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Lucas le solía decir a Marcos que el día tiene dos partes. «Casi todos los días tienen dos partes: el día en sí y cuando el día empieza a dejar de ser día.»
Decía que el día en sí era para hacer cosas, para ir y venir, para serrar si había que serrar y para hablar si había que hablar. Pero que cuando el día empezaba a dejar de ser día las cosas cambiaban bastante. Cuando el día empezaba a dejar de ser día era para contar. Para contar las idas y venidas, para contar qué se había hecho con la sierra y para contar con quién se había hablado y de qué. Para eso era, esencialmente, el final del día. Lucas le contaba a Marcos que había una tribu en Australia en la que elegían a una persona. «Eligen a una persona para contador de la tribu. El contador ve cosas y piensa cosas. Después se las cuenta a los demás, cuando el día se va acabando.» Decía Lucas que ése era su oficio, que no tenía que cazar el contador, ni cocinar, ni pelear…, que era el contador de la tribu y que ése era su oficio.
Todo eso lo había visto Lucas en un documental.
«Y en esa misma tribu les quitan la cabeza a las cucarachas; es como una afición de ellos», siguió diciendo Lucas. «Pero, aun así, sin cabeza, tardan nueve días en morir las cucarachas.» Al final, según Lucas, morían de hambre; no porque les faltase el cerebro o las ocurrencias -tan típicas de las cucarachas-, sino porque no tenían boca por donde tragar.
Ese triste secreto de las cucarachas lo había visto Lucas en otro documental diferente, pero mezclaba los dos documentales. Con precisión y estilo.
Lucas sufría bastante con aquellas cucarachas acéfalas, y por eso le decía a Marcos que no se preocupara nunca por la comida. Decía que decía el brujo de la tribu: «No os preocupéis; nunca os ha de faltar sustento. Del mismo modo que los dioses tienen contados los cabellos de vuestra cabeza, bien saben lo que necesitáis».
Esto lo había oído en la iglesia, claro; no en un documental, ni en una tribu.
Está claro, por lo tanto, que el día tiene dos partes: el día en sí y cuando el día empieza a dejar de ser día.
El día en sí
Diciembre era un mes bastante gracioso para Marcos. Don Rodrigo pensaba que claro, que a Marcos diciembre le parecía gracioso porque recordaba que en Argentina, en Sudáfrica y sobre todo en Australia era verano. Creía don Rodrigo que diciembre le parecía gracioso porque imaginaba Marcos al contador australiano en medio de la tribu, contando algo -al final del día, claro-, o porque se imaginaba a un peruano achicharrándose al sol en la plaza de Armas de Lima. En verano siempre. Porque todo el mundo sabe que la época del año que se ha elegido para el buen humor es el verano (telediarios, segunda edición; encuestas y estadísticas). Otra cosa muy distinta son, cómo comparar, el otoño y el invierno. El otoño y el invierno han sido elegidos, por periodistas, personas afines y moscas -comunes y especiales-, para deprimirse lo que buenamente se pueda. No tienen otra función el otoño y el invierno. Pero no. A Marcos le parecían igual de graciosos abril, Santa Águeda o lodos los Santos. Pero ahora era diciembre, y le tocaba pensar que diciembre le parecía un mes gracioso.
Marcos se puso los tirantes; los de colores, los de diciembre. Por encima un jersey, gordo y con dos agujeros: uno aquí y otro un poco más allí. Después cogió el reloj, la chamarra y la guitarra. El jersey era el más gordo del hemisferio norte, según palabras de la propia autora, tía de Marcos, y de más gente.
Cuando entró en la sala, vio a Lucas en la silla del ventanal. Tenía una revista de monte en la mano izquierda y parecía estar hablando con algo que volaba a su alrededor.
– ¿Llueve, Lucas? -dijo Marcos sin saludar, gritando casi.
Lucas se asustó. Pensó que las cosas no se pueden hacer así, sin avisar, gritando casi. Estaba claro que Marcos no entendía que los viejos tienen otro ritmo y que no se puede hacer todo corriendo, entrar en la sala, preguntar «llueve», gritando casi, sin ninguna clase de aviso, sin saludar, como un murciélago con gasolina.
