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El Día de Todos los Santos se venden bastantes flores, de Colombia la mayoría. Las expediciones del Shisha Pangma hacen un nuevo intento; no tienen conocidos en los cementerios. Y en la radio ponen sinfonías, en caso de lluvia o frente nuboso.
El día en sí
Lucas le dijo a María que no quería ir al cementerio, que estaba cansado y que quería ver las olimpiadas en la televisión, y que, si tenía tiempo, iba a leer el artículo del Annapurna en la revista, que le faltaba la mitad. Luego le explicó que uno de los de la expedición lo estaba pasando mal y que le decían que se volviera, que venía tormenta, que se veía claro en el cielo y en las ciento veinte pulsaciones por minuto que tenían.
María le dijo que el Annapurna no se iba a mover, que los dioses llevaban horas sin mover montañas, y que tenía días y días para ver las olimpiadas y solamente el Día de Todos los Santos para ir al cementerio.
Lucas se empeñó en que ya iría al cementerio dentro de dos semanas, que por qué hoy, que sólo faltaban doce días para que se acabasen las olimpiadas y «¿Por qué hoy, María?», que no lo entendía.
Cuando se vio sitiada, María le ofreció chocolate, para que se dejara de olimpiadas y Annapurnas y fuera al cementerio. Era un soborno el chocolate. Al principio se resistió Lucas, pero pronto empezó a imaginarse un Annapurna todo de chocolate, y pensó que era posible que en la retransmisión de las olimpiadas no hubiese atletismo, sino hípica, y que la hípica también era olimpiadas, pero un poco menos que el atletismo y que la gimnasia, y que se iba a aburrir igual viendo hípica y en el cementerio, pero que en la hípica se iba a aburrir sin chocolate.
– Si no nos damos prisa -dijo Lucas cogiendo la gabardina-, no llegamos a la misa.
En la estación solía haber más gente, eso sí, pero a Marcos le gustaba la avenida para tocar la guitarra. Era peatonal y era sin trenes. Por eso le gustaba más. Pero le gustaba, sobre todo, desde que empezó a recibir avisos.
Marcos tenía alguna manía. Nunca tocaba, por ejemplo, en el mismo sitio del día anterior. De un día para otro se movía, por obligación, nueve metros o cinco milímetros; pero, eso sí, cinco milímetros por lo menos, con tal de no tocar en el mismo sitio del día anterior. Así empezaron los avisos en la avenida: todos los días encontraba Marcos lienzos doblados hasta la angustia en el lugar del día anterior, debajo de una piedra, en una alcantarilla. Eran cuadros. Eran cuadros a pastel, cuadros con colores por todos los sitios. Eso eran en general. Las pinceladas tenían sentido del humor. Y eran avisos todos esos cuadros.
Y al ser avisos, tenían que tener algún significado, seguro; pero debían de ser avisos en sánscrito o, como mucho, avisos en esperanto, porque entender se entendían, pero poco.
Y estaban firmados: Roma Malo. Y la firma sí; la firma tenía un significado claro: «Me llamo Roma Malo y es Roma Malo la que te manda este aviso». Eso era lo que significaba. Roma Malo.
Estuvo a punto de coger el listín telefónico. Buscar el teléfono de Roma Malo, llamar a Roma Malo. Pero no, el listín no. Tenía que ser de otra manera. Pero tampoco estaba para perder el tiempo; podía aburrirse Roma Malo. Entonces se acordaba del listín otra vez. Pero no, era fácil el listín.
Una mañana encontró el cuarto lienzo en la avenida. Pero se atragantó un poco, porque había estado lloviendo. Se había mojado una esquina del lienzo, a pesar de estar bien metido entre dos piedras. Lo sacó con cuidado y empezó a desdoblarlo con la misma paciencia con la que comen los gatos las aceitunas. Lo primero que vio fue la firma, totalmente seca. Roma Malo.
El lienzo estaba mojado en el centro: el agua había esparcido los colores. Ya no eran pinceladas derechas, ya no eran líneas; ahora era un círculo en color. Y le parecía a Marcos, no se sabe muy bien por qué, que ese círculo era su respuesta a Roma. Y que el agua había contestado por él. Ese círculo que había hecho el agua era su que sí, su claro que sí, Roma, cómo no. Así quiso creerlo Marcos. Después tocó algo pensando en Roma, hasta que sintió la difícilmente delegable necesidad de expulsar ciertos líquidos de su cuerpo, cosa que en ningún modo impide el pensamiento romántico, pero que lo excluye, en cualquier caso, de su carácter sublime.
