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CAPÍTULO 11

Escuchadme. Dejadme que os cuente una cosa: soy una inocente. Más de lo que estáis dispuestos a creer. Más de lo que siempre pensó mi madre, que me hizo crecer con la idea de que desde muy niña llevaba un adulto dentro que observaba críticamente las vidas ajenas. ¿Sabéis lo que es eso, que te hagan creer cuando eres pequeña que en todos tus actos hay una doble intención, y para colmo, mala? Ella solía adornar el comentario diciendo que ese retorcimiento era debido a mi enorme inteligencia. Solía rematar la frase comentando con una sonrisa: en el fondo, es muy buena, incluso puede que hasta sea más buena que su hermana. Decía eso porque sabía que una madre como Dios manda no debe hacer comentarios negativos de sus hijos, así que encubría las críticas, pero no podía evitarlas, no podía. Os puedo asegurar que ese juicio suyo me entristeció más que nada de las cosas que normalmente pueden entristecer a un niño, más que la marcha de mi padre. Ese juicio suyo me torció la vida. No os exagero, creedme, es algo que tengo muy meditado. Me hizo creer que estaba endemoniada o algo así, que otro ser dentro de mí observaba la vida con maldad. Y si te repiten tanto las cosas desde niño acabas creyéndotelas, actuando según la imagen que tus padres tienen de ti. Ella me quitó la inocencia de tanto repetir que yo no era inocente, pero lo era. Miraba fijamente, eso sí, que es lo que a ella más le molestaba, pero era porque siempre me ha costado entender las cosas a la primera. Miraba para comprender. Era mucho más tonta de lo que ella pensaba. Ella me atribuía la inteligencia de la maldad, y yo tenía, os lo puedo asegurar, la lentitud del niño bondadoso. La miraba cómo estudiaba los cuellos de las camisas de mi padre antes de echarlas a la lavadora, cómo las olía, cómo manoseaba incluso su ropa interior; y ella de pronto se volvía, como si hubiera sentido mi presencia, me veía en el quicio de la puerta del lavadero y se llevaba un susto, ¿qué haces ahí, Rosario, qué haces?, y había un tono nada disimulado de irritación, una vez incluso me dijo, ¿se lo vas a contar a tu padre, se lo vas a contar, verdad? Y yo no sabía qué es lo que le tenía que contar ni qué interés tenía aquello que la veía hacer con tanta frecuencia, como registrarle los bolsillos, la cartera; más bien me producía inquietud el ver a mi madre, tan controlada siempre, tan poco misteriosa, acercando la nariz a unos calzoncillos, o quedárselo mirando fijamente cuando él estaba leyendo el periódico, con una intriga que yo no acababa de entender. Ella me atribuía a mí una compleja sabiduría. Por qué, no lo sé. A lo mejor porque siempre he mirado de frente, porque mi cara siempre ha sido el espejo de mi alma, porque mis gestos no me han permitido ser hipócrita, y tenía curiosidad, siempre la he tenido. Podía haberme celebrado mi curiosidad, pero no, ella lo achacaba a un retorcimiento genético, ¿lo podéis creer?, ¿y quién era la retorcida? Ves a tu madre con la nariz metida en los calzoncillos de tu padre y quieres saber por qué lo hace. Sólo eso. Ella me hizo creer que yo no era inocente. Es más, en mí perdura ese miedo infantil a no serlo, el miedo a tener dentro a ese bicho que me domina. Pero decidme ahora si no hay que ser muy inocente para darte cuenta de un detalle fundamental en tu vida veinticinco años más tarde. Veinticinco, que se dice pronto.

