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Había otras dos cosas que hacía Marcos con verdadero placer cuando se metía en la cama: pensar y dormir. Pero si pensaba, no se sosegaba lo suficiente como para poder llegar a dormirse. Y si se quedaba dormido, tenía grandes dificultades para pensar. Cuando dormía, sin embargo, se le abría otro abanico de tres posibilidades, a cual más anárquica y sospechosa: podía empezar a soñar, podía volver a despertarse o podía, sonámbulo, levantarse de la cama y cantar. Cantaría, claro está, algo monótono, porque los sonámbulos son seres monótonos (los sonámbulos son monótonos hasta cuando se caen por las ventanas). Casi siempre elegía, pues, la opción de soñar. Y soñaba con exageración.

Había veces que, en vez de dormir, pensaba; pensaba con los ojos abiertos, en Semana Santa y en verano sobre todo. Y era entonces cuando elegía los temas más espectaculares para pensar sobre ellos: las guerras europeas, las alubias rojas o Dios. Pensaba durante un rato en Dios, en el cristiano, y también en los otros dioses, más desconocidos pero de mucho colorido siempre. Después hacía la prueba de retirar todos los dioses del mundo, pero los volvía a colocar rápidamente, cada uno en su sitio, y los volvía a quitar y los volvía a poner. También los cambiaba de sitio a veces. Para ver las caras de la gente. Marcos demiurgo. Pero se angustiaba. Marcos se angustiaba cada dos por tres. Y para no angustiarse, intentaba buscar otros temas; temas que tuviesen menos que ver con él, como por ejemplo el cuarto día de las olimpiadas, las piernas y los mareos de Lucas, un grupo de cuervos que volaba alrededor de una farola o las ranas. Y, de entre todos, solía elegir las ranas, por ser los demás temas menos humanos y más rigurosos.

María, por el contrario, sólo pensaba en una cosa cuando se metía en la cama. Pensaba en la mañana siguiente. De hecho, el único placer de María era levantarse cuanto antes. Dormía con escasez María, dormía sin convicción.

Desde la última visita del médico, apenas se levantaba Lucas de la cama (ya serían siete o cinco semanas). Era en la cama, por lo tanto, donde tenía Lucas todos sus placeres y todos sus desplaceres.

El día en sí

Marcos estaba en Lisboa con Roma, por eso estaban viendo Lucas y María la televisión, a las cinco de la tarde, porque de lo contrario estarían paseando, los cuatro, juntos, porque era verano y porque era vacaciones, pero «ya sabes, los jóvenes», y «hacen bien», y «aunque no hagan bien, ya habrán hecho lo que tengan que hacer, allí, en un hotel de Lisboa». O en una tienda de campaña, que son mucho más sinuosas que los hoteles. Estaba preocupada María. «Ya sabes, los jóvenes.»

María estaba segura de que Lucas no estaba atento a la televisión. Sabía que estaba mirando las esquinas de la sala, las polillas, las maderas. No entendía María qué tratos tenía Lucas con las polillas. Alguno sí.

Tampoco María atendía a la televisión. Seguramente porque tenía lana y agujas en las manos. Y la cabeza la tenía en Lisboa, y en las carreteras de Lisboa y en un hotel de allí y en la piscina del hotel y en las mareas de Lisboa y en los cortes de digestión.

Además, María no paraba de fijarse en la puerta de la sala. Era de cristal la puerta, del cristal de las botellas de anís. Del que deja ver y no deja ver. Y veía, María, sombras de personas detrás de la puerta, detrás del cristal de botella de anís. Llevó a cabo entonces un razonamiento tan ágil como sobrio: no podían ser Marcos y Roma, porque estaban en Lisboa; tampoco podía ser Lucas, porque estaba a su lado; no podía ser Ángel, porque eran años los que llevaba muerto. Pensó un poco más y dedujo que tampoco podía ser ella misma. Solamente le quedaba una quinta opción, la más filmable de todas: eran ladrones.

Le dijo a Lucas:

– Anda alguien.

– Será Marcos.

– Marcos está fuera.

– Serán ladrones entonces. ¿Les digo que se marchen?

– No. Déjales. Tendrán necesidad.