Desde la casa de Lucas y María hasta el cementerio había veintisiete balcones de madera. Lucas pensó que sería curioso morirse en el camino del cementerio. Pero no le apetecía morirse todavía; no antes de la final de cien metros lisos. Además, si llegase a morir en el camino del cementerio traería un grave problema a la conciencia de María, porque había vendido a su hermano por unas pocas onzas de chocolate, que era bastante peor que negarlo tres veces antes de que cantara el gallo. Por eso iba mirando Lucas a los balcones de madera y a las cesiones que hacían los perros al municipio en forma de volúmenes semicilíndricos y marrones. Y cuando vio y contó el balcón número dieciocho, se dio cuenta de que bajo su zapato cambiaba de forma uno de aquellos volúmenes semicilíndricos y marrones. Se empezó a reír, y María le preguntó «¿Qué?», porque no había visto, y le volvió a preguntar «¿Pero qué?», y fue entonces cuando se dio cuenta y ella también se empezó a reír. No se reían por el olor del zapato de Lucas, por supuesto; reían porque si algo había todavía que les hiciese disfrutar, era entrar en los céspedes a limpiarse las suelas de los zapatos (los Días de Todos los Santos sobre todo). Entraron, pues, a un césped y empezaron a restregar los zapatos contra la hierba, y gimieron y aullaron y barritaron, para escándalo de una mujer que pasaba por allí y que había tenido una educación ligeramente desacompasada.
– ¿Sí? ¿Quién es? -dijo María en el teléfono.
– ¿María? Teresa -respondió la prima de María, Teresa.
– ¿Todo bien?
– Todo bien.
– Dime.
– Mira…, ese chico que habéis metido en casa…
– No hemos metido; entró él solo.
– Peor.
– Pues él está bastante a gusto.
– Mira…, la familia cree…
– Hombre, la familia.
– Hombre no, María, las cosas son así.
– ¿Las cosas? Por favor.
María colgó clinc.
A Roma se le enredó un pelo entre los dedos. Estaba pensando delante de la ventana y esperaba ver a alguien. Pero el pelo no le dejaba estar atenta a la calle; de vez en cuando tenía que dejar de mirar por la ventana para vigilar su mano. Si es que quería desenredar el pelo. Pero no era tan fácil: un extremo del pelo había creado una especie de vínculo amistoso con la manecilla del reloj. Era un pelo rojo. Bastante indeseable. Como todos los pelos rojos. No le gustaba a Roma su pelo rojo. En otoño llegaba a odiar su pelo rojo. Pero era un odio moderado. Y, a decir verdad, así, aislado, parecía rubio incluso. Y se alegró Roma de su pelo rubio, hasta que empezó a pensar en las personas rubias y en las ansiedades que tenían y en los desasosiegos que tenían.
Tiró del pelo y lo rompió. Parte de él quedó, sin embargo, enganchado en la manecilla. Y era el rabo de una lagartija roja y coleaba igual. Volvió a mirar a la calle. Le faltaban veinte minutos para coger el coche, para ir a trabajar. Se acercó más a la ventana. Si no lo veía entonces, no vería a Marcos en todo el día. De hecho, Roma llamaba Marcos a Marcos, aunque no lo conociese; igual que podía llamarle Santos o llamarle Félix. Pero había decidido Marcos, y era Marcos desde el primer día; y había decidido, del mismo modo, que los padres de Marcos se llamaban Mateo y María.
Marcos tenía una nariz suculenta. «Se llama Marcos, seguro», pensaba Roma, y luego pensaba «nunca ha venido tan tarde», y luego pensaba «igual está enfermo».
Se apartó de la ventana y volvió a acercarse al cuadro. Era un cuadro imposible de acabar. No se dejaba acabar el cuadro. Willem decía que siempre hay un cuadro difícil de acabar. Roma cogió el pincel. «Es más», decía Willem, «casi todos los cuadros son difíciles de acabar». Roma dio una pincelada después de estar nueve minutos pensando. Cuanto más se sabe de pintura, más difícil es acabar los cuadros. Eso decía Willem.
Tiró el pincel en el aguarrás y corrió a la ventana. Corrió con insolvencia. Se ahogó. No había llegado Marcos todavía.