Os hablo de esta misma mañana. Voy al armario en el que guardo las pocas cosas que conservo de mi madre. Buscaba el baulito nacarado. En un principio sirvió para meter algunas prendas de su ajuar de novia, el camisón de raso, la bata, las zapatillas de seda con el pompón, cosas que el tiempo fue comiéndose y amarilleando hasta que, como ocurre con las cajas viejas por muy bonitas que sean, mi madre acabó usándolo para meter otras tantas cosas inservibles. Esta mañana, cuando abrí el baulito, el baulito del que yo sacaba el camisón de novia de mi madre cuando era niña y con el que jugábamos mi hermana y yo a las novias dejando una peste a alcanfor por toda la casa, me encontré unos zapatos de charol que me compró mi padre una víspera de Reyes. He sacado los zapatos, cuarteados, arrugados, asombrosamente pequeños, cuando siempre estuve convencida de tener unos pies enormes, y al tenerlos en la mano me he acordado de aquel cinco de enero con tanta viveza que he sentido hasta un cierto mareo. Milagros cree que los objetos contienen la vida de la gente. Pues es verdad. Tan cierto como que cuando los he tomado cada uno en una mano es como si me hubiera agarrado con fuerza a los mandos de una máquina del tiempo y el presente de hace veinticinco años se ha convertido en el presente de esta mañana y no era como estar recordando, no, no, era estar viviendo de nuevo.

Estoy en la cama de mis padres sentada, estoy pegando botes, haciendo sonar los hierros del somier. Fantaseo con que a lo mejor, al empujar el colchón hacia el suelo, éste toque alguno de los paquetes que nos van a traer los Reyes. Yo ya no creo en los Reyes, pero hago como que sí, para que mi madre no me hable del adulto que llevo dentro y para que mi hermana pueda creer en los Reyes durante cinco años más. Mi madre y mi hermana han ido a la calle, a qué, no me acuerdo, puede que a comprar el roscón. Estoy, cosa rara, sola con mi padre. Digo que es raro porque mi padre casi nunca está en casa. Viaja o dice que viaja. Mi madre ha hecho que pongamos en duda todo lo que mi padre dice que hace. Y la verdad es que en el fondo, aunque me pese, siento que ella tiene razón, mi padre tiene toda la pinta de decir que viaja, pero de no viajar. Suele llevarse una maleta pequeña, mi madre le mete dos o tres mudas y algunas camisas. Él dice, llamaré desde Murcia, desde Málaga, desde Cádiz, a nosotras nos da muchos besos por toda la cara, a mi madre siempre dos, en las mejillas. Nunca la besa en los labios, ni cuando se va ni cuando vuelve. Eso me tuvo durante muchos años convencida de que los padres no se besan en los labios, hasta que vi cómo se besaban los padres de una compañera del colegio y eso me dio que pensar. El no la mira nunca a los ojos aunque nosotras nos damos cuenta de que ella se los busca. Salimos al descansillo y cuando sentimos que ha cerrado el portal las tres nos asomamos a la ventana y lo vemos montarse en el coche. Mi madre se queda pensando, absorta durante un buen rato, y me contagia su miedo a que él no vuelva nunca más. Aunque seas pequeña, tonta, inocente, no es difícil que percibas que ese hombre no le pertenece a mi madre, ni a nuestra casa, a veces incluso podríamos dudar de si es nuestro padre, y no sería insensato si no fuera porque hay pruebas, esa foto de la boda en la que mi madre tiene cara de virgen y mi padre tiene la cara de un señor que pasaba por allí.

Su forma de andar le delata, su forma de mirar, de fumar, de anudarse la corbata. Parece uno de esos hombres que uno ve tomándose un whisky en los bares de los hoteles, pero no parece el hombre que debería estar sentado en el sillón orejero todas las noches. Siempre sentimos como si estuviera de visita. Por eso, esta tarde del cinco de enero en que yo estoy sola con él me parece extraordinaria, boto sobre la cama porque siento la felicidad de tenerlo para mí sola, siento que yo sí que podría retenerlo en casa.

Está haciéndose el nudo de la corbata delante del armario de luna como se lo haría el hombre delante del espejo de un hotel, y de pronto se vuelve. Me ha leído el pensamiento.