*

Y se enfadaron Marcos y María. Pero se enfadaron como se enfadan las tortugas y las lagartijas, de repente, con mucho aparato.

Lucas miraba a los dos y se acordaba de las polillas. Las polillas no discutían nunca. Pero es normal, porque las polillas acostumbran a estar solas. Por eso no discuten. Y ¿qué hacen las polillas? Funcionan un rato y después se mueren. También Marcos y María funcionaban, pero acto seguido discutían, se enfadaban, leían. Cosas, en resumen, a las que no se puede llamar funcionar, porque no son de provecho y porque cansan.

Lucas, tras esa impactante disquisición, escuchó a Marcos y a María con envidia. Él llevaba años sin discutir con nadie. Y decidió participar en la discusión, con frases que nada tenían que ver con el enfado de Marcos y María. Con frases como: «La mentalidad de la época de la República, eso es lo que necesitamos ahora» o «No debería nadie boicotear las olimpiadas».

Marcos miró de reojo a Lucas, y María fue a por las pastillas. Marcos aprovechó la pausa para irse de casa. Cerró la puerta con bastante golpe.

Pero cuando se le empezó a pasar el enfado -nada más llegar a la oficina-, se arrepintió: de lo que le había dicho a María, del portazo. Estuvo toda la tarde dándole vueltas a la discusión. María estaría enfadada, con toda la razón del mundo. Ahora tendrían que estar sin hablar; hasta una semana entera, posiblemente. Y eso era difícil de aguantar para Marcos. Y se volvió a arrepentir. Diecisiete veces se arrepintió durante la tarde. E1 enfado le había valido, por lo menos, para arrepentirse con promiscuidad.

Por la tarde llegó a casa con un poco de miedo. No sabía cómo le iba a recibir María. Con qué cara. Abrió la puerta con reparo, pero no había nadie. Fue a la cocina y, aunque estaba oscuro ya, vio que había algo raro encima de la mesa. Encendió la luz para ver que había miles de polvorones en la mesa y que si se quería ver el mármol, no se podía, porque estaba debajo de los polvorones. Los polvorones eran el vicio de Marcos.

Cuando llegó a casa, hora y media después, María le dijo ¿estaban ricos?, o algo parecido.

*

Marcos abrió el paraguas y pensó que todos los paraguas son insectos. Insectos negros, naranjas, verde-rosas. Y siguió pensando, y pensó que el paraguas tenía serios problemas para taparles a los dos, a Roma y a él, que necesitarían, por lo menos, otros dos paraguas más, uno para la derecha y otro para la izquierda, sobre todo cuando el viento; que necesitarían otros dos insectos más por lo menos. Que siempre llegaban al coche con la manga izquierda mojada o con la manga derecha mojada. Y que para no mojarse se apretaban el uno contra el otro, allí, debajo de un insecto, y que era entonces cuando más cerca sentía las partes del cuerpo de Roma, aunque fuera invierno, aunque tuviera trescientas siete ropas puestas.

Y pensó todavía más mientras abría el paraguas. Pensó que la única intención de un paraguas abierto es oscurecer todo lo que queda debajo de él, y desorientar a su dueño; por mucho que sea un paraguas de colores o, incluso, un paraguas de talante amable. Su única intención es oscurecer y desorientar. Eso fue lo que pensó Marcos. Eso y cinco cosas más por lo menos. Mientras abría el paraguas.

*

Cuando, por descuido, se vuelca un puchero y la sopa cae al suelo de la cocina, el ruido que se oye suele ser plas, o si no xost, según el tiempo que haya estado en el fuego. También la sopa de María hizo uno de esos dos ruidos cuando cayó al suelo de la cocina. Y María se disgustó, y pensó que era la cuarta cosa que le salía al revés en el día, y que Lucas llevaba casi tres semanas sin salir de la cama, y que no estaba bien, y que le dolía. Y aunque el alma de María era más dura que un hueso de ñu, se deshizo en ese momento, y se licuó. Y se podía ver el alma de María dispersándose por el suelo de la cocina y saliendo a borbotones por la ventana y bajando las escaleras, a borbotones también.