Roma se tenía que empezar a vestir. Fue al dormitorio y se quitó la ropa de casa. Dudó delante del armario, qué ponerse. De pronto se le ocurrió que Marcos podía haber llegado en aquel momento y, tal y como estaba, medio desnuda -en ropa interior-, cruzó toda la casa, hasta la ventana. Abrió la cortina escandalosamente, mucho más de lo que necesitaba para ver la calle. Y le dio un poco de vergüenza, porque Marcos podía estar allí abajo, mirando hacia arriba, y porque ella llevaba una ropa interior enormemente didáctica.
Pero Marcos no estaba en la avenida, y Roma llegó siete minutos tarde al trabajo, y además «igual está enfermo».
Lucas se desató despacio los botones del pantalón. Vio una hormiga en la pared y dio un paso a la izquierda. No les sientan bien los líquidos a las hormigas. Se angustian con los líquidos. Pero no fue demasiado grande el paso que dio Lucas hacia la izquierda, porque María le había encontrado un buen sitio para desahogarse -detrás de la estatua de un mausoleo-, y estaba a dos pasos de quedarse a la vista de todo el mundo, en un cementerio grande, un Día de Todos los Santos. El ángel del mausoleo tenía cara de entender poco. Y cuando estaba Lucas en mitad del desahogo, se dio la vuelta y apuntó a los pies del ángel. Le emocionaba pensar que bajo aquel mausoleo estaba el antiguo alcalde, o algún diputado.
Quiso, sin embargo, el destino, que es analfabeto la mayoría de las veces, que una chica que venía de dejar flores en los nichos viese toda la virguería de Lucas. Le dedicó éste una cariñosa sonrisa y la joven, con el mismo tipo de cara del ángel del mausoleo, intentó una sonrisa similar, convirtiendo aquel encuentro en algo parecido a una recepción episcopal. La chica desapareció rápido, como desaparecen los dolores musculares y como desaparecen las cosas que desaparecen rápido.
Lucas se ató los botones y se acercó a María. Ocho minutos para la misa. No había sillas (detalle importante para Lucas, cansado incluso antes de salir de casa). Lucas tocó el hombro de la persona que tenía delante. Era un hombre serio y gordo.
– ¿Por qué ha venido hoy aquí? -le dijo Lucas.
El hombre giró su kilo y medio de gafas, miró a Lucas y volvió a retomar la postura, sin llegar a contestarle.
María sudó de risa. Lucas, entonces, torció el cuerpo hacia la derecha y preguntó a una señora maquillada:
– ¿A qué ha venido aquí?
– A visitar a la familia -dijo la mujer. Con voz de jirafa. De cría de jirafa.
– ¿Y por qué hoy?
Quedó muda. Contestó su amiga por ella (otra señora maquillada):
– Porque es el Día de Todos los Santos -con voz más parecida a la de una jirafa. A la de una cría de jirafa.
Lucas dijo «¡Ah!» y dio un paso hacia atrás. Quería seguir la encuesta. La risa ahogó a María, y perdió de vista a su hermano. Para cuando quiso darse cuenta, no había nada parecido a Lucas junto a ella. María, nerviosa, buscó por todas partes, pero ni rastro de Lucas. Salió de entre la gente y buscó.
Viendo que no estaba en los alrededores y sufriendo un poco más cada minuto, María habló con cuatro hombres que hablaban de boxeo y de jerséis. Los hombres movilizaron a casi toda la familia que, cómo no, había ido al cementerio a visitar a la familia y, con una sistematización no exenta de uno o varios líderes, buscaron en cada milímetro cuadrado de cementerio hasta que, dentro de un panteón, alguien gritó Aquí.
María se acercó al panteón -Familia Gandarias- y bajó las escaleras. Lucas estaba tumbado en la mesa de mármol, en el centro de las tumbas.
– ¡Lucas!
– ¿No estás cansada, Rosa? Ven a la cama -le dijo a María.
Se necesitaron tres personas para bajar a Lucas de la mesa. Tardó cerca de dos minutos en subir las escaleras, y arriba lo recibieron con aplausos. Aplaudieron todos, a excepción de aquellos a los que les daba rabia aplaudir cuando la situación no estaba hecha para aplaudir, y a excepción, claro está, de la familia Gandarias y satélites de la familia Gandarias.
