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Lucas veía las paredes de color chicle.
De hecho, las habitaciones de los hospitales y las postales de París siempre son iguales. Y Lucas estaba en el hospital. «Estoy en el hospital», les decía a los que le iban a visitar. Estaba en el hospital. Lucas.
– Tienes para elegir: pastillas verdes, amarillas, rojiblancas -le dijo la enfermera.
– Verdes -eligió Lucas-, cien gramos; sin hueso.
La enfermera le dio otras, las que ella quiso. Las enfermeras visten de blanco en los hospitales.
El compañero de habitación de Lucas estaba dormido y la silla de las visitas vacía. Lucas tenía la impresión de que la silla se estaba riendo de él. La silla era pura maldad. Cuando se fue la enfermera, Lucas empezó a hablar con la silla: «Ya verás, va a venir; si no es hoy, el día de San Nicolás, si no es el día de San Nicolás… pero vendrá, y se sentará encima de ti y estaremos hablando hasta la noche, y después de la noche también, y después cogeremos el autobús, a casa».
Entonces escuchó un tranvía, de los antiguos.
Miró hacia la izquierda y en primer plano vio el suero tac-tac y en segundo a Anas, dormido. Era más joven que él. Setenta y siete. Y dormía; y parecía que iba a dormir hasta desintegrarse, y hacía ruidos peculiares.
María se asomó por la puerta. Lucas tardó tres minutos en reconocer a su hermana. María empezó a jugar:
– Aquí jefe de expedición a campamento base, cambio -dijo María con la mano en la boca. María estaba a ocho mil metros de altura, en el Shisha Pangma, hablando por radio.
– Aquí campamento base, cambio -dijo Lucas, hablando como hablaría un enfermo que estuviera simulando hablar por radio, en el Shisha Pangma, en la pared sudoeste.
– Estamos viendo la cumbre, estamos cerca ya. ¿Qué tal la enfermería del campamento base?
– Bien. Un jolgorio es esto.
En la calle se oían las vacaciones de los niños y los niños oyeron, a su vez, un ruido extraño y aparatoso, que no era más que el beso que le estaba dando María a su hermano, en la habitación del hospital.
– ¿Hoy no va… -empezó a susurrar Lucas. Pero a María se le estaba gastando el oído:
– ¿Qué?
– …a venir Rosa?
– No creo, Lucas, mañana igual, o pasado mañana igual.
– Ah.
Diecisiete años ya, Rosa. Eso es lo que pensó María. Y le pareció triste. Le pareció triste porque en vez de pensar de verdad en la mujer de Lucas, en lo único que había pensado era en los años que llevaba muerta. Y eso era triste, y pobre. Lucas se dio cuenta de que las paredes del hospital seguían verdes.
– ¿Qué tal la comida? -cambió María.
– Hoy me han traído caviar creo que era -Lucas serio.
Anas disertó en sueños.
– ¿Cuándo me van a quitar el suero, María?
– ¡El suero! Anteayer te quitaron el suero.
– Ah… ¿No has oído el tranvía? ¿Cómo has venido, María?-En autobús.
Los ojos de Lucas estaban cada día más claros, más grises. Las paredes le comían el azul. María pensó que tenía que sacar a su hermano cuanto antes de allí, que el hospital le estaba dejando el alma hecha una porquería.
– Yo no tengo dinero para el autobús -le cortó Lucas-, ya te pagaré en casa.
– ¿Comiendo caviar y quieres volver a casa? Tú aguanta hasta que te echen.
– O si no, tengo un amigo que conduce tranvías. Llámale sin miedo -se empeñó Lucas.
– Además, he pedido una cama, para dormir aquí mismo -María.
– Claro que igual no puede traer el tranvía justo hasta el hospital, ¿no?
María se quedó mirando a su hermano, que pensaba, seguramente, en las olimpiadas y en las ciudades que habían tenido olimpiadas, y en las que no las habían tenido también, y en las que, pese a no haber tenido olimpiadas, tenían tranvía, etcétera.
