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CAPÍTULO 10

Qué difícil es vivir cuando uno guarda un secreto que no puede contar a nadie. Qué difícil me fue hablar con la gente esa semana, compartir toda una jornada con Teté en el mismo parque del Antiguo Matadero en el que habíamos encontrado al niño, qué difícil hablar con ella de ese bobo de Sanchís, qué difícil inventar respuestas que le gustaran a sus falsas peticiones de consejos.

– Ay, ¿tú qué harías?, Sanchís me dice que me echa de menos, me sigue hasta casa, me lleva en el coche, me pone la mano aquí, me la pone acá, tú qué harías si estuvieras en mi lugar.

Y digo que era falso el que me rogara que yo le diera mi sincera opinión sobre el particular (aunque me duela, decía, aunque me duela) porque la gente, en un 99,9 por ciento, no te pide que le des el consejo que honradamente tú estás dispuesto a dar sino el que ellos están esperando. Lo que ella quería es que yo le dijera, sí, Teté, tienes que echarte en sus brazos, porque la vida es corta y el amor es el amor y es posible que él te quiera locamente pero la otra (su mujer) le presiona, la otra le presiona sin necesidad de montarle un número, la otra es una pasiva-agresiva. Yo sabía lo que me estaba pidiendo, sabía las frases que quería oírme pronunciar y así mismo se las iba diciendo, como si fuera leyéndole el cerebro. Yo estaba ahí, tan falsa como ella, entendiéndola, y ella, llorando.

Parece que este parque hace llorar a las mujeres, pensaba yo. Hacía que la escuchaba pero no, sólo repetía sus deseos, en realidad, mis pensamientos no podían escaparse de aquella noche: el bebé, Milagros, la caja de zapatos.

– Ay, Rosario -decía Teté interrumpiéndolos-, que ahora dice que se ha quedado embarazada, la muy cerda, lo ha hecho a propósito. Si apenas tienen relaciones, si en un mes le ha echado dos polvos mal echados, y porque el pobre se ve obligado, porque la oye dar vueltas y vueltas en la cama y suspirar, lo que tú dices, una agresiva-pasiva, y él es un buen hombre, y no quiere hacerla sufrir, y dice que si la echa un polvo, al menos consigue que ella se tranquilice y le deje en paz durante quince días, y él necesitaba paz, Rosario, necesitaba paz para tener la valentía necesaria para decirle que se va, que está enamorado de otra, pero él tiene miedo, tiene miedo de que ella malmeta a la niña contra él, ya sabes que hay mujeres que utilizan su poder con los hijos. Rosario, te lo cuento a ti porque eres la única que puede entenderme, porque sé que no vas a ir a nadie con el cuento y porque vas a entender que me esté acostando otra vez con él, bueno, acostando, lo que se dice acostar, acostar, casi no nos hemos acostado nunca, todo ha tenido que ser un poco deprisa y corriendo, ay, Rosario, las mujeres somos lo peor para las mujeres.

Ten paciencia, le decía yo porque sabía que era lo que ella quería oír, leyendo línea por línea su pensamiento, ten paciencia, tendrás que esperar a que nazca el niño, pero ten seguro que Sanchís te quiere.

¿Me quiere, tú crees que me quiere?, decía entre sollozos.

Pues claro, boba, no te va a querer, un hombre no te perseguiría de esa manera si no te quisiera. Gracias, Rosario, yo me fío de ti, porque sé que las otras, bueno, las otras…, me dirían lo que fuera, lo primero que se les pasara por la cabeza, pero tú siempre dices las cosas de corazón, aunque sean impopulares. Rosario, por eso confío en ti. Porque no te importa ser impopular.

Y yo te lo agradezco.

Y, tú, Rosario, ¿tú no confías en mí?, me preguntaba mirándome a los ojos con una dulzura que no había quien se lo creyera.

Pues claro que sí, le decía yo.

¿Y por qué no me cuentas nada?, me decía.