– ¿A casa, Lucas?
– A casa, María -dándose más cuenta.
Anduvieron entre plantas, hacia la puerta del cementerio.
– ¿Vamos a ver a Rosa? -María.
– Rosa no está aquí -Lucas.
Roma aparcó mal el coche, como si tuviera prisa. Las escaleras de la plaza las subió despacio, sin embargo. Estaba cansada, del trabajo, le sudaban los reflejos, y le parecía que a veces las escaleras bailaban y que otras veces se derretían. Pensaba sin orden, con muchas comas, con frases interrumpidas, con frases muy cortas o con frases exageradas. Y de la misma forma que le daba igual la gramática, le daba igual todo lo demás, y era capaz de hacer cualquier cosa, y era capaz, también, de quedarse sin hacer nada. Le gustaba estar así además. Porque cuando estaba así dormía con holgura. Y cuántas escaleras. Y ponerse el pijama. Y dormir.
Andaba poca gente por la calle. Roma pensaba en Marcos, y pensó que ya no estaría en la avenida, que hacía frío para estar en la avenida. Sintió algo ocre. Algo ocre mezclado con azul cobalto, porque no había visto a Marcos en todo el día, ni ahora, ni antes de ir a trabajar. Por eso decidió no pensar más en Marcos y pensar en sus cuadros y en los cuadros de otras personas. Y pensó en los óleos y en el aguarrás.
Y se acercó a la avenida pensando en todo eso, y no se oía música. Tenía los cuadros en la mente, pero un trozo de cerebro se daba perfecta cuenta de que era demasiado tarde y de que no se oía música y de que Marcos debía de estar en casa ya. Por eso se asustó Roma cuando vio una guitarra en el suelo y cuando vio, al lado de la guitarra, a Marcos, de rodillas, leyendo un libro irlandés.
«Tener un gramófono en cada tumba o guardarlo en casa. Después de la comida, el domingo. Pon al pobrecillo bisabuelo. ¡Craa-haarc! Holaholahola mealegromuchísimo craarc mealegromuchísimodeverosotravez holahola gromuchi copzsz. [1] Recordar la voz como la fotografía recuerda la cara.»
Roma abrió los ojos como se abren los cubos de basura, y se le llenaron de hormigas, rojas y negras, malas algunas, amables en general. Sin pensarlo mucho, o habiéndolo pensado demasiado, Roma se puso delante de Marcos, esperando. Marcos siguió leyendo hasta que se dio cuenta de que alguien le estaba mirando. Levantó los ojos y se le llenaron de hormigas, rojas y negras, comunes dos o tres, librepensadoras la mayoría.
– ¿Roma? -dijo.
– Roma -dijo Roma.
Cuando el día empieza
a dejar de ser día
Encendieron la televisión y vieron al Papa. El titular era El Papa en la India. Cami naba por una explanada importante (despacio, eso sí); por una explanada que podía ser el propio aeropuerto o la parte delantera de un palacio. Lo acompañaban políticos hindúes o actores contratados para la ocasión. Lo que más se veía por la televisión era el calor de la explanada, y el Papa, vestido con la sabiduría de todo protocolo (setecientas diez capas), debía de perder de tres a cuatro kilos por cada paso y medio que daba. Tendría sed seguramente.
Durante el mismo día había visitado la tumba de Mahatma Gandhi. En una explanada más ancha y más calurosa. Eso vieron, al menos, la angustia de Marcos y la angustia de Lucas. Llegó el Papa hasta Gandhi y empezó a tambalearse, a marearse, hasta perder el equilibrio. Apareció una mano por la izquierda de la pantalla; sostuvo al Papa.
– Ya jubilarán a ese hombre algún día -dijo Lucas.
– No se puede jubilar -María.
– ¿Por qué?
– El cielo de la India también: no hay otro -María.
– Bien a gusto pasearíamos el Papa y yo -explicó Lucas-: Alrededor de la estación. Despacio, eso sí.
– Los ojos de los hindúes -gritó Marcos-, fíjate en los ojos de los hindúes.
– Le hablaría de Rosa -Lucas-, al Papa.
– He empezado a escribir un cuento -le dijo María a Marcos.
– Ya era hora. ¿Y?
– Bien. Al principio es un cuarto de baño, y una chica hablándole al cuarto de baño; al final todo lo contrario.