– Mira en el paragüero -se enfadó Lucas.
Si la madera del paragüero estaba oscura, era lluvia o tiempo triste; si estaba clara, tiempo sano, y si estaba brillante, como sudando, bochorno. Eso decía Lucas. Que se lo había oído decir a un hombre que nunca se confundía en nada y que estaba muerto ya.
– ¿Vas a cantar? -preguntó Lucas.
– Más que a cantar a… -contestó Marcos, frotándose un dedo contra otro, haciendo el gesto del dinero.
Pero Lucas sabía que Marcos no era dinero; que Marcos era otra cosa. Que disimulaba. «Tiene que disimular», le decía Lucas a María, «tiene que aparentar que le gusta el dinero».
– Quédate cerca -le pidió Lucas.
Quédate cerca, quédate por estas calles, no te vayas a ir lejos. Siempre le pedía lo mismo Lucas. Para poder oírle desde casa. «Hay alguna canción tuya que no me disgusta», le decía a Marcos. «Mías, mías…, no son muy mías las canciones», decía Marcos.
– No. Voy a la estación; siempre hay gente en la estación.
Marcos se empezó a arrepentir nada más cerrar la puerta de casa. Por qué a la estación. ¿Y Lucas? Cuando salió del portal, miró hacia arriba. Desde la acera no se veía el ventanal de casa y tuvo que salir a la carretera. Entonces vio a Lucas en la ventana, mirándole. Sacó la guitarra de la funda y empezó a tocar la canción que tanto no disgustaba a Lucas. En medio de la carretera. Los coches pitaban convencidos de pitar, un hombre le insultó desde la acera, se acercaba ya un municipal, de luto y amarillo, convencido de que era Marcos persona de malvivir.
Lucas abrió la ventana para poder escuchar. Hasta que empezó a toser. Demasiado frío. Cerró Lucas la ventana, y Marcos corrió hacia la estación.
Una vez en la estación, vio Marcos a tres chicas entre otras. Y vio a una cuarta chica también; pero tenía demasiadas uñas aquella cuarta. Tenía doce uñas en vez de diez, o quince uñas en vez de diez. Por eso pensó Marcos que había visto a tres chicas entre otras y no a cuatro chicas entre otras.
Entró en el tren una corbata de unos cuarenta años. Dejó entrever, mediante gestos de asco y compasión, que no tenía él por qué estar allí, y «Tengo el coche en el taller, ya sabes», le aclaró a un desconocido, con el irreprochable objetivo de no privarle de la verdad absoluta. Después desglosó, no sin admirable suficiencia
analítica, la marca, el modelo y la relación de características más subrayables de Su Coche. El desconocido dijo que sí, que le creía, pero le señaló el libro que tenía en la mano, que si no le importaba iba a leer un poco, y que perdonase. Abrió el libro y salió Kafka.
Marcos empezó a tocar. Se le puso un niño delante, de unos siete años. Escuchó el final de una canción. La siguiente la escuchó entera. Después dijo:
– ¿Por qué eres pobre? -la bufanda no le dejaba decir frases demasiado largas y, en cuanto abría la boca un poco más de lo normal, metía cientos de pelusas hasta su garganta. Las bufandas son seres siniestros. Las bufandas de los niños más.
– Yo no soy pobre -le explicó Marcos, acordándose de las cucarachas-. Y tú…, ¿tú eres pobre?
– No, yo no: mi padre pasa muchas horas fuera de casa.
«Frío», pensó Lucas en el ventanal de casa.
«El calor no es sólo calor», pensaba María en verano. «El calor es dar un paso y empezar a sudar, y sentarse en el sofá, sin fuerza ni para suspirar, o cansarse después de leer cuatro páginas de una novela, y dejarla, y levantarse del sofá para ir a la cocina, y empezar a sudar otra vez.» El calor es la bufanda del niño que se preocupaba por la situación económica de Marcos.
