40360.fb2
Pasaron dos años, que parecieron breves como un parpadeo; o mejor dicho, no parecieron nada. No hicieron analogía. Los vivos estuvieron vivos, los muertos muertos, y algunos de los primeros pasaron al rango de los segundos. Dos veranos, dos otoños, dos inviernos, dos primaveras… No un espécimen de cada estación, como lo exigía la naturaleza para manifestarse simplemente, sino dos, como lo pedía la supervivencia, la más modesta e insignificante. Y fueron estaciones netas y persuasivas, marcadas como estampas, cada una cargada con sus emblemas propios, nunca con los ajenos. La tierra se pintaba y despintaba, se vestía y desvestía, y la gente lo notaba precisamente en sus funciones. El clima era demasiado utilitario para ser real. Servía a su cometido. La Revolución Cultural había dejado al país más campesino que nunca, lo que es mucho decir tratándose de la China. Se vivía la apoteosis de lo campesino, y como Lu Hsin se adaptaba a todo, esta vez escribió un enorme Tratado de Agricultura, cuya publicación, en cinco gruesos tomitos encuadernados en plástico, fue saludada cinco veces como un acontecimiento de la máxima utilidad. Hizo una docena de viajes en avión por cuenta del Ministerio de Asuntos Agrarios, conoció regiones cuya configuración jamás habría podido imaginarse por sí solo, agregó un tomo extra de apéndices a su obra… y así y todo, a despecho de la creencia de que los viajes hacen más lento el tiempo, los años y las cosas se sucedían muy rápido, en algún momento ya habían pasado y no había nada más que decir. Se preguntaba si esta sensación, que ya no tenía nada de psicológico, no sería un epifenómeno del concepto de «la revolución permanente».
Sea como fuera, lo campesino era lo único autónomo por derecho propio, y en ese flujo de temporadas la China bien podía eternizarse. Era tranquilizador. Promovía un profundo y reparador sueño nocturno.
Al fin de cuentas, la agricultura resultaba la definitiva ciencia de los paisajes. La mayor proeza que podía esperarse del sueño era lograr que en esos escenarios sucediera algo inesperado. Pero también existía una ciencia de los sueños. Además, a los paisajes «se volvía» una y otra vez, sin cesar, año tras año, como sobre soportes eidéticos que encima fueran reales. Las estaciones eran sueños: daban el «tono» del día, y se las olvidaba infaliblemente cuando la realidad volvía. Pero la realidad a su vez se hacía huidiza, se escamoteaba en sus variaciones.
Como lección de todo lo cual había estado el caso de la señora Whu, caso que se resumía en su desaparición de la escena, pero más allá del resumen tenía tantos matices y reverberaciones que era como si todo estuviera por resolverse todavía. Los hechos fueron éstos: en cierta ocasión a la señora le llegó la noticia de que había muerto su padre, y sin dar ningún anuncio, de la noche a la mañana, empacó sus cosas y se fue. Decisión sorprendente, a todas luces; no sólo por cuanto estaban en un país socialista, sino por los escasos miramientos que representaba para con el hombre que le había dado casa y trabajo (aunque ella no había trabajado gran cosa) durante una década y media, y con la niña a la que había criado casi desde su nacimiento. Casi podía decirse que se había marchado sin despedirse, salvo que a último momento, con la valija en la mano, se acordó de decir que se iba. Su padre había dejado una casa, y ella corría a tomar posesión. Al parecer tenía un hermano, insólitamente codicioso, que vivía en algún lugar remoto, esperando, y era imprescindible adelantársele.
Pero entonces los dos más viejos amigos de Lu, Wen Tsi y Hua P'i p'ei -de quienes por supuesto ella no se había despedido, tampoco-, mostraron señales de inquietud. Uno tras otro emprendieron el viaje necesario para recuperarla, no sin antes demorarse en cavilaciones durante el prolongado lapso de un año, hasta que la decisión de obrar, abrupta, cayó sobre ambos con urgencia repetida, y multiplicada en espejo.
