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Murió un gorrión en el alero de una casa. El viento maltrataba una servilleta de papel de una pastelería. El poco cariño de los fontaneros municipales oxidó una fuente. Se rompieron dos losas de una acera cuando se les cayó encima el ordenador que un informático llevaba a arreglar. Un director de cine croata intuyó lo que puede ser una obra maestra el día que cumplió cuarenta y siete años, en el cuarto de baño. Los pijamas de algodón siguieron saliendo de la lavadora más pequeños que antes de entrar.

Marcos, María y Lucas estaban escribiendo, como si escribir fuese una cosa natural. María escribía en la cocina y en el cuarto de baño. Lucas escribía en la sala y escribía sobre pirámides, sobre tipos de chocolate y sobre murciélagos humildes. No ponía tildes, ni demasiadas haches.

Marcos escribía en la habitación, y escribía sobre una cosa y pensaba en otra. Pensaba en cómo le había lavado los pies a Lucas y en cómo le había cortado las uñas. Y cada vez que le cortaba una uña, Lucas decía el nombre de una de las ciudades que había conocido en la guerra. Y después de cada ciudad decía nombres de personas: Lleida -Enrique, Pedro, Baltasar-; Tarragona -Josep, Fernando…-. Y llamándose Baltasar, pensaba Marcos, y siendo de Lleida, no podía haber sido otra cosa que poeta ultraísta, y estaba claro que Fernando, de Tarragona, había sido el hijo boxeador de un zapatero anarcosindicalista.

También escribió Marcos algo sobre la música que se elige para el funeral de un compositor.

El día en sí

Parece ser que aquel puesto de trabajo que encontró Marcos en el periódico era lo mejor de entre lo mejor. De hecho, se reunieron mil siete personas, sin contar niños y ancianos, para participar en las pruebas previas a la preselección. Tras un test psicotécnico que describió alma y entrañas de cada uno de los candidatos, eligieron setecientas para la, todavía, preselección. Acto seguido, mediante un examen de nueve horas y cuarto, quedaron fuera otras trescientas personas (cuarenta y dos por selección natural). Pasada la preselección, llegó la pospreselección: dinámicas de grupo. Alcanzaron doscientos la selección en sí (dos entrevistas de doce y catorce minutos), y eligieron a cuarenta y cuatro para los cincuenta puestos que hacían falta. Casi todas las pruebas se hicieron con seriedad.

Marcos era uno de los Cuarenta Y Cuatro.

Los nuevos trabajadores hicieron un curso de doce horas para hacerse cargo de hasta el más mínimo detalle de sus puestos de trabajo. Las doce horas las hicieron en un mismo día, un viernes; en dos agradables tandas de seis horas cada una, eso sí. Algunos de entre los Cuarenta Y Cuatro dijeron que habían aprendido más aquel día que en toda la carrera. Marcos se angustió.

El lunes siguiente, Marcos cogió el tren a las seis de la mañana. En el bolsillo izquierdo de la chaqueta llevaba una hoja de menta que había metido María y en el derecho una astilla del bastón de Lucas. Hacía una semana que se había astillado la punta del bastón, y Lucas estaba nervioso desde entonces. No sabía qué hacer con la astilla: la guardó seis días en el cajón y al séptimo se la regaló a Marcos. Marcos sabía que aquella astilla era importante, pero pensó, al mismo tiempo, que sus bolsillos eran lo más parecido a un bosque de Europa central, y que lo único que le faltaba era un jabalí o media docena de druidas.

Entró con cinco ojos en las oficinas. Una chica que no volvería a ver después de aquel día le enseñó su ordenador. Era una habitación sin ventanas, caldeada por diez personas más. Estuvo unos trece minutos sin saber qué hacer, hasta que un personaje empezó a sacudirle la mano. Era una especie de jefe de sección y lo único que le faltaba para ser la persona más perfecta del mundo era estar muerto o, por lo menos, herido de guerra.

Necesitó siete minutos y algunos segundos para explicarle a Marcos lo que iba a hacer en los próximos seis meses. En el ordenador apareció una tabla bastante fea. Marcos se angustió por segunda vez. La Especie de Jefe de Sección le pasó unos cuantos decagramos de fotocopias. El trabajo era pasar los datos de las fotocopias a la tabla del ordenador. Tenía que estar pasando datos ocho horas al día -nueve si se retrasaba-; cuarenta horas a la semana -cuarenta y cinco si se retrasaba-; tantas al mes y tantas, por supuesto, al año. Marcos se angustió. Por tercera vez.

