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El día en sí
Fue Marcos el primero en subir al muro. Eran algo más de dos metros. Se puso de pie. De idéntica forma a la que se pondría de pie encima de un muro de algo más de dos metros cualquier persona de treinta y cuatro años. Incluso cualquier persona de treinta y tres años. Después, toda su atención se fijó en el lápiz que llevaba en el bolsillo: quería comprobar si la escalada al muro había roto la punta. Pero la punta estaba intacta.
Después se puso de rodillas y cogió la mano de Roma. Y de haber una sola persona encima de un muro de algo más de dos metros, de piedra, pasó a haber dos personas encima de un muro de algo más de dos metros. Desde allí se veía perfectamente la zona trasera del caserón y una parte del jardín. Decían que era de un político la casa. De un político que respiraba con una máquina cuando no estaba en público y que, cuando estaba en público, decía que no pasaba un fin de semana sin coger la bicicleta y sin subir dos o tres puertos de montaña, y que hacía poco había subido el Galibier, con un amigo y con un belga que tenía una imprenta en Nantes.
Lo raro era que el político estuviera en casa. Iba y venía con la máquina de respirar. En la parte de atrás del caserón había cuatro ventanas. Las cuatro tenían las persianas bajadas. Roma respiró un poco.
Marcos saltó al jardín, sin tener en cuenta la dirección del viento. Se hizo daño en las plantas de los pies. Roma bajó de forma mucho más elegante. Por culpa de la falda seguramente.
El jardín era cuesta y era grande. El objetivo de Roma y de Marcos era el césped de la parte superior. Desde allí se veía todo el jardín. También unos litros de mar. No querían que les viera nadie: Marcos se tiró dramáticamente al suelo y, como en las fotografías de la Segunda Guerra Mundial, se arrastró un poco manchándose mucho. Roma se tumbó encima de él y le mordió la oreja izquierda.
Y fue así como llegaron a aquel trozo de césped de la parte superior de la casa. Y vieron todo el jardín y una banda azul que parecía que quería dar a entender que era la mar o una parte de la mar, y que lo mismo podía ser un toldo o una parte de un toldo (azul). Se sentaron en la hierba, juntos y formales: Marcos sacó el lápiz del bolsillo; Roma papel y una goma de borrar.
Habían entrado allí a jugar. El juego era simple: Marcos escribía, por ejemplo, No hay ambulatorios para los pájaros que van a África. Si Roma veía algún elemento que no le gustaba, lo borraba con la goma. Después introducía alguna novedad, que podía ser Los pájaros que van a África no necesitan tarjetas de crédito. Había veces, sin embargo, en las que la frase quedaba totalmente desfigurada; tal como Los pájaros no necesitan subvenciones del gobierno para llegar a África. Entonces era Roma quien escribía la siguiente frase: Con las plumas de algunos pájaros que van a África se podrían hacer kleenex de lujo. Llegados a este punto, correspondía a Marcos usar la goma de borrar, pero frases así eran imposibles de corregir y lo que hacía era proponer una tercera: Habrá algún pájaro que se enamore de la hiena más fea de África. Roma entonces: Habrá algún pájaro que se enamore dela máquina de Coca-Cola de una calle de la ciudad de Nairobi. Pero Marcos: Habrá algún pájaro de los que vayan a África que tenga alergia a las máquinas de Coca-Cola de las calles de la ciudad de Nairobi y que prefiera quedarse mirando a una especie de lagartija que hace como que baila, encima de la arena o encima de una piedra.
Y viendo Marcos que el juego estaba totalmente echado a perder, cuando hacía Roma ademán de cambiar la frase, metía la goma de borrar entre dos botones de su blusa.
Y Roma hurgaba en el ombligo de Marcos.
Etcétera.