Lu trató de apartar el tema de su mente en la vida cotidiana, pero no le resultó fácil hacerlo. Durante todo ese año de indecisión, los dos solterones frecuentaron gravemente su casa, con ceño preocupado. Si habían descubierto el amor, se decía Lu, no podían sino sentirse preocupados. Nadie habría dicho, a priori, que podía despertar ese sentimiento una señora mayor, por no decir vieja, y que bebía en exceso. Pero nunca se podía estar seguro. Además, ellos dos también envejecían, y vaciaban las botellas con pasmosa habilidad. Al menos, se evitaban entre sí con prudente cortesía. Y no hablaban del tema. ¿Qué habrían podido decir?
De los viajes sucesivos que emprendieron al fin, no predijo nada bueno. Pero era todo lo bueno que podía predecirse. Una oportunidad de quince años de extensión era, después de todo, una sola oportunidad. Después venía la segunda. Resultaba, vista en conjunto, una de esas tramas de amor que empiezan aparentemente tarde, cuando la trama general de la vida ya está en pleno movimiento, incluso cuando parece haber agotado su movimiento. El secreto la mantenía joven; el descaro podía hacerla mucho más joven todavía. Por eso Lu Hsin reservaba cierto optimismo en el caso.
Por su parte, soñaba a veces con Yin, que cosechaba grandes triunfos académicos en Shanghai, y había desaparecido, también él, de sus vidas. Lu Hsin lo había descartado, suavemente. Era apenas el modelo de un amor que no sabía, seguía sin saber, si era el suyo. Si lo era, su vida había sido inútil, de eso no había ninguna duda. Pero se había reconciliado con la idea de la inutilidad. Lo entristecía solamente la perspectiva de morir en un estado perplejo, suspensivo. En sus sueños se le aparecía desnudo, inmóvil. Era como si lo viera en una pantalla, y ésta fuera la superficie de sus sentimientos. (Y él fuera el espectador en la oscuridad.) Lo hacía pensar en el cine, arte que nunca antes le había interesado especialmente. Se le ocurría lo siguiente: en Occidente, en Estados Unidos sobre todo, donde toda extravagancia se ponía en práctica, ¿no habrían hecho películas donde se vieran hombres desnudos? Era un poco excesivo, lo concedía. Pero si estaban en los sueños, que siempre vienen después, ya debían de estar en el cine.
De modo que Lu e Hin se quedaron solos en la casita. Ese año ella cumpliría dieciséis, y la sangre montañesa se había revelado plenamente en su físico: era pequeña y robusta, muy, muy fuerte, con la piel más bien oscura y de un pulido incomparable, los ojos más negros que pudieran concebirse, los movimientos muy ágiles. Era la chica más bonita de la aldea, quizá de toda la Hosa, y una de las más inteligentes también. Se había graduado, con honores sin precedentes, en la Escuela de Agricultura, y figuraba como coautora del último tomo del tratado escrito por Lu.
Desde que se quedaron solos ella empezó a cocinar; antes lo había hecho casi siempre Lu, a quien le vino bien el relevo. Pasado el momento de extrañeza al quebrarse una rutina que los había acompañado desde siempre, se adecuaron a nuevos hábitos simplísimos y austeros, que eran los de antes, con las modificaciones lógicas del tiempo. Las amistades de Hin llenaban la casa, pero por las noches tenían largas veladas a solas en las que disfrutaban de la conversación o el silencio, o jugaban una partida de majjong, tanto más complacidos en la intimidad cuanto que este invierno fue lluvioso e inclemente.
Una noche, poco antes de acostarse, estaban tomando té y Hin le preguntó, después de haber pasado un rato sin hablar, «por qué no se había casado».
Lu, a quien estas palabras sacaron de otro rumbo de ideas, muy diferentes, sólo atinó a responder:
– Pero yo me casé, una vez.
– Quiero decir -aclaró Hin-, después de enviudar. Cuando hubiera podido volver a hacerlo.
En un cuarto de siglo, nadie se lo había preguntado, unos por cortesía, otros por presumir sabida la respuesta, los más porque no les interesaba. Eligió una explicación cautelosa:
– Es que he hecho tantas cosas…
– La gente -dijo la niña- suele hacer eso antes que cualquier otra cosa.
– Es que yo en realidad no he hecho nada -proclamó Lu con repentina convicción.