A Marcos le empezó a apetecer un tiragomas en la mano.

*

Cuando Rosa perdió su primera hija, María decidió que no valía la pena hacer las cosas con prisa. Solamente había una cosa que hacía rápido María: bajar las escaleras.

Cierto día pisó un plástico amarillo en el segundo escalón y cayó rozando la barandilla. Del segundo piso al primero. Disfrutó el vuelo, sin embargo; hasta que se dio cuenta de que tenía serios problemas para ponerse de pie. Incluso se diría que le era imposible ponerse de pie.

Pasó hora y media sentada en el mármol de la escalera. Y el mármol de una escalera no es la cosa más cálida del mundo. Marcos llegó en el séptimo estornudo de María.

– ¿María?

– Aquí, tomando el sol.

– Pero.

– Estaría mejor en casa igual. ¿No crees? Igual me vas a tener que subir.

Marcos dejó la guitarra en el suelo, cogió a María en brazos y la subió hasta casa. Tuvo que hacer virguerías para abrir la puerta. María reconoció más tarde que ni en sus sueños más escandalosos había atravesado el umbral de su casa en brazos de un novio tan aprovechable.

Traía la cadera rota, y los primeros virus de la gripe.

Le dijo a Lucas que se había caído en la arista sudoeste del Broad Peak y que no habían hecho cumbre, que otra vez sería.

Marcos le hacía tres zumos todos los días y le lavaba la ropa y hacía la comida y planchaba las sábanas y le daba las medicinas y cuidaba a Lucas y colgaba la ropa y encendía la radio y movía el dial y le contaba cosas y limpiaba la habitación y la acompañaba al baño y le leía libros y le tocaba la guitarra. Y le cantaba María pintó una raya sobre la raya que otro pintó, y dijo que era una foca bailando… María tenía la impresión de que estaba en una huerta, hacía sesenta años, con sus amigas. Y le parecía que si empezaba a tirar piedras contra las figuras de cerámica o a jugar al truquemé, tampoco le iba a parecer a nadie tan extraño, porque estaba en una huerta, hace sesenta años, con sus amigas. De eso tenía la impresión María. Cuando Marcos estaba alrededor y cuando Marcos cantaba.

Lucas pasó semanas sin darse cuenta de que su hermana estaba enferma.

*

«Tengo un regalo», le dijo Roma a Marcos por teléfono, pero que no se lo podía dar hasta el día siguiente, «ya te lo daré mañana», que ahora se tenía que marchar al hospital. Marcos tuvo el regalo en mente toda la tarde, porque el día siguiente era 29 de septiembre o 2 de abril; porque no era una fecha de las aprendidas.

Y soñó con el regalo: encima de un puente, y Roma le daba un paquete envuelto en papel rojo, y Marcos intentaba abrirlo, pero el sueño iba cambiando de lugar, y estaba en un ochomil (¿Annapurna?), y no podía mover los dedos como él hubiese querido, por el frío, pero poco a poco estaba consiguiendo quitar el envoltorio, hasta que se dio cuenta de que estaba soñando y de que no merecía la pena abrir el regalo, porque total.

Marcos se seguía acordando del regalo mientras desayunaba. También Roma tenía algo en el estómago. Quedaron pronto. Era un paquete de tamaño amable, envuelto en rayas; no era el regalo del sueño, claro. Eso sí, lo abrió mucho más rápido que en el sueño. Después vio el regalo.

*

Lucas fue el primero en llegar. Últimamente era siempre el primero. Llegarán más tarde, pensaba, porque llevan ya tiempo muertos. De hecho, sabía bien poco sobre las costumbres de los muertos. La plaza miraba a la mar.

Se sentó en el pretil de piedra. Los del pueblo se sentaban en el pretil de piedra, no en los bancos de madera. Pero a Lucas le parecía tonto ahora: era marzo y la piedra no estaba caliente todavía. Se cambió a un banco de madera, aunque era segura la bronca de los amigos. Pero el genio de los muertos siempre es más llevadero. Se les derrite el genio a las personas que mueren.

Había un grupo de chavales al lado de Lucas. Casi no miraban a la mar. Hablaban de escarabajos y de canas y de fraudes informáticos y de si para verano iban a salir todas las hojas que faltaban en los árboles de la plaza y de que tenían que comprar más cuerda para escalar. Estaban en el pretil de piedra, eso sí.

