuando llegaron los tiempos de agitación y "de política", aunque ya tenía cierta edad, hizo todo lo posible para comprender los nuevos tiempos, tratando de resistirlos, de adaptarse a ellos, de atravesarlos sin daño ni oprobio. Llegó a ser teniente alcalde del distrito, presidente de la comunidad religiosa, presidente de la sociedad servia de canto " La Concordia ", principal accionista del Banco Servio, miembro del consejo de administración del Banco Regional. Se esforzó por todos los medios, y de acuerdo con las reglas que regulaban las conductas en el barrio del comercio, en estar a bien con unos y con otros y de navegar en medio de todas las dificultades, sin que sufriesen sus intereses. De esta manera, trató de no enfrentarse a las autoridades, sin deshonrarse por ello ante el pueblo. Todos lo consideraban como un modelo inigualable de valor, de tacto y de circunspección.

Había trabajado durante más de la mitad de su vida, había economizado, había rendido todo lo humanamente posible, no había hecho daño ni a una mosca, había saludado a todos, había seguido su camino, silencioso, ocupado sólo en amasar un capital. Y he aquí a dónde le había conducido su camino: a estar entre los soldados, como el más despreciable de los bandoleros, esperando a que un proyectil o cualquier otro artefacto infernal ocasionase desperfectos al puente y, a causa de eso, lo degollasen o lo fusilasen. Llegó a creer (y esto es lo que más le hacía sufrir) que se había esforzado, que había llevado una vida de perro para nada, que, en conjunto, se había equivocado de camino, que sus hijos y las demás "juventudes" caminaban por el verdadero y que se encontraba en una época en la que habían desaparecido las medidas y los modos de calcular o, por lo menos, una época en la que habían variado; en todo caso, su manera de calcular, la suya, se había revelado inexacta, y su medida demasiado corta.

"Está bien", se decía Pavlé, "está bien: la iglesia, el poder y tu propia razón te enseñan y te impulsan a trabajar y a economizar. Y tú obedeces y avanzas prudentemente y llevas una vida justa o, para ser más exactos, no vives, pero trabajas, economizas, te preocupas; y, así, se te pasa la vida. Después, sin más ni más, todo ese juego se hace incomprensible; y llega una época en que todo el mundo se burla de la razón, y en la que la iglesia cierra sus puertas y se encierra en el silencio, mientras que las autoridades son reemplazadas por la fuerza bruta; y los que han ganado su dinero honrada y duramente, pierden sus bienes y su tiempo; y las violencias triunfan. Nadie reconoce tus esfuerzos, nadie acude a ayudarte ni a darte consejos sobre el modo en que has de defender los bienes que adquiriste y que supiste mantener. ¿Es posible? ¿Es posible que el mundo sea así?"

Pavlé se hacía sin cesar aquellas preguntas y, no encontrando respuesta, volvía a empezar de nuevo su razonamiento.

Por más que se esforzaba en pensar en otra cosa, no lo conseguía. Siempre volvía a la misma idea. El tiempo iba pasando con una lentitud mortal. Le parecía que el puente, por el que tantas veces había pasado, sin detenerse nunca a mirarlo, se derrumbaba con todo su peso sobre sus hombros, como un secreto fatal e inexplicable, como debe ocurrir en un sueño, un sueño que no tiene despertar.

Pavlé permanecía sentado, abatido, con la cabeza baja, encorvado. Notaba cómo el sudor brotaba de cada uno de sus poros, bajo su camisa, por debajo del cuello, por debajo de los puños almidonados. También corría por debajo de su fez. No lo enjugaba; dejaba que cayese, en pesadas gotas, desde su cara al suelo; le parecía que en aquellas gotas se le iba escapando la vida.

Los dos soldados, unos campesinos húngaros de cierta edad, comían tocino salpicado de paprika 1. Comían despacio, cortando con una navajita un trozo de pan, una loncha de tocino, como si estuviesen en el campo. Después, echaron un trago de vino que llevaban en una cantimplora, y encendieron sus pipas.

Mientras fumaban, uno de ellos dijo en voz baja: -Nunca he visto a nadie que sudase de este modo. Y siguieron fumando en medio de un silencio absoluto. Pero no era Pavlé el único que sudaba la gota gorda y que se perdía en un sueño del que nunca se suele despertar. Durante aquellos días de verano, en la estrecha banda de tierra que existe entre el Drina y la anda frontera, en la ciudad, en los pueblos, en las carreteras y en los bosques, por todas partes, los hombres, con el rostro empapado de sudor, buscaban la muerte, su muerte y la de los demás, y al mismo tiempo, huían de ella y se defendían por todos los medios, con todas sus fuerzas. Ese extraño juego humano que se llama la guerra, adquiría cada vez mayor amplitud, se iba extendiendo y sometía bajo su yugo a los seres vivos y a las cosas inertes.