Porque no tengo nada que contar.

¿Nada, nada de nada?, me decía aún con lágrimas pero ya con la sonrisa.

Nada. Mi vida es muy simple, Teté, te lo aseguro.

¿No estás enrollada con alguien?, preguntaba.

No.

Dicen que sí, también decían que lo tuyo con Milagros era raro, pero yo no me lo he creído nunca, Rosario.

Pues has hecho bien, le decía yo poniéndome a barrer para que no se me notara la rabia.

¿No tienes algún rollo con alguien del trabajo?, insistía la pesada.

El día que yo tenga algo de verdad serio con alguien, Teté, serás la primera en saberlo, eres mi amiga, ¿no?, le decía yo con el cepillo en la mano, interpretando el papel de alguien que confía en los seres humanos.

Pues claro, decía ella, ya lo sabes, hemos tenido nuestros más y nuestros menos, pero en el fondo siempre ha habido ahí un cariño latente.

Latente. Eso dijo. Será idiota. Teté es una de esas personas que en cuanto introducen en sus frases una palabra un poquito más complicada la cagan. Latente, dijo. Y yo ahí, con mi secreto, como quien se ha tragado un sapo. Ay, si tú supieras, bruja, pensaba yo, si supieras que hace sólo tres noches Milagros encontró un recién nacido y se lo llevó a casa y yo estoy aquí, sin hacer nada, haciendo como que me importa lo que me cuentas y sin saber cómo acabará la cosa, sin querer ir a su casa por no comprometerme, sin querer pensarlo siquiera para no sentirme como el culo, fingiendo que Milagros está de verdad enferma, pero no con la intención de ser cómplice de su mentira, sino por pura cobardía, intentando convencerme a mí misma de que aquí no ha pasado nada, de que yo no fui testigo de la última locura de la monstrua. Ay, si tú supieras, bruja, que no quiero pensar en eso porque me siento muy mala, muy mala persona.

Qué difícil fue durante esos días ir al despacho de Sanchís y hablarle vagamente de la salud de Milagros, dejar pasar el martes, el miércoles, y volver el jueves para decirle, hablé ayer con ella por teléfono y parece que ya va mejor. Qué difícil cuando Sanchís me dijo que qué pasaba con la baja, que si yo no podía hacerme cargo, que tal vez yo debería acercarme a su casa a por ella, o llamar a su tío Cosme para que fuera un momento con el taxi y se la trajera. Bueno, le dije, mejor que molestar al tío ya te la traigo yo. Qué difícil decirle una noche tras otra a Morsa que no tenía ganas de echar un polvo, pero que, por favor, que no se fuera, que se quedara conmigo porque quería que durmiéramos juntos. Como un matrimonio, decía él. No lo sé, Morsa, no lo sé todavía. Como amigos o como hermanos, como qué, decía. Ay, no sé, como qué, Morsa, sólo te pido que por unos días me dejes en paz. Qué difícil era para Morsa comprender eso. Me abrazaba, y yo se lo agradecía, pero el abrazo siempre acababa en la misma lucha absurda, primero ponía sus manos en mis hombros, luego empezaba a acariciarme el pecho, y yo tenía que cortar por lo sano, porque sabía que se estaba animando, no, no, Morsa, no sigas por ahí, ya sabes que no, te lo dije antes de que nos metiéramos en la cama y me prometiste que no lo intentarías; pero entonces, cuándo, decía él, y yo le decía, es sólo unos días malos que estoy pasando, pero esto se pasa, me conozco y sé que se pasa. Y él me decía, ¿y si me hago una paja?, y yo me enfadaba, y le decía, ni se te ocurra, grosero, entonces te echo a patadas de la cama. Yo sabía que era cruel pidiéndole compañía sin darle nada a cambio, porque Morsa me ha deseado siempre de una manera que yo no acabo de entender, tal vez porque yo nunca lo he deseado a él de la misma, y también porque me extraña que alguien me desee tan intensamente.