Lucas estaba atento a lo que decían cuando llegó Matías. Apoyó la bicicleta en un árbol y se rió exageradamente, pero no dijo nada hasta que se sentó en el banco.

– ¿Te llegaron mis cartas?

– Claro -Lucas.

– ¿Y?

– Se las regalé a Marcos.

– Bien hecho.

Matías estaba joven; Matías estaba demasiado joven para estar muerto. Todos los muertos que recordaba Lucas eran viejos. Y pálidos. Menos Rosa. También Rosa era una muerta joven. Eso decía siempre Lucas. Que era una muerta joven y que todavía tenía tanta fuerza como para coger un tranvía en marcha.

Juan y Joaquín llegaron juntos, viejos y pálidos. Eran muertos de verdad, por lo tanto, ortodoxos, como Dios manda. Juan dijo algo sobre los bancos o sobre los pretiles de piedra, pero nadie le entendió. Joaquín venía más contento que nunca:

– Viene galerna.

– Qué galerna -protestó Juan-, la galerna fue ayer.

Eso es lo que dijo Juan, o eso es lo que creyeron los demás que dijo. Juan hablaba muy raro desde que se había muerto. Un poco antes de morir también, cuando enfermó. Algo le hizo la enfermedad en la boca, y seguía sin poder hablar bien después de haber muerto.

– Ayer hizo buen tiempo -le corrigió Matías.

Todos aceptaron entonces que en la víspera no había habido viento. Y en ese momento de calma llegó Tomás. Tomás pronunciaba las erres al revés y había sido capitán de la marina mercante. Sólo tenía media oreja.

– Matías, tenemos que hablar de la Repú blica -Tomás.

– Sí, señor.

Y hablaron de la República y de chicas y del vino y de los diputados de antes y de la galerna de la víspera y de la novia que tenía Tomás en Guinea y de los bailes y de los tangos y de Strauss.

Y estuvieron cerca de una hora haciendo planes para el futuro.

*

Hacía calor-oficina en la oficina. En la oficina de Marcos. Entraban allí familias enteras de moscas, con maletas en las manos. Las maletas las llevaban, en realidad, el padre y la madre; las pequeñas llevaban pelotas de plástico y bolsas de cerezas.

Cerca del oído de Marcos pasó un moscón de desproporcionada melena. Por octava vez. A pesar de que tenía un zumbido bastante estándar, Marcos dobló el cuerpo hacia delante, porque estaba seguro de que, tarde o temprano, el moscón acabaría chocando contra sus ojos o contra sus labios. Y eso sí que no. Estuvo varios segundos agachado. Estuvo agachado hasta que se dio cuenta de que estaba presionando con la nariz la letra ñ del ordenador.

Cuando las moscas se marchaban o, simplemente, se morían -debajo de un cable o en un cenicero-, Marcos se quedaba mirando a sus compañeros. Parecía que estaban cómodos; eran cocodrilos los compañeros de Marcos. Tenían la misma actitud que tiene todo cocodrilo que se sienta delante de un ordenador. Y parecía que iban a seguir así cincuenta y ocho horas, o sesenta horas, o las que hiciera falta, porque quién iba a sacar la empresa a flote si no. Pero no. Primero se levantaba Álvaro. Siete segundos después Andrés. Casi al mismo tiempo Elvira. Miguel después. Pilar. Ruth. Alberto… Treinta y nueve segundos más tarde no había nadie que no estuviera en el cuartucho al lado de la oficina. Marcos se quedaba solo.

Este repentino abandono de las obligaciones laborales parecía espontáneo, incluso improvisado. Pero no. Era la hora del café. Y no había más remedio que tomar café. A todos los cocodrilos les gusta el café. Les tiene que gustar el café. Y si hay alguno al que no le gusta el café, dice que le sienta mal al estómago y que prefiere tomar manzanilla. Que tampoco le gusta mucho, pero que es la única manera de estar con los demás.

Marcos seguía pensando que la hora del café no era una simple hora del café, sino una especie de tentempié erótico. Era la primera fase del proceso de reproducción de los cocodrilos. Pronto se casarían entre ellos y pronto empezarían a tener crías, de piel dura y ojos marrones. No había otra forma de explicar aquella afición de los cocodrilos.

Marcos pasaba las horas del café mirando los extintores de la pared. Sin levantarse de la silla.