Rosario vivía sola desde que su hijo se mató en una pista de tenis y su hija había ido a casarse a la isla de Man. Aún más sola se sentía desde que se enfadó con los vecinos de arriba, con María y con Lucas (sobre todo con María), hacía ocho años. Sabía en todo momento, sin embargo, cualquier cosa que hicieran Lucas y María. Supo que estuvieron en el hospital y por qué, supo que María se cayó por las escaleras, supo que metieron en casa a un maleante. Y, cómo no, también sabía que aquel día, Nochevieja, tenían una invitada. Una chica pelirroja, la hija del dentista.
Y mientras comía un trozo de merluza que llevaba ciento diecisiete días en el congelador, Rosario escuchó palabras suaves en el piso de arriba, y un par de risas; después escuchó una discusión en tonos azules y grises, carcajadas, gritos con bufanda, más risas. Y cuando Rosario estaba masticando el segundo mazapán, se oyó una guitarra, y canciones tolerables al principio, más vivas después y pronto canciones impuras, de mal gusto, anticlericales.
Rosario, entonces, con toda la potencia de sus pulmones de setenta y ocho años y con medio kilo de mazapán en la boca, empezó a dar gritos mirando a sus vecinos de arriba: que qué escándalo era aquél, que se callasen de una vez. Como si le hubieran impedido dormir, como si hubiera tenido intención de irse a dormir.
Los primeros siete gritos pasaron desapercibidos arriba. El octavo fue un grito más corrosivo, y María pidió a los demás que estuvieran un poco en silencio. Se oyeron el noveno y décimo grito. María llenó una copa, de champán, y salió al viento sur del balcón. Empezó a hablarle a Rosario. Rosario abrió un poco el balcón cuando oyó la voz de María.
– Rosario -dijo María suave.
Rosario empezó a andar por la sala, tres o cuatro pasos, para volver enseguida a la puerta del balcón. No respondió.
– Rosario -María otra vez-, ven a tomar una copa, mujer.
Rosario no reaccionaba. María pensó que era un buen esfuerzo el que estaba haciendo, y le dolió que Rosario no contestara.
– En el purgatorio… -dijo María, pero empezó a toser y le entró un hipo como de gato. No sabía cómo acabar la frase-… no hay ni sofás.
María pensó que había dicho una cosa extraña. Y teniendo como tenía una ligera costumbre de despistarse cuando empezaba a pensar en algo, se le escapó la copa de la mano, y fue a estrellarse en los tiestos de Rosario. Ésta cerró rápidamente la puerta del balcón y sintió nervios en las manos. Dio cinco vueltas y media al salón antes de sentarse delante del teléfono.
Y llamó a la policía. Que los vecinos de arriba estaban venga a gritar, que no le dejaban dormir, que no hacían sino blasfemar, contra ella misma y contra algún cura y contra algún párroco, y que le habían tirado una copa de champán. El policía le dijo que sí, que tenía unos vecinos que eran el Mal en persona, pero que en aquel momento había mucho trabajo en la comisaría y que no iban a poder ir. Y le siguió diciendo que, si quería, tendría mucho gusto en ayudarle a preparar el contraataque, que para eso estaban. Le aconsejó que hiciese ella lo mismo y que les tirase otra copa a los vecinos de arriba, pero que en vez de llenarla de champán, la llenase de licor de color rojo; que toda salpicadura de licor rojo siempre reviste de cierta vistosidad a cualquier evento bélico de tamañas características.
Marcos empezó en la nuca y, bajando por la columna, hizo que su dedo llegase a la cintura. Roma estaba desnuda.
A Lucas siempre le había parecido que las vías que utilizaba la compañía del ferrocarril para limpiar los trenes, no eran para limpiar los trenes; siempre le había parecido que eran para matar trenes. Se veía claramente que les costaba respirar a los trenes, que tenían una tos fea. Esa era la impresión que le daba a Lucas. Era una impresión sencilla, eso sí, sin ramificaciones.