«Rosario», pronuncia mi nombre y se me acerca.

Yo dejo de saltar. Me quedo quieta, aunque los muelles siguen sonando aún durante un tiempo.

«Rosario, dice ahora en un susurro, tú sabes quiénes son los Reyes, ¿verdad?»

Yo le digo que sí con la cabeza. Pienso que decir que sí con la cabeza no me compromete a nada.

«¿Quiénes son?», pregunta.

Los que tú ya sabes, se lo digo pronunciando lentamente cada sílaba y señalándole con el dedo.

Pero él no se conforma. Sonríe y pregunta otra vez, «¿Tú qué dices, Rosario, que son tres o que son dos?».

Yo levanto dos dedos mirándole a los ojos. Parece una señal de victoria. No sé qué va a pasar ahora, pero él sonríe, sonríe como si yo hubiera dado la respuesta acertada y eso me hace feliz.

«¿Soy yo uno de ellos?», me pregunta.

Y yo digo que sí con la cabeza.

«¿Y quieres venir conmigo para ver, me habla ya al oído, en un susurro, cómo trabajan los Reyes el día cinco de enero?»

Me levanto de la cama de un salto y voy corriendo a mi habitación, me pongo los zapatos, me pongo la trenka, me planto ante sus ojos. «Ahora vamos a escribirle una nota a tu madre: no le voy a decir la verdad, ¿sabes?, porque esto es un secreto entre nosotros. Le voy a decir que me has acompañado a la oficina a por unos papeles, ¿sabrás guardar ese secreto?» No me salen las palabras, sólo muevo la cabeza afirmativamente, no una, sino tres, cuatro veces. «Ni una palabra, ni a ella ni a tu hermana. Tu madre quiere que sigas creyendo que los Reyes son tres y se pondría muy triste si supiera que tú sabes que son dos.» Ya, ya lo sabía, es como si mi padre me fuera leyendo el pensamiento, como si de pronto alguien supiera todo lo que discurre por mi cabeza.

Salimos a la calle y un aire frío me da en la cara y no puedo contener la risa. Me lleva de la mano. Yo quisiera encontrarme a alguien, quisiera encontrarme a alguien del colegio, o a una de esas vecinas que siempre nos miran con cara de pena. Mirad, mirad con quien voy, soy su hija, pero parezco su novia. Dejamos el coche atrás y yo le miro y él adivina mi pensamiento y me dice, vamos en metro, y cuando bajamos las escaleras del metro yo deseo con todas mis fuerzas que aquel viaje nos lleve lejos y tardemos años en volver a casa. El vagón está tan lleno que la gente me espachurra y me ahogo y no veo nada, hasta que siento sus dos manos debajo de mis axilas alzándome a la altura de los demás. Así me lleva casi todo el trayecto. Yo siento felicidad y vergüenza, una vergüenza femenina, creo, porque en ese momento le amo.

Las calles están hasta arriba de gente que mira escaparates, que duda, que te empuja con las bolsas de los regalos. Todos los empleadillos de los Reyes Magos han salido a la calle Goya a hacerles el trabajo sucio. Nosotros caminamos rápido. No miramos ni buscamos nada, vamos resueltos a un objetivo que yo desconozco pero que nos obliga a ir sorteando a la gente que va en sentido contrario, o adelantando a la que va en el nuestro, o cruzando semáforos que ya van a ponerse en rojo. El hombre andando rápido, la niña que soy yo casi corriendo para ir a su paso. Llegamos a una zapatería, a la zapatería más grande que he visto en mi vida, hace esquina y el cristal se curva en el ángulo y a mí eso me parece muy elegante.