Cuando el día empieza

a dejar de ser día

Lucas estaba comiendo un trozo de turrón delante de la televisión. En la pantalla se veían imágenes, pero la voz estaba quitada. Marcos entró en la sala y se sentó al lado de Lucas sin quitarse los zapatos. Lucas le ofreció turrón.

En la televisión apareció una manada de científicos (porque lo que está claro es que los científicos se miden en manadas). Estaban en un yacimiento arqueológico. La cámara enfocaba un pequeño hueso que tenía un científico en la mano. En la siguiente escena apareció una mesa alargada; encima de la mesa, en fila, un montón de cráneos; al lado de los cráneos un científico de más edad. El científico tenía buena planta y movía los labios de forma muy acompasada y virtuosa, pero era grande el esfuerzo que tenían que hacer Lucas y Marcos para entender algo, teniendo en cuenta que la televisión seguía sin voz.

También había pinturas en el yacimiento. Eso era lo que estaba intentando demostrar la cámara. Eran, sobre todo, dibujos de caballos. Pero había un poco de todo. Fue entonces cuando Lucas le prestó más atención que nunca a la televisión: miraba, sobre todo, a los caballos. Y también un poco a todo lo demás. Tiró la manta que tenía sobre las piernas y corrió a su habitación (como si Lucas pudiera correr). Volvió de la misma, con un cuaderno y con un lápiz. Empezó a imitar las pinturas del yacimiento en el cuaderno -los caballos sobre todo, pero también algún otro-, y dibujó caballos peculiares, y parecía que era contemporáneo de los pintores del yacimiento y que iba a cumplir veinte mil años el 9 de abril y no noventa y tres.

*

Marcos tenía una única costumbre brillante: de vez en cuando entraba en el baño, se acercaba exageradamente al espejo y escudriñaba sus ojos. Sobre todo los alrededores de los ojos -pocas veces el color-: Párpados, cejas, pestañas. Tenía unas pestañas lustrosas, de las que ya le gustaría a más de un gato. Eso era lo que decía Roma. También María. Lucas no: Lucas sólo le decía que no fuera tonto, que aprendiese a escalar ahora que podía. Ya quisiera tus pestañas más de un gato, le decía María. Las pestañas de Marcos eran bastante más negras que los ojos de los hindúes.

Se dio cuenta un día, sin embargo, de que tenía varios vacíos entre pestaña y pestaña, y de que cada vez que se tocaba los ojos se le caían tres o cuatro. Se acordó de Roma entonces. Al principio se acordó de Roma de una manera bastante razonable: Roma con una bata blanca, Roma desnuda, Roma pelirroja -eran escasas las pestañas de Roma-, Roma mojada, Roma mojada por la ducha. Luego recordó la discusión que había tenido la tarde anterior con Roma y la relacionó con la caída de las pestañas. De hecho, todo el mundo sabe que disgustos de esas características debilitan las pestañas y han hecho desprenderse de sus respectivos ojos a miles de pestañas, en la historia de las pestañas.

*

Le dio pena a María tener que volver a casa. La cuestión era que había una luz curiosa en la calle. Una luz que se veía muy pocas veces; que únicamente se veía cuando en el mismo día había habido, por este orden, viento, sol, tormenta, viento, sol, lluvia, sol. Entonces, y sólo entonces, aparecía esa luz por la tarde. Y las cosas se empezaban a ver mejor, y personas con una cantidad de dioptrías tal como para hacer el ridículo dondequiera que fuesen, descubrían, entre otras cosas, que habían puesto un reloj en la pared de la iglesia. En 1888.

Pero nada más pisar la sala se dio cuenta María de que la luz era capaz de entrar dentro de la casa y de que también dentro de la casa hacía que las cosas se viesen mejor, más definidas. Subió rápidamente las persianas y corrió las cortinas. Hasta entonces no había visto que Lucas estaba allí, en el sofá. Estaba mirando Lucas a una mesilla de madera oscura. Se notaba que llevaba ya tiempo en la misma postura.

– ¿Qué tienes, Lucas?

– ¿Qué es esto, María? -dijo Lucas señalando la mesa-. ¿Chocolate?