Cuando más sufría María era cuando Lucas se ponía la gabardina, en verano. A pesar de todo le hacía gracia. Lucas enrojecía y empezaba a sudar. «Luego va a refrescar, Rosa», le anunciaba entonces a María, «Nevar va a hacer», le quitaba María la gabardina. Luego le decía que claro, que todo el mundo sabe que la nieve y el viento sur siempre han venido juntos.
Por eso esperaba María el día del cambio de estación. Debía ser un día oscuro, desde la mañana hasta la noche. Con viento feo y con lluvia. Entonces volvía a respirar María.
Ese día llegó el siete de septiembre, como podía haber llegado el veintiocho de agosto. María pasó cuarenta y tres minutos peinándose. Se puso tres sortijas y un collar. Los pendientes de su madre. Parecía que tenía los ojos pintados; los labios no. Se puso un sostén blanco, por primera vez en mucho tiempo. Y unos zapatos bastante nuevos. La blusa de la última boda (de hecho «Fue una boda bonita, eh, Lucas», «Yo no fui») y una falda gris y larga.
Nunca tuvo María demasiada habilidad para manejar el paraguas. En las escaleras de los arcos se acordó de Lucas: cuánto le costaban aquellas escaleras. Cada día más. Pensó María entonces que por eso hablaba Lucas tanto de los montes y de las expediciones a los montes. María todavía. Gracias a Dios.
Pero María tenía que estar pendiente ahora de lo que había salido a hacer. Cuando llegó a la plaza de los arcos, se paró frente a la puerta de la biblioteca. La puerta de la biblioteca era blanda; un poco húmeda también. Entró y, en el mismo portal, encontró tres flechas: biblioteca nueva, biblioteca antigua y bibliotecarios.
El bibliotecario era un futbolista de ojos azules. Estaba delante de un ordenador.
– Rulfo, Juan -pidió María, nerviosa; un poco nerviosa.
Escribió en el ordenador. Cuando apareció la información en la pantalla:
– Sólo tenemos dos -dijo el bibliotecario, como si la culpa fuese suya.
– Ése -señaló María uno de los dos.
Sacó Marcos la guitarra de la funda y empezó a tocar la canción que tanto no disgustaba a Lucas. En medio de la carretera. Los coches pitaban convencidos de pitar, un hombre le insultó desde la acera, se acercaba ya un municipal, de luto y amarillo, convencido de que era Marcos persona de malvivir. Aun así tocó la canción para Lucas, y tocó: por las paredes ocres, y luego tocó se desparrama el zumo, y un poco después de una fruta de sangre, y después cantó debe ser primavera, entre otras cosas que también tocó.
Lucas abrió la ventana para poder escuchar. Hasta que empezó a toser. Cerró Lucas la ventana, y Marcos corrió hacia la estación.
De hecho, iban a pasar los ciclistas por el pueblo. Los profesionales. «El ciclismo es cosa antigua», solía decir Lucas, «más antigua que el atletismo, mucho más antigua». Lucas les tenía cariño a todos los ciclistas; también a los que les lloraba la bicicleta en plena carrera. Sobre todo a ésos. A los que llegaban fuera de control, a los que quedaban en el puesto setenta y siete de ciento veinticinco. A los que subían el Tourmalet en el primer grupo de escapados y al bajar se rompían la cabeza y se tenían que meter en el coche del director. A los que burlaban a las cámaras de televisión, como si las cámaras de televisión no se mereciesen otra cosa que ser burladas por un ciclista.
De hecho, los ciclistas profesionales iban a pasar por allí mismo. Y Lucas quería ver. Los mismos que se ahogaban en los puertos de la televisión.
Fue Marcos quien avisó a Lucas: que los profesionales pasan muy rápido, no como en la televisión; que la televisión engaña. Que no iba a ver más que sudor y ruido. A Lucas le daba igual. María le dijo que el calor no le hacía bien, y que los ciclistas siempre llegan tarde, sobre todo en verano, y que iba a tener que estar esperando, cincuenta minutos igual, al sol.
Todo eso se lo dijeron mientras Lucas se ataba el segundo zapato.