Hin asintió. Dijo, con extraordinaria delicadeza:
– Me preguntaba si había un motivo.
Lu se permitió un esbozo de sonrisa:
– No es sólo el motivo. También hay que tomar en cuenta la oportunidad.
– ¡La oportunidad es el amor! -dijo ella, repitiendo un lugar común que estaba de moda en aquel entonces. Él reaccionó con una de sus habituales paradojas (que en este caso, pero secretamente, no lo era tanto):
– Las oportunidades, las he dejado pasar, por principio: mi oportunidad es lo que está fuera del momento.
Si había alguien que no apreciaba las sutilezas del razonamiento, era Hin.
– Cuando uno salta sobre el instante, en el momento adecuado, puede ser feliz.
– No discutiré con las letras de esas canciones.
– ¿Entonces el señor Lu no ha sido dichoso?
– A eso -dijo Lu- no puedo responder.
Como ella no hizo ningún comentario, agregó:
– Creo que no. Pero no estoy seguro.
– ¿Y la felicidad no habría sido un modo de asegurarse?
– Por ejemplo, el amor.
– Ah, bueno… Creí amar a unos o a otros, pero…
– Pero ¿qué?
– Pero ¿cómo estar seguro?
Hin asintió:
– De niña, yo creía amar a Yin. Pero con el paso de los años comprendí que sólo era un reflejo imperfecto del señor Lu.
– En realidad, yo soy el reflejo de la juventud.
– Sí. Vero perfecto.
Lu Hsin iba a agradecerle el cumplido, pero al mirarla al rostro vio la «sonrisa seria» de Hin, que sólo él reconocía (quizá porque ella no se la dirigía a nadie más). Se quedó callado, pensativo. Las razones dogmáticamente sentimentales de Hin, tan infantiles, su seguridad pedante y deliciosa de adolescente, se cargaban de misterio ahora. Pero Lu Hsin confiaba en descifrar todo misterio. La lluvia forcejeaba en el techo. Uno de los gatos bostezó. Del pico de la tetera salió un hilo curvo de vapor.
– ¿Es cierto -dijo Hin- que nuestro país es el más grande del mundo?
Lu la entendió demasiado bien. No había como el misterio para ser claro.
– Nunca sería lo bastante grande, niña. Nuestras vidas dejan huellas pequeñísimas, pero imborrables, y en todos lados. -Una larguísima pausa-. Nuestro país es como el tiempo. -Había escanciado las palabras como entre bostezos contenidos. El mismo gato de antes volvió a bostezar. Del pico de la tetera salió (increíble, porque el té ya debía de estar frío) un hilillo de vapor. Además, llovía. Lu Hsin agregó, al fin-: Una hija no debe casarse con su padre.
Para su completo desconcierto, cuando creía llegado el momento de sentirse más seguro, por haber hecho una generalización irrefutable, en el rostro de Hin apareció por segunda vez la sonrisa seria.
Ese invierno, Hin trabajaba en una fantástica plantación de remolachas que se extendía en uno de los terrenos recientemente irrigados. Había ingresado al cultivo comunal como asesora, y tan bueno fue su trabajo que quedó a cargo de la planificación, que ella hizo milimétrica por gusto de perfeccionismo, de un plan preventivo contra inundaciones, perentorio por cuanto las lluvias excesivas de la estación hacían temer lo peor. Era su primera responsabilidad grande, y estaba absorta en ella. Pasaba los días enteros en la plantación. Lu la veía salir de madrugada, en la bicicleta, y volver de noche, pedaleando con vigor, con la linterna encendida, con una capa de hule que hinchaba el viento. Ese ardor era parte de la juventud, lo mismo que aplicarlo a la consideración del clima. Lu Hsin, que había sido tantas cosas, estaba seguro de no haber podido nunca ser bueno en la meteorología. Para él, los avatares de la atmósfera constituían bloques; habría creído ofender al aire desmembrándolo en elementos mecánicos.