María decidió que tenía que reorganizar su alma antes de que acabase de desperdigarse. Salió, pues, a la calle y compró media docena de pasteles y una botella de sidra, y comió y bebió, unos en la sala y otros en la cocina. Y para cuando terminó, el alma de María volvía a ser un hueso de ñu o de, por lo menos, búho común.

*

Sobre todo el cielo. En Lisboa había cielo sobre todo. También había cafeterías, casas rotas y tranvías, pero en Lisboa había sobre todo cielo. Y Roma y Marcos subieron a un tranvía, porque es bastante más fácil subir a un tranvía que al cielo. Marcos miró al conductor del tranvía: estaba de pie, rígido, tan rígido como los conductores de tranvía. Sería, seguramente, portugués.

Marcos se acordó de Lucas entonces, y de lo que contaba Lucas sobre los tranvías, y de lo que contaba sobre Rosa y los tranvías. También Roma pensaba en Lucas y en Rosa. Por eso hizo fotografías dentro del tranvía. Cientos de fotografías. Para Lucas. Y un poco para Rosa.

Marcos le quería contar a Lucas todo lo que habían hecho en Lisboa. Pero, pensándolo mejor, no le iba a contar de qué manera habían comido Roma y él una tarta de chocolate. Ni que se habían caído en la bañera. Y mucho menos que habían encontrado, de madrugada, dos lagartijas en su cama.

*

Parece ser que era cierto. Que de vez en cuando salía Lucas al balcón y que, afirmando las manos en la barandilla, cual político poseído, lucía raras dotes de orador, que por «raras» entendían algunos «malas» y otros «excéntricas». Que regalaba al público con discursos sobre la República, las polillas, la amistad entre los muertos, los mecanismos de los relojes de cuco y los insectos negros, sobre la caótica repercusión que puede producir boicotear unos juegos olímpicos para la historia de la humanidad y de las retransmisiones deportivas, o sobre cuántas veces puede morir una persona en el Shisha Pangma o en el Annapurna.

Parece ser que eran sobre todo niños los que se reunían a escuchar a Lucas, y algún que otro cuervo. Que estaban todos bastante atentos a lo que decía, menos varios cuervos que eran propensos al despiste. Y parece ser que los niños mostraban mucho interés en reinstaurar la República, o al menos los juegos olímpicos, y que estaban de acuerdo con Lucas en que muy pronto viajarían a Katmandú y que ya pensarían desde allí en qué montaña del Himalaya empezarían su carrera de ochomilistas. [2]

*

María reconoció sin demasiada preocupación que, claro, que alguna vez se olvidaba de la medicina de Lucas, ni que existía. Y que en vez de darle tres gotas por la mañana, tres a mediodía y tres por la noche, le daba nueve por la noche o al día siguiente.

*

Marcos oyó una voz raquítica desde la cama. En el mismo momento en el que María se quedaba dormida por primera vez en toda la noche. Las seis y dos de la mañana. Marcos volvió a oír un sonido parecido, del cuarto de Lucas. Saltó de la cama y fue a ver. Lucas le contó que le costaba respirar y que respiraba mejor cuando hablaba, que por eso estaba hablando sin parar, y que le había hecho bien verle a él, a Marcos, que se le había pasado el ahogo, que estaba casi bien, pero que, aun así, prefería seguir hablando, y estar así: hablando y viendo a Marcos, que era así como mejor estaba.

Marcos le llevó un vaso de agua de la cocina. Lucas le pidió que no se volviera a marchar, que al quedarse solo le había vuelto el ahogo, y que podía ser cosa de su imaginación, pero que como mejor estaba era viendo a Marcos. Todo el rato.

María apareció a las siete menos cuarto y le dijo qué tienes a Lucas. Fue Marcos el que le contó a María lo del ahogo, porque Lucas estaba hablando de tipos de polillas y un poco de don Rodrigo. Después le dijo que llamase al médico o al hospital, que Lucas tenía el brazo frío.

A las ocho el médico no había llegado todavía. Marcos empezaba a las ocho en la oficina. María llevaba desde las siete y media diciéndole que se fuese a trabajar, que ya se arreglaba ella, que se fuese tranquilo.

– No voy a ir -Marcos.

– Llama por lo menos -María.

– Voy a estar aquí.

– Llama por lo menos.

– No voy a llamar.