– ¿Vienes, Marcos?
No respondió. Marcos prefería un libro y sombra. Con aquel calor, en julio. Lucas fue solo a ver la carrera.
Era todavía demasiado pronto para ir a ver a los ciclistas. Fue antes a la zona de la estación, a pasear. Empezó a dar la vuelta a la estación, para pasar el rato y para recordar el sueño de la víspera. Necesitaba veinticuatro minutos para dar la vuelta a la estación, y pasar túneles, y esperar si estaban las barreras bajadas, y andar entre zarzas. La estación lo que hacía era dividir el pueblo: la parte de arriba y la parte de abajo. No recordó el sueño, pero pensó que aquélla era la vez número 27.442 que daba la vuelta a la estación. Había empezado con veintiocho años a contar las vueltas que daba a la estación, y eran 27.442 hoy. Sin Rosa ahora.
El calor le sentó en un banco. Desde allí veía el túnel de la estación. Y aquel túnel era el beso de Rosa y «otro, Rosa» y «no, luego, en casa» y esa dosificación de besos: siempre a falta de un beso, y «está oscuro, Lucas» y «mejor» y «no, aquí no, Lucas; luego». Nunca besos de sobra; dosificando siempre Rosa.
«Tengo que irme», le dijo Lucas a Rosa. No estaba convencido del todo, «van a pasar los ciclistas profesionales por la cuesta de la playa».
Había muy poca gente en la cuesta de la playa. El sol era de mediodía. A las cinco de la tarde.
– ¿Qué? ¿Ya vienen? -preguntó Lucas.
– ¿Quiénes? -le contestó un joven de setenta y siete años.
– Los carreristas -Lucas.
– Pero hombre… en Moscú pueden estar ya los carreristas.
Lucas pensó que se iba a disgustar más. Pero no. Por un momento le dio pena no haber visto la carrera, pero inmediatamente se acordó de que pronto llegaría a casa, con calor o sin él, sudando casi seguro, y de que allí estarían Marcos y María, y de que llegaría la noche delante de la televisión. Refrescaría entonces, y les volverían las ganas de hablar a los tres. Por eso no se disgustó Lucas, porque sabía que les iban a volver las ganas de hablar, con la noche.
Vio entonces la punta de algo rojo en el arcén de la carretera. Fijó el bastón en el suelo, con ganas. Le explotó la primera gota de lluvia en la mano. Puso la rodilla izquierda en el suelo. La otra después. Separó la mano del bastón, dirección arcén. Cogió la punta roja. Era un botellín de ciclista. De ciclista profesional. Le hizo ilusión. Lo iba a poner en la vitrina de la sala. «Es para poner en la vitrina de la sala.»
Cuando el día empieza
a dejar de ser día
Al seguir encendida la televisión, no era tan difícil que los ojos de Marcos, de María y de Lucas se dirigiesen hacia ella; siempre si se tiene en cuenta que el sofá y la televisión estaban colocados en paralelo.
Lucas pensó al principio que eran imágenes del parlamento lo que estaban viendo pero, tras una reflexión, no por corta asistemática, se dio cuenta de que eran las pruebas de gimnasia de las olimpiadas. Había gimnastas ucranianos y de otros tipos.
Marcos se imaginaba a los gimnastas con la edad de Lucas, dando vueltas alrededor de la estación de Grozni. Después los imaginaba dentro de ciento cuarenta años. Para entonces sólo quedarían tres o cuatro nombres: Bilozertchev, Vitali Chtcherbo, Boginskaia. Y se imaginaba, del mismo modo, a un periodista que estuviera escribiendo la historia de las olimpiadas, preguntando a otro: «Oye, ¿cómo se escribe Biloserchef?».
Lucas, María y Marcos intentaban acertar las puntuaciones que les iban a dar los jueces a los gimnastas. Ése era el juego: 9.676, 9.401, 8.294 («ése también se cayó ayer»).