Un día hablaban del tema en el invernadero que ahora ocupaba todo el fondo del patio (dentro de él Lu Hsin cultivaba flores silvestres: había llegado a formar una colección completa de las especies de la provincia, unas quinientas). Charlaban sentados frente a la mesita plegadiza que Lu llevaba de aquí para allá, en la que había escrito su vasto tratado de agricultura. A través de los vidrios del techo, miraban el cielo gris y amenazante.
– ¿Ha oído hablar de la fuerza Coriolis? -le preguntó Hin.
– Sí, claro. Hace muchos años.
– ¿No es interesante?
Lu no respondió. Nunca respondía a lo interesante. Hin, que lo recordó de pronto, siguió:
– A nadie debería habérsele ocurrido pensar que la fuerza de gravedad podía actuar sobre el viento también.
– A mí se me ocurrió.
– ¿Antes que a… el señor Coriolis?
– Coriolis fue un caballero que falleció hace doscientos años.
– Ah. Creía que era un norteamericano. -Se quedó pensativa un momento-. Pero si la tierra puede desviar los vientos por la mera atracción de su masa, ¿no debería desviarlos siempre en la misma dirección?
– Es lo que hace -dijo Lu.
– ¿Hacia abajo?
– Por supuesto.
– ¿Entonces un viento en estado puro debería correr perpendicularmente a la tierra?
– En la eternidad, sí.
– ¿Y la ley de Coriolis no podría generalizarse?
A Lu le pasaron fugazmente por la cabeza algunas cosas, pero fue terminante:
– En la meteorología, nada se generaliza.
En ese momento, para su inmensa sorpresa, vio aparecer una sonrisa seria en el rostro de Hin. Como si hubiera logrado hacerle decir algo en especial. Pero no era un gesto irónico, todo lo contrarío. Esperó a que volviera a hablar.
– Nunca he olvidado la ocasión en que usted me dijo, hace muchos años, cuando yo era una niña, que la gravedad del sol podía atraer, y mantener atraída, esa gran explosión que es el sol.
– No es una metáfora -dijo Lu prudentemente-. Sucede así en realidad. Cuando te lo dije, supongo que era una hipótesis, ni siquiera entonces era una metáfora; hoy día, lo han probado fehacientemente los astrofísicos.
– ¿Por qué no acepta las metáforas, o las alegorías? Me parece notar un matiz defensivo en su voz. ¿Acaso nuestra vida misma no es toda metáfora?
– Detesto la unidad -dijo Lu-. La vida es múltiple, detallada, dispersa. La metáfora lo coagula todo, horriblemente. Y por otro lado, como bien sabes, nunca he amado al sol.
– Para los occidentales -dijo Hin, que no dejaba pasar oportunidad de mostrar lo que sabía- el sol es el símbolo del Bien.
– Si es símbolo, no puede serlo sino del Bien. Todo eso, me deja frío -resumió Lu, haciendo una metáfora (y una paradoja, además) sin proponérselo.
Un par de noches después, Hin volvió a casa deprimida. Había vuelto a llover, increíblemente, y su bello castillo de razonamientos preventivos estaba a un tris de no poder adaptarse a las circunstancias.
– Todo es tan inútil… -decía, cabizbaja.
Lu trató de animarla:
– No pasará nada. Esta noche revisaremos todos los cálculos, y si quieres mañana puedo ir yo mismo a hacer una evaluación. Se salvarán, podría apostarlo. -Y citó, con una sonrisa, el refrán-: «Yerba mala, nunca muere».
Hin no pudo contener la risa. La gente de la aldea se reía de las remolachas. La plantación se había hecho a título experimental, lo que legalizaba todos los azares. El problema desde el comienzo había sido la extensión desmesurada del plantío. Los chistosos lo llamaban «Europa», en una alusión napoleónica. También decían: «¿Le pondremos azúcar roja a todo el té del mundo?». Lu Hsin era inagotable en sus humoradas sobre el tema.
– ¡De acuerdo! -exclamó la joven-. Esas plantas son ridículas. ¡Pero no son sólo ellas! ¿Y yo? ¿Debo anegarme en lágrimas también, cada vez que llueve?
– La lluvia es buena para el campo.
– A veces, señor. A veces.
Lu se quedó pensando un rato, y después declaró con firmeza:
– La producción no existe.