Lucas solía andar entre los vagones cuando no estaba Rosa. Hablaba con los que limpiaban los trenes. Ahora había tres chavales; hacía cuarenta años un viejo: Arturas. Eran elegantes las conversaciones entre Arturas y Lucas. ¿Mucha basura, Arturas? Menos que en el infierno. (…) ¿Qué tiempo va a hacer, Arturas? Mejor que en el infierno.
A Lucas le gustaba estar cerca de las ruedas de los trenes. Desde los andenes de las estaciones no podía ver las ruedas, pero sí desde allí; era un privilegio estar allí. Y solía coger un clavo en el taller y hacía dibujos en la roña de las ruedas, y algunos dibujos seguían en el mismo sitio al de una semana, cuando los volvían a traer a limpiar, pero muchos de ellos no eran ya ni siquiera dibujos, eran un poco más de roña encima de la roña de antes.
Cuando decidía que ya había andado lo suficiente entre vagones, se acercaba al balcón de la estación. Para Lucas era el balcón de la estación porque dejaba ver toda la parte baja del pueblo, y los últimos árboles, y el monte, y las setas, si se era joven y se tenía buena vista. Pero había niebla entre los árboles, el monte y las setas. En lugar del bochorno del pueblo. No una niebla caliente; una niebla simpática y una niebla como Dios manda.
Entonces se despedía de la estación y de quienquiera que estuviese limpiando los trenes, y andaba hacia la niebla. Andaba seguro. Y torcido. Conocía muy bien las calles cercanas a la estación: la panadería de Juan, la casa de su tía (la sopa de su tía), la plaza. Pero daba la vuelta a una esquina, y aparecían casas que no había visto nunca, rojas casi siempre, y otro parque y niños y madres nuevas. Lucas dejaba de estar tranquilo entonces. No entendía las calles nuevas.
Se sentaba en un pretil sin personalidad, se mareaba. No sabía el camino de la niebla. Ni el de casa. Casi siempre se le acercaba un policía municipal entonces.
– ¿Otra vez, Lucas? -le decía.
Lucas no le solía conocer, hasta que llegaba a su lado y le veía la barba.
– ¿Adónde ibas, Lucas?
– A la niebla -contestaba-. O a casa.
El municipal cogía a Lucas del brazo y le acompañaba a casa, igual que si estuviera dando de comer a uno o dos peces tropicales.
Roma se tumbó boca abajo, o bien esperó sentada. Marcos se puso al lado de Roma, o bien encima de ella. Roma dijo algo y Marcos respondió. Roma se arrodilló después, o bien se apoyó sobre su costado. Marcos cayó de la cama. Roma sonrió, o bien quedó mirando el siete de la sábana. Marcos cogió el cuello de Roma, o bien al revés. Marcos vio un anticiclón en las Azores; Roma en Gran Sol.
Cuando más aire necesitaba Marcos, sintió un mechón en la boca. Liberó la mano que estaba trabajando y trató de que su boca recuperase su función. Roma, menos alterada para entonces, intentó ayudarle.
Marcos dijo algo; Roma respondió. A Roma se le escapó un sonido, y Marcos se dio cuenta de que le estaba aplastando el muslo izquierdo con el codo.
Marcos empezó a utilizar un idioma especial; Roma también. Marcos dijo «lura, Roma» y Roma dijo «lura kidu» y «leda idus». Y siguieron diciendo palabras no tan significativas y de sentido mucho más oscuro.
Hay personas, según Marcos, a las que no queda más remedio que inventarles trozos de biografía. Sobre todo a aquellas que tienen dos, tres y hasta cuatro biografías diferentes. A los que, por ejemplo, estuvieron en la guerra de jóvenes, en el manicomio después y en las últimas patadas de la vida habían sido empresarios o algo peor. O a los que habían nacido y habían muerto en unos altos hornos pero que, en algún momento, habían pensado en dejar el trabajo e intentar conseguir una beca de pintura de la diputación.
Las biografías más aprovechables eran las que aparecían en los veranos de las ciudades. Como la del hombre que intentaba decir algo moviendo una especie de muñecos al lado de la fuente de la catedral. Marcos lo miraba con tensión: tenía siete muñecos y llegaba a mover hasta cuatro al mismo tiempo. No decía más que siete palabras; todas con acento totalmente sancionable.