Es complicado convivir con un secreto. Por muy bruto que sea Morsa, a mí me hubiera aliviado contarle la verdadera razón por la que Milagros estaba faltando al trabajo. Puede que él me hubiera agarrado entonces del brazo, me hubiera montado en el coche y me hubiera obligado a ir a casa de Milagros. Estoy segura de que Morsa no hubiera permitido que el tiempo pasara sin actuar. Morsa no hubiera entendido mi actitud, ahora lo sé. No hubiera entendido que yo dejara marchar a Milagros con la criatura metida en una caja de zapatos y no me decidiera a llamarla, como así fue, hasta seis días después.

Qué hice, dejar que Milagros se perdiera en dirección opuesta a la mía a las cinco y media de la madrugada. La abandoné como quien deja que un niño se interne en un bosque. Allá tú, ésa fue mi actitud. Podía haberme negado a que se llevara al niño, eso es lo que hubiera hecho Morsa, por ejemplo, a lo mejor lo que hubiera hecho cualquier persona normal; podía haber peleado con ella hasta llegar a las manos si hubiera sido preciso, igual que me peleé por la mierda de la parrilla, podía haber dejado que llorara y que gritara todo cuanto quisiera, ya se le hubiera pasado, y entonces le hubiera arrebatado al niño de sus brazos y habría salido corriendo al hospital. Podía haber actuado de esa manera, y de hecho, hay veces que la escena se repite en mi cabeza y cambio el final e imagino que las cosas ocurrían como debían haber ocurrido, pero no, la dejé que se saliera con la suya, la dejé pero al mismo tiempo no quise ser su cómplice, no quise ir esa misma tarde a su casa para echarle una mano y comprarle comida y ser la tía Rosario. La tía de Christopher. Me lavé las manos, por decirlo claramente, me pudo la cobardía. Su manera de llorar aquella noche, tan desconsolada, tan infantil, me dio mucha pena, sí, pero no tanta pena como para arriesgarme y ayudarla con todas las consecuencias.

Actué esos días fingiendo que no pasaba nada. Esperé a que me llamara y no me llamó. La vida se me hacía rara sin su presencia, sin que me estuviera esperando cada mañana en el portal, sin que me llamara cada dos por tres por las cosas más absurdas. Y el secreto, a cada momento que pasaba, se iba haciendo más y más insoportable. El sapo estaba ahí, en la boca del estómago.

El jueves, seis días después del hallazgo, la llamé. Su voz me pareció algo mustia, o a lo mejor eso es algo que me parece ahora cuando lo recuerdo. Todos somos muy perspicaces a la hora de predecir el pasado, pero en el presente la mitad de las cosas pasan delante de nuestros ojos sin que nos demos cuenta de su verdadero sentido.

– Era un niño -me dijo-, ¿ves? Lo supe en cuanto lo vi, eso es algo que se nota en los ojos.

– ¿Cómo te las apañas?

– Vaya, sin problemas.

– ¿No te ha visto nadie?

– Aún no, no lo quiero sacar todavía a la calle. El veterinario me dijo que a Lucas no lo sacara hasta que pasaran dos meses bien cumplidos.

– Pero lo que tú tienes ahora es un niño, no es un gato.

– Ay, ya, eso ya me lo has dicho. Si llamas para echarme la bronca…

– En el trabajo me preguntan por ti.

– Bueno, ya veré cuándo vuelvo.

– Tendrás que volver… o pedir la baja. Me ha dicho Sanchís que vaya por ella a tu casa. Es que si no decía que iba a llamar a tu tío Cosme.

– Conseguiré la baja. Eso no es problema. Eso me lo gestiona mi tío.

– ¿Tu tío lo sabe?

– No, no, a él no puedo contarle esto.

– ¿Necesitas algo, yo qué sé, que me vaya esta tarde contigo?