*

«Has oído, Lucas, 4.000 millones un cuadro. Es decir, que a un señor le hicieron un encargo en el siglo XVI o en el siglo XIV, ¿no? Que tenía que hacer un retrato de la sobrina de Carlos, de Felipe o de Duncan, ¿no? Y la sobrina de Carlos, de Felipe o de Duncan era feísima; o no digamos que era feísima, digamos que no era muy fotogénica. Y el personaje que recibió el encargo no era, por supuesto, un personaje vulgar; era un pintor de renombre. De triple o cuádruple renombre, cómo no, en el siglo XXI. Pero el cuadro lo hizo sin demasiadas ganas, porque estuvo siete días con descomposición, o porque le habían cogido un hijo para la guerra. Y ahora ha comprado el cuadro el Ministerio -lo ha dicho la televisión: 4.000 millones-. Porque hasta un niño de tres años sabe lo importante que es el patrimonio cultural; por eso, un niño de tres años nunca dejaría manosear a nadie las cucarachas que hace con plastilina verde y con plastilina amarilla. Por eso y porque no le pagan 4.000 millones.»

*

Hacía tiempo que Lucas no se separaba mucho de la cama. María aprovechaba para decirle a Marcos:

– He visto triste a Lucas. Dice que le duele.

– ¿Dónde? -Marcos.

– Dice que no sabe dónde, pero que le duele. Y que tiene frío. Y estamos en agosto. Y que le duele, que le duele mucho.

Marcos

Es curioso, y también es pintoresco, quedarse dormido delante de la televisión y al despertarse ver a una persona con pasamontañas. Eso es lo que me pasó a mí. Me quedé dormido en el sofá y vi un pasamontañas nada más despertarme. La verdad es que me descoloca un poco. Quiero decir Marcos. Quiero decir el subcomandante. No sé si me gusta, si me da rabia, si me cae bien. Por una parte lo puedo imaginar sentado en una piedra, entre árboles, y puedo imaginar cómo pasa una araña cerca de su pie y cómo la pisa, la araña, con más fuerza de lo que se necesitaría para una araña, y con un poco de mala leche también. Y eso me angustia. Pero luego se me ocurre que tiene la suficiente habilidad como para escribir cosas como ésta: «Frente a un espejo cualquiera, dése cuenta de que uno no es lo mejor de sí mismo. Pero siempre se puede salvar algo: una uña por ejemplo…». Y entonces me voy tranquilizando. Pero me vuelvo a angustiar de la misma. Porque no tengo ni la más mínima dificultad para imaginar a Marcos dando órdenes. Como si dar órdenes fuera una cosa normal. Y sigo sin saber si me gusta, si me da rabia, si me cae bien. Pero lo que sí me gustaría, seguramente, sería hablar con él. Estar un rato hablando con él.

Ayer le lavé los pies a Lucas. Los tenía fríos, como una foca. Le tiré agua ardiendo al principio y más templada después. Y le hice cosquillas. Porque las cosquillas calientan los pies, igual que leer la Biblia. Al final se animó un poco; se empeñó en que también me los quería lavar él a mí.

He leído un artículo hoy, sobre la trepanación. Hace tiempo que sé lo que es la trepanación, y me ha hecho ilusión saber que sabía. Es una palabra explosiva: trepanación. La trepanación es hacer un agujero en el cráneo o en cualquier otro hueso. En personas vivas. No con una pistola, claro; las trepanaciones las hacen los médicos, y cientos de curanderos, y algún particular. Pero la cuestión principal es que es una palabra explosiva. Trepanación.

Lo de las hormigas es muy diferente. Lo tengo bastante demostrado. Lo único que hay que hacer es elegir una hormiga que pasee confiada por cualquier mesa (a 75-90 centímetros del suelo). Pegarle, acto seguido, un pititaco (con dedo gordo y, sobre todo, con dedo corazón) y tirarla al suelo. Es seguro que siga con vida, y que salga corriendo; más desorientada, eso sí. Una hormiga es como un hueso. En los huesos se hacen trepanaciones; en las hormigas no.

Matías. Cartas

Es tiempo ya que sé que no voy a morir una mañana, que voy a morir bastante después de haber comido. Y sé casi seguro, además, que voy a ser el primero de nosotros en morir. Es por esto que os escribo unas instrucciones a vosotros, Lucas, a ti, a Ángel, a Juan y a los demás, para cuando yo esté muerto y vosotros no. Para que sepáis, de primera mano, lo que tenéis que hacer.