Nació en Dresde, en 1947. El cuarto de siete hermanos. Ya desde pequeño le prohibieron dos cosas: la bicicleta y comer manzanas compartidas. También escribir cuentos. Y no los escribía pero se los contaba a sus hermanas pequeñas hasta que se enteró su padre. A partir de entonces, no le quedó otra solución que pensarse un cuento de vez en cuando. Sólo para él. Imaginaba oyentes diferentes, eso sí: algunos le increpaban; otros, los que no entendían el cuento, llegaban incluso a enfadarse, y la mayoría se quedaba como al principio. Había unos pocos, pobres de espíritu seguramente, que, después de escuchar el cuento, intentaban simular gozo o, los más instruidos, empatía. Así es como entendió que tenía que seguir mejorando los cuentos, que hacer un cuento no es abrir una botella de gaseosa o coger una babosa parda en el hábitat de la babosa parda.
Fue también su padre el que le matriculó en la universidad, como si para entonces no hubiera tenido dieciocho años. Allí lo enrevesaron de arriba abajo. Hasta convertirlo en ingeniero.
Acabó los estudios, y pasaron tres días y una tarde antes de que lo contratara una empresa. A partir de entonces salía a las siete y media de trabajar y era muy feliz de ocho menos cuarto a nueve de la noche.
Sería, posiblemente, el ser más inteligente de la empresa y, para el segundo año, tenía un cargo largo y un sueldo largo. Salía a las ocho y media de trabajar y era muy feliz de nueve menos cuarto a nueve de la noche.
Un día cumplió cincuenta y un años, y veintisiete días antes pidió la mañana libre en el trabajo para ir al dermatólogo. No llegó a la consulta. Un sobrino lo vio mirando al Elba, a las once y cuarto de la mañana, en calzoncillos. Allí es donde empezó a pensar el cuento de los siete muñecos, hasta que sintió un poco de frío y un poco de escándalo por todas y cada una de las aberturas del calzoncillo. A la hora de cenar.
Cuando el día empieza
a ser más noche que día
María estaba en la cocina. Lucas en la sala. Marcos no estaba. Sonó el timbre. María abrió despacio. Había un cuadro de unos dos metros en la puerta, junto a las escaleras. Un cuadro vistoso. María se asomó un poco: quería ver quién era el ser humano que había traído aquello. «¿Sí? ¿Quién es?» Llamó a Lucas entonces. Vino Lucas. «Un cuadro vistoso», dijo. Luego dijo «¿Quién lo ha traído?». «No sé.» También Lucas se asomó, con el mismo gesto que su hermana: «¿Sí?». En la escalera olía a alubias.
María no hubiera sabido definir el cuadro; no lo quería definir, además. O hubiera dicho, como mucho, «Un cuadro vistoso». Lucas lo hubiera definido diciendo «Vaya, vaya», o diciendo «Un cuadro vistoso».
María ya estaba cerrando la puerta cuando salió Marcos de detrás del cuadro. Con la mano izquierda sostenía el lienzo; con la mano derecha hacía gestos de interpretación poco clara. Lucas se alegró. También María se alegró, pero sin querer alegrarse.
– Regalo de Roma -dijo Marcos.
– ¿Para ti? -María a Marcos.
– Para Lucas -Marcos.
Lucas se derritió con el regalo y fue a contárselo a don Rodrigo. También María se derritió un poco.
– Es artista Roma, entonces -María a Marcos.
– No: médico -Marcos.
María no hizo mucho caso a Lucas. Pensó que su hermano seguía igual, que hablaba y hablaba pero no decía, o decía muy poco. O ni siquiera pensó todo eso; lo único que preocupaba a María en aquel momento era un bizcocho que poco a poco estaba tomando forma de zepelín marrón. Sin más.