Hin tardó en asimilar la idea. Tuvo que extraerse de sus pensamientos melancólicos, para ponerse a tono con la alta abstracción de lo que le decía Lu Hsin. Era hábil en ese tipo de maniobras. En unos segundos, le mostraba su dulce rostro redondo vacío de sentimientos.
– ¿No existe… nunca?
– No diría tanto, quizás. O sí. Pero estoy seguro de que la juventud puede llegar a envenenarse con la idea prematura de la producción.
– ¿Por qué prematura?
– Porque son jóvenes. La idea de la producción debería ocurrírsele sólo a gente madura, que ya haya aprendido que no existe.
– ¡Pero es absurdo, es un círculo vicioso!
– Nada de eso. Algún día lo verás tan claro como yo.
– ¿Acaso no somos nada, no somos un producto? -dijo Hin-. ¿Acaso no queda nada de todo lo que hacemos?
– La respuesta -dijo Lu Hsin- es negativa en ambos casos.
Hin no se apresuró a manifestar ninguna objeción. Tomó por la punta un larguísimo tallarín, ya frío, de su plato, y se lo dio al gato. Era increíble el modo en que el animalito sorbía los cuarenta centímetros de ese filamento de comida.
– Yo creía haberme hecho a mí misma. Y, por lo mismo, creía estar haciendo cosas útiles.
Lu levantó el índice al hablar:
– Una doncella no hace nada».
Hin lo miró sorprendida, y él se excusó:
– Es un viejo proverbio. ¿Nunca lo habías oído? No, por supuesto, es un proverbio muy viejo.
– ¿El señor Lu -dijo ella eligiendo cuidadosamente las palabras (había pasado, del dialecto, al pequinés)- piensa en el momento en que Hin se entregue a un hombre?
– Ese pensamiento -dijo sonriendo- sería mi forma de producción. Y de contradicción. -Se quedó callado un momento, como vacilando entre responder o no. Al fin se decidió por la afirmativa-: Sí, lo pienso. O al menos -se rectificó- eso creo.
Lo cual hizo que en el rostro de Hin apareciera una sonrisa seria. Por cuarta vez en el año, contó Lu, que ignoraba que sería la última en esa etapa de su vida.
Pocos días después, en una aldea vecina, hubo una representación de la Ópera Provincial, y Lu accedió a acompañar a Hin, que iría con todo el grupo de jóvenes que trabajaba en las malhadadas remolachas; éstas habían superado el peligro acuático más inminente, pero por algún motivo su crecimiento se había detenido. Habían pensado en tonificarlas, pero no se les ocurría cómo. Lu había sugerido emplear luz, la luz rosa del crepúsculo.
Debían hacer el trayecto en tren. La función empezaba temprano, a una hora en que todavía había luz de día, en invierno. Era una medida previsora en vista de la duración desmesurada, verdaderamente didáctica, de la obra. Lu Hsin ya la había visto, lo mismo que gran parte de las asistentes a la velada, pero por su índole desmitificadora valía la pena volver a frecuentarla. Se trataba de El Dragón de Verdad, una de las piezas más populares de los últimos tiempos. Por lo menos, valía la pena ver por segunda vez al dragón. Con una visión el mensaje quedaba incompleto.
La idea del argumento, como es bien sabido tratándose de un clásico moderno, consiste en la aparición legendaria, pero esta vez «real», del monstruo imaginario que más ha aparecido en la China, el dragón. La moraleja: cuando una fantasía se ha repetido tanto que el sentimiento de la irrealidad ha llegado a embotarse, es preciso despertar a la gente. Y no se la despierta convenciéndola de una vez por todas de lo que ya está convencida, esto es, de que lo fantástico no es real, sino todo lo contrario: poniéndole el dragón bajo las narices, en todo su esplendor flamígero. Lu sospechaba que en la trama había algo demasiado sutil, que la hacía imposible, pero eso no hacía sino aumentar el placer de volver a verla.