– No, esta tarde no, tengo muchas cosas que hacer en la casa, he tenido que cambiar todo de sitio. Le he puesto el reloj de cuco en el cuarto.

– Anda que las ideas que tienes. Se te va a despertar.

La oí respirar fuerte, como si no estuviera dispuesta a aguantar mis broncas de otras veces.

– ¿Con quién estás de turno? -me dijo, haciendo evidente que quería cambiar de conversación.

– Con Teté.

– Menuda bruja.

– Sí, menuda bruja.

– Te intentará sonsacar.

– Pero ya sabes que conmigo no puede. A Morsa no le voy a decir nada, eso quiero que lo sepas.

– Mejor, Morsa es un cotilla, aunque sea tan amigo tuyo.

– Ah, deja eso ya -le dije. De fondo se escuchaba la voz de Luis Miguel-, Milagros, tendrás que hacer frente a las cosas, ese niño tiene que estar apuntado en un registro, tendrá que ir a un pediatra, yo qué sé, no puedes quedarte con él en casa para siempre.

– Ya lo sé, ya lo sé, sólo llevo seis días aquí metida, no te pongas nerviosa.

– ¿Voy mañana?

– ¿Mañana viernes?… Mejor el domingo.

– ¿Estás contenta?

– Pues claro que estoy contenta, como para no estarlo.

– No sé, te noto rara, como si no tuvieras muchas ganas de hablar conmigo.

Se echó a reír.

– Es que me ha dado un poco de depresión posparto.

– Anda, serás boba.

– Ríete, a las madres de los adoptados les pasa igual, como que de pronto todo se te hace muy cuesta arriba.

– ¿Ese disco de Luis Miguel es el mío? -le pregunté.

– Sí.

– ¿Y qué hace en tu casa?

– Como dijiste que lo ibas a tirar, que te ponía muy triste, pues me lo llevé.

– Ay, Milagros, pero una cosa es decirlo y otra cosa es que te tomen la delantera.

– Hace un momento me llamas por si necesito algo y no paras de meterte conmigo por una cosa o por otra. Eso cansa -dijo, la voz le temblaba un poco.

– Que no, mujer, quédate con el disco, si sólo digo que me da rabia que no preguntes antes de llevarte una cosa que no es tuya. Pero vaya, que el disco te lo puedes quedar.

– Cuando escucho la de Se te olvida, ¿sabes cuál?

– Sí, claro.

– «Se te olvida, que me quieres a pesar de lo que dices -cantaba rápido, para recordarme esa parte de la letra-, pues llevamos en el alma cicatrices, imposibles de borrar», cuando oigo eso me acuerdo de ti.

– Anda que las cosas que me dices.

– Puedes reírte de mí, como siempre, pero yo me acuerdo de ti. Cuando oigo que llevamos en el alma cicatrices se me pone una bola aquí en la garganta, Rosario.

– Pues no la escuches, que la música es muy mala cuando se está triste.

– Que no estoy triste, te he dicho, sólo me pasa lo que es natural que me pase, lo que le pasa a todo el mundo en estas circunstancias, Rosario.

«Lo que le pasa a todo el mundo en estas circunstancias.» Lo demás lo cuento como lo recuerdo pero esa frase la dijo así literalmente, con esas mismas palabras. El domingo me levanté inquieta. Por primera vez era yo la que contaba los minutos que me faltaban para verle la cara, la cara de la Milagros nueva, esa Milagros misteriosa que no me había dejado ir el sábado, que parecía tener unas actividades ajenas a su amistad conmigo, por primera vez era yo el perro y ella el ama, por primera vez ella parecía no estar dispuesta a aguantar mis consejos, mis lecciones, mis regañinas. Sentía curiosidad por esa nueva Milagros que había oído por teléfono, que parecía tan loca como la otra pero con más genio. A lo mejor era la maternidad, pensé, que te cambia de pronto y te vuelve una loba que ha de proteger a su cría.