Lucas gritó Marcos, Marcos, Marcos, desde el sofá, como si le tuviera que decir algo importante. Marcos llegó corriendo y se sentó al lado, como diciendo qué pasa o como diciendo no tendrás algo malo. Lucas le dijo que había catorce grados en Lisboa y tres en Dublín. Que en Viena habían reunido a los mejores músicos del mundo para formar una orquesta extraña a favor de algo. Que un político le había tirado el micrófono a otro. Que en Australia habían necesitado un camión lleno de bomberos, dos ambulancias y cuatro artificieros para rescatar un koala de un precipicio.
Lucas dijo todo con ilusión, como si fuera uno de los organizadores del concierto o, más aún, como si fuera uno de los músicos; uno de Belgrado, por ejemplo. O si no del mismo Belgrado, de las afueras de Belgrado.
Marcos agarró el cuello de Lucas, de la misma forma que se agarran los cuellos de los koalas a punto de despeñarse. En Australia.
Lucas estaba solo delante de la televisión. Eran las olimpiadas, los saltos de longitud. Lucas se divertía como siempre, calculando la distancia de los saltos antes que los jueces. Al final ganó Thompson. Después dudó: no estaba seguro si se llamaba Thompson, o se llamaba Smith, o Reynolds. Pero pensó que no, que claro que se llamaba Thompson, y se acordó del inglés que conoció de joven, que también se llamaba Thompson. Se le ocurrió que el de la televisión podía ser un nieto del inglés. Pero el saltador era negro y el amigo de Lucas pelirrojo, y más tarde se acordó de que lo habían fusilado en Madrid y de que no tenía hijos. Novia sí; novia sí tenía, en su pueblo, en Cardiff, y fue el propio Lucas el que le escribió a la chica, que era pelirroja también. Lucas siguió recordando, y recordó que el pelirrojo no se llamaba Thompson, sino Johnson, y que era un buen chaval y que siempre parecía que tenía el pelo limpio, aunque no tuviéramos tiempo de lavarnos.
– Ha ganado Jackson -le explicó a María cuando entró en la sala.
– Ha ganado Johnson el salto de longitud -le dijo a Marcos tres horas después, cuando llegó a casa.
Antes de conocer a Lucas, Marcos no sabía que en el mundo había catorce montañas de ocho mil metros. No sabía dónde estaba Katmandú. No sabía lo que podía ser una cosa llamada Annapurna. Pero nada más conocer a Lucas supo que el Shisha Pangma era el más pequeño de los ochomiles y que tenía una forma curiosa y un peligro importante también; supo que una expedición japonesa pasó de largo al lado de unos colombianos que se morían en el segundo campamento, y supo que alguien había dicho que el Nanga Parbat (8.125 metros) era como una hiena, pero que no se reía y que tenía colores diferentes, y que en eso no se parecía a las hienas.
Lucas llevaba días nervioso; la televisión no hacía más que anunciar un reportaje sobre la última expedición al Shisha Pangma. Y cada vez que veía Lucas el anuncio, llegaba a contárselo a Marcos tres veces.
Al final contagió a Marcos, claro. Y esperó el reportaje con las mismas ganas que Lucas. Pero la víspera del programa Lucas amaneció con dolor de garganta, y con un poco de fiebre, y no pudo mirar al Shisha Pangma con toda la atención que hubiese querido.
– Que de joven escribías -le dijo Marcos a María-. Me lo ha dicho Lucas.
– Bueno… -María.
– ¿Y ahora?
– Por favor.
– ¿Por qué por favor?
– Ahora no tengo…
– No vas a tener. Un cuento aunque sea.
– Por favor, Marcos.
– He conocido a una chica hoy -dijo Marcos.
María. Ficciones
Aunque se lo explicara, no lo entendería mi madre. «Tonterías», diría. Diría que tengo que estar con ella, «sobre todo ahora», diría. Me diría que ahora que se ha muerto mi padre. Y volvería a decir «tonterías». No lo entendería. Mi madre.
Y yo le seguiría diciendo eso, que tengo que andar en tren, que tengo que probar todos los trenes que pueda. Y para eso, le diría, tengo que salir muy pronto de casa. Hasta tarde. Y que muchos días no vendré ni a comer. Y mi madre no lo entendería, y me diría sólo las gallinas andan así, todo el día fuera de casa. Le tendría que volver a explicar que una vez tuve una especie de impresión en un tren y que tengo que buscar en los trenes. «Porquerías», diría ella, y entonces me arrepentiría de haber empezado a hablar con mi madre, porque es ridículo decir que tuve «una especie de impresión» y porque, aunque lo hubiera dicho mejor, no lo entendería mi madre, y diría «tonterías», o diría «porquerías».