No lejos de la barraca, había aquella mañana un destacamento de soldados poco corrientes. Vestían un uniforme blanco y llevaban cascos coloniales, igualmente blancos. Eran tropas alemanas a las que se daba el nombre de destacamento de Scutari. Antes de la guerra, fueron enviadas a Scutari 1, donde, en calidad de ejército internacional, hubieron de mantener el orden y la paz al lado de los destacamentos de otras naciones. Cuando estalló la guerra recibieron orden de abandonar Scutari y de ponerse a disposición del estado mayor austríaco que se encontrase más próximo en la zona de la frontera servia. Habían llegado la noche anterior y descansaban ahora en el espacio llano comprendido entre la plaza y el barrio del comercio. Allí, en una esquina poco frecuentada, los soldados esperaban la orden de pasar al ataque.

Eran cerca de ciento veinte. Su capitán, un pelirrojo grueso que soportaba mal el calor, reprendía en aquellos momentos al sargento de las fuerzas de orden público, Danilo Repats. Se dirigía a él como sólo un superior del ejército alemán puede dirigirse a un inferior: ruidosamente, de modo pedante y sin consideraciones de ninguna especie. El capitán se lamentaba de que él y sus hombres se muriesen de sed, de que no tuviesen las cosas más indispensables, mientras que, alrededor de ellos, las tiendas, sin duda bien abastecidas, permanecían cerradas, a pesar de que se había declarado obligatorio el que estuviesen abiertas.

– ¿Qué es lo que sois: guardias o marionetas? ¿Tendré que reventar aquí con mis hombres? o, ¿quizá me veré en la precisión de abrir las tiendas por la fuerza, como un bandido? Que se busque inmediatamente a los propietarios y que se nos garantice el aprovisionamiento indispensable y bebida sana. ¡Inmediatamente! ¿Sabe usted lo que quiere decir inmediatamente?

A medida que iba hablando, la cara del capitán se congestionaba cada vez más. Con su uniforme blanco, la cabeza pelada al rape y rojo de ira, ardía invadido por la cólera.

El sargento Repats, aturdido, parpadeaba y se limitaba a repetir:

– Ya comprendo, mi capitán. Haremos en seguida lo que usted dice. Ya comprendo, inmediatamente.

A continuación, pasando de su entorpecimiento cataléptico a una agitación loca, dio media vuelta y se arrojó hacia el barrio del comercio. Era como si la proximidad del irritado capitán hubiese hecho blanco en él, impulsándole a correr, a amenazar y a imprecar en torno a sí.

El primero a quien encontró en su carrera fue a Alí-Hodja. Acababa éste de bajar de su barrio para dar una vuelta por la tienda. Al ver al "Vakmaistor" 1 Repats, quien, transformado totalmente, llegaba en tromba a él, Alí-Hodja, extrañado, se preguntó si aquel hombre de aspecto salvaje y demente era el mismo a quien, durante muchos años, había visto pasar delante de su tienda, lleno de apacibilidad, digno y afable. Ahora era un Repats sombrío que lo miraba con unos ojos incapaces de reconocer a nadie ni de ver nada que no fuera su propio terror. El sargento se puso inmediatamente a vociferar, como si repitiese lo que, instantes antes, había oído decir al capitán alemán.

– ¡Dios del cielo!, habría que ahorcaros a todos. ¿Es que no se os ha ordenado que tengáis las tiendas abiertas? Si por vuestra culpa, yo…

Y antes de que el estupefacto Alí-Hodja hubiese podido pronunciar una sola palabra, le dio tal bofetada en la mejilla derecha que su turbante fue a caer sobre su oreja izquierda. El sargento, fuera de sí, continuó su carrera, intentando que se abriesen las demás tiendas. El hodja se puso bien el turbante, abrió su tienda y, tan estupefacto como cuando fue sorprendido por el sargento, se sentó. A los pocos momentos, se reunieron en torno a su tienda unos soldados de aspecto extraño, vestidos con uniformes blancos, y a los que nunca había visto.

Le daba la impresión de que estaba soñando. Pero, en una época en que las bofetadas caían del cielo, ya nada podía llamarle la atención.

Así fue cómo pasó un mes entero en el que no cesó de bombardearse el puente; un mes en medio del cañoneo que hacía temblar las colinas circundantes; un mes de sufrimientos y de violencias de todas clases, durante el cual todo el mundo vivió aguardando peores desgracias. Desde los primeros días, la mayor parte de la población abandonó la ciudad, que se hallaba entre dos fuegos. A finales de septiembre se inició la evacuación total de la ciudad. Los últimos funcionarios se retiraron de noche, por carretera, franqueando el puente, ya que la vía férrea había sido cortada. Después, poco a poco, también empezaron a retirarse las tropas de la orilla derecha del Drina. Quedaron únicamente un reducido número de defensores, algunos destacamentos de pioneros y unas cuantas patrullas aisladas de guardias. Todos ellos esperaban el momento de que se ordenase también su evacuación.

El puente parecía condenado, pero seguía intacto, en medio de dos mundos en guerra.


  1. <a l:href="#_ftnref57">1</a>. Paprika, especie de pimienta húngara que se emplea como condimento. (N. del T.)

  2. <a l:href="#_ftnref58">1</a>. Scutari, ciudad de Turquía, situada a orillas del Bosforo. (N. del T.)

  3. <a l:href="#_ftnref59">1</a>. Pronunciación defectuosa de la palabra alemana wachmeister. (N. del T.)