El domingo, ese domingo, antes de bajar al metro, entré en la pastelería y compré unos buñuelos de nata y chocolate. Nunca los compro salvo que tenga una razón poderosa porque con los buñuelos no conozco el límite, puedo comerme, yo sola, uno detrás de otro, un kilo de buñuelos sin pestañear. Compré también en el puesto de la gitana una docena de claveles rojos, y cuando me senté en el vagón pensé que realmente tenía toda la pinta de que iba a ver a una recién parida. Milagros se reiría al ver los buñuelos, igual que yo me reía por dentro, recordando esos viajes viciosos que hacía a la nevera cuando ella me traía buñuelos por el Día de Todos los Santos y hasta que no acababa la bandeja era incapaz de concentrarme en la tele o en la conversación. Si yo fuera como tú de flaca, me decía Milagros, que parece que te has comido una solitaria, me comía cinco bandejas. Y yo le decía, si yo también tengo tripa, Milagros, lo que ocurre es que si me comparas contigo parezco anoréxica.

Con las flores y la bandeja de los buñuelos me bajé en Ventas y crucé el puente de la M-30, que a eso de las seis de la tarde estaba hasta arriba de gente que iba de un lado a otro, a paso lento, no como yo, que llevaba el ritmo del que tiene un destino. La gente cruzaba aquel puente espantoso por el simple hecho de pasear, porque en Madrid ocurre lo que no ocurre en ningún lugar del planeta, que la gente pasea por unos sitios inmundos y se asoma a los puentes que cruzan las autopistas como quien se asoma a ver las olas del mar.

Milagros vivía, en su pisito diminuto, al lado del Tanatorio. Me acordé, de pronto, de cuando Milagros y yo íbamos con el taxi de madrugada a tomarnos un gin-tonic al bar del Tanatorio, y teníamos el cuajo de estar allí bebiendo una copa, rodeadas de gente llorando que entraba y salía. Realmente, si te pones a pensarlo en frío, cuando eres joven tienes muy poca sensibilidad, porque yo no recuerdo haberme sentido incómoda en ningún momento por estar allí bebiéndome mi gin-tonic con pajita en un ambiente de tanto sufrimiento. Y aunque la idea de ir al Tanatorio surgió de Milagros, porque le había dicho su tío Cosme que ahí recalaban muchos taxistas porque el café era buenísimo y porque sabían que lo bueno del Tanatorio era que nunca te lo ibas a encontrar cerrado, yo, siendo justa, no puedo echarle la culpa de todas nuestras excentricidades a Milagros. Ella tenía la disculpa de su infantilismo pero yo, descontando mi tendencia a la depresión, siempre he tenido la cabeza en mi sitio. Más bien, habría que pensar que la juventud es esa edad en que la filosofía vital consiste en que los demás (el prójimo) son unos gilipollas y la desgracia ajena es eso, ajena.

Si me ponía a pensar, gran parte de mis recuerdos estaban relacionados con la loca de Milagros. Y ahora, fíjate por dónde, iba a su casa, en la que sólo había estado, por cierto, dos o tres veces desde que la compró, porque ni me gusta viajar en metro (menos teniendo que hacer transbordos), ni me gusta ir a la casa de la gente, porque tengo que celebrar cómo está decorada la casa y la comida que te preparan y los niños que tienen, ni me gusta estar obligada a quedarme un rato después de las comidas, no sé lo que hacer y me siento incómoda y no sé cuándo es el momento en el que esa familia o esa persona quiere que me vaya. Prefiero quedar en los bares y si me harto, me largo.