Por eso me he ido hoy de casa. Sin avisar. Ya sé que cuando vuelva vamos a tener fiesta en casa. Me he ido así y todo.
Primero he cogido el tren del pueblo. Pero es demasiado conocido, y moderno. Yo creo que si tengo que encontrar algo lo voy a encontrar en algún sitio raro, pero el tren del pueblo lo conozco mucho y es muy normal.
Se han sentado dos monjas enfrente de mí, y una de ellas quería recordarle a la otra un poema que había olvidado (no sé seguro si era un poema o una receta de cocina). Entonces he querido creer que sentía algo, pero no he sentido. He querido creer. Pero no ha habido ni impresión, ni zepelines, ni nada. Ha sido corriente y ha sido común. Ha sido sin más.
Después he cogido otro tren, el del sur, el que va hasta el final de la provincia. He mirado mucho por la ventana y he pensado, vete a saber por qué, en mis intestinos, en cómo estarían. Cuando en una estación se han ido todos los que estaban en el tren, me han entrado ganas de reír. Y me he reído. Sin sustancia. Entonces ha entrado un hombre joven al vagón, y no he podido aguantarme y me he seguido riendo. Pero menos, claro. El hombre llevaba gafas redondas y se peinaba como hace setenta años, y no tenía en la cara ni granos ni nada. Ahora estoy en casa. Y disfruto recordando el día, aunque no haya servido para mucho al final. Diría que hasta estoy a gusto. Si no fuera por la histeria de mi madre. Desde el baño se la oye menos. Ahora estoy encerrada en el baño. Porque en el baño se oye poco, si se quiere oír poco.
Marcos
Ha sido triste. Entrar a la biblioteca y, como siempre, mirar en todos los estantes, sin orden, de libro en libro, los leídos y los no leídos, y recordar qué era lo que había ido a buscar (Borges, Jorge Luis) y empezar a mirar metódicamente: Bor, Bor, Bor…, y en vez de Borges encontrar «Boralli, Ivan» y extrañarme, porque no conozco a Boralli de nada y porque he preguntado después a gente que sabe mucho de literatura y ellos tampoco, y coger el libro, Los diez anteojos, 1876, y ha sido triste: no porque yo o mis amigos o todas las enciclopedias del mundo o Internet no conozcamos a Boralli, sino porque el hijo de la hija de la hija del hijo del propio Boralli tampoco lo conoce; porque suficiente tiene con saber cómo se reenvía un mensaje de correo electrónico o con recordar el título de un libro escrito por un ex futbolista ex rumano. Ha sido triste, igualmente, sospechar que Ivan Boralli no haya sido más que un estorbo para encontrar lo que estaba buscando (Borges, Jorge Luis).
Luego me he acordado de lo que yo mismo llevo escrito hasta ahora. Y me he imaginado que mi nombre es Ivan Boralli, o algún otro más vulgar; que voy a ser un estorbo más en una biblioteca, dentro de ciento once años. Además, el verdadero Ivan Boralli sería, seguramente, notario de prestigio, y la gente le saludaría con nervios en las piernas, los domingos. Se sabe, por otra parte, que su erudición era enciclopédica y su carisma escandaloso.
Así que he reconocido que estoy diez puntos por debajo de Boralli. De hecho, ser notario son dos puntos, la erudición enciclopédica otros tres y el carisma cinco.
Y siempre que voy a la biblioteca me pasa lo mismo, con Ivan Boralli, con Antanas Dztnik o con Erhard Horel Beregor. Ellos son los viejos y yo soy el nuevo, y me puedo reír de lo que escribieron, y rara vez me contestan.
Pero esa impresión no sólo la tengo en la biblioteca; pienso lo mismo cuando veo astronautas. En ese caso, sin embargo, los astronautas son los nuevos y yo el viejo. Y son ellos los que se ríen de mí, y soy yo el que no puede contestar. O sí.
Al final no he cogido ningún libro de Borges. Dicen que la nariz de Borges era lo más parecido a una enciclopedia.