El médico llegó a las ocho y veinte. Marcos aprovechó para llamar al trabajo. Nada más marcar el número, sin embargo, se dio cuenta Marcos de que su llamada iba a llegar a la central de la empresa; de allí desviarían a su departamento, y de su departamento a su subdepartamento. Le pareció que iba a perder mucho tiempo y le dijo a la secretaria de la central:

– No voy a ir.

La secretaria de la central pasó varios minutos pensando quién, de los setecientos cinco trabajadores de la empresa, podía haber sido aquella voz que no parecía recién levantada de la cama, como todas las voces que llamaban para decir no voy a ir o para decir voy a ir más tarde; aquella voz que parecía una voz que llevaba ya cierto tiempo haciendo cosas que merecían la pena. Que llevaba levantada, por ejemplo, desde las seis y dos de la mañana.

Marcos volvió a la habitación. De hecho, como mejor estaba Marcos era viendo a Lucas. Todo el rato.

Cuando el día es

prácticamente noche

Cada vez eran menos las cosas que podía hacer Lucas cuando se levantaba de la cama. Le parecía que su vida se estaba encogiendo. Su vida era el techo de la habitación y era la cama y las sábanas y los armarios y era el grifo del baño y las alfombras. Su vida estaba, si se miraba un poco, bastante encogida. Después recordó que de pequeño no había día que no escalase los armarios de su habitación.

Pero se levantó y fue a la sala, porque la sala seguía siendo su vida todavía. Entonces sí: en la sala era la televisión. Encendía la televisión, y la televisión se le metía por los agujeros de la vida y se la ensanchaba un poco, como sólo se puede ensanchar la vida de una persona que lleva en cama treinta y ocho días. Era de las pocas cosas que podía seguir haciendo: apretar el botón y ver la televisión. Y vio Francia, y ciclistas. Le parecía curiosísima la manera de colocar las cámaras: la cuarta cámara, por ejemplo, en un helicóptero. Y era esa cuarta cámara la que estaba enfocando al pelotón, desde arriba claro, empezando a subir un puerto, y árboles a la izquierda, verdes y ocres, y un cementerio a la derecha, verde y ocre.

*

María puso todas las fotografías encima de las piernas: casi todas en blanco y negro, de cuando Lucas y María eran otra cosa. Roma estaba en una silla porque no cabían los cuatro en el sofá; Marcos le pasaba las fotografías de una en una, y era María quien daba las explicaciones, de una en una también. Las explicaciones tenían sesenta años la más joven.

Y las fotografías suelen ser aburridas. Pero siempre hay una que no es aburrida. Y esta vez era una de un tío de Lucas y de María la fotografía que no era aburrida. El tío de Lucas y María tenía los ojos rectangulares; es posible que los más rectangulares del mundo. Y se llamaba Ezequiel o Zacarías o Celerino. Marcos no podía recordar todos los nombres (ni los de la única fotografía no aburrida); Roma tampoco. Y María les explicó que querían mucho al tío y que era rico y curioso; que fumaba en pipa, como Ángel, como Matías; que tenía doce hijas, y que cuando la compañía del ferrocarril cambió el tren viejo por el nuevo, le dolió mucho, o eso era lo que él decía, y que compró un vagón del tren viejo y lo puso al lado de su casa, y que se pasó tres domingos limpiándolo y dejándolo como para que volviese a andar. Y que en aquel vagón jugaba todo el que quería jugar en un vagón de tren, que era todo el mundo o casi todo el mundo.

Que hubo una temporada que estuvo el tío bastante flojo, con una gripe fuerte, y que un día se levantó de la cama con fiebre y le dio fuego al vagón. Pero que cuando murió treinta años después, seguía arrepentido por haber quemado el vagón, y les seguía pidiendo perdón a sus hijas, que estaban ya casadas todas menos dos, y les pedía perdón a todos los que habían jugado en el vagón y le pedía perdón, también, a María. De eso se acordaba María: de su tío muriéndose y pidiéndole perdón, y de que nunca habían jugado tan perfecto como cuando subían al vagón y se iban hasta Bagdad, hasta Nueva Zelanda o, incluso, hasta Madrid.