Lucas no se merecía el hospital. Lucas necesitaba la carpintería y el trabajo de la carpintería y las sierras. Sólo cerraba la carpintería «cuando hay viento». Y eso era lo que necesitaba Lucas: la calle vista desde la carpintería, y hablar a los que pasan, y reírse, de las moscas y de las polillas. Y discutir con su hermano, con Ángel y, como cuando hicieron el bote para ir a pescar, enfadarse el uno con el otro, como se enfadan las suegras y algún que otro yerno y, ni para ti ni para mí, y coger la sierra y, ris-ras-ris-ras, cortar el bote en dos y reconciliarse al de dos días y contárselo a los amigos y reírse, como se reían de las moscas y de las polillas y, Ángel, habrá que empezar a hacer otro bote. «Yo sólo cierro el taller cuando hay viento.»
El médico llevaba puesta una bata, blanca, y por debajo llevaría, con toda seguridad, bastante más ropa. Sacó a María de la habitación, cogida del brazo.
María sospechaba que el médico le iba a decir algo importante sobre Lucas. Y se deshizo. Pero solamente se deshizo un poco; se deshizo lo justo. Todavía mantenía sólida gran parte de las piernas y los brazos hasta los codos. Las manos se le movían caprichosa y arbitrariamente, pero conservaba la tranquilidad suficiente para escuchar al médico e incluso para entender lo que le iba a decir.
– Tu hermano nos ha aburrido ya -dijo el médico. Sonrisa. El aburrimiento será, posiblemente, el sentimiento más aceptable que pueda producir un enfermo-. Le quiero fuera de aquí en tres horas -a carcajadas ya-; así que ir vistiéndole.
María le dio sesenta besos. Se oía a un niño en la calle pidiendo chocolate a gritos, con ansiedad, como se pide un médico en un desembarco. Entonces María:
– La verdad es que vosotros también me habéis aburrido a mí.
Recordó los cuarenta días que habían pasado en el hospital: los días siguientes a la operación y las enfermeras, con esa personalidad suya de goma de borrar.
– Pero… ¿Va a quedar bien? -se preocupó María de pronto.
– Con la operación no hay problema. La cabeza es lo que.
– Sí, eso ya lo sé.
Anas se durmió a las seis de la tarde. Lucas se quedó solo, sin nadie con quien hablar, pero, aun así, se alegró; Anas llevaba días sin dormir.
Entonces pensó un poco en los cementerios y en los panteones. Y en las gominolas de menta.
La puerta se abrió con pereza. Entraron a la habitación dos ojos bastante limpios, sin legañas ni zonas enrojecidas, pero necesitaron tres segundos más de lo que la gente tardaba en abrir la puerta y pasar dentro. Era una chica joven. Andaba despacio, muy despacio. Lucas pensó «La sobrina de Anas, o la nieta». Sin embargo, la chica se sentó al lado de su cama. Tenía manos de susto, pegadas al vientre siempre.
– Hola-le dijo a Lucas.
Lucas hizo un esfuerzo para tratar de recordar quién podría ser aquella chica.
– Parece que estás bastante bien -empezó la chica. Y pensó que haber ido al hospital era, probablemente, la peor decisión desde que decidió estudiar Derecho.
Lucas, por su parte, se había empezado a marear: quién es, se habrá confundido de habitación… y se atrevió a preguntar directamente:
– No sé yo muy bien quién eres.
– Rosa… -se sorprendió Rosa.
– Rosa, Rosa -dijo Lucas derritiéndose dos veces-. También mi mujer se llamaba Rosa.
– Ya lo sé.
– Me acuerdo. En la heladería Humboldt. Allí conocí a Rosa. Estaba con su madre, imagínate. Con un helado de limón. Le dije que los limones eran lunas gordas y pedí uno de fresa. Ella me dijo que las fresas eran el sarampión de las zarzas. Así me dijo, el sarampión de las zarzas. Rosa. Cuarenta y siete años después.
– Ya lo sé.
– ¿Y ya sabes que un suizo de sesenta y un años está preparando una expedición al Shisha Pangma? -dijo Lucas alegrándose de lo que había dicho.
– No, eso no lo sabía.
– ¡El bastón! -gritó Lucas de repente-. Mira a ver si está en el armario.