Pasos que debéis seguir cuando os deis cuenta de que no respiro o de que respiro muy poco:

1. Comprobar si estoy realmente muerto: entraréis a mi habitación de uno en uno, cada cinco minutos, y comprobaréis, nada más entrar, si estoy muerto de verdad. Sería conveniente, a la par que hermoso, que, una vez en la habitación, hicieseis un esfuerzo por quedaros dentro, porque en menos de hora y media nos íbamos a juntar allí más de quince personas, con un agobio en continuo ascenso, pero felices de estar juntos y felices de que nadie hubiera dicho no puedo ir, el trabajo, ya sabes.

Después de esta comprobación, podrían pasar dos cosas:

a) Que no esté muerto: tendríais derecho a enfadaros entonces -no mucho, para no despertar sospechas en la familia-, por haber perdido más de una hora en balde. Me diréis alguna barbaridad al oído y os empezaréis a ir a casa o a ir a la calle.

b) Que esté muerto: en ese caso, pasaréis al punto dos, con ilusión.

2. Es casi seguro que si me muero se celebre un funeral. Iréis a la iglesia en calzoncillos. Lo que sí me gustaría pediros es que llevaseis diferentes tipos de calzoncillos, aunque sólo sea para aportar colorido. Sería conveniente, sin embargo, que también os pusieseis una chaqueta. Y una bufanda, si es invierno o si os duele la garganta.

Al entrar en la iglesia podréis contemplar tres fenómenos: la sorpresa de mis hermanos, la rabia de mi padre y los suspiros de mis tías solteras.

Después de la misa jugaréis un partido de fútbol en la playa.

3. Compraréis una tortuga, vistosa y de ojos verdes. Os iréis turnando y la tendréis cada uno una semana en casa, y le daréis de comer, espinacas y vainas. Y me maldeciréis, sistemáticamente, cada vez que la tortuga deje huellas de color oscuro en vuestras alfombras. Pasados dos o tres años, podréis venderle la tortuga a algún conocido, en el caso de que no le hayáis cogido cariño para entonces. Y le pondréis de nombre Eulalia o Ambrosio.

Lucas. Ejercicios

Muere mucha gente en el monte. Yo me aprendo de memoria los nombres de la gente que muere en el monte. Stefan Sluka, por ejemplo. Murió en el Shisha Pangma. Desapareció. El Shisha Pangma es un ochomil. Es el más pequeño de los ochomiles. Pero así y todo. Hay catorce ochomiles. Chamoux, un francés, murió en el trece. Quiero decir en su trece, cuando le faltaba ése y otro. En el Kangchenjunga, en la bajada. Ese día pasaron dos cosas importantes en el Kangchenjunga: murió Chamoux y Erhard Loretan subió su catorce. Y lo bajó. Loretan es suizo y tiene un nombre elegante.

Poca gente ha hecho los catorce. Quiero decir los ochomiles. Jerzy Kukuczka sí. Kukuczka los hizo. Luego murió en el Lhotse. De salud estaría mejor que yo seguramente. Quiero decir Jerzy Kukuczka.

Hay gente que no se muere, pero se les congelan los dedos y se les ponen negros, o azules oscuros, muy oscuros, o marrones oscuros. Y muchos se curan, pero muchos otros se los tienen que cortar: un solo dedo o dos dedos o cinco. Como a Maurice Herzog. Le cortaron varios dedos a la vuelta del Annapurna. Y es difícil volver al monte así. Y puede que no muriera Herzog, pero murió Maurice. O al revés. En cualquier caso, Herzog dejó un papel en la punta del Annapurna. «En la vida de los hombres siempre habrá otros Annapurnas.» O algo así. Creo que todavía está vivo Herzog, pero no pondría la mano en el fuego porque, aunque le he visto hace poco en un documental, no me fío mucho. Los documentales de la televisión suelen ser antiguos y me suelen despistar.

Luego está Mallory y está Irvine. Hay quien dice que fueron los primeros en llegar al Everest. Otros dicen que no, que no llegaron. El Everest es un monte grande, de los más grandes igual. Hace poco han encontrado el cuerpo de Mallory, no tan lejos de la cima. También el K2 es un monte bastante grande.