Cuando salió el favorito en anillas, se oyeron aplausos de cómo no va a ganar, mírale. Sergei Stajanov agarró las anillas con ayuda del entrenador. Abrió los brazos, lentamente y con sosiego, hasta completar la figura del cristo. Aguantó trece segundos: 13. Después soltó las manos con tranquilidad y, sin haber acabado el ejercicio, cayó al suelo; lentamente y con sosiego. No quería volver a ganar. Tenía demasiadas medallas ya.
El comentarista de televisión dijo tres signos de exclamación, sin palabras:!!!; luego dijo: «¿Qué ha hecho?», mientras Sergei Stajanov sonreía con las pestañas y un poco con la boca. «Es inaceptable la actitud de Stajanov; es vergonzoso», decía en el micrófono. Mientras Sergei Stajanov sonreía con las pestañas y un poco con la boca.
Lucas pensó que tenía envidia de Sergei Stajanov. Marcos pensó que también.
– ¿Dónde está Lucas, María?
– Escribiendo.
– ¿Para qué?
– Para la cabeza.
– Hoy hemos estado en casa del alemán, Matías -le dijo Lucas a Marcos. Marcos miró a María: quién es Matías, qué dice Lucas. María le dijo que tranquilo, que Matías era un amigo de Lucas, vino que conducía tranvías. Luego le dijo que no le hiciese mucho caso y que dijese a todo que sí-. Le han traído una cámara de retratar al alemán, desde Alemania. Tomás y yo hemos estado. En el chalet del alemán. Y ya sabes cómo es el alemán.
Lucas se quedó callado mirando a una polilla.
– … y ha dicho que teníamos que hacer fotografías. Ya sabes cómo es el alemán. Hemos hecho un retrato normal, mirando al frente, fijándonos en las cosas que estaban detrás de la cámara, que eran bastante raras, porque estábamos en casa del alemán. Luego hemos hecho otra fotografía no tan normal: mirando para atrás y con los pantalones en el suelo. Ya sabes, el alemán. Nos ha dicho que le va a mandar el retrato a la señora Eulalia. Y ya sabes cómo es la señora Eulalia.
– Ha sido el médico el que le ha dicho a Lucas que escriba -le explicó María a Marcos-; como si fuera un ejercicio, para que no pierda tan rápido la cabeza.
María entró en la sala de una manera común, por debajo del marco de la puerta, sobre sus piernas, como si fuera mortal. Allí encontró a Marcos y a Lucas. Planteó al menos tres cuestiones, cortas y con rapidez. Pero para cuando Lucas y Marcos arrancaron su atención de la televisión y la transportaron hasta María, había acabado ésta de hablar y entraba en la cocina. Volvieron a mirar Lucas y Marcos a la televisión y vieron dos chechenos y tres metralletas.
– He conocido a una chica hoy -dijo Marcos.
Lucas. Ejercicios
Ahora me cuesta mucho levantarme del sofá. Me traga el sofá, porque es viejo y es blando, y después me cuesta mucho salir de allí. Pero últimamente suele estar Marcos, y primero se levanta él y luego me ayuda a mí. Y luego me dice que el sofá tiene que estar muerto de hambre para tragarse una cosa tan amarga como yo.
A Marcos le miro con envidia. La verdad es que todo lo que miro ahora lo miro con envidia. A Sergei Stajanov también, y a los escaladores, y a los niños que se caen por las escaleras. Y se me empieza a ocurrir que si Dios empezase a jugar a quitar años a la gente y me quitase cincuenta o sesenta años, lo primero que haría sería coger la bicicleta. Sería coger la bicicleta para ir a Irlanda a andar en la hierba que es como un colchón de hierba. Eso parece en la televisión. También podría ir a Praga o a Belgrado o a cualquier ciudad que sale en los telediarios, porque el tráfico parece más modesto que aquí. Y Rosa estaría viva, claro, y le cogería la cintura para bailar hasta ahogarnos. Algún vals y algún tango. Los pulmones nos aguantarían una hora más o menos. Luego nos iríamos a la habitación, y Rosa no me diría que no, después de haber estado tantos años muerta. Tienen que ser bonitas las habitaciones de los hoteles de Praga. Y se nos pegarían las sábanas al sudor del baile. Y haríamos un poco más de sudor nuevo.