Con mi madre siempre compramos los zapatos en las galerías de la calle Toledo. Ella repite y repite que no le da el dinero para otra cosa, ¿a mi padre sí? En un rincón del escaparate están los zapatos de niña. De niña, no, dice mi padre, de jovencita. Negros, de charol. Están expuestos con tanta inclinación que parece que tienen tacón. Miro los zapatos y luego miro a mi padre, pero me doy cuenta de que él ya no me sonríe a mí sino a alguien que está dentro de la zapatería, a una mujer que agachada en el suelo está ayudando a un hombre a calzarse unas botas. La mujer atiende al cliente pero no deja de levantar la vista para mirar a mi padre y para mirarme a mí, ahora me mira a mí. Más que una mujer es una chica, una chica con una coleta de caballo, alta y con los labios muy pintados. Le hace unas señas a mi padre, le pide que vuelva dentro de un rato. Mi padre me lleva al bar de al lado, me dice que vamos a merendar y que volveremos cuando haya menos gente en la zapatería. Me dice que la chica es una amiga, que le hace descuento y a mí todo me parece extraño y al mismo tiempo lógico, porque esta tarde soy su cómplice. Me como dos tortitas con nata y chocolate y veo cómo él fuma y sale y entra del bar, inquieto, mirando cómo va la cosa en la zapatería, esperando, supongo, una señal. Debe ser muy tarde porque las tiendas están empezando a echar el cierre y yo siento de pronto pánico a que nos cierren la nuestra y el Rey no me pueda comprar los zapatos de charol. El cierre está echado, sí, pero ella lo levanta un poco y pasamos, mi padre agachándose. Yo me siento en uno de los largos asientos de piel y ella me trae uno de los zapatos. Ella lleva en el dedo la misma sortija granate que mi padre le regaló a mi madre, y cuando ella se va para buscar en el escaparate el otro pie, yo se lo digo a mi padre al oído y él me dice que esas cosas nunca se deben decir porque las mujeres siempre creen que sus joyas son únicas, exclusivas. Exclusivas, repito, y no lo entiendo pero ya no pregunto. Soy su cómplice. Ella me toca el dedo gordo, tal vez le están un poco pequeños, dice; yo digo que no, pero mi padre dice que sí, que tal vez me están un poco pequeños, y ella se va a buscar una talla más y se vuelve un momento a mirarnos, a mirarle, y mi padre va detrás de ella, porque son amigos y dice que la va a ayudar a buscar y que yo mientras me quede sentada, ahí, sin moverme, que será un momento. Y ahí me quedo, no un momento sino muchos momentos. La zapatería está iluminada y la gente mira los zapatos del escaparate y luego me miran a mí con curiosidad, algunos me señalan, sin comprender muy bien qué hace esa niña con la trenka puesta, sola, descalza, como si sus padres se hubieran marchado olvidándola y los dependientes hubieran cerrado el comercio sin reparar en su presencia. Yo hubiera preferido que las luces hubieran estado apagadas y no despertar tanta curiosidad así que me escondo detrás de uno de los sofás, me pongo la capucha, y me quedo dormida.