El niño cambiaba mucho las cosas. Si Milagros lograba salir del lío en el que se había metido y conseguía que no le arrebataran a la criatura (yo en ese momento no me podía imaginar cómo) tendría alguien en la vida en quien pensar que no fuera yo. Yo, yo, yo, el centro de su vida, estaba pasando a segundo plano. Y de pronto, me daba cuenta de que me sentía algo celosa y no sabía cómo reaccionar ante ese sentimiento. Milagros, la madre. Y yo, la tía. ¿No había querido librarme de ella toda la vida? Pues ahora existía una razón poderosa para que me dejara en paz. Pero en vez de estar aliviada, me sentía, de pronto, un poco sola en el mundo. Tenía que reconocer, pensé, que no sólo Milagros era una persona especial, yo a veces también era un poco retorcida.

Llamé al timbre. La voz de Luis Miguel inundaba el descansillo, bajaba por la escalera hasta el piso de abajo. «El día que me quieras, bajo el azul del cielo, las estrellas celosas, nos mirarán pasar.» Milagros abrió. Nos quedamos mirando la una a la otra sin decir nada, como si de pronto sintiéramos vergüenza, la que sienten los niños cuando vuelven a la escuela después de no haberse visto durante el verano. Yo con las dos manos ocupadas, los pastelillos, las flores.

– Bueno, qué -le dije-, me dirás que pase.

– Es que te quedas ahí parada -dijo-, ¿me darás un beso?

Le di un beso y le puse las flores y los pasteles en la mano.

– ¿Y esto?

Me encogí de hombros.

– Pues eso, buñuelos y claveles.

– Qué detallista.

Milagros entró y yo detrás de ella.

– Estaba terminando de poner el café -dijo, y se metió para la cocina.

La casa había cambiado muchísimo desde que yo había estado la última vez, ¿cuándo, hacía ya un año? Estaba todo primorosamente colocado. En el salón yo podía reconocer y si no imaginar todas aquellas cosas que Milagros había ido pillando de la basura. Había tal acumulación de adornos que a uno le daba miedo moverse, porque daba la sensación de que si tirabas algo, todo se vendría abajo, pero lo que me sorprendió fue que siendo las cosas muy viejas, algunas rotas, el salón no dejaba de tener un aspecto limpio, ordenadísimo. En la pared había colgado dos mosaicos que habíamos hecho en el colegio, dos payasos, uno de ella y otro mío. El mío con una lágrima. Me acuerdo de lo artístico que me parecía cuando lo hice. Un humidificador soltaba vapor con esencia de eucaliptus y daba al ambiente un aire húmedo, aromático y agradable. La pata que le faltaba al sofá había sido reemplazada por un bote de pintura, las acuarelitas de marinas que habrían pertenecido Dios sabe a qué pobre mujer estaban allí adornando las paredes, los maceteros de macramé de los que colgaban los potos, los juegos incompletos de café, la mantita del sofá, cuántas cosas venían de nuestros trasiegos por la calle. Los muñecos de peluche tiesos y duros con los que nunca jugaban los niños, al menos en mi casa mi madre nunca nos dejó, estaban de adorno en la estantería del cuarto. Los muñecos tuertos: el caballito del balancín, el tigre horrendo, la niña tirolesa. Las mil y una noches de Milagros. Y mías.

– Milagros -le dije, sin saber por qué, con cierto apuro-, ¿y el niño?

– En el cuarto -dijo desde la cocina-, ven, ayúdame.

En la puerta de la cocina me dio un plato de porcelana con los buñuelos amorosamente colocados. Ella llevaba la bandeja con la cafetera humeante y las tazas. No me hablaba, estaba entregada a las faenas de anfitriona, como si fuera una madre muy en su papel de recibir visitas.

– La tienes muy bonita -dije, recorriendo otra vez con la mirada el pequeño salón. Y no se lo decía cínicamente, se lo decía como se le miente a una abuela o a un niño, con una mentira cargada de buenos sentimientos.

– A mí me gusta. Y mira qué pedazo de cielo veo desde la terraza -descorrió la cortina y ahí estaba, el pedazo de cielo rojo del atardecer de un domingo de mayo-. Cuando tenga dinero la cerraré y así podré tener aquí invernadero y salita de lectura.

– ¿De lectura?