Lucas se enfadó un poco. Se enfadó porque creía que lo que había dicho era importante. Hizo un ruido de enfado y se fue hacia la puerta. Anduvo con decisión. Hasta que se dio cuenta de que no sabía adónde iba.
– ¿Marcos? -le preguntó a María.
– Leyendo. En el cuarto -María preocupada.
Llegó al cuarto de Marcos después de entrar en todas las habitaciones de la casa y darse cuenta de que no eran el cuarto de Marcos.
Marcos cerró el libro al ver entrar a Lucas. A éste le gustó mucho el gesto; de hecho, creía que era importante lo que tenía que decirle y que merecía que cerrase el libro. Se sentó en la cama y esperó a que Marcos le preguntara. Marcos le preguntó a ver si quería decirle algo.
– Ando soñando cosas raras, Marcos -dijo al final.
– Qué cosas raras.
– Ando soñando que Rosa está muerta.
– ¿Y dónde trabaja Roma? -le preguntó María a Marcos.
– En el hospital.
– ¿Y está contenta?
– Es ginecóloga.
Aparecieron imágenes del interior de la catedral San X en la televisión. Tenía columnas gordas y ángeles gordos en las esquinas. El suelo estaba sucio, y las esculturas eran de piedra, igual que el aire. No se oía la voz del locutor. En el fondo, detrás del altar, estaba Jesús, en la cruz. Ése no es Jesús, dijo Lucas, Jesús estaba en mi taller. Allí estaba. Ese no es Jesús. Para los que vayan a la catedral puede que sea. Para mí no. El mío estaba en el taller. ¿Dónde está el tuyo, Marcos? Todo el mundo tiene uno. También María. En San Nicolás. Al final todos serán el mismo, seguramente. O, como mucho, habrá dos o tres en total. A Marcos se le ocurrió entonces que Bekebul era un bonito nombre para una lagartija criada en casa.
Después de la catedral apareció un helicóptero en pantalla. Debajo del helicóptero estaba Mozambique. No era Mozambique, sin embargo, lo que se veía en la televisión, sino el agua que tapaba Mozambique. Era una inundación Mozambique. Y la gente seguía en las copas de los árboles, esperando a los helicópteros. Pero había pocos helicópteros en Mozambique; o demasiadas personas.
– Voy a empezar a buscar un trabajo de oficina -Marcos.
– ¿Para qué? -María.
Marcos se quedó mudo.
– ¿Y la guitarra? -Lucas.
Marcos se volvió a quedar mudo. Y cada vez que le hacían quedarse mudo le dolía el estómago, y un poco la zona de las costillas.
Encendieron la televisión, cerca de las diez. Al parecer habían muerto tres personas en un partido de la selección brasileña o en un acto del carnaval. No se podía entender muy bien la noticia; estaban dando las dos informaciones -el partido de la selección y el carnaval- al mismo tiempo. Después se oscureció la pantalla. Eran imágenes del universo. En palabras del locutor «… según estudios de importantes científicos» dado el extraño comportamiento de una estrella que está «cerca» de nosotros «nuestro planeta podría sufrir daños irreparables», sobre todo en Siberia. «De todos modos, lo que tenga que ser ocurrirá dentro de ciento veinte años, y nosotros no estaremos, seguramente, en Siberia dentro de ciento veinte años, ja, ja.»
El locutor se rió ja-ja.
Marcos
Ahora por lo menos tengo esa opción: pasar todo el día en casa sin sacar la guitarra de la funda. Leer, comer, leer, mirar por la ventana, leer. Hasta la noche. Pero esa especie de vacación tiene un inconveniente; inmenso, no obstante: se me enfrían los pies. Y parece un problema insulso a primera vista, pero puede llegar a ser un enfriamiento de hasta diez horas. Y puedo estar leyendo la mejor literatura que se haya hecho nunca y no disfrutar, porque tengo los pies fríos.