«Rosario, Rosario.» Oigo la voz de mi padre. Ahora lo veo, me ayuda a levantarme. «Me habías asustado, no sabía dónde estabas.» Tiene la caja de los zapatos en la mano. No sé cuánto tiempo ha pasado y cuando nos despedimos de la chica de la coleta yo no he acabado de salir del mundo remoto del sueño. Mi padre le da un beso y a mí me parece que se lo da muy cerca de la boca. Luego, entramos en una cabina, mi padre llama a casa y explica que hemos estado en la oficina, que ya volvemos, que hemos merendado fuera. Y yo encuentro que lo dice en el mismo tono que cuando soy yo la que estoy en casa, la que contesto al teléfono y es él diciéndome, estoy en Murcia, mañana mismo vuelvo, os echo de menos. Ahora volvemos en taxi, él me dice que al final nos hemos llevado los zapatos de la misma talla. No eran tan grandes en realidad, dice. Y dice que yo he de hacer como que no sé nada de esos zapatos, que tendré que decir que hemos estado en la oficina, y que mañana cuando vaya a buscar los regalos debajo de la cama, tendré que aparentar una sorpresa enorme, «¿sabrás, Rosario?», y yo le digo, pues claro. No voy a cometer ningún fallo porque quiero que me vuelva a llevar con él otra tarde, que sepa que soy la única persona de casa en quien puede confiar, la única también que puede retenerlo. Me da la risa sólo de pensar en esta nueva complicidad. Y aunque él de pronto se sumerge en un silencio que ya no se rompe ni cuando entramos en casa y se apoya en la ventanilla con la mano en la cabeza como si algo le hubiera derrotado, yo estoy tocando la felicidad en todo el trayecto, en la cena, sabiendo que mis zapatos están ya debajo de la cama de mis padres, en mi cama, gozando de los secretos que Palmira ignora, en el beso de buenas noches que le doy a mi madre que es el beso de la pequeña rival que acaba de nacer en mí.

Él se debió de marchar por marzo. Quiero decir, definitivamente. Pero aunque parezca increíble, yo nunca, de verdad, nunca relacioné aquella visita a la zapatería con las ausencias de mi padre ni con su abandono, tal vez estaba tan envanecida pensando que yo era especial para él que ese sentimiento me nubló la razón. Culpé a mi madre. La culpé por su torpeza, por no haber sabido engatusarlo para que se quedara, por recibirlo siempre en bata, en su bata fea y usada, por tener esa cara hinchada de sueño por las mañanas, por no estar tan brillante y atractiva como él se merecía. La culpó mi inocencia, mi pobre inocencia, porque nada de lo que estuve viendo durante años fueron señales para mí: ni su nariz en los calzoncillos, ni su cara de angustia, ni la mirada de mi padre a esa mujer de la zapatería aquel cinco de enero. Desde luego que me enteré enseguida, cómo no enterarse, de que se había ido a otra ciudad con otra mujer, pero es extraordinario que nunca se me pasara por la cabeza, nunca, hasta que lo vi aparecer en el cementerio cuando enterramos a mi madre, que aquella víspera de Reyes me había utilizado de coartada, a su propia hija de diez años, ¿no es increíble? Resulta que la única vez en mi infancia que me sentí verdaderamente tocada por la gracia del Señor no había sido debido a mis encantos sino a que a mi padre aquella tarde le entraron unas ganas desesperadas de ver a aquella mujer, perdón, a aquella chica, y como ya no le quedaban excusas, utilizó a una de sus dos hijas, y me utilizó a mí porque él sabía que yo era la más inocente, la que le seguiría hasta las mismas puertas del infierno, la que sentía por él el enamoramiento de los niños pequeños que es tan arrebatado como el de los adultos pero que no conduce al sexo sino a la admiración. Me vio desde el espejo de luna mientras se anudaba la corbata, me vio saltando en la cama y se dijo, ya está, me la llevo, ¿qué mala acción puede hacer un padre mientras pasea a su hija, mientras la lleva de la mano a ver la iluminación navideña mientras van camino de la oficina? Tuvieron que pasar veintitrés años para que yo me diera cuenta del engaño. Tuvo que estar mi madre a punto de caer sobre la tierra, con aquellos dos hombres sudorosos sujetando con las cuerdas el ataúd y bajándolo a pulso hasta el final del hoyo, y él caminando lentamente hacia nuestro pequeño grupo, avergonzado, esperando un reproche o una mala palabra, para que yo pensara, no sólo la engañaste a ella, a mí también me pusiste los cuernos, y qué lenta he sido para darme cuenta, cuánta confianza tendría puesta en ti como para no interpretar el verdadero sentido de tu regalo de Reyes, qué cabrón fuiste, papá, pero qué cabrón, tomaste mi cariño como coartada, tuviste el descaro de esperar a que llegara la hora del cierre, tuviste el descaro de comprarme la merienda en el bar de enfrente para estar al acecho, loco como estabas por meterle mano como fuera, delante de mí si no te hubiera quedado más remedio, qué cabrón, sólo de pensarlo me lleno de furia, me dejaste esperando en el sofá de la zapatería, a la vista de toda esa gente que ponía la nariz en el cristal del escaparate, se quitaba los reflejos de los focos formando una visera con la mano, y me miraban como si fuera un gorila encerrado y pasivo, resignado a su suerte, esa gente que se preguntaba, qué pinta esa criatura ahí con el cierre de la tienda echado, sola, descalza, con los pies colgando, esperando unos zapatos que no han llegado, esperando a unos dependientes que ya no están o a unos padres que la han perdido, qué clase de persona es la que utiliza a su hija para meterse en la trastienda y echar un polvo, cómo puede uno excitarse, concentrarse, correrse, o a lo mejor es eso lo que gusta, el peligro, el morbo máximo, el tener a dos pasos a la criatura que representa todo lo que tú detestas, la bata usada, la cara hinchada, el sillón orejero.