*

POSOLOGÍA. El tratamiento deberá iniciarse con 40 mg al día los dos primeros días, administrados en una sola dosis o en dosis divididas. Para el siguiente periodo de tratamiento de 7 a 14 días, la dosis deberá reducirse a 20 mg diarios.

*

En la televisión apareció un pequeño grupo de chinos: unos doscientos mil. Encima de una alfombra roja, las cámaras enfocaron al presidente de China; chino también. De los allí reunidos, muy pocos tuvieron la suerte de ver al presidente, porque era un presidente mínimo; pero los que le pudieron ver eran, ante todo, chinos. Sin embargo, parecía que entre la multitud había un relojero croata nacido en Liechtenstein. O eso fue, al menos, lo que dijo el presidente en su discurso. La gente no entendió lo del relojero, pero pensó que sería una parábola, o que, quizá, el presidente no había dicho nada de eso; de hecho, el habla del presidente tenía un toque retorcidamente dialectal para el 73% de los chinos.

El presidente iba a visitar un templo budista. Era una visita oficial pero, en la siguiente escena, dentro del templo, parecía un creyente de verdad el presidente. Marcos, cómo no, se angustió.

Y siempre que en la televisión hablan sobre China, se suele mencionar el Nepal, o al revés. Y siempre que se menciona el Nepal aparecen imágenes de los ochomiles. Imágenes de archivo. Y Lucas agradeció las imágenes, pero también se empezó a marear un poco, y a desasosegarse, porque no recordaba ningún nombre. De ningún ochomil.

Y siempre que en la televisión dan noticias del mundo, suelen hacer un esfuerzo para hablar de África. Y Etiopía igual, o Sierra Leona si no. Y en Sierra Leona los escolares que mutilaban los soldados. Y entre los escolares una niña, y «yo les pedí a los soldados que sólo me cortasen la mano izquierda, que la otra, la derecha, la necesitaba para escribir, que me gusta mucho escribir, y los soldados me cortaron las dos, por hablar demasiado, porque dicen los soldados que no es bueno hablar tanto».

Marcos pensó que la palabra mutilare es puro latín y que tiene unas vocales largas y otras cortas.

María. Ficciones

Hace siete días ya que llegué aquí. Hace siete días que me dije voy a salir de la estación. Y no me he arrepentido. Bueno, ahora sí estoy empezando a arrepentirme un poco. Ésta es una ciudad grande, y lo que son grandes son sobre todo las calles, y los palacios también. También tiene un río, bastante ancho. Y puentes, claro. Eso es lo primero que vi. Un puente de hierro. Vi el puente antes de ver el río. Es de hierro, pero tiene el suelo de madera y se ve el río por los agujeros del suelo de madera. Aparte de eso es un puente normal.

No había nadie en el puente cuando llegué, el primer día. Puede que por el frío. O por la niebla. La cosa es que no había nadie en el puente y que yo me puse en la mitad del puente. O por lo menos calculé que era la mitad. Después miré hacia una parte del río y hacia la otra. Hacia una parte y hacia la otra. Desde el puente se veía el río, y una isla encima del río, y más puentes. Y fue allí donde me volvió a pasar lo de la impresión, lo de los zepelines y todo lo demás, lo que me tenía que pasar en los trenes. Lo que estaba buscando que me pasara en los trenes me pasó allí, en un puente. Entonces me quedé tranquila, y contenta, porque no tenía que seguir buscando, porque los trenes se mueven pero los puentes no. Porque a partir de entonces podría ir al puente siempre que quisiera, a disfrutar y a estar en la mitad del puente. Más o menos.

Estuve casi hora y media allí, y empezó a pasar gente, mirándome con gestos, pero yo estaba a gusto allí, hasta que empecé a temblar. Luego vine a este hostal.

Volví al día siguiente y sentí algo parecido. No tanto como en la víspera. No. Además, no estuve ni media hora, porque la lluvia era fría y con gotas gordas.

Pero volví por la tarde al puente, y también por la noche. Y la cosa es que no sentí nada ya. Tampoco al tercer día, ni al cuarto. Hace siete días que salí de la estación, y he ido veintitrés veces al puente. Y ya nada.