Rosa, un poco asustada, se levantó y fue hacia el armario con las manos pegadas al vientre todavía. Cuando estuvo cerca, separó por fin una mano del cuerpo y abrió el armario. Estaba vacío. Pero cómo decirle a Lucas que el bastón no estaba allí, que el bastón que le había regalado su hermano no estaba allí, «Toma, lo he hecho para ti», «Pero…». No estaba en el armario. Ángel murió poco después de terminar el bastón. Lucas estaba convencido de que su hermano había metido en el bastón la poca vida que le quedaba y se la había regalado a él. «Ángel metió aquí lo poco que le quedaba para vivir.»
– Sí, está aquí -dijo Rosa, no sin sufrir un poco.
– Sólo cerraba el taller cuando hacía viento. Luego me puse viejo y el frío no me hacía bien. Pero tampoco entonces cerraba el taller. Por si venía Ángel, para que entrase directo.
– Sí, ya lo sé.
La puerta se abrió de golpe.
– Te veo como para hacer una media maratón -le dijo María a su hermano.
– ¿Y de dónde crees que vengo? Ahora estoy descansando un poco. En esta posada o mesón -dijo Lucas.
María se sentó en la silla y se quitó el abrigo; en vez de hacerlo al revés, lo cual habría sido más cómodo e incluso más estético.
– ¿Y qué? -preguntó Lucas-. ¿Ya habéis hecho cumbre?
– ¿Y de dónde crees que vengo? Eso sí, tengo síntomas de congelación en los dedos de los pies.
Entonces se quitó un zapato y una media, y metió el pie en la cama de Lucas. Dijo «Ahora sí que estoy a gusto», o algo parecido, y empezaron a reírse. Se rieron como se ríen los bolígrafos de las notarías, los que escriben los precios. Hasta que Anas hizo ademán de despertarse. Lucas dijo a María que silencio, que Anas tenía que dormir. Más todavía.
– Ha estado Rosa -dijo Lucas en voz baja.
– ¿Rosa? -repitió María con un poco de angustia. Cómo explicarle a Lucas que Rosa.
– Rosa no -dijo Lucas adivinando lo que pensaba su hermana-; otra Rosa, una chica joven. Y hemos estado hablando del bastón y del Shisha Pangma y de la heladería Humboldt.
– Vaya juerga, ¿no?
– Pero ya sabía todo lo que le he contado y se ha ido pronto.
– ¿Y quién era?
– No sé -dijo Lucas antes de quedarse en silencio bastante tiempo-. Aquí no hay polillas, María.
María alzó la vista y era verdad. La habitación tenía más lejía que cemento. Mucha higiene; demasiada higiene. Y cuarenta días ya sin volver a casa.
– Polillas sólo hay en las casas de los viejos -explicó María.
– Echo de menos a la polilla de casa, María, a don Rodrigo.
– ¿Y cuál es don Rodrigo? En casa hay cientos de polillas.
– Pero todas son una; todas son don Rodrigo.
– Anas -continuó Lucas-, tú también estuviste en la guerra, ¿verdad?
– Sí, Lucas; ayer me preguntaste lo mismo, y anteayer igual -dijo Anas, aburrido/orgulloso.
Lucas no hablaba de la guerra hasta que no se quedaban solos.
– ¿Y por dónde anduviste?
– En el sur.
– Yo en el monte, como las lagartijas, siete años. Todavía no sabía ni lo que era una polilla.
– ¡Pero todavía en la cama, so vago! -María entró en la habitación seria y rápido.
– … -Lucas.
– El médico me ha dicho que se acabó lo que se daba, que ni caviar ni nada ya, que a casa.
«Me voy, Anas», dijo Lucas, e intentó levantarse sin conseguirlo. «No vuelvas», se oyó desde la cama de Anas. María, mientras tanto, había llamado a una enfermera y estaban sentando a Lucas en la cama. Las piernas colgando.
– Te he comprado una revista de monte -le dijo María a su hermano.
– ¿Y cuál viene? -Lucas, feliz ya.
– El Annapurna y el Nanga Parbat.
– Déjame ver.
– Cuando lleguemos a casa.
Era difícil vestir a Lucas: cuando le ponían el calcetín izquierdo se quitaba el derecho y cuando le estaban atando la camisa se metía las mangas del pijama por los pies. Y lo hacía con virtuosismo y gracia.
– Me voy, Anas.
– No vuelvas.