No se lo dije, no le insulté, no le recordé aquella víspera de Reyes. ¿Cómo se hace eso después de veintitrés años y qué importa ya?, ¿se acordaría él, sentiría alguna vez vergüenza o remordimiento? La vida es una broma, cuando puedes decir las cosas, cuando el tiempo te da capacidad, coraje, inteligencia, entonces el individuo al que tú le vas a echar en cara el haber abusado de tu inocencia es un viejo, y si él no tuvo ninguna consideración contigo tú sí que la tienes con él, porque lo ves venir como temeroso, mendigando algo, no se sabe qué, cariño, perdón, comprensión. Le di un beso, ¿lo visteis? En vez de escupirle en la cara le di un beso. Y Palmira otro. Los malos se vuelven buenos al final de la vida. Eso está ya muy visto. Pero es lo que tienen los viejos, que despistan, que despiertan una compasión que a lo mejor no merecen. El tío será capaz de estar sentado ahí en un banco en ese sitio de Valencia donde vive diciéndole a otro viejo que sus hijas no le llaman. Por eso a mí cuando se me sienta un abuelo al lado y me empieza a dar la brasa con su soledad, le digo, un momento, señor, que yo también tengo muchos traumas. Pero la historia que os quería contar no acaba ahí, no acaba en el cementerio de la Almudena. Acaba esta mañana. Yo estoy con los zapatos en la mano y, como os digo, vuelvo a revivir paso por paso aquella víspera de Reyes. Yo miro los zapatos en el escaparate, miro a mi padre y le veo que está mirando a la mujer, entonces la miro a ella, sonriéndole a él y observándome a mí, con la curiosidad con la que supongo se mira a la niña del hombre al que amas, entonces, esta misma mañana, cuando al ver los zapatos pensaba que tal vez mi último resquicio de inocencia lo perdí el día del entierro cuando caí en la cuenta de que la única tarde que mi padre me había dedicado, esa tarde por la que yo le habría perdonado hasta el brutal abandono, era mentira, fui consciente de algo más aún. No sé qué hay en mi cabeza para que tarde en interpretar lo que veo, a veces me da pavor perder la razón, pero luego me consuelo pensando que es algo que me sucede desde siempre. La mujer que vino con él al cementerio, ¿os acordáis?, la mujer que se quedó todo el tiempo detrás de él, que sonreía a la nada, porque parecía que no se atrevía a mirar a nadie, esa mujer era ella, la zapatera. Me he dado cuenta esta misma mañana, he visto su mirada de hace veinticinco años, la mirada de detrás del cristal y luego la he visto hace dos años, la mirada perdida detrás de mi padre. Y cuando me he dado cuenta de que eran los mismos ojos, se me han caído los zapatos de las manos.