– Sí, quien dice de lectura, dice de costura, o simplemente para mirar el cielo en primer plano. No todo el mundo puede decir que ve este cielo desde su casa.

– Yo no, desde luego.

– Encontrarás esto un poco más recargado que tu salón…

– También hay que tener en cuenta que tú llevas más tiempo decorándolo. Con el tiempo, todas las casas se llenan.

– Eso también es verdad. Bueno -se me quedó mirando-, nos podríamos sentar.

– ¿Puedo pasar al servicio?

– Pues claro. Yo en tu casa nunca te pregunto si puedo pasar al servicio.

– Ya sabes que yo soy un poco… -las manos intentaron explicar lo que yo no sabía decir y se me quedaron en el aire, en un gesto que no significaba nada, salvo la propia extrañeza de la situación-, voy al baño y ahora atacamos la bandeja de buñuelos. No empieces sin mí -dije, intentando decir algo intrascendente, gracioso.

Entré en el baño, me senté, hice pis, me acaricié las rodillas como hago siempre desde que tengo memoria, y esperé a que el habitual ligero escalofrío me subiera hasta la boca. Entonces, pensé que tenía que hacerlo, que tal vez Milagros lo estaba esperando. Me miré al espejo mientras me lavaba las manos y la cara que vi parecía saber aquello que yo aún no sabía. Salí al pequeño pasillo al que daban las dos habitaciones, la del fondo era la de Milagros, estaba abierta, su cama de matrimonio, con el cabecero cromado y una colcha de flores descoloridas sobre la que Lucas dormía el sueño plácido de los animales que fueron abandonados y que han encontrado un techo.

Sentí que Milagros quería que lo hiciera. Después de tantos años quién no sabe lo que el otro quiere de ti aunque no lo diga. Ella me pedía algo que me dejaba paralizada allí, en medio de aquel diminuto distribuidor que ahora estaba casi a oscuras si no fuera por una de esas bombillas de baja intensidad que se colocan en los enchufes para que los niños no tengan miedo. Sabía que Milagros quería que lo hiciera. Ella lo estaba esperando, sentada en el sofá, delante de un café que nunca nos tomaríamos y de unos buñuelos que sólo habían servido para aparentar normalidad. Acerqué mi mano al pomo de la puerta y noté que me temblaba. La abrí, la abrí lentamente, como si estuviera dentro de un sueño en el que me sintiera incapaz de hacer las cosas deprisa. La cuna estaba debajo de la ventana. Un cuco que sólo Dios sabe de dónde habría salido, tal vez Milagros lo tenía allí desde hacía tiempo esperando la llegada del bebé que lo ocupara, o tal vez lo había recogido de la basura para que sirviera de cuna para Lucas. La persiana estaba levantada y parecía literalmente que un pintor hubiera dado dos brochazos rojos horizontales en el cielo. Un ruido sordo, de resorte, me asustó. En la pared, el reloj de cuco anunciaba las ocho de la tarde. Milagros se las había apañado para que no sonara, y ahora el pájaro salía y entraba con el ruido de una carraca vieja. Ya sabía que no hacía falta que me acercara porque detrás del olor a colonia infantil que inundaba la habitación había otro olor que me hizo llevarme la mano a la nariz y que estaba a punto de marearme. No hacía falta que lo viera pero me acerqué. Me acerqué porque sabía que ella, desde el salón, con las manos seguramente sujetándose la cabeza como hacen las personas desesperadas, me lo estaba pidiendo. Ahí estaba Christopher, boca arriba, pálido, con sus ojos y su boca ligeramente abiertos, con los bracillos fuera del embozo de la sábana, como duermen los muñecos. La cara de un blanco de porcelana. El pelo peinado a raya, como los niños antiguos.

Salí de la habitación y cerré la puerta detrás de mí. Entré sigilosamente en el salón, con el mismo respeto que si hubiera entrado a un velatorio. La luz se había marchado casi por completo y me senté al lado de Milagros, que apoyaba la cabeza entre sus manos. Hablamos en susurros, a oscuras.