Porque no se trataba de pensar el asunto; había que hacerse presente, ocupar la butaca. En el teatro convencional, hacer aparecer al dragón ya era bastante complicado; aquí, donde su aparición constituía el toque realista, cuando las canciones se silenciaban, se retiraban las lentejuelas de la lluvia y se apagaban las luces de supuestas lunas y soles ponientes, resultaba algo más que difícil. Lu Hsin no le sacó los ojos de encima, todo el tiempo que estuvo en escena. Mirar fijo al dragón, era el gesto más inmemorial de los campesinos; tanto, que se confundía con su empleo del tiempo. Y se le ocurrió que, al fin de cuentas, ese dispositivo de ultrametáfora y alambre, que escupía fuego griego y daba coletazos sobre el tablado, era real. Lo que los autores de la obra habían ocultado en los dobles fondos de su mensaje, era que el dragón siempre existía. En ese caso, eran artistas de verdad: no les importaba pasar por estúpidos.
Al salir del teatro, como era bastante tarde, fueron directamente a la estación. Los jóvenes condiscípulos de Hin se pegaban a Lu como un enjambre de moscas; no querían perderse una palabra, bebían con avidez sus comentarios para repetirlos al día siguiente. Para ellos era un prócer, una leyenda viva, el autor de «La espera pueril», el texto más reproducido en los dazhibaos de todo el país. Una vez en el tren, agotado el tema de la obra, al menos por el momento, y a partir de su carácter didáctico, la conversación viró hacia la política educativa.
En respuesta a la atención de los jóvenes, Lu Hsin se hallaba inspirado. La función de teatro, además de llenarlo de ideas, había actuado como un alcohol sobre sus nervios. No defraudó a su auditorio, pues en el curso del viaje se hizo tiempo para improvisar una persuasiva teoría, que expuso en resumen, sin entrar en excesivos detalles.
Sobre la educación, creía que las reformas que se instaba a la gente a pensar y proponer eran inconducentes, y peor todavía, inhibían un pensamiento eficaz sobre el tema. El mero concepto de «reformas» chocaba con el de «pensamiento». Pensar era un gesto muy radical: podía tener por objeto lo que no existía, exclusivamente, y en modo muy fugaz. Y la educación existía. En tal caso, quedaba por hacer una sola cosa, a su juicio muy razonable, y para nada utópica (utópicas eran las tímidas reformas): invertir completamente el curriculum, adecuando de modo algo más razonable los datos. La universidad debía venir primero, para párvulos de tres a cinco años. El infantilismo universitario venía como anillo al dedo a esa edad: la especialización obsesiva, el «interés» personal subjetivo, el profundo pozo de ciencia sin relación alguna con nada ajeno a él, la repetición (el discurso ya oído, pues las ciencias no se inventan cada vez), el saber útil de utilidad inmediata, para «vivir» con él, los lenguaje científicos con sus palabras tontas y sonoras, la universidad-ciudad, el mundo aparte, y sobre todo las reivindicaciones estudiantiles y la política en los claustros, que tomaban sentido puestas en práctica por el infante caprichoso y tiránico, Su Majestad el Niño.
Entre los seis y los doce años, el Colegio Secundario, cuyas características se adaptaban inmejorablemente a la edad, la del despertar de la inteligencia: el enciclopedismo, que al fin tendría alguna utilidad como método de aprendizaje de la lectoescritura, la sucesión al azar de los profesores a lo largo de una larguísima mañana (o una tarde) de aburrimiento, y era la edad del aburrimiento, el desprecio por el saber, la busca deportiva de resultados, es decir, de las notas.
En este punto, decía Lu Hsin, se completaba la etapa obligatoria, y los que interrumpieran aquí sus estudios ya estarían preparados para la vida, para la estupidez y burocratización profundas e inerradicables de la vida en sociedad, que constituían un dato tan existente como la educación misma. Para las elites de la inteligencia y el esfuerzo, venían las etapas siguientes.
En primer lugar, la Escuela Primaría para adolescentes de trece a diecisiete años. Sus programas conllevaban los elementos de un saber ya elevado: una introducción al uso de los materiales, cuadernos, carpetas, lápiz, tinta, la cartuchera, el sacapuntas, la escuadra, los lápices de colores; el aprendizaje de la lengua, silabarios, libros de lectura; los números; disciplina en el aula, prolijidad, cuidado de los útiles; los recreos, y una primera aproximación a la gimnasia.