También a Matías le gustaban mucho las chicas. Todas. Pero no tenía suerte. Marga se le marchó con uno de fuera. Marga era un vicio de chica. Todos queríamos un poco a Marga, pero sólo paseaba con Matías. Matías era el que le olía los perfumes desde más cerca. Hasta que se marchó con el holandés. Era un holandés que tenía los pies minúsculos. Matías se murió sin casarse, con cientos de ansias. Tomás sí. Tomás se casó. Pero se casó flojo. Y todavía estará casado, si no se ha muerto.
Hoy ha hecho un bochorno malo. He sufrido un poco, pero creo que aguanto mejor que de joven. Se conoce que nos hemos acostumbrado al calor. Ya no somos como vikingos. Sobre todo porque los vikingos no mojan los pantalones. Yo los he mojado hoy. No le he dicho nada a María. Cuando se ha enfriado el líquido he estado bien a gusto. Por eso no le he dicho nada. Me he cambiado de calzoncillos cuando ha salido a la calle. Pero creo que me los he puesto mal. Creo que he metido las dos piernas por el mismo agujero. Ahora siento una presión bastante antinatural en la entrepierna.
No me gusta el puré.
Marcos
Dicen que Proust se acostaba por la noche y pasaba mucho tiempo pensando. Yo también paso mucho tiempo pensando en la cama. Y pienso, por ejemplo, que leo demasiado. O pienso, siguiendo el pensamiento anterior, que cuando era pequeño había, gracias a Dios, cosas que no entendía: en las casas abandonadas, en los cementerios de elefantes, en los cerebros de los médicos. También en los acentos de las palabras. También en los tipos de estrofas. Y es así que de pequeño no tenía necesidad de pensar; era fácil todo. Mi forma de existir se dividía en dos: 1) las cosas reales (los juegos, las matemáticas, los fantasmas de los dibujos animados) y 2) las cosas que no entendía. Y por eso no tenía que pensar de pequeño; porque sabía que no iba a entender las cosas que no entendía. No entendía y disfrutaba sin entender. Y las explicaciones que dábamos a las cosas que no entendíamos eran más sencillas que las reales, o más complejas, pero arbitrarias siempre, y precarias también, y se podía dar una explicación a las cinco de la tarde y cambiarla a las nueve, justo antes de irnos a cenar y de decir en casa que habíamos estado en casa de Miguel y que había fresas para postre en casa de Miguel y que no tenían mala pinta, como queriendo decir que no habíamos comido fresas desde el verano anterior.
Pero luego empecé a leer. Leía todo lo que decía la gente que había que leer. Y se me empezaron a deshacer las cosas que no entendía. Quiero decir que empecé a entender las cosas. Y me echaron a perder aquella seguridad que yo tenía (cosas reales/cosas que no entendía). Pero a pesar de explicarme lo que no quería que me explicaran y de echarme a perder aquella seguridad, no me dieron una nueva seguridad. Y eso no puede ser. Eso no es de personas.
Entonces no tuve más remedio que empezar a pensar. Pero empiezo a pensar y me angustio enseguida. Pienso, por ejemplo, en el último día que voy a estar vivo. Y me angustio. Pero me angustio como cualquiera que tenga tendencia a angustiarse y piense en lo mismo o en algo peor. Eso no es nuevo. Pero cuando la angustia me está ya dando pellizcos en la nuez, se me ocurre pensar en Lucas y en María, que piensan en lo mismo y, aun así, son simples y son tranquilos. Dice María que hagan el favor de pintar una pantera rosa en su ataúd.
Podría ser, sin embargo, que Lucas y María fueran farsantes, y que por fuera sea tranquilidad y que por dentro sea otra cosa. Pero en cuanto les he conocido un poco he sabido que no, que todo lo que dicen Lucas y María lo dicen de verdad, que todo lo que hacen lo hacen de verdad; también los calcetines que se ponen a las ocho de la mañana se los ponen de verdad.