Entonces no me queda otro remedio que tomar sopa. Pero hay veces que falla, que no llega hasta los pies, y me acobardo. Hay, sin embargo, otra forma de calentar los pies: leer la Biblia. Es la mejor forma, además, aunque haya una tercera posibilidad: el desenfreno. El desenfreno conmigo mismo o el desenfreno con Roma. Esta tercera forma es, con todo, la más imperfecta de todas, porque, además de los pies, también calienta la cara y el pecho, y no deja casi tiempo para leer literatura ni nada que tenga más de tres palabras seguidas.
Lucas está cada vez peor. Por una parte es bonito ver la enfermedad de Lucas, pero, aun así, me gustaría verle como para hacer cualquier cosa; me gustaría ver un Lucas de mi edad, por ejemplo. De todas formas, Lucas está más tranquilo desde que Roma viene más a menudo a casa. Le cambiamos los pañales Roma y yo. Y eso puede parecer dramático (si se es una persona dramática, como los notarios). Pero nosotros nos reímos de los pañales y de lo que significa tener que ponerse pañales. Porque somos igual de niños que Lucas, o igual de niños que los mismos pañales, o igual de niños que los adhesivos de los pañales, que a veces, sin previo aviso, dejan de adherir. No porque tengan una razón seria y contundente, sino porque se les ha metido entre ceja y ceja que no quieren adherir, y lloran y berrean, antes de cumplir su función y cerrar el pañal de forma impecable e higiénica. Y tanto a Roma como a mí nos parece bien ser igual de niños que los adhesivos de los pañales; si no podemos ser-por ejemplo- escritores o directores de cine, lo mejor que podemos hacer es ser igual de niños que un adhesivo de un pañal, que a veces adhiere y que otras veces no le da la gana de adherir.
Roma quiere ir a Lisboa. No tengo dinero.
Lucas. Ejercicios
Eran gente curiosa los faraones. Hacedme una pirámide aquí, para cuando me muera. No, así no. Más grande. Quinientos siete esclavos para hacer la pirámide. Cuarenta y tres muertos al final de la pirámide. Algo habrían comido que no les sentó bien. Lo he visto en la televisión. Las pirámides. Pirámides grandes. Pero los reyes eran peores. También lo he visto en la televisión. Los reyes ponían sus imágenes en las catedrales: Jesús, los apóstoles, ángeles y los propios reyes (Abelardo IV, por decir uno). ¿Qué tipo de cielo le dieron a Abelardo cuando se murió, después de echar a perder la catedral? Seguro que le dieron un trozo de cielo más pequeño que a los faraones, y más sucio. Y bien sé que a los faraones les dieron uno de los trozos más sucios. Pero don Rodrigo me ha dicho que Abelardo IV fue uno de los reyes más católicos y que no puede ser que no le den cielo. Me da igual. Que le den cielo también a Abelardo, porque no se puede dejar a nadie sin cielo, pero que le den un trozo sucio o, por lo menos, desaseado.
No sé si Rosa me creía. Yo creo que sí. Que las cosas que hacía con ella delante del espejo no las había hecho nunca antes, ni con nadie más. Y se lo he seguido diciendo después de que se murió. Me acuerdo perfectamente de aquella vez que le puse la mano debajo de la falda, en el tranvía, y de cómo retorció ella el dedo entre los botones de mi pantalón, y que ya sé que no fue más que un segundo, pero que no fue un segundo normal, que fue un segundo deportivo. Fue un segundo como los segundos de las olimpiadas, que no son segundos normales. Los segundos de las olimpiadas están un poco más rellenos que los demás segundos, y valen un poco más y pesan un poco más también. Por eso se lo sigo diciendo a Rosa, ahora que está muerta: «Aquel segundo fue un segundo como los segundos de las olimpiadas». Rosa no me contesta casi nunca. Seguramente no le explicaré bien lo de las olimpiadas.
El mundo es más pequeño de lo que se piensa. Es mucho más pequeño que el cementerio, por ejemplo. Yo he visto el mundo por la televisión, y es bastante pequeño.