Por último, ya en el nivel más alto, y sólo para quienes, entre los dieciocho y los veintitrés años, mostraran capacidades para ello, el Jardín de Infantes, donde se cultivaban las más altas potencias del hombre: las artes: música, pintura, modelado, teatro, fábulas; el uso del cuerpo: juegos libres, el arenero; la socialización: paseos, pernoctadas, cumpleaños; y, en materia edilicia y de amoblamiento, el mundo a la medida de la persona.
Los jovencitos lo escuchaban boquiabiertos: un nuevo mundo se abría ante ellos. El tren atravesaba la noche china, directo a su destino. Lu Hsin nunca lo supo, pero uno de sus ocasionales oyentes, al tiempo que miraba las negras profundidades de la ventanilla, donde se reflejaba todo el grupo, y cuando todavía resonaban en sus oídos las últimas palabras del maestro, desarrolló sobre ellas una involuntaria ensoñación: un mueble demasiado grande o demasiado pequeño podía no tener consecuencias en la vida corriente, pero el mismo defecto en una tacita podía hacer eterna la hora de tomar el té. El tren llegó.
En la estación se dispersaron, cada cual con rumbo a su casa. Como Hin no había traído linterna, algunos se ofrecieron a alumbrarle el camino a ella y a Lu, pero éste declinó el ofrecimiento. La luna, que en ese momento asomaba por sobre las montañas, haría con creces su papel de fanal portátil. Los jóvenes, con apuro de liebres, recogieron sus bicicletas que habían dejado a cargo de los empleados ferroviarios, y partieron veloces. La niña y el sabio salieron caminando por el sendero que prolongaba el andén y bajaba a la aldea.
Era una noche fría, pero no demasiado. Las lluvias parecían haber caldeado el invierno, y las nieves habían pasado casi inadvertidas. De no haber sido una exageración, podrían haber dicho que ya se anunciaba la primavera. Por el cielo corrían unas nubes alargadas, que sólo la luna había venido a hacer visibles. Sus bordes azulados cortaban el negro intenso de la atmósfera.
Abajo, en la tierra, todo era extraño. No tenían el hábito de los paseos nocturnos (la gente de campo nunca lo tiene), y a esta hora, las cercanías de la aldea les resultaban irreconocibles como un país extranjero. Pero eso, a su vez, sí les era habitual y conocido: los chinos tenemos distintos mundos superpuestos, a nuestra disposición, al alcance de la mano podría decirse, y lo más fantástico está bajo una imperceptible capa de luz, incluso nocturna, o de laca cotidiana.
– ¿Y si se nos apareciera el dragón? -bromeó Hin.
– Si fuera real…
– Debería serlo, después de todo lo que se dijo esta noche.
Las voces resonaban en el metal nocturno, en el frío, en la nada que envolvía todos los mundos. Hin tenía una voz tenue, pero con una resonancia vigorosa que la hacía muy diferente de las voces habituales. La de Lu en cambio era completamente opaca, convencional.
– Si saliera de la oscuridad, frente a nosotros -insistió Hin-, ¿qué haríamos?
– ¿Qué podríamos hacer? Nada. Cualquier cosa. Lo que hacemos siempre.
– De todos modos, no podría dejar de haber una reacción.
– Eso es inevitable. Siempre reaccionamos a lo que sucede.
– Pero está la noche -dijo ella mirando a su alrededor. Como a muchos jóvenes muy jóvenes, la ruptura de los horarios acostumbrados le producía un estado de euforia-. La noche es apropiada para la venida de los seres… dudosos.
Lu Hsin soltó su vieja risita de mandarín, el único recodo de su voz donde había una resistencia a lo opaco:
– La noche, niña, es lo que está en el fondo de una mirada. Y las miradas son las fundas de la luz, que se dan vuelta siempre al sacarlas. Por eso la noche, y los dragones, siempre están apareciendo.
– ¡Creí ver unas florcitas blancas! -dijo Hin tras una pequeña exclamación de sorpresa. Se había detenido, y volvió unos pasos atrás mirando el suelo -. Habría jurado que brillaban… -musitó para sí misma, decepcionada.