Marías. Cartas
Ya lo ha decidido mi padre: voy a ser abogado. Voy a estudiar en Madrid, en una pensión, y voy a tener buenas calificaciones. Después voy a poner un despacho allí mismo, en algún sitio céntrico, voy a trabajar hasta las nueve de la noche y voy a casarme enseguida. Voy a tener cuatro hijos, y un señor, de nombre Pedro, me llamará abuelo antes de que me dé cuenta de que tengo setenta y tres años.
Estoy muy contento, Lucas. Mi vida no tiene agujeros; para eso está mi padre. Pero vamos a imaginar, por un momento, que no me disgustan los agujeros, y que hace tiempo que han debido de marcharse de Madrid las cosas que me gustan a mí. Porque es imposible pensar que en Madrid queden todavía, por ejemplo, ranas. Y eso es lo que me gusta a mí a veces: ir a donde las ranas. Y en Madrid no podría ir a donde las ranas, ni a dónde Juan, ni a donde Tomás, ni a donde ti.
Tú eres un poco igual que yo, y te gusta más hacer regalos que trabajar. Y en vez de hacer muebles para vender, pasas más tiempo haciendo relojes para los amigos, para regalar. A mí también me gustaría cerrar el taller a las seis (o antes), para ir a pasear con Juan, o con Ángel, o con Tomás, o con todos. O, mejor, con aquella chica que conociste el otro día (Rosa creo que se llamaba).
También iría a gusto a Madrid. Pero no así. Algo ya aprendería en Madrid. Madrid es un sitio interesante; no para un abogado, sino para alguien que le guste ir a donde las ranas, porque en Madrid sentiría nostalgia de las ranas, que es la nostalgia más noble. Ya iré algún día a Madrid. No ahora. Ahora he hecho las pruebas para conductor de tranvía.
Lucas. Ejercicios
El mercurio por ejemplo. Imagina una gota de mercurio encima de una mesa de mármol. Luego levanta la mesa y deja resbalar al mercurio. Es como agua pero más perfecto, porque es metal y porque no se seca. Si tiras agua por un cristal, se esparce y se derrite. Y se seca además. El mercurio no. El mercurio es la gota más perfecta que existe. Y aunque el acero sea muy espectacular, el mercurio es más espectacular que el acero, porque es líquido, y frío. El mercurio es una cosa curiosa.
Una vez le hice un reloj de cuco a un cliente. Por fuera era normal. De buena madera pero normal. Lo diferente era el cuco. La mitad era de madera (de haya) y la otra mitad de cristal. La parte de cristal la hice vacía. Después la rellené con mercurio. Quedó elegante. Quedó como para vivir con él. Creo que le gustó al cliente. Era médico. Don Álvaro. El único médico entonces. Hoy todo el mundo es médico.
Tomo demasiadas pastillas. Siete, nueve, diez. Más igual. Todos, todos los días. Unas son rojas y otras son marrones. Otras son blancas y se deshacen en la boca. Tengo la impresión de que me como piedra caliza, con las pastillas blancas. Casi todas las pastillas son desagradables, menos las de las diez de la noche. De un día para otro no soy capaz de acordarme de las horas de las pastillas (tengo un cuaderno). Pero de la pastilla de las diez sí me acuerdo, porque es la de después de estar hablando con Marcos y con María, cuando el día empieza a dejar de ser día, que es como solemos llamar a esa hora en esta casa. La pastilla de las diez es verde y amarilla y, aunque es más grande que las demás, la suelo tragar bastante cómodo.
Marcos nos dijo ayer que quiere encontrar un trabajo un poco más serio. Dice que es economista, que acabó la carrera hace unos años. Y que empezó otra carrera también, pero que la dejó en cuarto curso. No he entendido muy bien por qué dejó la carrera. Roma es agradable. Creo que a don Rodrigo también le gusta. Roma Malo. Dentistas de mucha fama su padre y su abuelo. Don Roberto y don Julián Malo. Roma es pelirroja.
Hoy ha sido la tercera vez que he mojado los pantalones.
María ha dicho que mañana tenemos que ir al médico. Se me había olvidado. Si lo he sabido alguna vez.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Nota del escanedor: estas dos líneas no son un error de “scan”. Figuran así en la edición en papel. El autor intenta simular los ruidos que emite un viejo gramófono al reproducir la voz del abuelo.