También se llega a perder un poco la cabeza a esa altura. Y las ideas empiezan a bailar dentro de la cabeza y empiezan a dar saltitos dentro de la cabeza, y hay veces que hasta se salen por las orejas y hay veces que por la nariz. Y se desparraman. Quiero decir que las ideas empiezan a desvariar dentro de la cabeza y que no tienen ningún control. Y es bonito ver bailar a las ideas, pero también es peligroso a esa altura. Messner, por ejemplo. Messner es otro escalador. Dice que se paró a descansar en un ochomil y que estuvo hablando con una niña que estaba sentada allí. Que hablaron mucho. Messner siguió solo después. Pero le parecía que seguía teniendo compañía y que alguien le tensaba la cuerda. De vez en cuando. Es posible que no fuese Messner. Es posible que fuese otro al que le pasó todo eso. No sé. Es igual además. La cuestión es una niña a ocho mil metros de altura.

María. Ficciones

He cogido un montón de dinero. Lo tengo en el bolsillo izquierdo. Parece que tengo la pierna hinchada, de todo el dinero que tengo en el bolsillo izquierdo. Coger un tren, bajar del tren, coger el siguiente, bajar, coger… Eso es lo que he decidido hacer. Es igual adónde vaya el tren. Tienen que ser trenes diferentes y raros. Por eso he cogido un montón de dinero y por eso parece que tengo hinchada la pierna izquierda, y sobre todo el muslo.

En las estaciones compro un montón de cosas. Compro abanicos, navajas pequeñas, compro pelotas de tenis, guías de ermitas, libros sobre dálmatas. Y cosas de comer, claro. La cosa es que no salgo de las estaciones para nada.

Pero parece que el mundo no es tan pequeño. Llevo ya tres días de tren en tren y no estoy tan lejos de casa. Se escucha otro idioma, eso sí, pero siempre el mismo. Además, entiendo bien los carteles. Lo demás bastante mal.

Lo peor es que me he empezado a acostumbrar a los trenes. Antes de entrar ya sé cómo va a ser el vagón, cómo van a estar puestos los asientos y qué tipo de bigote va a tener el revisor. Y eso es lo peor que puede pasar. Porque lo que yo necesito son trenes diferentes, trenes raros. Pero ahora ya todos los trenes son iguales, como las postales de París.

Estará preocupada mi madre. No sabe dónde estoy.

Ahora estoy en una estación grande. Si la comparo con todas las que he visto, puedo decir, sin miedo, que ésta es una estación grande. También podría decir que es una estación muy grande. Podría decirlo sin miedo también. Y que está hecha con hierro negro, o con hierro pintado de negro. Y que tiene vigas por todas partes. Y también podría decir que es bastante bonita. A mi padre le gustaban esta clase de estaciones. También a mí.

No voy a coger más trenes. Me han aburrido los trenes. Todos son iguales ahora ya. No voy a coger más trenes y voy a salir de la estación por primera vez. Voy a ver la ciudad. Porque con esta estación no puede ser otra cosa que una ciudad.

Roma

Suelen estar en todas partes: en los cines, en el metro, en los acuarios municipales, en la consulta del podólogo (sobre todo en la consulta del podólogo). Son fáciles de ver; por eso no los aprecia la gente tanto como merecen.

A mí me gustan sin control, claro. Hay veces que les he seguido por la calle. Hasta que llegan a casa, o a la oficina, o a un servicio público. No más, claro.

A cuarenta metros parecen personas normales (también a treinta o a veinticinco, en algunos casos). De cerca no hay duda. Algunos tienen bien a la vista las características; otros más escondidas. Algunos las tienen todas; otros no. Pero, al final, siempre se nota quiénes son.

He aquí las características:

1. Suelen abrir los ojos con exageración, sin haber recibido, claro, sorpresa, disgusto o sobresalto alguno; por ejemplo, sentados en un parque, a las ocho y veinte de la tarde, en verano.

2. Destruyen a mordiscos cada una de sus uñas, como si fueran de otro, sin demasiada piedad.

3. Tienen la nariz larga.

4. Pronuncian mal, entre otras, la letra «erre» y la letra «ene».

5. Tienen la piel llena de manchas, como una alfombra beige.

6. Al levantarse de la cama, suelen tener gallos en el pelo, en la parte de atrás sobre todo (también junto a la oreja). Con forma de cuerno normalmente. Más de una vez llevan la etiqueta de la almohada colgada del pelo «Rodríguez Almohadas, S. L.»; todavía después de ducharse.

7. No cantan en la ducha; simulan entrevistas. Bien de radio, bien de televisión.

Y así son los que me gustan a mí.

Marcos tiene la nariz larga y suele andar con gallos en el pelo. En la ducha no sé lo que hace, pero me lo puedo imaginar.