– ¿Estaban desarmadas? Sería el Hannokan.
– Me pareció que parpadeaban.
Eso le interesó más a él. Ya habían reanudado la marcha, renunciando a hallarlas.
– ¿Parpadeos? ¿Como vistas de costado?
– Por el contrario. Me pareció verlas a mis pies. Quizás las pisé sin querer.
– ¿Unas florcitas de corola redonda, entonces?
– Sí… Diría que redondas.
– En ese caso, podrían ser unas viejas conocidas mías.
– ¿Cómo se llaman?
– El nombre no te diría nada. Desde hace tiempo sospecho que tienen cierta fosforescencia preliminar. Mejor dicho, la deduje de su dispositivo de polinización, pero nunca he podido probarlo. Flores con señales luminosas, es casi obvio que existan, al fin. No sabemos gran cosa de la flora nocturna.
– Pero debería ser muy fácil de demostrar -dijo Hin, asombrada por esta especie de desaliento en alguien tan emprendedor-. En una cámara oscura.
– No, qué va. Habría que intentarlo con espejos.
– ¡Claro, con espejos!
– Es fácil decirlo. Pero manipular espejos en la oscuridad es lo más engorroso que hay.
– Con dejar uno afuera…
– ¡Ja! Un espejo afuera, y un reflejo adentro. Me falta paciencia.
Fueron en silencio unos metros, hasta que Hin hizo una declaración intempestiva:
– El dragón no mira.
– No -dijo Lu Hsin-. Es una pura presencia lumínica. Ni siquiera acecha.
– Igual que esas florcitas.
– No creas -dijo la voz de la experiencia-. No creas.
Ésa era la virtud del dragón. Después de todo, sí se les había aparecido. La idea se volvió turbadora de pronto. En efecto, estaba la posibilidad de que el dragón apareciera. Pero, pensó Lu, era una posibilidad tan incalculablemente remota que lo contaminaba todo, todo en la noche que envolvía los caminos familiares con su velo de extrañeza. Y cuando todas las cosas se habían vuelto imposibles, el dragón brotaba de la tierra. Más que un razonamiento, era un método: la educación de los niños chinos, con un juguete didáctico grandísimo.
Sin deliberación alguna, habían tomado el camino que se transformaba en la calle donde vivían, aunque era un poco más largo que el otro, que cruzaba por el centro de la aldea. Era un rumbo tan familiar que Lu habría podido recorrerlo con los ojos cerrados; era el camino de toda su vida. Pero no fue necesario cerrar los ojos: el claro de luna bañaba a lo lejos las laderas de las montañas, y más cerca, proyectaba las sombras de ellos dos en el suelo. Cuando llegaron al borde del terraplén desde el cual comenzaban a bajar, tuvieron un panorama de la aldea dormida, y de su casa, con la brillante cinta de vidrio que era el techo del invernadero.
– Es como un día -dijo Hin.
– Es una luz engañosa -opinó Lu Hsin.
– No -dijo por su parte Hin-. Yo podría reconocer…
Y en esa palabra la frase quedó interrumpida. Por casualidad (estaba algo más adelantada) él había quedado mirándole la cara. Ella se volvió y lo miró a su vez. Por un azar de su disposición, la luna daba en los dos rostros. Y Lu Hsin pudo ver que en el de Hin no estaba la sonrisa seria. Era el único en el mundo que podía verla; luego, era el único que podía ver su falta. Los rasgos de Hin estaban vacíos de toda expresión, hasta de la más secreta. Todo pareció deslizarse hacia el pasado, incluido el tiempo mismo. Y fue entonces, no antes, cuando Lu Hsin, que se había equivocado tanto, supo qué era el amor. Su vida entera se borró súbitamente en el resplandor discreto de la luna. Ya ni siquiera eran errores o aciertos; no era nada, simplemente.
El resto fue trivial y cortés; se casaron para las fiestas de la primavera. Tienen dos hijos, el mayor ya en la universidad. Lu Hsin cumplió setenta años hace poco, goza de excelente salud, y sus trabajos prosperan. Actualmente dirige un proyecto comunal de forestación de altura en las montañas Verdes.
15 de enero de 1984