María. Ficciones
Empiezas a mirar hacia atrás, ¿no? Y encuentras una barbaridad de recuerdos. Algunos bonitos. Pero luego piensas en tu edad y sólo treinta y cuatro años, en abril. Aun así, recuerdos tienes muchos, pequeños y bonitos algunos. Recuerdas, por ejemplo, cómo viste, desde abajo, desde muy abajo, cogida de la mano de tu padre, por primera vez, aquella noria gigante, y qué grande y qué brillante y sus hierros, unos oxidados y otros no, y qué grande era sobre todo.
A mí eso me pasa en el cuarto de baño. Cierro la puerta y tengo recuerdos. Normalmente recuerdos buenos. A veces me echan en cara que estoy demasiadas horas en el baño y que al salir no doy explicaciones. Lo que pasa es que los recuerdos no se pueden explicar. Eso es lo que pasa. Y, claro, mi madre se enfada. Seguramente porque está mayor ya, pero no hay que tenérselo en cuenta, no muy en cuenta por lo menos. Mi padre no. Mi padre no escucha nada, o ésa es la impresión que da, como si tuviera una abeja en cada oído, y parece más sosegado que mi madre. Caza polillas y las clava en un corcho. Luego pone el nombre debajo, casi siempre en latín. También escribe mucho. De ahí mi afición, creo yo. Pero él escribe mucho mejor que yo, y pienso copiar algo suyo aquí, en estos apuntes míos, si consigo coger su cuaderno, para demostrar que escribe mejor que yo y que gracias a él tengo yo esta afición.
La cuestión es que suelo entrar mucho al baño, para no tener que escuchar a mi madre y para recordar cosas.
Lucas. Ejercicios
Si tuviera algo importante que decir. De joven hubiera podido contar cosas. De la guerra y de antes. Pero he olvidado casi todas. Algunas no, porque están ahí, dando vueltas. Además, yo he leído poco y eso es lo que se suele decir, no, que para aprender a escribir hay que leer, mucho. Yo sobre todo revistas de monte. A mí me gustan los ochomiles: el Shisha Pangma mucho. Es el más pequeño de los ochomiles, 8.027 metros, y tiene un nombre que llena la boca al decirlo. Shisha Pangma. María y yo solemos jugar a ese juego, a que hacemos una expedición a un ochomil y a que hablamos por radio. Está bien, a veces. Si no se te congelan los pies, o las manos, o los dedos de las manos, que es lo más común. A mí me gustan los ochomiles. El Shisha Pangma, y también el Nanga Parbat. El Shisha Pangma es malo. Ha matado a mucha gente. También el K2. Pero el nombre del K2 no me gusta, tan pequeño, tan científico. El Annapurna sí, y el Lhotse y el Manaslu también, pero menos. María siempre ha leído más que yo. Tiene una habitación llena de libros y con una cama y con un sillón. También me gusta mucho el bastón. Y por eso dejaba abiertas las puertas del taller casi siempre. Cuando había viento no. El bastón me lo regaló Ángel. Luego se murió. Ángel era marino. Segundo oficial. Era inteligente Ángel. Pero le gustaba la carpintería y tenía un poco de envidia. Cuando estaba en tierra iba más que yo a la carpintería. Y me contaba qué chicas, allí, en Australia. Ahora creo que está cerrada la carpintería. También cuando hace sol. No quiero ni pasar por allí. Creo que están medio podridas las puertas. También me gusta el reloj de cuco. Sólo se ha parado una vez. Cuando murió nuestro padre. Bueno, el reloj se paró al de una semana de morir nuestro padre, pero como dice María, decirlo así es como decirlo con más cariño: el cuco se paró cuando se murió nuestro padre. María dice que hay formas y formas de decir.
Tengo un amigo en casa. Don Rodrigo. Don Rodrigo es una polilla pequeña. Marrón y nerviosa. Nunca se mueve en la misma dirección. «Tranquilo», le suelo decir a las noches, cuando viene a la bombilla. No me hace mucho caso, la verdad.
María ha sido maestra y sabe mucho. Eso dice la señora Verónica. Yo diría que ha leído mucho, eso sí. También los libros que no se podían leer. Yo sólo revistas de monte. A mí me gustan los ochomiles, las expediciones a los ochomiles y el cielo de los ochomiles. También Katmandú.