Tengo mala gana. Hoy me he caído tres veces yendo al cuarto de baño. Lo más curioso ha sido que no me he metido en el cuarto de baño al final, sino en la cocina. María no ha visto con muy buenos ojos que yo hiciera mis necesidades dentro de la caja para guardar patatas. La verdad es que yo tampoco lo he visto con muy buenos ojos. Ahora me he dado cuenta de lo que he hecho. Me lo ha explicado Marcos. Están a gusto Marcos y Roma. Pero tienen un problema grave. No hay tranvía aquí. Hace tiempo creo. Es importante el tranvía. Yo me pasaría días en un tranvía. Hasta el Karakorum en tranvía. Para ver los ochomiles por una vez, aunque sea desde abajo. Los ochomiles también son bastante pequeños. Lo he visto en la televisión. Hay expediciones que han hecho cumbre en programas de media hora escasa.
Roma
Al final nos pasamos la vida calculando cosas. Empezamos sin darnos cuenta de que estamos empezando, y llega un mes de invierno en el que ya sabemos, sin ninguna duda, que no podemos parar de calcular.
Empezamos a calcular, ya un poco seriamente, cuando estudiamos la carrera. Cuánto tiempo vamos a necesitar para hacernos médicos: a) si somos buenos estudiantes, pasaremos, más o menos, X años en la universidad; b) si somos estudiantes del tipo ya-estudiaré-cuando-acabe-la-película, tardaremos X+l o X+2 años, según el metraje de las cintas y la capacidad de los guionistas para marear de aburrimiento, y c) si somos estudiantes tragicómicos, en cambio, podemos llegar a tardar hasta (x+N)2 años. Entonces decidimos que igual lo mejor es el grupo A, pero que tampoco pasa nada por saltar al grupo B un par de veces al año. Que es incluso bueno. También tres veces. Cuatro ya no. Pero estar en el grupo A nos lleva a calcular cuánto tiempo necesitamos para cada curso y para cada semestre y para cada examen.
La carrera no la hacemos en balde, claro; no la hacemos porque tengamos una necesidad asfixiante de cultura. No. El objetivo es mucho más noble: conseguir trabajo. Y entonces empezamos a calcular cuál es el mejor trabajo. Y cuando conseguimos trabajo empezamos a calcular los días laborables, y cuando los días laborables son demasiado largos, pasamos a calcular las horas laborables, sobre todo cuando no hemos dormido bien.
Y es entonces cuando calcular ya es vicio. Y aplicamos el cálculo también a la pintura. Fíjate, a la pintura, que utilizamos para no ser todo el rato médicos y para no estar todo el rato calculando. Y calculamos, por ejemplo, cuántas pinceladas tenemos que dar para pintar el cuadro más relevante de nuestra generación. La cuestión es que querríamos un nombre entre los críticos de arte; antes de cumplir treinta años, claro.
Pero todos los cálculos son teóricos, por supuesto, como los ascensores que no se estropean o los hipopótamos de patas limpias. Y de repente pasa algo que no tenía que pasar, claro. Empezamos un cuadro que es difícil de acabar o, más que difícil, que es imposible de acabar. O Marcos nos toca en un sitio que no estaba previsto que nos tocase, y sentimos algo por la espalda que parece que es algo que se acaba de inventar.
Entonces empieza una pequeña crisis, claro; una crisis que nos lleva a pensar que todo cálculo es falso. Pero nos tranquilizamos enseguida, y sistematizamos también las excepciones (el cuadro, Marcos) y los metemos en nuestro programa de cálculo, en el apartado Curiosidades de De Vez En Cuando (CD-VEC).
Y, felices ya, cuando vemos que nuestros cálculos se van ajustando, nos damos cuenta de que el trabajo no es sólo el trabajo, sino cuarenta años de trabajo, mínimo, y nos dicen que ha muerto una chica que estudió la carrera con nosotros, anteayer, y que todavía no saben qué puede haber sido.