Por eso sé que en el último día que se está vivo está la tranquilidad. Y por eso pienso en todas las cosas que tengo que hacer antes. Y sé que tengo que hacerlas sin reparo, mejor que el mejor, porque puede ser que en el último día que se está vivo no esté la tranquilidad. Puede ser que el último día que estemos vivos veamos un anuncio de detergente en televisión, y eso nos angustie más que una guadaña o cualquier otro símbolo típico, porque sabemos que los anuncios de detergentes van a seguir y nosotros no.
Aun así, creo que leo demasiado.
María. Ficciones
Hace una semana hoy. No lloré. Por eso estoy así. No lloré nada en el entierro. Mis primas sí lloraron. Pilar, Ana. También algún primo. Lloraron menos los primos, pero les vi llorar. Yo no lloré. Aunque la caja estaba abierta y se veía perfectamente la cara de mi padre, y la nariz de mi padre sobre todo. Yo tengo igual que mi padre la nariz, pero más pequeña.
Desde entonces paso más tiempo en el baño. Y, claro, mi madre «¿Qué?» y yo «¿Qué?». La verdad es que paso demasiado tiempo en el baño. Recordando cosas. Muchas cosas de mi padre. También otras. Son recuerdos corrientes por lo general. Bonitos sí, pero corrientes.
No como ayer. Ayer recordé dos cosas al mismo tiempo. Y es raro. Porque todo el mundo sabe que no se pueden tener dos recuerdos al mismo tiempo. Los dos son recuerdos de trenes, eso sí. Quiero decir que los dos son recuerdos de cosas que me pasaron en un tren. En dos trenes mejor dicho. Y lo más importante es que en los dos, por un momento, sentí una especie dé impresión. La impresión era que se me llenaban totalmente los pulmones, de forma extraña, y que veía algo parecido a zepelines por la ventana del tren. Muchos y en el cielo. Todo como soñando. A decir verdad no sé bien si la impresión la sentí entonces o la he sentido ahora, al recordarlo. Pero es igual. La cuestión es que iba en tren y que sentí la impresión (los pulmones llenos y los zepelines). Es posible que sea por eso. Es posible que sea eso lo que me haya hecho recordar las dos cosas al mismo tiempo.
Un recuerdo es de invierno. Con nueve años. En el tren. Olía a tren (es muy importante el olor, el olor a tren). Le pregunté a mi madre cuántas íbamos a comprar. Me dijo que tres o cuatro. íbamos a comprar figuras de Navidad. Mi madre, mi hermano y yo (mi hermano está muerto). Estaba oscuro ya, a las seis de la tarde. Enfrente de nosotros había dos chicos cambiando cromos. Pero no tuvimos envidia de ellos. Porque nosotros íbamos a comprar figuras de Navidad.
Entonces fue la impresión (con los pulmones llenos y con los zepelines aquí y los zepelines allí). No veía ni cromos, ni chicos cambiando cromos, ni a mi hermano, ni olores de trenes. En todo estaba la impresión (zepelines sobre todo, y los pulmones llenos de aire y llenos de algo más también, diría yo, llenos de algo así como chocolate, por ejemplo).
El otro recuerdo es de primavera. Era una mañana y lluvia. Ahora iba con mi padre, a ver fútbol, en tren. Tenía doce años, o trece. Mi hermano estaba muerto ya. El olor era after-shave, de mi padre. El vagón iba vacío. Sólo una pareja de personas mayores. Iban todo el rato mirando hacia delante, hasta que en una parada el hombre giró la cabeza y miró la cara de la mujer. Después siguieron mirando hacia delante todo el viaje. Y entonces me volvió aquella impresión, la de los zepelines y la de los pulmones.
Todavía sigo pensando que esos dos recuerdos que me llegaron al mismo tiempo son lo mejor que he tenido nunca. Quiero decir que desde entonces no me ha vuelto a pasar nada igual. Pero que si me ha pasado dos veces, por qué no me va a pasar otra. Por eso he decidido hacer la prueba. Por eso he decidido montar en todos los trenes que pueda. En todos los trenes.