Ahora estoy empezando a arrepentirme. Creo que quiero ir a casa, porque me acuerdo de mi madre y me acuerdo del cuarto de baño y de los cuadernos y de los gatos. Pero de sobra sé, y eso es lo más curioso, que cuando llegue a casa me acordaré de todos los trenes que he cogido y, sobre todo, del puente con el suelo de madera con agujeros y de hierro negro.

5 de abril

Marcos

Ya sé por qué no me gusta el jazz. He hecho un esfuerzo muy grande para que me guste el jazz. Imposible. De hecho, es bien elegante decir «Yo escucho, sobre todo, jazz». Hay que decir sobre todo y hay que decir escuchar, no otro verbo. Acto seguido, para ilustrar ese efusivo comentario, conviene nombrar tres o cuatro músicos de Nueva Orleans, o de Filadelfia como mínimo, tres muertos y uno vivo (siempre en esa proporción).

Por eso he hecho yo un gran esfuerzo para que me guste el jazz. Me he pasado días enteros escuchando jazz. Pero ahora sé por qué no me gusta: por la trompeta. La trompeta es un ser bastante antipático.

Mucho más cariñosos que las trompetas son, quién va a empezar a negarlo ahora, los violines y los banjos. Pero, claro, no tiene ni gota de categoría decir «Yo escucho, sobre todo, música celta». Y mucho menos si, acto seguido, se nombran tres o cuatro cantantes antiestéticos, todos vivos además. Pero casi nadie conoce el libro que escribió Robert McKenna en 1926. Lo único que hizo Robert McKenna en su vida fue tocar el banjo (una vez cantó), y, ya de viejo, escribir un libro. Y la pena es que no escribiera diez. Cada cuatro o cinco páginas, McKenna escribía esto (siempre igual): «He visto gente escuchando música. He visto gente que no muere. Como si no fuera lo mismo».

Lucas se está haciendo pequeño. Está muy mal. Tiene los ojos absorbidos. Está tranquilo así y todo. Está convencido de que ésa es su obligación: estar tranquilo, ir enfermando poco a poco y morirse. También está convencido de que tiene que recordar cosas. Cada vez recuerda más cosas. Recuerda a Rosa y recuerda cosas que no ha visto nunca.

Lucas. Ejercicios

Las polillas son mejores que los japoneses. No todas, claro. Pero algunas polillas son mejores que algunos japoneses. La gente piensa que la gente siempre es mejor que los insectos. Sólo porque son gente. Pero no suele ser. Los murciélagos, por ejemplo, son bastante mejores que las personas. Las polillas no son tan buenas como los murciélagos o como las tortugas, pero sí mejores que algunos japoneses.

La gente ha tratado mal a las polillas. No hay más que coger la enciclopedia. Tres líneas para decir qué es una polilla y cuatro líneas para explicar los daños que hace la polilla a las personas. Otras tres líneas más para contar las maneras más espectaculares de matar una polilla. Nueve líneas en total. Que estropea las ropas, que se come los libros. Mentira. Las polillas no comen ropa. Son las larvas de las polillas las que se comen los jerséis y las que se comen las fajas. Quiero decir que puede que de jóvenes hagan las polillas alguna barrabasada, pero que luego se arrepienten, y que a una polilla adulta (a una polilla que puede ser ya incluso padre de familia) ni se le ocurriría comerse, por ejemplo, el sujetador de una chica joven. Ni de una chica vieja.

Pero no todos los animales son buenos. El cuco, por ejemplo, es bastante malo. Yo he hecho relojes de cuco. Porque le vi cosas buenas al cuco. Y seguramente tengan cosas buenas y cosas malas los cucos. Por eso pienso que algunos japoneses son como los cucos. Eso lo he podido comprobar hace poco. La cosa es que había una expedición japonesa en el campamento base. De un ochomil. Y que empezaron a subir y que bastante arriba encontraron otra expedición, polaca o suiza, y que uno de los de esa expedición estaba medio muerto, y que los compañeros no le podían bajar, y que les pidieron ayuda a los japoneses, y los japoneses que no, que no iban a bajar a nadie, que ellos habían ido a subir, no a bajar, y que no iban a perder el tiempo.

Esos japoneses son peores que las polillas. Los demás no sé.


  1. <a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Estos dos párrafos están en castellano en el original.