– Milagros…, no lo puedes tener ahí para siempre.

– Me cuesta mucho separarme de él -su voz sonaba ahogada detrás de la pantalla de sus manos.

– Ya lo sé.

– No lo sabes, cómo lo vas a saber. No puedes saber lo que es perder a un hijo.

Mi mano fue espontáneamente, sin que yo lo pensara, hacia su cabeza y le acarició el pelo una y otra vez. La oía sollozar, no desesperadamente como aquella noche, sino con el llanto apagado de los que no tienen ninguna esperanza. Me pregunté cómo la había dejado llegar hasta ahí.

– No lo sabes, Rosario, tú no sabes lo que es este vacío. Voy por la casa y soy ya como un fantasma.

– Tendremos que enterrarlo, Milagros.

– Sólo de pensar que ya no estará en su cuarto se me parte el corazón.

– Los muertos descansan mejor bajo tierra, Milagros, si lo dejas ahí sólo conseguirás que se estropee y eso sería fatal, te pondría más triste aún.

– Hay que buscarle un buen sitio.

– Un sitio fuera de Madrid, donde puedas ir a visitarlo para el día de los difuntos.

– Lo llevaremos donde está mi madre, en su misma caja.

– No, en la misma caja no puede ser, Milagros, tenemos que hacer todo esto sin que nadie se entere, a escondidas, ¿no te das cuenta de que el niño no existe para nadie?

– Entonces lo llevaremos cerca, cerca de mi madre. Al otro lado de la tapia del cementerio, allí hay unos almendros preciosos. No se le puede enterrar en cualquier secarral.

– Desde luego que no.

– ¿No crees que ha sido una suerte que muriera en su propia casa y no en un contenedor de basura?

– Eso no lo dudes.

– Es que con algo tengo que consolarme. Todas las madres que pierden a un hijo tienen que encontrar un consuelo, y el mío es ése, que ha muerto como todos deberíamos morir, en casa y con la mano de quien más te quiere tocándote la frente. Rosario, si no fuera por ti…

– Anda, no seas boba.

– A quién tendría yo, dime.

– Y si no hubiera sido por ti, ¿qué hubiera hecho yo cuando murió mi madre?

– Rosario, hay una cosa que me atormenta mucho.

– Dime.

– Dirás que es una tontería pero para mí no lo es. No tengo caja. No tengo caja para meterlo -las manos volvieron a sujetarle la cabeza-, ¿cómo se hace eso, Rosario, puede ir cualquiera a las tiendas de ataúdes y encargar una blanca para un bebé?

– No, eso no se puede hacer.

– Y yo no quiero envolverlo en una manta, Rosario, yo quiero que tenga su caja, como todo el mundo. No podría dormir tranquila si supiera que está bajo tierra envuelto en una colcha. Eso no es humano.

– Ya buscaré yo algo, ahora tú no te inquietes por eso.

– Le puedo pedir el taxi a mi tío Cosme para viajar al pueblo, lo que pasa es que él no me lo dejaría hasta el viernes.

– Hay que ir antes. Si no te importa, Milagros… Creo que lo mejor es que se lo diga a Morsa y que nos lleve él en su coche. Tú no estás ahora para conducir.

– ¡Morsa! Ese tío seguro que se lo contaba a todo el mundo.

– Le diré que llevamos un gato.

– Me da pena que Christopher pase por ser un gato.

– Qué le vamos a hacer.

– ¿Y qué va a pensar de que llevemos a un gato a enterrar a trescientos kilómetros?

– Bueno -le dije sonriendo-, él siempre ha creído que estamos un poco chaladas. Nos cree capaces de hacer eso y más.

Milagros levantó la cara y me miró, también sonreía. Sonreíamos las dos, como si en lo último que yo había dicho estuviera el secreto de la felicidad.